El poeta y el rey

Con pétalos de flores esparcidas por el suelo y con aroma a jazmines, el rey de los hombres recibió al rey de los poetas. El primero llevaba una vistosa corona de oro y de piedras preciosas. El segundo llevaba, también en su cabeza, una corona invisible de lustrosas ideas. El emperador amarillo se acercó hasta la puerta y abrió el cofre; los reflejos de las riquezas dieron en sus rostros.

—Daremos el paseo y escribirás mis líneas —dijo el rey—. Si me satisfacen, el cofre será tuyo.

—¿Alguna condición sobre el trabajo? —preguntó el poeta.

—Debes tratar de realizar una transcripción lo más completa posible. No olvides que este poema será un mensaje para las generaciones futuras

—Entendido, señor.

El rey hizo una palmada. Dos esclavos morenos llegaron para acompañar al poeta. Uno llevaba un atril de madera; el otro una canasta con tintas, plumas y pergaminos. En los brazos y cuello de los hombres podían verse cicatrices. El rey los hacia caminar descalzos, apenas cubiertos por una túnica de tela fina.

El rey ordenó que las puertas se abrieran. Cuando ingresaron al salón principal, un extenso banquete se estaba realizando. Las personas más influyentes del reino disfrutaban de los manjares exquisitos que habían sido traídos desde las partes más exóticas del mundo. Los esclavos servían comidas y bebidas a los agasajados, incluso había niños entre los sirvientes. El rey se sintió orgulloso cuando el poeta pidió el atril. Abrió el primer pergamino y estuvo escribiendo un rato.

—Quisiera saber dónde fueron cocinadas semejantes exquisiteces —dijo el poeta.

El rey lo acompañó a la cocina. El espacio era enorme, estaba decorado con cuadros y al menos diez personas estaban encargadas solo de la limpieza. Decenas de personas estaban trabajando; cocinando panes, carnes, verduras, semillas, legumbres y postres. El rey se sintió orgulloso cuando el poeta pidió sus elementos y escribió.

El mismo proceso se repitió en las habitaciones, la biblioteca, la sala de maestres, la sala de arte, el patio de armas, los jardines y hasta en las fuentes de agua. Una vez recorrido el castillo; el rey, el poeta y sus ayudantes regresaron a la entrada. El rey estaba orgulloso por la cantidad de pergaminos que había escrito su hombre.

—¿Y bien, cuando podré ver la obra? —dijo el rey.

—Ya puede verla. —El poeta revisó entre sus pergaminos y le entregó uno.

Orgulloso por la decisión de haberlo traído desde la otra parte del mundo, el rey lo recibió con el mentón en alto:

—Pero… ¡Esto está en blanco! —dijo el rey frunciendo las cejas.

—Lo siento, señor, pero en su reinado no encontré valor alguno que mereciera entregarse a las generaciones futuras.

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