LA CEREMONIA
Basta un –sí, nos encontramos mañana -para que el día por venir se convierta en el tiempo más esperado. Instante único. Y en el mientras tanto… el cuerpo, la mente insignificantemente vagando.
Pasó la víspera mirando su reloj pulsera; el gris reloj que colgaba de la pared de su oficina; el imponente reloj de la catedral camino al almuerzo; el antiguo reloj cu-cú del despojado bar de siempre.
Como a todo expectante del porvenir, las horas y segundos se le hacían insoportables.
Salió del bar y ya rumbo a su departamento se detuvo en una vidriera de zapatos. Necesitaba zapatos, nuevos, lustrosos, modernos. El futuro así lo merecía.
Entró al negocio y cayó en la cuenta de su desazón. Nunca antes había comprado zapatos; siempre su madre los elegía y regalaba.
Sintió miedo y vergüenza. Qué decir, cómo se piden zapatos. Se odió. Nadie puede ser tan estúpido, pensó.
El empleado vino a su encuentro cuando estaba a punto de salir del lugar.
-Señor, ¿necesita zapatos?
Seguro no quiere perder un cliente, pensó y se sintió más intimado.
-Bueno…sí…aunque no sé cuáles -respondió atolondrado
-Es común que así pase, señor; si quiere yo lo puedo ayudar…
-¡Ah!, bueno quiero zapatos que combinen
El empleado lo miró de modo extraño
-¿Con qué quiere que combinen?
-Con la ropa, por supuesto
-Bien y ¿ de qué color es la ropa?
Nueva pregunta, nueva encrucijada. Recordó su daltonismo y se sintió aún más atrapado, avergonzado e infelíz.
Estaba a punto de darse media vuelta y correr, cuando recordó que su madre había alabado la calidad del cinturón marrón que le regaló para el día de San Valentín. ¡Eso es! -pensó triunfante.
-Marrón, deben ser zapatos marrones
-Bien y ¿qué número señor?
Por qué costaba tanto comprar un par de simples zapatos. Todo este trámite lo ponía de muy mal humor; lo acercaba a la ansiedad y lo alejaba de sus sueños, del porvenir.
Casi instintivamente levantó su pie izquierdo, en la suela leyó 43.
– Talle 43 -dijo
El empleado trajo dos cajas con zapatos marrones. Abrió ambas a la vez.
Miró desorientado los pares de zapatos que yacían acomodados dentro de sus cajas.
-Y a usted, ¿ cuál le gusta más? -le preguntó al empleado.
– Y… a mí éstos -contestó el comerciante algo aturdido
-Muy bien, envuélvamelos – expresó al fin, desesperado por irse del local.
La tardecita lo sorprendió en su departamento solitario; la música no le bastaba, la lectura tampoco. Como una bestia enjaulada caminó en círculos, en rectas y diagonales el diminuto espacio.
Comió poco y parado. Sentía una piedra atragantada en su garganta y crujientes nudos en su abdomen.
Entró al baño y se miró al espejo. Las ojeras y una incipiente barba le devolvían el espanto de un rostro temeroso y fatigado.
Tengo que dormir, se dijo, mañana me levanto temprano; un buen baño, afeitarme, cambiarme despacio hará que me vea mejor.
Inútil fue pretender dormir. Oscuridad y silencio; pensamientos incoherentes mezclando ilusiones y cotidianos deberes. Prendió la luz, se levantó. Cuatro y media de la mañana.
El resto del tiempo transcurrido hasta el alba lo encontró nuevamente caminando en círculos, rectas y diagonales por todo el diminuto lugar.
¡Sí!, exclamó empuñando su brazo derecho hacia lo alto cuando el reloj marcó las nueve de la mañana.
Allí comenzó su trabajo. Preparó la bañera con sales, puso un disco en el equipo de audio y se metió despacio en las tibias aguas, dispuesto a disfrutar.
Fueron apenas diez minutos en los que intentó relajarse. Malogrado esfuerzo.
Salió de la bañera, se secó rápidamente. Al mirarse en el espejo sumó desesperación. A las ojeras del día anterior se agregaba una palidez aterradora.
Respiró profundo. Bien ¡basta de todo esto!, dijo retándose y delicadamente pasó la afeitadora por su rostro.
Recordó las técnicas de relajación facial que por años vio hacer a su madre. Abrió la boca y dejó que su lengua colgara hacia fuera; le dolían los dientes y las mandíbulas. Se quedó unos instantes inmóvil sosteniendo el gesto.
¡Estoy hecho un boludo!, pensó , y se rió con estruendosas carcajadas. Vio como el brillo de sus ojos volvían, como su tez se sonrojaba. Se sentía mejor.
Por suerte no debía elegir la ropa. Tener sólo un buen conjunto era lo mejor que le había pasado.
Antes de ponerse la camisa se miró de cuerpo entero en el espejo del placard. Su juventud estaba intacta. Ensayó poses de fisico-culturista y volvió a reírse.
