La fuente mística de la sabiduría
«Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo:
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Un día o parte de un día, respondió».
.
Ocurrió en Babilonia.
El guerrero, fascinado ante aquel prodigioso cielo, entendió la señal.
Por vez primera, sus pasos cruzaron los senderos de ladrillo y se detuvieron frente a la puerta de la muralla.
El guardián le advirtió:
—Estoy aquí para custodiar la puerta, ¿quién eres?
—Soy hijo de la tierra y del cielo estrellado. Y muero de sed.
—No podrás pasar. Mas junto al olivo hallarás la fuente. Puedes beber de ella, pero si lo haces, perecerás.
Junto al olivo milenario, halló la fuente.
Y la fuente le habló:
—¿Beberás de mi agua? ¿Acaso no temes morir?
—He librado mil batallas, estoy casi ciego, no temo a la muerte.
—¿Beberás entonces?
—No sin confesarlo: un sueño fatiga mis noches. En él, inscribo en arcilla historias que los hombres ya no querrán olvidar. Es una señal profética, lo sé: no puedo morir sin haber aprendido los símbolos.
—Si bebes de mi agua, perecerás; mas despertarás al cabo de una hora poseyendo el don de la escritura.
El guerrero, al fin, comprendió quien era. O más, comprendió quien, desde siempre, había estado destinado a ser.
El agua, o quizás algo más prodigioso que el agua, sació su sed.
Tendido sobre la hierba fresca, esperó el fin sin rebajarse ni por un instante a la angustia o al miedo.
En el calor de la tarde, el vapor subía hasta Sin, señor de la luna, cuyo blanco disco en las alturas, fue lo último que contemplaron sus ojos cansados.
Mas el cómputo del tiempo es uno para los hombres y otro para Marduk.
Cuarenta siglos pasarían antes de que, en una remota e improbable ciudad, reabriera los ojos aquel cuyos relatos poblarían para siempre la memoria de los hombres.
La ciudad, Buenos Aires; su nombre, Jorge Luis Borges.
Oscuros son los laberintos del destino; incierto el porvenir que marcan las estrellas.
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