El reloj de la estación indicaba que eran casi las dos de la tarde. Me dirigí a uno de los niños con carretilla para que me ayudara a transportar el baúl y las maletas. Me llamó la atención la precariedad de su vestimenta, su aspecto desaseado y también que anduviera descalzo.
—Necesito un lugar para alojar —señalé al muchacho.
—Yo lo llevo, señor. Bueno, no son muchos lugares —me respondió cariñosamente.
Llegué a una vieja casa de maderas desteñidas y con un tejado encorvado, encontrándose a menos de veinte minutos de la estación. Era la pensión sugerida por el menor, la que sin duda acepté porque había descubierto que éste era muy conocedor de su oficio. A fin de cuentas sería para pasar los primeros días mientras encontraba el lugar más apropiado, o bien si me agradaba, me quedaría ahí. Toqué a la puerta… salió una amable señora, que por su aspecto y actitud me dieron indicios que sería la dueña de casa. Le saludé y seguidamente le pedí hospedaje. Ella, antes de darme la respuesta, me preguntó de inmediato:
—¿Y usted de dónde viene?
—De Santiago… viene de tan lejos —me respondió gentilmente la señora.
—No se preocupe, estoy acostumbrada a recibir pasajeros, especialmente del norte —me señaló. —¡Sí, tengo espacio suficiente en este momento —dijo seguidamente, sin permitir que le hiciera algún comentario o pregunta.
—Pase, pase. Tenga la bondad —me señaló amablemente.
Pasé por un largo pasillo antes de llegar a la habitación, ésta poseía una angosta cama, velador, ropero, silla y una pequeña mesa. La ventana era reducida y daba al fondo del sitio, pero igualmente podía ver parcialmente algunos cerros semipoblados. Ya me había ubicado en la habitación y me encontraba a gusto, tenía lo indispensable. Luego pasé a un amplio comedor que a esa hora se encontraban sólo dos personas, porque por la avanzado de la hora muchos ya se habrían retirado. Almorcé todo lo que me pusieron en la mesa. Llamó mi atención la panera cubierta parcialmente con un mantel donde se asomaban dos grandes panes hechos en casa, también los dos colmados platos de comida servidos, que apenas pude con ellos. Cazuela de vacuno, estofado de carne con muchas papas y fruta cocida con harina tostada, también, acompañaba a éstos, ensalada de lechugas y vino. Fue el contundente almuerzo.
No tuve la oportunidad de conversar con algunos de los residentes porque apenas me sentaba a la mesa, ellos se iban retirando.
—¡Disculpe! —dije a la señora—. Me presento como corresponde —señalé de manera cortés.
—Soy Ernesto Olmo… Ernesto Olmo Barría —reiteré con la mejor información.
—Yo, Clementina Roldán. La señora Clementina, como me llaman todos aquí —entregándome al mismo tiempo un parcial abrazo que hizo hacer más familiar y cercana la formal presentación.
—¿Qué lo trae por aquí? —me señaló.
—Bueno, vengo destinado a la oficina de la Caja del Seguro Obligatorio.
—¡Qué bien! ¡Qué bien! Hace falta de buenos funcionarios aquí, especialmente jóvenes educados como usted, que vienen de Santiago —me respondió con un tono cariñoso la señora.
—Sí, para mi es algo nuevo. Nuevo en el trabajo y nuevo fuera de mi ciudad.
—Espero se acostumbre aquí —me señaló.
—Espero que así sea —respondí un tanto inseguro.
—Bueno, el clima es un tanto frío y lluvioso casi todo el año. Tenemos un verano muy corto y a veces también tenemos lluvia en esa estación —dijo doña Clementina como la más experta.
—¡Ah…! Es bueno que me indique lo que más le gusta en cuanto a las comidas. Aquí por lo general hacemos al menos dos tipos de menú para que los pensionistas tengan la oportunidad de elegir. Las comidas son abundantes y sabrosas —como me dicen los clientes.
—Aquí en Curanilahue hay mucho trabajo en las minas. El que está cesante es porque lo quiere. El carbón brota por todos lados. Tenemos muchas minas, aparte de la de Colico Sur, están las de Plegarias, Colico Norte, Pilpilco —me señaló la señora.
—¡Qué bien! Eso no lo sabía —dije.
—Claro, aquí llega mucha gente de afuera que viene a trabajar. Además muchos campesinos se han venido del campo al pueblo en busca de una mejor vida. Están ahora trabajando de mineros —me repuso doña Clementina.
—Bueno, uno cuando está en Santiago cree que todo lo que ocurre en el país es lo que pasa allá. Existe un gran desconocimiento del país —repuse.
—Yo llegué muy chica a Curanilahue. Mi familia venía del campo, del sector de Trongol Alto, en la Cordillera de Nahuelbuta. Cuando llegamos aquí habían muy pocas casas; pero ahora cada día crece más la población y han comenzado a construirse más casas —me dijo.
