“¿Sabías que según el diccionario eres la primera luz del día antes de salir el sol?, ¿sabes lo que significa? Quiere decir que para cuando ese astro gigante y poderoso, que todas las culturas han deificado, quiere asomar su rostro al mundo, tú, Alba, ya llevas un buen rato dándonos los buenos días. Te quiero tanto…
Cuando mamá te trajo a casa en brazos aquella madrugada todo se iluminó hasta que por la mañana Helios suplió tu incandescencia con su llama. Juro que lo recuerdo como si hubiera pasado ayer mismo. Después te he contado muchas veces que a mis seis años ya podía entender cómo ese ser, que no paraba de hacer ruiditos, era en realidad la pieza que faltaba al puzle de nuestro hogar. Y no me equivocaba, viniste a encajar tu canto en el mío hasta hacernos una sola. Te quiero tanto…
Hoy voy al altar con el hombre que más amo en este mundo. Pero, entre tú y yo, al que nunca querré como a ti. Vas a ser mi dama de honor porque así me lo pediste y porque yo lo deseaba, y estarás tan bella como cada uno de los días que cuentan tu experiencia a este lado de la vida. Hoy me vas a acompañar en mi paso adelante, que nunca será abandono. Y no sabes cómo te lo agradezco, aunque no tengas demasiada consciencia de lo que esto supone para ambas. Te quiero tanto…
El día que hayamos de morir no quiero hacerlo antes para que no sufras, ni después para no sufrir. Es tan alto mi amor que si me faltas falto yo. Si faltaras, con mis propias manos arrancaría el lienzo en que está pintado el cielo, levantaría la alfombra sobre la que se apoya el océano, golpearía el cristal que es el aire hasta hacerlo añicos y allá, en la nada, te buscaría para tumbarme contigo, bocabajo, a descansar por toda la eternidad contemplando tu cara en el reflejo del lago. Gracias por acompañarme hoy e indicar con tu luz mi camino. Te quiero tanto…”
Releyó las palabras de la carta que entregó a Alba la mañana de su enlace con Adrián. Eva nunca antes supo escribirle o decirle a su hermana palabras tan bonitas como aquellas, pero su sola mirada o la manera en que reía las bromas de la pequeña eran demostraciones del mismo afecto que contenía aquel papel amarillento y cuarteado del que nunca quiso desprenderse. Volvió a doblarlo delicadamente como tantas veces había hecho y lo puso con cuidado en el bolsillo del abrigo, como si fuera un pergamino milenario que hay que llevar de incógnito de vuelta al museo.
Vigiló a través de las lunas empañadas la casita baja a la que tantas veces se había acercado en las dos últimas semanas y esperó. No mucho rato después de leer la carta se dio cuenta que por la puerta beige de la que colgaba una corona de muérdago con tres bolas rojas brillantes salía una mujer de avanzada edad, canosa, gruesa, que portaba un carrito de la compra de esos a cuadros granates y rayas negras. Se armó de valor y, cuando la vio desaparecer calle abajo, salió decidida del automóvil y se apresuró hasta ponerse frente a esa guirnalda hortera que, se suponía, felicitaba la Navidad a todo aquel que se acercara a la puerta. Tocó nerviosa con la minúscula aldaba que, más que funcional, era un simple adorno, y a la vista de que nadie respondía se decidió a apretar la llave del timbre.
—Vaya mamá, ya se te han olvidado las llaves otra vez —Pepe se acercó desganado y, sin usar la mirilla como hacía regularmente, abrió la puerta con cara de fastidio.
Al otro lado se encontró la cara de esa señora que hacía más de ocho años se había empeñado en que era el asesino de su hermana.
—¿Qué coño quieres esta vez? —le dijo sin convicción. Y vio como del bolso sacaba un objeto oscuro, no demasiado grande, que puso a unos centímetros de su nariz. Despistado, Pepe logró enfocar los ojos más cerca y vio perfectamente el cañón de una pistola que apuntaba directamente a dios sabe dónde, porque temblaba tanto que si la señora hubiera apretado el gatillo sin querer lo mismo le habría dejado tieso como hubiera hecho volar en mil pedazos la cerámica de Carcavelos que tanto gustaba a mamá.
—¡Eh, eh, eh! —gritó Pepe poniendo las manos entre el arma y su cara. Y esperó alguna palabra por parte de Eva.
Con los segundos se fue relajando. Total, ¿qué era lo peor que podía ocurrir salvo que madre dejara de limpiar la cerámica? Bajó los brazos resignado y, en cierto modo, aliviado; por fin el entierro en vida acabaría en lo que debe ser un buen entierro: en muerte…
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