—¿Qué debo llevar? –me preguntó Manuel, mientras salíamos de la última clase del día.
—Pocas cosas –le señalé.
—Llevaremos únicamente los bolsos que utilizamos para nuestros cuadernos y apuntes, por tanto, debemos echar sólo lo estrictamente necesario –agregué.
—Bueno, definitivamente, lo más importante es que lleves el pasaporte y el dinero, total no vamos a un desierto –recomendé graciosamente.
Nuestra residencia y lugar de estudio se encontraba a pasos de Puente de Sèvres. Sí. Ahí, cerca del río Sena y de la famosa fábrica de loza de Sèvres. Era un antiguo y precioso edificio, más bien un palacio del siglo xviii, en el que había funcionado una de las prime- ras escuelas normales para la formación de profesores de Francia, y que más tarde fue la propia madame Marie Curie quien se dedicó a enseñar ciencias en sus aulas y experimentar en sus laboratorios. Diría que nos encontrábamos en un lugar privilegiado de la ciudad; en términos generales, casi equidistante del Museo del Louvre y del Palacio de Versalles.
Como toda construcción de ese siglo, tenía una preciosa fachada, muchísimos ventanales, un típico techo de pizarra francesa, jardines exteriores e interiores, una fuente de agua… El viejo edificio esta- ba refaccionado con bastantes comodidades, pero manteniendo su decorado antiguo; amplios comedores, gran biblioteca, salones de estar, salas de clases, grandes espacios para reuniones o seminarios, cafetería, oficinas, casino de juegos, y muchísimas otras dependencias. El Centro Internacional de Estudios Pedagógicos posee cinco pisos. Nuestras habitaciones se encontraban en el cuarto, aunque en realidad era el quinto, porque en Europa, el segundo piso equivale al primero.
Todas las habitaciones eran muy confortables. La mía estaba orientada hacia Versalles; tenía un pequeño balcón, contaba con baño privado, escritorio, calefacción central, teléfono, televisión por cable y una cómoda cama. Era el espacio perfecto, de lujo; tenía muchísimo más de lo necesario.
Este gran centro de estudios, por ser de carácter internacional, nos permitía convivir a diario con profesionales venidos de todos los lugares del mundo; al menos durante toda nuestra estadía vimos a checos, suizos, portugueses, africanos, griegos, españoles, latinoamericanos, italianos, y tantos otros. Era un ir y venir de grupos de estudio. Llegaban por múltiples motivos: perfeccionamiento, conferencias, asambleas, postgrados, seminarios, ponencias, investigaciones y muchas otras actividades ligadas al mundo de la educación.
Hacía varios días que con Manuel estábamos preparando el viaje a Roma, habíamos prometido ir fuera como fuera. Los pasajes o billetes –como se les dice allá–, los encargamos a Magaly, la secretaria del Centro de Estudios, que fue siempre una muy buena amiga. El valor de cada uno de estos fue de seiscientos treinta y un francos, equivalente a noventa y seis euros con veinte centavos.
El día anterior al viaje programamos ir después de clases a alguna casa de cambio. Teníamos que transformar nuestros dólares en liras, moneda oficial de Italia en ese tiempo. Aquel año era un período de transición en los países de la Unión Europea respecto al uso de la moneda única, el euro. Físicamente se pagaba en la moneda oficial de cada país, pero paralelamente y de manera virtual se hacía la equivalencia en euros, como una manera de ir acostumbrando a la población a la nueva moneda. Todo lo anterior significaba para nosotros hacer varias operaciones mentales cada vez que cotizábamos o comprábamos algún producto o servicio. El dinero que llevábamos era en dólares, por tanto debíamos, en primer lugar, saber a cuántos pesos chilenos correspondía; también la equivalencia en euros y a la moneda de cada país por donde andábamos. Después de un tanto ya estábamos peritos para hacer cualquier transacción sin ninguna dificultad.
A esas alturas sabíamos perfectamente dónde nos convenía ir a realizar los cambios de nuestro dinero: al Barrio Pigalle. Sí, era el más conveniente porque ya habíamos cotizado en varias otras casas de esta especialidad, y era allí donde pagaban mejor, además lo habíamos comprobado cuando hicimos los cambios a florines y libras esterlinas al momento de viajar a Ámsterdam y Londres, respectivamente.
