Conocí a la familia Rodríguez un verano de 1964, cuando los Beatles eran el hit y
todos paseaban por las calles de Comillas, el encantador pueblo español. En esos
años no era más que una simple escritora de segunda recién egresada de una
universidad en Ohio, que buscaba experiencias o una chispa que encendiese su
inspiración. El pueblo de Comillas no era precisamente una montaña rusa, pero algo
me decía que en ese lugar encontraría lo que estaba tan empecinada en hallar, una
historia. Llegué a esa casa exactamente el 1 de julio de 1964, es un día que no me
permito olvidar, ya que en ese entonces podría haber evitado los horribles sucesos
de los días siguientes. Cuando llegué no parecía más que una joven enamorada de
aquel sitio, impresionada por los hermosos paisajes de aquel pueblo y el acento
encantador de su gente, con la cara embadurnada en crema solar y una brillante
sonrisa, respirando con gran deleite el acendrado aire de Comillas con fuerza, tenía
la esperanza de recordar por siempre en mi memoria aquel aroma inundado de
naturaleza y sol. Al llegar a la casa, una ama de llaves me recibió con gran
cordialidad y me ayudó con las maletas hasta la que sería la habitación donde
dormiría durante mi estadía, aquel dormitorio estaba inundado de luz solar y tenía
un leve aroma a jazmín, que envolvía todo a su alrededor con dulzura. Estaba tan
empecinada en observar todo con gran detalle que no me percaté de que la dueña
de tan bella casa, me miraba con gran hastío desde el umbral de la puerta.
II
La noche cayó sin demora, y al sentarme en la mesa pude observar con más
atención las caras de aquellos que conformaban la familia que me había ofrecido
estancia en aquel pueblo, eran cuatro personas, dos adultos, una niña y un niño. El
señor Héctor Rodríguez era un hombre robusto y de apariencia amigable y me
recibió con gran hospitalidad, a diferencia de su mujer, Ana, que tenía una
apariencia sombría y poco amigable. Los niños, por otro lado, desde que llegué no
dejaban de observarme, pero en ese entonces quise creer que era solo genuina
curiosidad infantil. A pesar de que el señor Rodríguez conversaba con gran fervor,
esa noche fue irremediablemente incómoda y el comportamiento de aquella mujer
no dejaba de perturbarme, era la intención en su mirada, la que me empujaba a
escribir. Simplemente conmocionada.
Los días pasaron, cada uno parecido al anterior, recorridos por la mañana, historia
del pueblo por las tardes y una cena terriblemente inquietante por las noches. Todo
se mantuvo exactamente igual durante cinco días, y habría seguido con una actitud
tranquila a pesar de la señora Rodríguez, si no fuera por los rumores que comencé
a oír a medida que pasaban los días. Algunos rozaban lo absurdo, ya que muchos
afirmaban que los Rodríguez eran parte de una secta o que incluso tenían un pacto
con el demonio, puesto que nadie se explicaba de dónde venía su gran fortuna, al
principio solo pensé que era envidia de la gente del pueblo, pero al escuchar un
rumor con respecto a los visitantes, no pude evitar cuestionarme. Aquel rumor
profanaba el nombre de aquella familia con gran audacia, pues los pueblerinos
afirmaban que los visitantes desaparecían de un día para otro y cuando le
preguntaban al señor Rodríguez él solo sonreía y respondía que no lo sabía, las
personas comenzaron a sacar sus propias conclusiones al oír supuestos gritos y ver
bolsas de basura sospechosas. En este punto ya estaba lo suficientemente atenta
como para fijarme en todo lo que hacía la familia, los observaba desde que se
levantaban hasta cuando iban a buscar un vaso de agua para ir a la cama. A pesar
de estar asustada por los rumores, mi deseo de escribir algo realmente sublime
superó cualquier instinto de supervivencia en mí, ahora más que nunca necesitaba
averiguar qué sucedía y traspasarlo, con arduo trabajo, a una hoja de papel. Esa
noche la señora de la casa estaba preparando la cena, ya que, según Héctor, el
ama de llaves tuvo una emergencia. Ofrecí ayuda, pero Ana se negó rotundamente,
lo cual me pareció algo sospechoso, así que dije que iría a mi habitación, mientras
simulaba que subía las escaleras, busqué un sitio donde esconderme y esperé.
Miraba atentamente desde mi escondite como Ana picaba una carne extrañamente
sangrienta y la pasaba a una budinera al horno y fue impresionante para mí ver
como del basurero sobresalía cabello rubio. En ese instante recordé a el ama de
llaves y corrí con gran entusiasmo hacía mi habitación, revolviendo mis cajones en
busca de mi libreta. Al voltearme para bajar las escaleras vi a Héctor apoyado en la
pared justo al lado de mi puerta. Con una enorme sonrisa se abalanzó sobre mí,
inmovilizándome, no pude hacer más que mirar maravillada aquella bestia, que
enterraba exquisitamente sus caninos en mi pierna. Rápidamente, el resto de la
familia se unió a él, los niños se decidieron por mi estómago mientras que Ana,
balanceándose en el suelo, miraba horrorizada el escenario. Yo solo podía reír
mientras escribía todo en mi libreta. Ahora, mientras masticaban con frenesí mis
entrañas, no quedaba ni un rastro de jazmín en el aire, olía a sangre y felicidad y no
quería olvidarlo por nada del mundo.
– ¿Te dimos lo que querías no? – Dijo Héctor.
-Si, ¡sí! ¡Muchas gracias! – Respondí a coro con el sonido de mi carne siendo
desgarrada.
III
Una joven reportera llegó un día, preguntando por el incidente de hace 58 años. No
podían dejarla pasar a la habitación, ya que la paciente era peligrosa. Así que solo
se dedicó a preguntarle a la enfermera a cargo.
– ¿Por qué está aquí? – Cuestiona observándola por la pequeña ventana de la
habitación.
La enfermera la mira.
-Ella piensa que la familia que la recibió el verano del 64 se la comió viva y que
desde su estómago hacia abajo no hay nada. No recuerda lo que les hizo, no dejó
ni un solo diente.
La reportera no puedo hacer más que mirarla, mientras que ella, enajenada, seguía
riendo.
Amelith.
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