Tenía 11 años cuando descubrí un detalle que me marcó. Mi vida cambió luego del descubrimiento. Algo simple y sencillo selló el fin de mi niñez.

Me di cuenta, en un viaje en bus, volviendo del colegio a casa, que el único asiento vacío era el que estaba a mi lado. A pesar de mi corta edad, pensé en el incidente y no le di más vueltas. Total, tenía 11 años y Mazinger Z me esperaba en casa, luego del colegio.

Unos días después, me volví a percatar de lo mismo. El único asiento vacío en el bus era el que estaba a mi lado. Dos veces en pocos días. Me hizo pensar. Igual, mi interés era ver una nueva pelea entre Mazinger y el Baron Ashler.

La siguiente semana volví a darme cuenta de lo mismo. Empecé a experimentar. Al subir me sentaba delante, al medio, al fondo del bus, a la ventana o al pasillo. Siempre el mismo resultado. El último asiento en ocuparse era el que estaba a mi lado.

A los 11 años mi conclusión fue simple. Soy muy feo. Nadie quiere sentarse junto a mí. Hasta ese momento era un gordito bastante feliz. Sin ningún talento especial, sin gracia ni carisma, pero razonablemente feliz. Descubrir que era feo me hizo retraerme cada vez más. Dejé de jugar. Mis conversaciones, cuando alguien quería hablar conmigo, eran cada vez más cortas.

Al mismo tiempo, o poco después, empecé a ser el gordito al que todos jodían en el colegio. Poco a poco fui aceptando todo. Un par de amigos, también marginales, hacían llevadero el ser distinto.

Llegué a la universidad. En algún momento descubrí que existía el karma. Supongo lo escuché en alguna conversación ajena y leí sobre el mismo en algún texto para dummies en biblioteca. Cambié mi hipótesis de fealdad por el karma. No tenía que ir a la universidad en bus, pues vivía al lado. Empecé, a modo de ensayo científico, a hacer experimentaciones. Subía sin destino a cualquier bus y luego tomaba otro sin rumbo. La situación era la misma, siempre el asiento de mi lado era el último es ser ocupado.

Seguía siendo feo, pero entendí que era mi karma el que me hacía estar siempre lejos. En el borde.

Aprendí a disfrutar tener siempre el asiento del lado vacío. No siempre los buses se llenan y tener más espacio es una comodidad adicional. Lo empecé a tomar como una bendición, más en verano y en los tramos largos de una Lima interminable. Viajar tranquilo, sin que nadie invada mi espacio era un buen regalo.

Hace dos días empezó una nueva etapa de mi vida. Volvía a casa luego del cine, una película de marginales que una vez más me quebró. Tomé un bus empezando su ruta. Iba semivacío. En el camino se fue llenado. De pronto estaba lleno, con muchos pasajeros de pie. El asiento a mi lado vacío. Que haya tantos pasajeros de pie, y un asiento vacío junto a mi lado, era un nivel superior.

Volvieron a mis ojos las imágenes del niño gordito, y feíto, viajando siempre solo. Mi respiración se aceleró. Empecé a sudar. Unas incipientes lágrimas empezaron a inundar mis ojos.

De pronto escuché una voz. Me preguntó “¿señor, puedo sentarme?”. Una joven universitaria, seguro muy cansada ocupó el asiento del lado. Unas cuadras después bajé. Caminé a casa. Me preparé un café y volvió la duda a mi mente. Será por feo y gordo o será por mi karma.

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