Luego de terminadas las clases, durante la tarde, tomamos el metro en el lugar acostumbrado, la estación Pont de Sèvres, esto es la terminal de la línea nueve del metro. De ahí en adelante, mi mapa mental comenzaba a señalar el trayecto a seguir… Llegaremos hasta la estación Franklin Roosevelt para hacer la combinación a la línea uno, y de ahí hasta la estación Charles de Gaulle, para enseguida cambiarnos a la línea dos y de ahí hasta nuestro destino, la estación Pigalle. A esas alturas dominaba casi a la perfección el metro de París, aun sabiendo de la gran cantidad de estaciones, casi trescientas, distribuidas en sus catorce líneas; toda una red subterránea, una encrucijada interminable.
Viajar por el metro de París es una experiencia inolvidable, mu- chas veces había tenido la ocasión de leer literatura e información sobre esta ciudad y de este famoso y reconocido medio de transporte. En cada viaje se ve todo una variedad de personas, en distintas actitudes; muchas leyendo, algunas vistiendo elegantemente, otras conversando con su agradable e inconfundible acento francés, además viajando siempre un sinnúmero de extranjeros. Diría de manera aproximada, y tal vez exagerando un poco, que el cincuenta por ciento de los pasajeros son parisinos, el veinticinco por ciento, in- migrantes y el resto, turistas. Toda una diversidad de razas y nacionalidades en un solo lugar, conviviendo con la mayor normalidad. Le propuse a mi amigo realizar de inmediato el cambio de moneda para quedar desocupados y aprovechar de distraernos un poco; estábamos en un barrio muy bohemio, con muchos locales, donde resalta el mundialmente conocido Cabaret Moulin Rouge. Hicimos un recorrido a paso lento, vitrineando y haciendo jocosos comentarios con mi compañero. Fue un momento muy distendido que terminamos en uno de esos bares, compartiendo algunas cervezas. Al regreso, antes de irnos directamente a nuestra residencia, decidimos bajarnos en la estación Charles de Gaulle para pasear un rato por los Campos Elíseos, la gran avenida de París, que a esas altura de la noche, las luces, tiendas, y el ir y venir de tanta gente, le dan un aspecto muy especial; indiscutiblemente un espacio cosmopolita, el gran bulevar del mundo occidental.
Cerca de la medianoche estábamos en nuestras habitaciones, debíamos descansar porque al día siguiente nos esperaban las habituales clases y al final de la tarde iniciaríamos nuestro ansiado viaje. Al llegar a mi habitación debía hacer lo de rutina, mi lavado diario; sí, el lavado de mi ropa. Había encontrado una muy buena fórmula para aprovechar al máximo el tiempo, así me evitaba ir a la lavandería y luego el complicado planchado, cosas a las que no estoy acostumbrado. Vi a muchos de mis compañeros que estas actividades les hacían perder muchísimo tiempo. Yo tomé la costumbre de lavar diariamente la camisa y mi ropa interior, prendas que las ponía cuidadosamente en un colgador, dejándolas estilar en el baño, con el propósito de que no se arrugaran. Al otro día, la calefacción se encargaba del resto. Para la tarde tenía solucionado mi problema: ropa seca y planchada de una vez. Jamás acumulé prendas de vestir sucias, salvo los fines de semana cuando no estuve; pero llegando a mi residencia me ponía inmediatamente al día con mi particular lavado.
Había cultivado una buena y sana amistad con Alejandra, compañera de curso muy especial, con quien muchas veces compartimos nuestras experiencias profesionales y conversamos largamente sobre nuestras familias, las posiciones que teníamos respecto a variados temas y un sinnúmero de cotidianidades. Su habitación es- taba en dirección a la Torre Eiffel, por lo que normalmente, junto a otros compañeros y compañeras, nos invitaba a contemplar la luminosidad de este emblemático monumento parisino. Era ella quien a veces se ofreció a digitar algunos de mis trabajos en el computador mientras yo le ayudaba en la redacción de los suyos; además de estas cosas, nos apoyábamos en la preparación de informes, evaluaciones, estudios y tantas otras tareas propias de un estudiante. Nuestra cooperación mutua, permitía optimizar los tiempos, cosa muy importante para nosotros, por lo que significaba: un gran capital.
