ADVERTENCIA A NAVEGANTES: Este es un relato erótico con carga violenta. Si eres sensible o aprensivo te recomiendo que no lo leas.
La lluvia había parado hacía una hora y las aceras, mojadas y bruñidas, devolvían el eco de los pasos de los transeúntes que seguían con su ajetreada vida mientras Laura esperaba en una esquina. Sólo ella no se movía.
No es que estuviese aterida de frío, aunque no le habría venido mal entrar en esa cafetería. Su temblor no se debía a eso y tampoco es que fuese tan evidente: cualquier persona que se la cruzase pensaría que era una pelirroja bonita y enfadada, tal vez plantada por un novio o una amiga que llegase tarde y que por eso le asomaba el ceño fruncido y apretaba la mandíbula.
El ligero temblor que sólo ella notaba le venía de dentro. Más aún; le provocaba calor y venía del miedo derivado de una letanía de reproches internos: «¿Qué estás haciendo? Eres imbécil». Tampoco ese miedo le provocaba excitación sino más bien sentimiento de culpa. Y eso que no era la primera vez que lo sentía en su vida.
Cuando vio el coche negro perlado de gotitas de lluvia parar en la esquina lo supo: aquello era otra gilipollez más. Una de tantas. Una de esas muchas en las que se había dicho que de algo hay que morirse y que adelante con todo. Y luego se metía en líos muy gordos.
Exhaló un suspiro al frío aire que se convirtió en vapor para luego desaparecer.
Sus pies, vacilantes y nada experimentados en el uso de tacones, se encaminaron hacia la berlina con decisión mientras una pequeña parte de su cerebro le imploraba que se metiese en la cafetería y no se presentase.
Golpeó la ventanilla del conductor con el nudillo y bajaron el cristal ahumado.
Era un hombre de unos cuarenta, vestido de negro y con el móvil en la mano derecha la miró expectante.
—Buenas… —titubeó ella— ¿Este coche es para Laura G.?
—Sí —asintió animado, tal vez porque le hacía ilusión no tener que esperar más—, sube.
Ella, en lugar de ir directa al asiento trasero, rodeó el coche por detrás y se paró a tomar una foto de la matrícula. Después se subió por el lado derecho.
Era una de las normas: ella tomaría una foto de la matrícula y se la mandaría a una amiga (cosa que hizo en cuanto se sentó… a Viena, para ser más exactos) y de esa forma tenía la seguridad de que el coche, y quien lo había pedido, quedarían identificados en el caso de que le pasara algo.
Era la primera vez que subía en un coche así. Había viajado en taxi y con agencias, pero nunca con el nivel de lujo que presentaba ese automóvil: había pantallas en los respaldos, cargadores inalámbricos, una pequeña nevera y una pantalla ahumada que la separaba del conductor.
Cuando hubo mandado el mensaje a Viena guardó el móvil en el bolso y tocó un botón del intercomunicador.
—¿Sí, señorita?
—Supongo que no podría decirme a dónde vamos.
Se hizo un tenso silencio de unos segundos y cuando habló, el hombre parecía cohibido.
—Bueno… me han dicho que no se lo diga. Era un requisito que…
—Vale. Tranquilo. Da igual.
—Dijeron que usted ya lo sabía…
—De verdad, da igual.
Ya no hablaron más y ella se limitó a mirar por la ventana mientras veía pasar los edificios del centro de Los Ángeles. Sabía que no debía estar haciendo eso. Aquello de mirar.
Nada más entrar ya se percató de la cajita negra que había en el asiento. La había echado a un lado con desdén, como si ignorándola aquello no estuviese pasando del todo y sólo fuese una fantasía a medias… pero tuvo que ceder a la realidad.
Cogió la maldita caja y la abrió. Incluso el estuche parecía de buen material, forrado en tela negra con filigranas, le habría gustado quedárselo para meter su colección de pendientes. Ese día no se había puesto ninguno. Otra de las normas: nada de joyas ni piercing. En su lugar el único aditamento que llevaría era aquello que contenía la caja; un antifaz negro, sin agujeros, como los que regalaban en los aviones para poder dormir. Sin embargo, este era algo distinto porque era rígido y se le adaptaba a la cara como un guante y también le cubría toda la nariz lo que le daba cierto aspecto de gato. Olía a tela nueva, plástico y a algún químico suave. Una fragancia atrayente que no le disgustó.
Se lo puso por encima de su melena cobriza recogida en una trenza. Lo de la trenza era otra indicación. Constató que no veía nada, ni un mísero atisbo de luz, y tenía que reconocer que aquel complemento, además de bonito y de adaptarse a su cara aniñada, cumplía su función francamente bien.
Suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo. Se mordisqueó una uña y se dejó llevar, mientras aquel coche que surcaba el pavimento salpicando agua la llevaba camino a ninguna parte.
Recordó lo decepcionante que había sido el último. Se había limitado a hacer lo suyo y se acabó, como si un par de ligaduras y cuatro azotes pudieran, ya no superar, sino equipararse a ninguna emoción intensa que hubiese vivido a esas alturas. Las peleas en el ring con Gary habían sido mucho más interesantes. Qué cojones… hasta los juegos de su infancia, cuando sus hermanos mayores acababan embutiéndola como una salchicha con la cuerda de tender, mientras ellos le lamían la cara, le hacían cosquillas y la mordían… aquellos juegos eran infinitamente más emocionantes que los de ese tío, ese supuesto señor del sado.
Cierto era que él había dicho que empezarían con algo suave, por ser la primera vez. Sin embargo Laura empezaba a sospechar que no necesitaba una primera vez porque ya había tenido unas cuantas: con Gary, con Romeu, con aquel tipo del bar… y la lista seguía. Algunos de aquellos hombres hasta la habían dejado, no sabía si conmocionados era la palabra, porque no eran capaces de seguirle el juego de forcejeo. El único fue Gary, más o menos, y fue el que más le duró.
El chofer le habló por el altavoz y le dijo que iban con retraso por el tráfico. Ella, cegada, tanteó la consola con los dedos hasta dar con el botón y le dio las gracias.
«Igual con un poco de suerte ni llegamos».
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