Me despierto y corro las cortinas. El sol está brillando; y pienso que le tengo celos, porque con rayos suele acariciar tu piel.

En este momento debes estar desayunando; tus manos deben estar sosteniendo una taza. Sospecho que esa taza tiene la suerte que yo no tengo, y que daría lo que fuera por sostener tu mano entre la mía.

Como no sé cómo es lo imagino. Y la imagino suave. Tus manos, en mis sueños, son mucho más suaves que toda la aspereza que me rodea. Imagino a tu piel caliente, como un perfecto contraste a la mía, que siempre está helada. Porque en mis sueños nos complementamos a la perfección.

Seguro ahora apoyas tus labios sobre el filo de la taza. Mi corazón se acelera y la impotencia me inunda. Yo no sé ni nunca voy a saber, que sabor tienen tus labios.

En un rato vas a salir para hacer las compras, y te vas a cruzar con mucha gente. Y yo, a la distancia infinita que nos separa, solo puedo pensar en lo afortunados que son todos los que te miran.

Pero yo estoy acá, y vos allá, y el mundo entre nosotros me parece cada vez más inmenso.

¿Sabrá la gente que está cerca tuyo, que yo haría lo que fuera, sea lo que sea, por poderte mirar? Pero nuestras miradas no se encuentran. Solo un par de veces, y la esperanza de que suceda otra vez no me deja dormir.

Las películas tienen suerte de que las mires. (A mí me viste, pero nunca me miraste).

Una vez me susurraste en el oído.

Una vez sentí tu mano.

Fue sin querer. Me estabas contando algo que olvidé, porque me ponía nervioso estar cerca de ti. Me pasaste un papel. Lo quise agarrar. Y en ese segundo, por torpeza, por un mal cálculo, nuestros dedos se tocaron.

Nunca celebré tanto un mal cálculo.

Todavía, cuando lo recuerdo, vuelvo a temblar.

Camino por las veredas mirando las baldosas. Sé que estas fueron recorridas por vos. Sé que las habitaste. Pero no les tengo celos, sino compasión. Te deben extrañar, como yo lo hago, y no deben decir nada, porque las baldosas no pueden hablar.

Yo, en cambio, no digo nada, porque sé bien que jamás me elegirías.

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