Aquel día me levanté muy temprano, nunca tuve problemas en quedarme dormido, mi compañera Alejandra se encargaba de despertarme antes de las siete a través del citófono. Una vez despierto, como era habitual, encendía el televisor para ponerme al tanto de lo que ocurría en el mundo. Esa mañana escuché casi por inercia el noticiero, y antes del cierre de este, me llamó la atención cuando el periodista dio una noticia de última hora; ya algo entendía del francés y las imágenes se encargaron de complementar mis dudas. En el sur de Suiza había un frente de mal tiempo, cuyo temporal había producido algunos deslizamientos de tierra. Proseguí mi rutina: me levanté e ingresé a la ducha; después la preparación de mis materias, la revisión de la agenda, entre otras triviales cosas, para finalmente dirigirme a los comedores a desayunar y compartir con mis compañeros de curso.
El día se presentaba un tanto recargado de actividades, en la mañana tendríamos clases con profesores de la Unesco, todo un privilegio sin consideramos que este importante organismo tiene como sede París, oportunidad imperdible; trataríamos temas relacionados con los sistemas educacionales europeos. Durante la tarde haríamos una visita a las oficinas centrales de informática y estadística del Ministerio de Educación Nacional de Francia; es decir, nos desocuparíamos bien avanzada la tarde.
Sin darme cuenta, las horas pasaron rápidamente, no teniendo ni siquiera tiempo para pensar en el viaje. Cuando terminamos las actividades nos fuimos a nuestra residencia a prepararnos, para así no tener problemas con la llegada puntual a la estación.
Nos despedimos, íbamos muy contentos. Nuestro destino era la estación Gare Lyon, lugar en que salen los trenes que van en dirección a Italia y a otros países cercanos. Al momento de llegar, nos encontramos con una gigantesca estación, con millares de pasajeros y las habituales informaciones por grandes pantallas y altoparlantes, transmitidas en diferentes idiomas. Cuando escuché un mensaje sobre el sur de Suiza y un temporal, se vino de inmediato a mi mente la noticia de aquella mañana. Sí, efectivamente, se anunciaba que estaban suspendidos algunos trenes que iban en dirección a Roma debido a un temporal en el sur de Suiza y, como consecuencia, había un desvío en la ruta. Mi mapa mental asoció la geografía física y política de Europa en milésimas de segundo… y claro, el sur de Suiza limita con el norte de Italia y además con el sureste de Francia. No saldrían todos los trenes. El único que viajaría aquella noche, lo haría vía Génova y no por el recorrido habitual, debido a la destrucción en parte de la vía férrea al norte de Italia, lo que significaba demorar un poco más para llegar a destino. Nos miramos con mi compañero, y en aquel momento tuvimos temor de no poder cumplir el objetivo.
Con nuestro primitivo italofrancés nos dirigimos a los sobrecargos para asegurarnos un espacio en aquel tren. La respuesta fue que debíamos esperar porque nuestros billetes o pasajes no correspondían a ese tren. Estuvimos cerca de una hora para saber tal respuesta, hasta que finalmente accedieron y nos ubicaron en un coche dormitorio, específicamente en una cabina para cuatro personas. Subimos felices y contentos, nuestro viaje se haría realidad.
Durante el trayecto nos correspondió compartir con unos italianos que iban de regreso a su país, logrando tener una elemental y entretenida conversación, que sin lugar a dudas, las raíces comunes de nuestros idiomas favorecieron la comprensión, permitiendo comunicarnos aceptablemente.