—O sea que es un pueblo pujante y con futuro —indiqué.
—Efectivamente se dice que llegarán más y más familias a radicarse, especialmente por el auge del carbón —me señaló.
—Ahora entiendo —le dije—, la oficina central me envió trasladado hasta aquí porque ellos son más visionarios, saben de las necesidades de la población y de las políticas sociales.
—Sí, el comercio ha crecido mucho. Se abren día a día más y más negocios. Aquí tenemos de todo. El tren diario se encarga de traer las provisiones, además los campesinos también se dedican a vender sus productos por aquí. Existen muchos sectores rurales a los alrededor de Curanilahue. Son personas muy esforzadas —me especificó.
—Bueno, señor Olmo, es bueno que descanse de su largo viaje, después tendremos tiempo de conversar —me señaló de manera familiar.
Durante la tarde salí a dar una vuelta por el pueblo. La parte baja que no era muy extensa giraba en torno a una amplia calle y junto a ella la vía férrea. Esta avenida principal que es un gran bulevar. Aquí se encuentran casi todos los negocios de abastecimiento de la localidad. Es un ir y venir de personas por esta calle central, donde también se ven mineros que caminan un tanto encorvados. Llevaban casco, morral, charra, fallamán al cuello y faja a la cintura —nombres de atuendos que aprendí más tarde—. Sus rostros aún pintados con polvillo de carbón delataban lo sacrificado de su trabajo y que tantas veces había escuchado de ello.
Me detuve en la plaza, la que tenía una forma un tanto irregular, lo mismo que la distribución de cuadras y manzanas. Todas sus calles eran de tierra. A simple vista se percibía una inadecuada o ausente planificación urbanística. La línea férrea pasaba muy apegada a la plaza y casi rozando el sencillo edificio municipal. A decir verdad, todo parecía pueblerino y su gente muy familiar.
El saludo era frecuente entre los transeúntes. A poca distancia del centro se empinaban algunas calles que llevaban a los cerros, que eran muchos, como si detuvieran al pueblo para que no se escapara. Las laderas de los cerros y también en sus cimas, se ubicaban muchas casas, todas de madera. Sus sitios eran grandes y con muchos árboles frutales. Las chimeneas entregaban largas e infinitas cintas de humo oscuro, creando una gran nube que cubría el cielo y cuyo olor a mineral azufrado se hacía sentir fuertemente en cada rincón del pueblo.
Había al menos dos ríos que recorrían casi toda la parte baja, circunscribiendo la mayor parte del caserío. Volví a la pensión. Debía descansar del largo viaje, ya que a primera hora del día siguiente debía presentarme en la oficina a la cual había sido destinado. El ruido de trenes con sus elocuentes y reiterados silbatos me llevó a permanecer un tanto despierto. Enseguida entré en sueño sin darme cuenta.
Me dormí con las ruidosas locomotoras, también me desperté con ellas.
—El desayuno señor —me señaló la señora—.
Un tanto apresurado me abroché la camisa, diestramente las colleras en sus puños. Más rápido aún acomodé el nudo de la corbata en el almidonado cuello. Revisé nuevamente mi pelo, más que por inseguridad, por manía. La gomina y peineta hicieron el resto. Saqué brillo a mis puntiagudos zapatos que en un dos por tres quedaron como de charol. El pañuelo blanco lo puse correctamente en el bolsillo del lado de la solapa. Agregué un poco de perfume en mi cuello y asperjé también en parte de mi traje. En fin, me encontraba listo para desayunar y dirigirme al ansiado trabajo: oficinista de la Caja del Seguro Obligatorio.
La dependencia se encontraba ubicada en el centro, en una de las calles principales del pueblo. Era una casona antigua, donde sobresalían las tablas anchas y descoloridas de su fachada. El techo se presentaba un tanto encorvado por el peso de sus cientos de tejas. Las cornisas y los marcos de las altas ventanas combinaban armónicamente con las vetustas puertas. Me detuve un momento. Observé críticamente el desgastado letrero de la sucursal. Toqué tímidamente. A esa hora de la mañana salía un tenue haz de luz por una hendedura de la parte inferior de la puerta.
—¿Quién es? —respondió una grave voz desde el interior—. Antes que pudiera contestar, me señaló —¡La oficina se abre a las nueve… aún no son las ocho! —me contestó de manera poco amigable.
—Señor, soy el nuevo empleado… debo presentarme hoy — señalé de manera poco enérgica y un tanto torpe.
—¡Ah… Bien! ¡Espere un momento…! —Repuso con poco convencimiento.
—Ernesto Olmo, señor. —Soy el destinado aquí. —saludé cortésmente.
