Autor: Tomás Sánchez Salinero.
Obra publicada en 2018 en: Libro colectivo de la Asociación de novelistas, La sombra del ciprés (ÁVILA TENEGROSA)
2022 Revista El Cobaya.
Siguiendo cierta costumbre familiar, heredé el nombre del abuelo David.
Cuando él tenía trece años, allá por los cuarenta del siglo pasado, Ávila mantenía un cierto aspecto medieval. Diríase que el tiempo, usos y costumbres se habían detenido. Así se desprendía de las pocas fotos que el abuelo me enseñó.
Contaba que, por aquel entonces, la sociedad y los hábitos de vida eran totalmente diferentes a los actuales. Los niños, salvo los momentos de escuela y sueño, estaban por las calles y plazas divirtiéndose con juegos que la tradición había mantenido entre ellos.
La tenue iluminación de la época daba un halo de misterio a casonas, palacios y conventos. Circulaban infinidad de historias que de boca en boca se habían ido haciendo más fantásticas. No faltaba quien afirmaba que, en las noches de luna, junto al convento de San Francisco, se podían ver las sombras de los franceses degollando a los frailes e, incluso, se oían sus gemidos agonizantes. Era comentario generalizado que, en ciertos momentos del año, a altas horas de la madrugada, se podían oír voces desafiantes, juramentos y golpes de espadas desnudas en algunas callejuelas de la ciudad. La gente decía que eran sonidos fantasmas atrapados en esos escenarios desde tiempos pasados, aunque mi abuelo lo achacaba más a la escasa iluminación, al vino y a las bromas que este provocaba.
De todas las historias que me contó, la que más me impactó fue la del ‹‹moro cautivo››.
Narraba que todo comenzó, hace mucho tiempo, en unas majadas en los aledaños de Plasencia. Dio en pasar por allí un chalán, venido de Ávila, que se encaprichó de unos rebaños de ovejas que pastaban en prados no lejos de la ciudad. Preguntando, encontró al dueño de dichos rebaños. Era Jabir, un moro que criaba las ovejas para mantener a su familia.
Diego Álvarez, que así se llamaba el chalán, pretendía ajustar un determinado precio con Jabir, pero a condición de que éste llevase las ovejas hasta una finca cercana a Ávila. Él debía seguir por la región haciendo tratos con el ganado. Jabir rechazó estas condiciones porque tenía enferma a su mujer, Halima. El tratante estaba tan decidido a hacerse con las ovejas que añadió una bolsa suplementaria al precio pactado.
Aceptó Jabir y dejó al cuidado de su esposa a la hija mayor que contaba dieciocho años. Se llevó a su hijo mediano. También contrató a un par de pastores en la ciudad. Desde el principio, el viaje no fue cómodo. Al poco tiempo, un pastor se puso enfermo y tuvo que volver. Los cambios de tiempo del final del invierno trajeron días muy rigurosos haciéndole perder varias cabezas de ganado; los lobos también hicieron mella en el rebaño. A pesar de los perros y los cuidados a los animales, faltaban quince cabezas al momento de la entrega. Álvarez exigió al moro que le restituyera las quince cabezas por otras de la misma ganadería o que se las pagara a un precio doble del convenido en el trato anterior.
Como Jabir no podía cubrir ese precio, Álvarez le propuso un trato. Le pagaría los animales llegados, pero a condición de que Nizar, el hijo, quedase a su servicio hasta que regresara con el ganado pendiente. Con mucho dolor el moro tuvo que aceptar el trato y dejar al chico en prenda. Se acercó a él, lo abrazó y se despidió prometiéndole una rápida vuelta.
Pasaron los meses y Jabir no volvió. Don Diego había mandado matar a éste y a sus acompañantes, haciéndose con el dinero que llevaban y sus pertenencias.
Con el paso del tiempo la angustia se apoderaba de Nizar. Sus fuerzas fueron decayendo y el chalán, al ver que el muchacho no cumplía con el trabajo, lo encerró en un apartado establo de su propiedad. Los gemidos y lamentos del chico se escucharon durante un tiempo hasta que cesaron el día de Viernes Santo. Creyendo que había muerto, don Diego mandó sacar el cuerpo del establo para que fuera enterrado. No encontraron rastro del chico, pero a la luz de los candiles pudieron comprobar que tan sólo quedaba una inscripción bajo el lecho donde yacía y, aparentemente, escrita en árabe.
Zacarías, guarnicionero judío y buen amigo de Álvarez, se prestó a traducirlo. Le dijo que textualmente significaba «TU CORAZÓN TE LLEVARÁ A TU DESTINO». El tratante mandó excavar bajo la losa donde apareció la inscripción creyendo que habría huido por allí. La sorpresa de los obreros fue enorme cuando al retirar la losa dejaron al descubierto un pasadizo.