Con Manuel aprovechamos de hacer un recuento de lo que habíamos vivido hasta esos momentos en el viejo continente, conversamos de nuestros estudios, de lo bien que nos estaba yendo, hablamos de temas tratados en clases, la excelencia de nuestros profesores y profesoras, de la prestigiosa institución educacional de la que éramos alumnos; conversamos también de la realidad educacional y socio- cultural de Francia y Europa, de la maravillosa ciudad de París, que a esas alturas la sentíamos tan familiar como nuestra ciudad de origen. Dialogamos de lo bien atendidos que estábamos en nuestra extraordinaria residencia, de la exquisita y variada comida francesa, –fácilmente se podría comer meses sin repetir ningún plato–, estuvimos de acuerdo en que para los franceses el queso y vino es equivalente a lo que para nosotros es el pan. Existe una gran variedad de quesos –como decía Charles de Gaulle, tantos tipos de quesos como uno para cada día del año y de ahí lo difícil que era gobernar Francia–. Todos los días hay vino y queso en la mesa, tanto a la hora de almuerzo como en la cena. Primero se sirve una entrada, luego el plato fuerte, vino y enseguida el queso que puede ser acompañado por pan o ensalada, después el postre y finalmente el café.
Recordamos las cosas graciosas que nos sucedieron, los distintos lugares donde estuvimos y tantas otras experiencias. Especiales menciones tuvieron nuestros viajes: lo sorprendente de haber viajado a Londres en el modernísimo Eurostar, tren de alta velocidad que realiza su trayecto por el Eurotúnel, esto es, por debajo del Canal de la Mancha, mar estrecho al oeste de Europa que separa Francia y Gran Bretaña. Tiene 180 kilómetros de ancho en el oeste, donde se une al Océano Atlántico y se estrecha hasta 34 kilómetros en el estrecho de Dover, en el este, donde se junta con el mar del norte. El túnel del Canal de la Mancha está formado por tres galerías y sus accesos que dan una longitud total de 50,4 kilómetros, cuyo trayecto cubre el Canal de la Mancha entre Cheriton cerca de Folkestone, en el condado de Kent, Gran Bretaña y Coquelles cerca de Calais, en Francia. El trayecto tiene una duración de treinta y cinco minutos. El tren alcanza una velocidad de 130 kilómetros por hora debajo del mar. Los trenes pasan por dos túneles de 7,6 metros de ancho. La sección bajo el mar es de 39 kilómetros de longitud. En total hay 195 kilómetros de recorrido incluyendo los 45 kilómetros de la terminal británica y los 50 kilómetros de la terminal francesa. Los servicios de mantenimiento y emergencia utilizan un túnel central.
Hablamos de la increíble llegada a la estación Waterloo, en pleno centro de Londres y de conocer todos los atractivos de la capital inglesa; de cómo nos desenvolvimos sin problemas con nuestro elemental inglés, de lo bien que nos trató la ciudad: los policías, guardias del Palacio de Buckingham, comerciantes, los londinenses en general; pero estuvimos de acuerdo que era una ciudad muy cara y había que ir sólo de pasada, no quedarse muchos días. Estuvimos de acuerdo que el flujo dominante de la vida de Londres es Westminster, principal sector cultural, de entretenimiento y comercio. Enumeramos sus principales atracciones en el centro por cines, bares, clubes, teatros, negocios y restaurantes; también sus emblemáticos construcciones como la torre del reloj Big Ben junto a la Casa del Parlamento, la abadía de Westminster, el Palacio de Buckingham, la Catedral de San Pablo o la Torre y el Puente de Londres.
Recordamos además gratamente el viaje que realizamos a la ciudad de Ámsterdam, conocida como la Venecia del norte. Lo realizamos en un moderno bus, saliendo por supuesto de la ciudad de París y debiendo cruzar toda Bélgica. Ámsterdam, capital, principal ciudad y puerto de los Países Bajos, situada en el oeste de Holanda. Está completamente atravesada por canales semicirculares, que forman noventa islas sobre las que se levanta la ciudad y que se comunican entre sí mediante cuatrocientos puentes. Al igual que Venecia, está emplazada en un entramado de islas y canales. El sistema anfibio, singularidad casi única en urbes, es la gracia de Ámsterdam. Hay muchísimas calles con canales, adornada con las más hermosas casas del inconfundible estilo holandés de los siglos XVI y XVII. Mención especial tiene el mercado de flores, el Bloemenmarkt, aquí se ingresa por inmersión a un mundo multicolor. Es una marea policromática, altamente visitada por la hermosura de los tulipanes, la flor de Holanda; y aquí en este genuino mercado está la síntesis: la gran variedad de formas y color.