—¡Buenos días! —señalamos al unísono. De él percibí un descomedido apretón de manos que apenas sentí.
—Adelante… —me propuso casi por obligación.
—¡Ah… el foráneo! —exclamó abiertamente lo que pensaba y al mismo tiempo cerró la puerta con un fuerte golpe.
—Soy Carlos Román, jefe de oficina y con más de cinco años en esta sucursal —me indicó de manera vehemente y dando atisbos de jerarquía.
—Sus papeles, por favor —me indicó— sin siquiera entablar un diálogo de cortesía o de buena educación. No me preguntó del viaje, de dónde me alojaba o cualquier otra cosa que por pedestre pudiera haber sido.
—Aquí está mi expediente con el contrato, la orden de trabajo, la hoja de vida, los certificados de estudio y otros tantos documentos más —señalé de manera segura y un tanto orgullosa.
—Este será su puesto —me indicó Román— mostrándome una vieja mesa en la parte más extrema y oscura de la oficina.
—Los otros dos escritorios lo ocupan los funcionarios más antiguos. Aquí, al igual que la disciplina militar, la antigüedad constituye grado —me señaló un tanto irónico.
La dependencia no era otra cosa que una gran sala, que se dividía en dos partes por un alto mostrador y dos ventanillas. A un lado se ubicaban los escritorios de los funcionarios y en el otro, el espacio para el público que no tenía más que tres simples bancas de madera.
—Venga, mi lugar está aquí, muy próxima a la ventana y a éste se entra sólo con mi autorización, nada más —me indicó con su dedo índice que sentí sutilmente en mi pecho.
Su espacio privado no era nada más y nada menos que un simple recorte dividido por dos rústicos biombos que eran decorados con nuevas y añejas informaciones del servicio.
—Como puede ver en esta sucursal hay únicamente dos ventanillas para la atención de público, las que se turnan. Ahora será usted y los otros dos funcionarios que se alternarán de acuerdo a la demanda del público y de las fechas del mes —me dijo Román, como leyendo una ordenanza.
Será difícil trabajar aquí —pensé un tanto preocupado— mientras el jefe de oficina hablaba, hablaba y hablaba, sin darme la más mínima oportunidad para aclarar alguna duda o plantear alguna interrogante.
Román era un hombre que no superaba los cincuenta años, de estatura y contextura mediana. Su bigote ancho, cabello canoso, vestimenta de oficinista —traje oscuro, camisa blanca con corbata—, además de su caminar alzado le daban un aspecto de superioridad.
Eran recién pasadas las ocho y media cuando llegaron uno a uno los funcionarios, mis futuros colegas. El saludo y presentación fue un tanto parecido al anterior.
—Las tarjetas están aquí, las estampillas acá, los archivos y libros se encuentran ordenados según las instrucciones del servicio —me indicaron casi a coro mis dos nuevos compañeros.
—¡Ah…! el dinero y el libro de caja se guarda en la caja fuerte y cuya llave la maneja el jefe, sólo él —me señaló distante y de manera enérgica uno de ellos—. Fue en ese momento en que comencé a tomarle el peso lo que significaba el trabajo, el ganarse la vida, la realización personal y todas esas cuestiones que aprendemos tempranamente cuando dejamos la niñez.
A esas horas de la mañana la oficina tenía otro aspecto. Los escritorios, ventanillas, documentos, máquinas de escribir, en fin… como que todo había recobrado vida. Hasta los viejos muebles de caoba brillaban y el péndulo del antiguo reloj de pared mantenía un mejor ritmo. La fría atmósfera matinal de otoño hacía notoria la respiración. Las puertas se abrieron exactamente a las nueve de la mañana. Ingresaron de inmediato dos hombres y una mujer que al parecer tenían el mismo aspecto, vistiendo además con idénticas tonalidades oscuras que conjugaban con sus similares posturas y actitudes. En escasos minutos siguió la continua atención de decenas de personas, logrando que esta fuera una mañana intensa y productiva. Yo aprendiendo sobre la modalidad de esta oficina en todo momento y al mismo tiempo conociendo la idiosincrasia del público. Desde ese momento todo el trabajo propiamente tal había comenzado para mí en este lugar. Las personas iban y venían. Gran parte de ellas eran analfabetas, requerían de mucha ayuda. Éstos veían a los oficinistas casi como seres superiores. La mayor parte de hombres y mujeres aparentaban mucha edad, pero luego de interrogarlos eran menores a lo que indicaba su aspecto. Gran parte eran trabajadores de las compañías mineras, el resto campesinos y comerciantes. El ir y venir de tantas personas fue suficiente para empezar a entablar conversaciones y que posteriormente fueron familiarizándose hasta alcanzar algún grado de amistad. Muchas veces me invitaron a sus casas y a distintas ceremonias, reuniones sociales y las propias de cualquier comunidad.
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