Cuando el inspector llegó a la comisaría lo recibió su ayudante Gerard. El joven estaba desconcertado y su respiración era muy agitada. Lo vio avanzar rápidamente, aunque los pasos del chico eran lentos. Antoine Fournier pensó que siempre le había dado la impresión de que su colaborador se movía en dos dimensiones, en la fantasmal de su aspecto gris claro y en la real donde avanzaba muy rápido gracias a su altura de dos metros y diez centímetros. ¿Quién había aceptado a un ser tan estrafalario en el departamento de homicidios? No lo sabía. El caso es que durante un tiempo lo vio sentado detrás de un recibidor dónde atendía las quejas y denuncias de los ciudadanos. Nunca pensó que aquel muchacho pelirrojo con aspecto dormilón y cara tan menuda, fuera un ser tan espigado y alto.
Buenos días inspector—dijo con la voz temblorosa y restregándose las manos por los nervios—. Han encontrado a la Madeimoselle Emma asesinada. El inspector le dijo que ya estaba al tanto, que era importante que les proporcionaran un vehículo y que debían salir de inmediato al lugar del crimen.
En cuanto les entregaron las llaves de la patrulla, Gerard se metió al salón con dificultad, ajustó el asiento, metió la llave en la marcha y echó a andar el motor. El sonido del viejo Renault era como un ronquido metálico que se acompañaba por la tos del escape que semejaba a un fumador empedernido echando las flemas por la boca. Se dirigieron a la calle principal y el coche comenzó a dar trompicones. Conduce con atención, muchacho, no sea que por las prisas nos estampemos en un muro y no lleguemos a nuestro destino. Gerard tenía calor y el sol de mediodía lo hacía sudar. Se desató la corbata roja del uniforme azul marino que portaba. Fontaine le había dicho mil veces que ya no era un policía de a pie ni oficinista burocrático, que ya podía llevar ropa de civil. Las palabras habían sido inútiles porque entre más le insistía, más se empecinaba en llevar uniforme.
—¿Cuántos años tenía la señorita Emma, Gerard?
—Pues, iba a cumplir los ochenta, inspector. Mañana sería su octano..nena…octano..gena…Bueno, mañana cumpliría los ochenta.
—¿Cuál crees que sería el móvil del asesinato?
—Ni idea, inspector. Lo único que sabemos es que ella era rica, tenía una gran fortuna, carecía de herederos, odiaba a los gatos, no soportaba a la gente alta porque era diminuta, creo que medía un metro y pico, si no me equivoco, y estaba obsesionada por su virginidad, la blancura, la moral, la religión y la ética, según decía ella misma.
—Sí, todo eso ya lo sé. Pero ¿quién estaría interesado en quitarle la vida? Ya no le quedaba mucho, pues según sé, los últimos meses estaba bastante débil. Además, ya había echo público su testamento. Le ha dejado todo el dinero a una ONG.
—Pues, tal vez algún criado despechado. Ya sabe que la mujer era súper tacaña.
—Eso, sí que lo era. Recuerdo la ocasión en que nos llevó la denuncia de la pérdida de un elefante blanco de marfil, que luego encontró tirado debajo de su cama. Qué mal lo pasamos en la comisaría. Los criados se quejaron de la falta de alimentos, de la dura vida que llevaban y de lo difícil que era satisfacer las exigencias de la anciana con la escrupulosidad de su habitación. Según la criada Mireille. La vieja quería que su cuarto fuera tan blanco como una nube. Por cierto, Gerard, ¿sigues saliendo con esa chica?
Gerard aceleró un poco y el coche empezó a dar brincos. El inspector le llamó la atención, pero ni le hizo caso. El ayudante iba muy concentrado en sus pensamientos y sacó un cigarrillo de la guantera y se lo puso en la boca. No lo encendió hasta que llegaron a la Ville de Romeau donde les esperaba el forense.
Ha muerto ahorcada— le dijo al inspector—. Habrá sucedido a las cuatro o cinco de la mañana. Nadie vio nada, nadie escucho nada y nadie sabe nada. Ya sabe, Fontaine, es como en las novelas policiacas. Le dejo limpio el escenario para que reconstruya el crimen.
Entraron descalzos para no manchar la pulcritud de la alfombra. A pesar de que ya no era necesario, sentían la necesidad de cumplir con las estrictas normas impuestas en esa casa. No había una sola mancha. Las cortinas y las paredes parecían lácteas. Los cuadros eran como la antítesis de cuadrado de Malevich. La cama estaba hecha y en ella yacía la diminuta anciana como una muñeca vieja y arrugada. Estaba engalanada con un camisón pulcro de seda. Tenía las manos puestas sobre la barriguita diminuta y la mueca de dolor de su rostro indicaba la forma en que había sido asesinada. En todo ese cuerpo níveo lo único que contrastaba era el arma del crimen. El inspector vio la corbata roja alrededor del cuello de la muerta y la reconoció. Suspiró con resignación y le dijo a su ayudante que el caso estaba resuelto.
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