De entre los campanarios de la ciudad, destacan el de Westerkerk, que con sus ochenta y cinco metros es el más alto de la ciudad. Al lado se halla la casa de Ana Frank, donde esta joven judía permaneció escondida junto a su familia durante la persecución nazi, hoy uno de los museos más visitados. Ámsterdam es también famosa por la enorme cantidad de bicicletas. Casi todas las calles principales tienen vías exclusivas para este particular medio de transporte. También hay otro singular medio, los tranvías. La ciudad tiene una vida nocturna impresionante y es famosa por la gran cantidad de clubes lounge o chillout que se encuentran allí. Famosa es también por su Barrio Rojo, ubicado en pleno centro, a lo largo de los canales principales, sin lugar a dudas un sector emblemático de la cultura de esta urbe.
Evocamos cuando en el mismo bus iban dos jóvenes mexicanas con el mismo destino que nosotros y que posteriormente fueron nuestras acompañantes el primer día en los Países Bajos, compartiendo tempranamente con ellas un desayuno, obviamente con pan holandés y después, nuestro espíritu aventurero nos llevó a arrendar cuatro bicicletas para recorrer muchos lugares de aquella hermosa ciudad. Hablamos de la visita al museo de Van Gogh donde se encuentran las pinturas de este famoso artista. También nos reímos de no saber utilizar los modernos cajeros automáticos del metro de Ámsterdam, lo que significó estar muchos minutos observando cómo lo hacían los demás y las frustradas veces que lo hicimos; de lo difícil de pronunciar algunas palabras como la del hotel Hoksbergen, donde nos hospedamos, y el nombre de algunas calles como Egelantierrstraat y nombres de comidas que eran verdaderos trabalenguas.
Cada rincón, cada construcción, los muchísimos puentes y canales son una verdadera postal. Ciudad acogedora en que sus cafés, museos y arquitectura reúne una esencia cosmopolita; pasear por sus calles, puentes y canales es un magnífico gusto, una experiencia casi mágica. Después nos acordamos de otras anécdotas, como cuando per- dimos el avión en Madrid en el gigantesco aeropuerto de Barajas –yéndose solas nuestras maletas a París–, lo que significó quedarnos algunos días en España porque se nos hizo imposible encontrar pasajes en avión por la gran demanda de fin de temporada, teniendo que hacer finalmente el viaje hacia París en tren. Claro, encontrar un pasaje es posible; pero para un grupo es tremendamente difícil. Hablamos de lo difícil que fue encontrar alojamiento en algún hotel en la madrileña ciudad y que finalmente después de tanto andar lo logramos, quedando divididos en dos lugares, las mujeres en un hostal y los varones en el Hotel Mediodía, que está frente a la estación Atocha, lugar donde más tarde se produciría el terrible atentado terrorista. Reímos porque el primer día tuvimos que usar los patucos –una especie de calcetas muy cortas que se usan en el avión al momento de quitarse los zapatos– como calcetines por no tener con nosotros nuestras maletas. Recordamos nuestra visita a la Plaza Mayor de Madrid, porticada y de forma rectangular, la más grande del Madrid antiguo en la que se abren los numerosos balcones de los edificios de tres plantas y que en su primer piso se ubican particulares locales; donde probamos el mejor jamón serrano y compramos algunos típicos recuerdos de España. Nos pareció divertido haber recibido como regalo una botella de vino en un céntrico restaurante madrileño únicamente porque éramos chilenos, compatriotas de un famoso futbolista.
Luego, el viaje Madrid a París, toda una singular hazaña; cruzar los Pirineos, es decir, la cadena de montaña que se sitúa a lo largo de la frontera franco española. En efecto, tomamos el tren en la estación Chamartín, en Madrid a las diecinueve horas, haciendo paradas en Burgos, Vitoria y Potiers. Nuestra clase turista disponía de cabina con cuatro camas, donde con otros compañeros hicimos un entretenido y cómodo viaje. La llegada a París fue a las ocho y treinta horas a la estación Gare Austerlitz.
