Juanita era una viuda de apenas veinticinco años. A su marido Alfonso, lo mataron unos meses antes de terminar la guerra civil, pocos días después de enterarse de que su mujer estaba embarazada.
Vivía en la calle empedrada, con su hija Leonor, en un cuartucho que a duras penas podía pagar haciendo algún encargo de costura.
Leonor tenía apenas tres meses. El hambre la hacía llorar a todas horas, la leche de Juanita se había secado por no poder alimentarse. Las vecinas la daban lo poco que podían. Le habían dado un poco de azúcar, que disolvió en agua para dárselo mojado en un trapito, como si fuera un chupete.
Juanita cogía la niña en brazos y mientras la mecía le cantaba una nana. Mojaba el trapito en agua con azúcar y la niña parecía que se calmaba… Se dormía un ratito y después despertaba y lloraba más fuerte. Juana ya no sabía qué hacer. Para robar no valía ¿y además a quién? Si todo el barrio estaba igual.
Al amanecer mientras la acurrucaba en sus brazos, la desesperación y el hambre la nublaron la mente. Acostó a la niña, se vistió con la ropa más decente que tenía, se peinó en el espejo y se acercó a la niña, ella no quería… Pero con la almohada aplastó su pequeña cabeza y la niña dejo de llorar. La envolvió en su blanca y suave toquilla, y por un instante, antes de cerrar la puerta miró aquel cuartucho con desprecio.
Y con su hija en brazos, subió la cuesta hasta el arco de La Santa. Bajó por Vallespín hasta el puente Adaja. Allí rezó una oración y besó el cadáver de su hija. La apretó con fuerza. Y se tiró al rio.
Tomas Sanchez Salinero.
Relato publicado, Avilaabierta noviembre 2015.
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