Se abrochó la camisa, con paciencia se puso las medias, el calzoncillo, el pantalón y el cinturón. Todo combinaba con todo. Su madre había cuidado el detalle de regalarle también ropa interior en perfecta armonía con su vestuario.
Sacó de la bolsa la caja de zapatos nuevos. Tomó el zapato del pie derecho y se agachó para ponérselo. El calzado no entraba en su pie.
Buscó un calzador, hizo palanca en el empeine, presionó fuerte su pie derecho en el zapato. Imposible.
Tomó el calzado entre sus manos, comenzó a estirar desde ambos costados hacia fuera. Dobló el zapato hasta llegar a coincidir la punta con el talón, hasta sentir un crujido seco. Temió haberlo roto; miró la suela , estaba apenas abierta en el centro.
Introdujo nuevamente el calzador, esta vez con mayor presión. El zapato cedió y su pie derecho quedó atrapado en el interior. Se paró. Sintió un fuerte dolor entre sus dedos que llegó hasta la pantorrilla. Como una masa deforme, levando, su pie salía del zapato y se desparramaba por los costados.
No puede pasarme esto ¡carajo! – gritó.
Volvió a sentarse; ahora tiraba con sus dos manos del zapato en un intento desesperado por liberar el pie. Imposible.
El dolor avanzaba hacia la rodilla. El color rosado de su pie, cedía paso a un morado profundo.
Se paró y saltando con su pierna izquierda, manteniendo la derecha flexionada, llegó hasta la cocina. Impaciente sacó un cuchillo de uno de los cajones, se sentó sobre una silla y con brutal furia destrozó uno de los lados del zapato. El pie saltó de su prisión. Comenzó a masajearlo hasta retornar a su antiguo color.
Aún dolorido volvió, cojeando, a su dormitorio.
Se desplomó sobre la cama; esto no podía pasar, no estaba pasando… llevaba meses preparando el instante por venir, días y días en que repasó hasta los detalles más ínfimos.
¡Qué carajo sucede! -volvió a gritar mientras sacaba del placard uno de los dos únicos pares de zapatos idénticos y viejos que tenía. Dio vuelta uno de ellos, aún se leía el calce, era 43.
Tomó el otro, miró la suela. Su cabeza cayó sobre toda su palma izquierda. Tiró el zapato y llevó la otra mano a hacia su cara. No podía, juró que no podía ser tan estúpido.
El calce del otro zapato era 45.
Cuántas veces ¿cien?, ¿mil?, ¿mil millones?, cuántas veces su madre le dijo que él calzaba dos números distintos; en el pie izquierdo 43, en el derecho 45.
Por algo su madre siempre le compraba dos pares de zapatos iguales pero de distinto tamaño. Y él lo sabía, claro, ¡claro qué lo sabía!.
Pero siempre, ¡maldita sea!, siempre había sido su madre quién se los comprara.
Tomó los viejos zapatos, en la forma correcta para sus pies y se los calzó. Se paró frente al espejo y se arregló la camisa; miró el reloj. Estaba a tiempo.
Bajó la vista hacia sus zapatos y bien supo que en nada combinaban con su ropa.
Intentó distraerse de ese detalle volviendo al cuello de la camisa. Pero fue inútil.
Él sabía que no podía, que no debía ir así.
Volvió a mirar el reloj y se desesperó.
Corrió hacia la puerta, hacia la calle. Atropelladamente cruzó hacia la otra acera, dejando atrás una estruendosa frenada de auto y la maldición de su conductor.
Siguió corriendo. Llegó a la suntuosa galería ubicada en el centro más elegante del barrio. Dudó en entrar. Conocía los abultados precios de cada artículo que se vendía en aquel lugar. No en vano había pasado varios domingos de su vida acompañando a su madre por cada vidriera; ella parecía renacer cuando visitaba ese espacio.
– Mira hijo, ¡esto es calidad!; observá bien esa camisa, mirá el pespunte del hombro, la perfecta confección de las mangas. Y el puño… dónde encontrarás un puño tan bien cortado, tan bien cocido.
Parado en la amplia puerta recordó aquellos comentarios. Volvió a titubear; dos pares de zapatos en este lugar costarían casi su sueldo.
¿Pero qué importaba ahora el costo de los zapatos ?, ¿qué importaba cuánto?. ¿No era acaso este día el tan anhelado, el tan prometido; el que con tanta paciencia habían planeado?.
Ingresó resuelto. Se dirigió hacia el ascensor; en cuanto se abrieron las puertas de cristal, subió. La ascensorista y una mujer madura estaban dentro.
Veo que me esta mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo -dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-, Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor, dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven- tercer piso, por favor. *
Bajó en el tercer piso, área zapatería, estaba furioso. Furioso, frenético, impaciente. El tiempo corría veloz, temía no llegar a su cita.
Entró en la primera zapatería de hombres que encontró.
-Por favor un par de zapatos, talle 43 que combinen con esta ropa.
-Cómo no señor -contestó el empleado.
Minutos después apareció con varias cajas de zapatos.