Confidencié a mi amigo la experiencia vivida con nuestro profesor amigo del Centro de Estudios que, aunque no era de nuestro mismo departamento o área, habíamos mantenido una muy buena comunicación, especialmente porque le interesaba el tema de Latino- américa, hablaba algo de español y era casi de nuestra edad. Me había encontrado casualmente con él en la tabaquería, preguntándome si tenía algunos planes, para luego invitarme a conocer París de noche:
—Ça va! Quels plans as-tu? Nous allons connaître Paris de nuit?
—Violà! –respondí entusiasmado.
Subí a su auto Renault y de ahí, al centro de París. Recorrimos casi toda la hermosa ciudad, varios lugares y enseguida, al barrio Saint Denis, sector tan concurrido, que junto a su luminosidad nocturna, parecía de día. Aquí hay muchos locales como bares, restaurantes, brasseire. Disfrutamos de algunos espectáculos, compartiendo algunas copas. En pocos minutos tuvimos la mejor compañía parisina. Fue un momento entretenido, tan entretenido que en breve se pasó la hora. Mi plan era volverme en metro, en el último viaje del horario nocturno, es decir, a la una de la madrugada, porque mi amigo vivía cerca de donde estábamos y no quería molestarlo, aparte que no era conveniente que condujera un largo trayecto.
—Bueno –me dije–, esperaré el primero del día siguiente, esto es, el de las cinco de la mañana. Me favorecía el lugar donde estaba porque la línea nueve pasaba por ahí mismo, claro que eran veintidós estaciones hasta la terminal, lugar de mi destino, por lo que no tenía que hacer ninguna combinación, y esto me traía mayor tranquilidad, además, el hecho de ser viernes, sabía que las actividades del próximo día serían distintas, de tipo cultural: visita al museo del Louvre y navegar por el Sena, programa que comenzaría a media mañana.
Alrededor de las cinco de la mañana, de esa fresca madrugada parisina, me despedí, dirigiéndome a la estación Strasbourg-Saint Denis, a pasos de allí. Por el horario, el tren iba con pocos pasajeros, lo que me dio la oportunidad de elegir libremente el asiento. Me acomodé, y por el natural cansancio, en Richelieu-Drouot, tercera estación de mi trayecto, perdí la conciencia, el sueño me dominó, quedándome profundamente dormido…
Repentinamente oí una voz que me decía:
—Monsieur, monsieur, s’éveille. Il a fini le voyage. Nous sommes dans la dernière station, Pont de Sèvres. –Fue la voz en el particular francés de una gentil madame que me habló para despertarme; lo hizo desde un extremo del vagón mientras bajaba. Estábamos en la estación de término, Puente de Sèvres. En ese momento quedaba solamente yo sin bajarme.
—¡C’est fini! ¡c’est fini! –pensé y hablé al mismo tiempo, en el mejor francés que creo haber pronunciado hasta hoy–. Merci, merci madame, très aimable –dije a la buena madame y me bajé rápidamente, sin haber despertado del todo. El tren desapareció en un instante, dirigiéndose a los túneles de mantenimiento y de receso.
Cuando llegué al Centro de Estudios, entré muy seguro, saludé con un gesto al guardia, que definitivamente no me vio porque estaba leyendo, y en segundos subí al ascensor. Ingresé a la residencia tempranamente, el alfombrado pasillo fue mi cómplice, saqué mi tarjeta, que deslicé suavemente por el sensor de la cerradura. La puerta se abrió silenciosamente. Estaba en mi habitación. Bien pasadas las nueve de la mañana sonó el citófono: Alejandra me estaba despertando. Le saludé dulcemente y le agradecí su preocupación. Fui a la ducha, la que me refrescó por completo y enseguida bajé a los comedores a desayunar y tomarme al menos tres cafés colombianos, que junto a mi adrenalina, motivación y juventud me ayudarían a mantenerme despierto todo el día sin ninguna dificultad. Ninguno de mis compañeros ni siquiera sospechó de mi trasnoche parisino.
Manuel se rio a carcajadas de mi inaudita anécdota, que incluso tuve que hacerles algunos gestos para que mantuviera la mejor compostura. Me felicitó por mi discreción y por la confianza que había depositado en él.