Avisado don Diego, alumbrándose con antorchas, descendieron por unas escaleras. Éstas desembocaban en una oscura laguna en cuyo centro se vislumbraba un pedestal sobre el que había algo parecido a un arcón. Álvarez mandó desalojar el lugar hasta el día siguiente. Cuando los trabajadores se hubieron marchado, el tratante quiso comprobar por sí mismo el contenido del arcón presumiendo que podría ser valioso. Con la antorcha no se veía bien. Se despojó de sus ropas y se introdujo en el agua. Según se fue acercando pudo ver un cofre con lo que parecían monedas de oro. Ya el agua lo cubría por encima de los hombros. Llegó a tocar el cofre con los dedos, pero al mismo tiempo que lo tocaba, el suelo cedió bajo sus pies y, tanto él como el tesoro, desaparecieron bajo las aguas. No se encontró el cuerpo de don Diego, tan sólo sus ropajes.
La gente cerró esta leyenda nombrando a la laguna subterránea como pozo de la venganza. Nadie se atrevió jamás a entrar por miedo a la posible maldición y a la extrema profundidad que se le suponía.
* * *
Por mi profesión, me contrataron para hacer reforma en una antigua casa de Ávila. Santiago Álvarez, que así se llamaba el propietario, me acompañó a la finca. Tenía un patio muy grande lleno de vegetación y árboles viejos. Entre la maleza había unas ruinas con una verja que impedía el paso a las escaleras del otro lado. Volví al día siguiente con material adecuado. Conseguí abrir la reja que cerraba el paso y, ayudándome de una linterna, pude llegar hasta donde los largos escalones se perdían en la oscuridad de las aguas. El lugar era lúgubre, húmedo y bastante siniestro. Tan sólo se oía un incesante goteo por diferentes lugares de la oquedad. La sensación era tan inquietante que decidí salir del pozo. Apenas había avanzado cuatro o cinco metros hacia la salida, cuando un escalofrío recorrió mi espalda al percibir un sonoro borboteo de las aguas. La linterna dejó de iluminar. Instintivamente miré hacia la salida. Atónito, veía cómo la claridad de la salida se desvanecía y me quedé inmovilizado. Un leve rumor en el agua delataba movimiento bajo ella.
Por si el miedo no me tenía suficientemente atenazado, surgió un nuevo borboteo. Ahora las burbujas parecían emitir torpes sonidos que se asemejaban a palabras. Mi cuerpo se encogió involuntariamente quedando en postura fetal. Sin más, regresó un silencio absoluto, tan sólo roto por el errático goteo. La linterna lucía de nuevo y ahora se percibía claridad al final de la escalera. Torpemente me recompuse y fui hacia la salida. No me atreví a comprobar la causa de aquellos sonidos.
Mi primera intención fue abandonar el proyecto. No voy a negar que en esos momentos me vino el recuerdo de mi abuelo. Pero con el contrato ya firmado, y después de convencerme de que todo podría tener explicación lógica, decidí continuar con la obra. Insistí a Santiago para que en el pozo no se hiciera más obra que asegurar un buen cerramiento. Pero habiendo sabido éste que el pozo era el conocido popularmente como «el de la venganza», quiso sacarle partido económico a la leyenda.
Se construyó una pasarela que bordeaba el agua y se iluminó la gruta adecuadamente. Durante el tiempo que duraron los trabajos subterráneos nunca me abandonó la sensación de estar observados por lo que mi mente traducía como una incorpórea presencia. Especialmente cuando instalamos, no lejos de la orilla, un pedestal con un cofre de joyas simuladas.
El propietario inscribió el lugar entre las visitas turísticas de la cuidad. Un grupo de actores representaba el encerramiento y cautiverio de Nizar a la par que un narrador, con voz sosegada y tranquila, relataba los acontecimientos.
La esmerada escenografía hacía las delicias del público, especialmente cuando se representaba la desaparición de don Diego y el cofre bajo las aguas. Acabada la representación los visitantes desalojaban el lugar. A la salida podían comprar recuerdos como pequeños cofres, tablillas, colgantes y pulseras con la inscripción ‹‹tu corazón te llevará a tu destino››.
Las visitas se hicieron frecuentes y, en ocasiones, masivas. Se amplió el número de representaciones. El negocio era muy rentable.
* * *
Era julio. La mañana se presentaba calurosa e invitaba a refugiarse en la frescura del pozo. Los numerosos visitantes que acudían al primer pase de la representación observaban con agrado y curiosidad. En el momento en que el actor tocaba el simulado tesoro, una explosión de burbujas hizo desaparecer a ambos. El público aplaudía creyendo que presenciaban unos magníficos efectos especiales, pero los técnicos se miraron preocupados. Las alarmas de nivel de agua saltaron. Las luces comenzaron a parpadear a la par que el agua aumentaba. Por megafonía se rogó a los turistas salir del recinto rápida y ordenadamente. Pero el pánico provocó que se bloqueara la salida y se hizo más lento el desalojo.
La pasarela, por la presión del agua, se iba desmoronando trozo a trozo. Los más afortunados dejaron atrás las escaleras y a otros los tuvieron que sacar. Los últimos en salir afirmaron que aún quedaban dentro varias personas. Se presagiaba lo peor mientras esperaban a los servicios de socorro.
No tardaron en acudir los bomberos con material de achique y equipos de buceo. El pozo tenía un exagerado nivel de agua y las bombas de extracción no parecían surtir efecto. Ante tal situación los buzos se sumergieron en las oscuras aguas ayudados por potentes linternas. El principal problema era una gran corriente que los arrastraba hacia el final de la cueva. En esa lucha uno de los buzos, sujetándose a salientes rocosos, revisaba el fondo de la laguna cuando ante sus ojos apareció una macabra escena. Enredado entre los huesos de un esqueleto se encontraba el cadáver del actor que representaba a don Diego. No encontraron nada más. Pero al contrastar las personas que salieron con las que entraron observaron que faltaban tres. Los socorristas dedujeron que habían sido arrastrados por la fuerte corriente. Se les dio por desaparecidos y aplazaron su búsqueda para cuando bajara el agua.
Ciertamente, un matrimonio y su hijo de diez años habían sido arrastrados. La violencia del torrente los hacía zambullirse constantemente. Por fin la corriente se hizo más suave. En la oscuridad, fueron golpeándose contra obstáculos que flotaban y algunas rocas sumergidas. Tras esta situación llegaron a una zona remansada. La madre gritaba al hijo y al marido. Muy cerca de ella, en la oscuridad, respondió su hijo que iba agarrado a un trozo de pasarela. En un instante quedaron ambos aferrados a los restos de madera. Durante unos minutos llamaron al padre sin obtener respuesta.
Inesperadamente se encontraron en un lugar donde hacían pie y recobraron la confianza. Se dieron cuenta de que a su derecha se veía cierta claridad y hacía allí se encaminaron. Llegando a la orilla tropezaron con un cuerpo que supusieron del padre.
Con cuidado, pero con premura, le fueron arrastrando hacía la luz. En una pequeña playa, producto de las crecidas subterráneas, madre e hijo depositaron el ya reconocido cuerpo del padre. Por fin estaban en un lugar seco y allí intentaron reanimarlo iluminados por la tenue luz que les llegaba. Tras un vómito de agua el padre comenzó a recobrar el sentido que había perdido al golpearse con algún saliente de la roca. Así lo demostraba la sangre que brotaba de su sien derecha. Le limpiaron con trozos que desgarraron de sus propias ropas.
Sujetándole de ambos brazos llevaron al conmocionado padre hacia la luz. A pocos metros, al doblar un recodo, vieron una fogata, aunque no había nadie. Esto les hizo suponer que no estaban lejos de la salida. Con una rápida inspección comprobaron que no había lugar alguno por donde abandonar la estancia. Era un sitio cómodo, el calor de las llamas lo hacía confortable. Ni siquiera pensaron quién podía haber preparado aquel lugar. Secaron sus ropas en la hoguera y el cansancio no tardó en hacer su labor. Los tres quedaron dormidos sobre la arena.
Al despertar todo les parecía un sueño en el que, incluso, el fuego no se extinguía ni decaía a pesar de que nadie lo alimentase. De repente recordaron la leyenda que habían visto representada. Esta idea sobrecogió sus corazones. Al incorporarse pudieron ver que sobre la arena había escritas unas palabras junto a las cuales se veían huellas de pies desnudos poco mayores que las del hijo. En el suelo pudieron leer ‹‹seguid mis pasos y os salvaréis››
Fue al acompañar las huellas cuando se percataron de que estas desaparecían por una salida que anteriormente no estaba. Sin dudarlo continuaron por el pasadizo. Un halo de luz los acompañaba iluminando los metros más próximos por delante de ellos.
Llegó un momento en que comenzaron a ver luz natural a cierta distancia. En ese instante, la tenue luz que los acompañaba se trasformó en un potente resplandor, a la par que una voz juvenil susurraba entre sollozos palabras que, aunque no comprendían, parecían cálidamente tranquilizadoras.
La luz se apagó y tan sólo les quedaba la referencia de la claridad. Hacía ella se dirigieron con decisión. No encontraron obstáculos en el arenoso suelo. La felicidad de la familia fue total al verse en el umbral del mundo exterior.
Salieron a la margen derecha del río Adaja junto a un amplio y bien cultivado terreno de hortalizas. A sus requerimientos acudió el dueño del terreno. Éste les proporcionó alimentos mientras llegaban los servicios de socorro. Después de hacerlos distintas pruebas en el hospital, narraron los acontecimientos vividos en la gruta a la que nadie fue capaz de encontrar entrada desde el exterior, pese a las explicaciones.
Los buzos y bomberos exploraron los distintos pasadizos por los que creían había pasado la familia. No encontraron ni restos de fogatas ni pisadas ni escritura alguna. Tampoco pudieron localizar desde dentro la posible salida.
Todo acabó con el cierre cautelar del pozo. El hecho tuvo gran repercusión acrecentando el misterio que albergaba aquel fatídico lugar.
Tras conocer las medidas de seguridad a las que le obligaban las autoridades Santiago Álvarez decidió rehabilitar el escenario. Me llamó, pero no pude aceptar la oferta porque ya tenía contratados otros trabajos fuera de Ávila y porque mi ánimo no me lo permitía.
Aproximadamente un año después volví a la ciudad y fui a saludar a Santiago. Cuando llegué la casa estaba deshabitada. En el patio que albergaba el pozo aún se veían restos de obra.
Los vecinos me comentaron que tan sólo un trabajador salió vivo de aquel intento de apertura. El dueño y tres obreros murieron dentro. Nadie se explicaba cómo había sobrevivido aquel hombre. Dijeron que tuvo que ser ingresado en el psiquiátrico provincial y al oír su nombre recordé que Said, emigrante magrebí, había trabajado para mí en otras ocasiones. Decidí visitarlo. Me advirtieron de que sería inútil hablar con él. Desde lo ocurrido había quedado sumido en el más profundo silencio con la mirada perdida y apenas respondiendo a estímulos básicos.
Los sanitarios que me acompañaban quedaron sorprendidos cuando, al oír mi voz, Said pareció despertar de aquel letargo. Solicité que me dejaran a solas con él. De improviso comenzó a hablar pidiéndome que abriera la ventana. Contra las normas, forcé el mecanismo de apertura y el aire entrante pareció estimular definitivamente a Said. Sin mediar palabra comenzó a relatar con extraña firmeza lo sucedido.
—Nos encontrábamos trabajando en el interior. El agua comenzó a burbujear y de su interior salía un penetrante sonido que atormentaba nuestros oídos. Aquello nos paralizaba. Pesadamente me arrastré hacia la salida, pero ésta quedó cerrada inexplicablemente. Quedé recostado en la húmeda pared de la cueva. Un extraño halo me rodeó y dejé de oír el penetrante sonido. Aquello no evitó que viera la terrible escena.
A la luz del único foco que funcionaba observé cómo los cuerpos de mis compañeros, dotados de una estremecedora vibración, se elevaban quedando suspendidos en el aire. Por los poros de su piel la sangre brotaba. Sus ojos, saliendo de sus órbitas, estallaban y de sus cuencas surgían hilachas de humo mientras se retorcían entre los más terribles gritos de dolor. Los cuerpos comenzaron a hincharse hasta desgarrar sus ropas y, repentinamente, estallaron. Sus miembros quedaron esparcidos por todo el lugar. Fuera lo que fuera lo que me protegía no impidió que hasta mí llegara el sanguinolento olor. Pude ver cómo una brillante y vaporosa imagen humana se materializaba sobre las burbujas del agua. Allí, poco a poco, fue sumergiéndose hasta desaparecer y todo quedó en silencio. La luz del exterior entraba de nuevo y pude salir. Los vecinos avisaron a las emergencias. Todos los que entraron a recoger los restos y gran parte de los de fuera necesitaron ayuda psicológica como yo mismo.
Dicho esto, su rostro quedó nuevamente paralizado con la mirada perdida y de su boca no volvió a salir palabra alguna, a pesar de mi insistencia. Dejé a Said al cargo de los celadores y enfermeras.
No sé si al salir de allí alguien pudo apreciar la crispación en mi rostro. En mi cabeza se mezclaban recuerdos, acontecimientos y sensaciones. No hablé con nadie. No miré hacia atrás. Pensé en no volver jamás, pero, mientras conducía, una mezcla de temor y duda me asaltó. Algo inexplicable pasó por mi mente, pero pensé en mi familia y, de momento, abandoné la idea.
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