-Le dije un solo par -le profirió enojado
-Es que yo creía que el señor necesitaba elegir el que más le guste -respondió el empleado algo asustado.
-Pensar… pensar… -dijo en voz apenas audible.
Tomó una caja cualquiera, sacó el zapato, se lo probó en el pie izquierdo. El zapato calzaba maravillosamente.
-Ahora tráigame un par igual pero talle 45 -dijo en un tono de abrumadora orden.
-Pero… señor -respondió tímidamente el empleado- éste es su número.
-¡Y a usted qué le importa! -gritó.
Las demás personas que estaban en la zapatería quedaron en silencio, mirándolo.
El empleado casi corrió hacia adentro y trajo el calce 45.
Abrió la caja, comprobó que eran iguales al anterior y sin probárselos dijo: me llevo ambos pares.
Pagó con su tarjeta de crédito. Habían costado más de lo que se imaginaba. Pero no le importó.
Ya en la calle miró la hora y desesperó.
No llegaría a tiempo; seguramente ya habría pasado toda la ceremonia; seguramente varios estarían preguntándose por él, acusándolo de ingrato, de despiadado.
Paró un taxi, dijo la dirección de su destino casi escupiendo las palabras. Sacó los zapatos y se los calzó. En el pie izquierdo, el talle 43, en el derecho el 45. Se sentían cómodos; suspiró.
Colocó en una de las cajas sus viejos zapatos, y los dejó debajo del asiento.
-Por favor, maneje más rápido -suplicó.
-Hoy es sábado señor, usted sabe cómo están las calles…
-Rápido!, ¿o no me entiende? dije ¡rápido! ¡mierda!
El taxista no contestó, puso la radio y aceleró.
Cuando llegaron a la puerta del lugar, volvió a mirar el reloj. Era tarde.
Entró corriendo, agitado.
No sabía qué sala era, así es que ingresó en las dos primeras con tanto ímpetu que la gente del lugar lo miró sorprendida.
Cuando llegó a la tercera sala, la habitación estaba casi vacía. Sólo quedaban algunas flores que delicadamente los empleados alzaban para transportarlas.
Tomó fuertemente del brazo a uno de ellos.
-Dónde están, por favor, dónde están –preguntó con la voz entrecortada por sus sollozos.
-Cálmese señor -dijo el empleado, colocando su mano derecha sobre el hombro del joven, para consolarlo
-¡Necesito verla! -exclamó, y varias lágrimas aparecieron en sus ojos.
-Ahora mismo están en la cochera, si se apura llega
La cochera no importaba, tampoco quería encontrarse con la gente conocida; intentó calmarse y reflexionar. Luego de un profundo suspiro preguntó:
-¿Y por qué calle salen?
-Por Santa Fe y Callao -contestó el empleado.
-¿Y antes de salir se paran allí? -dijo casi suplicando una respuesta afirmativa.
-Correcto señor, allí se juntan todos los autos y…
No esperó escuchar más. Corrió por el largo pasillo, llegó al ascensor. Esperarlo se le convirtió en una eternidad. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, subió y sin dudarlo apretó “azotea”.
El ascensor parecía entender sus ruegos pues subió vertiginosamente.
Bajó en la azotea, abrió la puerta y se encontró sobre el enorme techo de aquel edificio. Corrió hacia el lado correcto. Esquina Santa Fe y Callao. Por Callao vio los autos estacionados. Tal como le dijo el empleado. Todo estaba en orden.
Vio tres autos negros; largos, lustrosos. Vio como en dos subían hermosas coronas de flores sobre el techo, vio cómo las amarraban con paciencia y delicadeza.
Sintió orgullo de que así fuera.
El otro auto, el del medio había quedado sin flores. El techo resplandecía su negro casi charol. Lo imaginó nuevo, limpio, lustrado hasta el último detalle. Supuso que tendría cortinitas blancas y una bella cruz de metal plateado.
Supuso que el nombre de su madre estaría en letras doradas; que su año de nacimiento y este día figurarían debajo, también en letras doradas.
Imaginó que su madre aprobaría tan delicado detalle.
Seguramente dentro del auto, sobre el ataúd que eligieron juntos meses atrás habría una cala. Una blanca y gigante cala.
Todo estaba en orden; todo había sido como lo planearon. El cianuro, la muerte lenta pero digna, el vestido de gasa azul cubriendo su delgado cuerpo.
Miró hacia el cielo, el sol brillaba sin una nube que presagiara tormenta. El día era perfecto.
También sonrió por ello.
Se acercó a los bordes de la azotea, abrió los brazos como un Cristo y voló.
Voló por el aire, precipitado y rápido.
Voló con los ojos cerrados, sintiéndose liviano.
Sintiéndose feliz.
El impacto de su cuerpo sobre el negro lustroso del techo del auto se escuchó como un golpe seco.
Como un estallido.
Como un esperado encuentro.
*SALINGER, J.D. – Un día perfecto para el pez plátano – Nueve Cuentos – Elena Rius – 1ª edic. 2ª reimp. ( Bs.As – Alianza, 1997) fragmento.
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