Después de salir de la completa y absurda nada (como parece hasta el momento) he decidido averiguar para qué existo. No me tomó demasiado tiempo asumir este propósito pues, de todas formas, no tenía otra cosa mejor que hacer. La primera mañana amanecí en la jaula de un pájaro, con una sofocante sensación de angustia.

Todo comenzó cuando abrí los ojos después de un largo y profundo sueño. Mi mirada, borrosa aún, me presentó el mundo en forma de manchas de colores que intentaban decirme algo que no podía entender, pues en realidad aún no me encontraba consciente del todo; más tarde comprendí que había estado sumido en una especie de trance, del que intentaba salir de a poco.

En el pecho mi corazón palpitaba fuerte y lento, al ritmo de un dolor como de tristeza, de manera que casi podía ver materializada la forma de mis sentimientos como una araña brotando poco a poco de mi pecho, abriéndose paso hacia afuera con cada bombeo, estirando sus muchas patas hacia mis costados y vientre.

Sentía el cuerpo como si tuviera fiebre. Caliente y débil, aunque mis pies y manos parecían estar helados, sin sangre. No movía ni un músculo, pues por más que intentase desprenderme de aquel estado, mi cuerpo se encontraba paralizado. Sólo permanecía allí, esperando, hasta que todo dentro de mí se volvió a estabilizar.

Al rato mi visión se volvió más nítida y empecé a mover lentamente las garras y la cola. Doblé los codos, coloqué las manos sobre mi pecho, empuñándolas y, seguidamente, tumbado aún, las elevé sobre mi cabeza y me las observé: a pesar de ser tan esqueléticas, sentí al mover los dedos tal calor en ellas que volví a inhalar aire, me incorporé, descubrí nuevamente los colores a mi alrededor, y la angustia se esfumó casi por completo, dejando ingresar con ese nuevo aire una emoción que humedeció mis ojos.

Permanecí quieto, en pie, abriendo los ojos cada vez más. Sentía que me iba a caer de bruces. Suspiré hondamente y reí con ganas. Aquel brío me había colmado de una enorme curiosidad por descubrir el mundo que me rodeaba. Pero, primero que nada: ¿Qué estaba haciendo yo ahí? ¿Qué era este sentimiento dentro de mi pecho que, a pesar de verse envuelto de una súbita nube de amor por la existencia, aún vive allí como una estrella dolida por el surco de la duda? «Tengo que hacer algo», pensé, y miré a mi alrededor.

Corría una brisa plácida, el cielo estaba arrebolado. Abrí los brazos para sentir que la vida entraba por mis pulmones una vez más, y percibí el frío del viento exagerado entre las membranas de mis alas, que recibieron el soplido con un estremecimiento fugaz, adaptándose inmediatamente a la sensación para la que han nacido. Quise mirar el cielo pero me topé con la bóveda de nuestra jaula, lo que me recordó que debía averiguar qué demonios hacía allí. Digo nuestra porque estaba yo, un complejo de murciélago que minutos más tarde reconocería como tal al mirarme en el espejo de agua de la fuente de beber de Petito, y Petito, un pájaro de mirada cándida, con plumaje color verde claro.

Etiquetas: novela corta

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS