De una mordida

De una mordida

Amelith

30/12/2022

Conocí a la familia Rodríguez un verano de 1964, cuando los Beatles eran el hit y

todos paseaban por las calles de Comillas, el encantador pueblo español. En esos

años no era más que una simple escritora de segunda recién egresada de una

universidad en Ohio, que buscaba experiencias o una chispa que encendiese su

inspiración. El pueblo de Comillas no era precisamente una montaña rusa, pero algo

me decía que en ese lugar encontraría lo que estaba tan empecinada en hallar, una

historia. Llegué a esa casa exactamente el 1 de julio de 1964, es un día que no me

permito olvidar, ya que en ese entonces podría haber evitado los horribles sucesos

de los días siguientes. Cuando llegué no parecía más que una joven enamorada de

aquel sitio, impresionada por los hermosos paisajes de aquel pueblo y el acento

encantador de su gente, con la cara embadurnada en crema solar y una brillante

sonrisa, respirando con gran deleite el acendrado aire de Comillas con fuerza, tenía

la esperanza de recordar por siempre en mi memoria aquel aroma inundado de

naturaleza y sol. Al llegar a la casa, una ama de llaves me recibió con gran

cordialidad y me ayudó con las maletas hasta la que sería la habitación donde

dormiría durante mi estadía, aquel dormitorio estaba inundado de luz solar y tenía

un leve aroma a jazmín, que envolvía todo a su alrededor con dulzura. Estaba tan

empecinada en observar todo con gran detalle que no me percaté de que la dueña

de tan bella casa, me miraba con gran hastío desde el umbral de la puerta.

II

La noche cayó sin demora, y al sentarme en la mesa pude observar con más

atención las caras de aquellos que conformaban la familia que me había ofrecido

estancia en aquel pueblo, eran cuatro personas, dos adultos, una niña y un niño. El

señor Héctor Rodríguez era un hombre robusto y de apariencia amigable y me

recibió con gran hospitalidad, a diferencia de su mujer, Ana, que tenía una

apariencia sombría y poco amigable. Los niños, por otro lado, desde que llegué no

dejaban de observarme, pero en ese entonces quise creer que era solo genuina

curiosidad infantil. A pesar de que el señor Rodríguez conversaba con gran fervor,

esa noche fue irremediablemente incómoda y el comportamiento de aquella mujer

no dejaba de perturbarme, era la intención en su mirada, la que me empujaba a

escribir. Simplemente conmocionada.

Los días pasaron, cada uno parecido al anterior, recorridos por la mañana, historia

del pueblo por las tardes y una cena terriblemente inquietante por las noches. Todo

se mantuvo exactamente igual durante cinco días, y habría seguido con una actitud

tranquila a pesar de la señora Rodríguez, si no fuera por los rumores que comencé

a oír a medida que pasaban los días. Algunos rozaban lo absurdo, ya que muchos

afirmaban que los Rodríguez eran parte de una secta o que incluso tenían un pacto

con el demonio, puesto que nadie se explicaba de dónde venía su gran fortuna, al

principio solo pensé que era envidia de la gente del pueblo, pero al escuchar un

rumor con respecto a los visitantes, no pude evitar cuestionarme. Aquel rumor

profanaba el nombre de aquella familia con gran audacia, pues los pueblerinos

afirmaban que los visitantes desaparecían de un día para otro y cuando le

preguntaban al señor Rodríguez él solo sonreía y respondía que no lo sabía, las

personas comenzaron a sacar sus propias conclusiones al oír supuestos gritos y ver

bolsas de basura sospechosas. En este punto ya estaba lo suficientemente atenta

como para fijarme en todo lo que hacía la familia, los observaba desde que se

levantaban hasta cuando iban a buscar un vaso de agua para ir a la cama. A pesar

de estar asustada por los rumores, mi deseo de escribir algo realmente sublime

superó cualquier instinto de supervivencia en mí, ahora más que nunca necesitaba

averiguar qué sucedía y traspasarlo, con arduo trabajo, a una hoja de papel. Esa

noche la señora de la casa estaba preparando la cena, ya que, según Héctor, el

ama de llaves tuvo una emergencia. Ofrecí ayuda, pero Ana se negó rotundamente,

lo cual me pareció algo sospechoso, así que dije que iría a mi habitación, mientras

simulaba que subía las escaleras, busqué un sitio donde esconderme y esperé.

Miraba atentamente desde mi escondite como Ana picaba una carne extrañamente

sangrienta y la pasaba a una budinera al horno y fue impresionante para mí ver

como del basurero sobresalía cabello rubio. En ese instante recordé a el ama de

llaves y corrí con gran entusiasmo hacía mi habitación, revolviendo mis cajones en

busca de mi libreta. Al voltearme para bajar las escaleras vi a Héctor apoyado en la

pared justo al lado de mi puerta. Con una enorme sonrisa se abalanzó sobre mí,

inmovilizándome, no pude hacer más que mirar maravillada aquella bestia, que

enterraba exquisitamente sus caninos en mi pierna. Rápidamente, el resto de la

familia se unió a él, los niños se decidieron por mi estómago mientras que Ana,

balanceándose en el suelo, miraba horrorizada el escenario. Yo solo podía reír

mientras escribía todo en mi libreta. Ahora, mientras masticaban con frenesí mis

entrañas, no quedaba ni un rastro de jazmín en el aire, olía a sangre y felicidad y no

quería olvidarlo por nada del mundo.

– ¿Te dimos lo que querías no? – Dijo Héctor.

-Si, ¡sí! ¡Muchas gracias! – Respondí a coro con el sonido de mi carne siendo

desgarrada.

III

Una joven reportera llegó un día, preguntando por el incidente de hace 58 años. No

podían dejarla pasar a la habitación, ya que la paciente era peligrosa. Así que solo

se dedicó a preguntarle a la enfermera a cargo.

– ¿Por qué está aquí? – Cuestiona observándola por la pequeña ventana de la

habitación.

La enfermera la mira.

-Ella piensa que la familia que la recibió el verano del 64 se la comió viva y que

desde su estómago hacia abajo no hay nada. No recuerda lo que les hizo, no dejó

ni un solo diente.

La reportera no puedo hacer más que mirarla, mientras que ella, enajenada, seguía

riendo.

Amelith.

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