—¿Y qué nos deparará este nuevo viaje? –dije.
—Hasta este momento ya tenemos mucho que contar –respondió. Esperaríamos la llegada a Roma, nuestro nuevo destino, para averiguar lo que de verdad ocurriría.
En fin, a esas alturas era más de la medianoche, así que repentinamente llegó el sobrecargo a desplegar los camarotes para que pudiéramos dormir. La gran actividad del día me hizo conciliar el sueño instantáneamente, el bamboleo del tren se encargó del resto, la noche pasó de una sola vez. Desperté muy temprano. Luego al baño y enseguida el reconfortable café, estábamos a horas de llegar a nuestro destino, el tren se desplazaba por la costa de la península itálica, frente al mar Mediterráneo o mejor, para ser más específico, frente al mar Tirreno; todo un precioso paisaje.
Bien avanzada la mañana comenzamos a divisar la histórica ciudad bajo un hermoso cielo azul, a pesar de encontrarnos en pleno otoño boreal. El clima de Roma se presenta muy agradable, diría que caluroso comparado con la zona sur del hemisferio austral en esta misma estación. Arribamos a la Stazione Centrale Termini Roma. Pisamos tierra, costándonos creer que estábamos ahí después de tanta incertidumbre. Desayunamos en la misma terminal y de ahí comenzamos a organizar el día. Teníamos claro que debíamos aprovechar al máximo nuestra estada. Decidimos que ese primer día lo dejaríamos exclusivamente para recorrer Roma y todos sus emblemáticos lugares. Tomamos un city tour por algunas horas para conseguir una visión general de esta antigua urbe. Fuimos a la Basílica de San Paolo Extramuros, Coliseo, Foro, Plaza del Campidoglio, Panteón, algunos museos y tantos otros lugares. No era momento de perder el tiempo en almorzar, además no sentíamos hambre, la emoción del momento alimentaba nuestro cuerpo, sólo fue necesario beber jugo y agua. Entre sus siete colinas y a lo largo del río Tíber, Roma muestra sus diversas personalidades. Hay una Roma antigua, la de las ruinas imperiales, una Roma católica, la del Vaticano y de cien iglesias, la ciudad del renacimiento de Miguel Ángel o Rafael, o la barroca de Bernini y Borromonini, y la moderna de la metrópolis con tiendas de alta moda, cafés, restaurantes y típicas trattorias. Sin dudas, confirmé que andar por Roma lleva al descubrimiento de su historia, de la tradición y del arte de la ciudad eterna convirtiendo la estancia romana en una experiencia inolvidable. Pisar Roma transmite una energía especial, sus estrechas calles empedradas, sus viejas construcciones, su agradable clima, su gente… hacen que no se sienta cansancio en ningún momento.
Reflexionaba en la cantidad de personas que habían caminado por sus sendas desde tan antiguas épocas, entender que en este lugar se encontraba el centro del mundo de occidente y que nuestras costumbres han estado influidas por su cultura. El mapa de la ciudad y nuestro instinto fueron los mejores aliados para conocer cada rincón. Caminamos por todos los lugares posibles; sus vías, calles, callejones, escalinatas, por la ribera del Tíber. Uno de los más entretenidos lugares es la Plaza España, situada debajo de la iglesia Trini- dad de los Montes, un singular espacio ubicado en la ladera de una de las colinas de Roma, con muchas escalinatas; un centro social donde pasean y se sientan a conversar muchas personas, hombres y mujeres de todas las edades, también jóvenes militares, turistas, muchos turistas, lo que hace se viva un momento muy gratificante, teniendo como marco la mejor vista: el centro la ciudad.
La tarde estaba terminando, decidimos andar por las calles que están paralelas y perpendiculares a la Vía del Corso, una de las más importantes avenidas, lo que concluyó con la obligada visita a la famosa Fuente de Trevi, la más bella fuente que he visto, toda una obra de arte y que a esa hora de la tarde y comienzo de la noche, la luz natural y artificial producían en ella un espectáculo mágico, etéreo, indescriptible. Las caídas de agua, sus figuras de mármol –como personajes vivos de mitología–, su entorno… toda una fantasía. Hicimos lo habitual, lanzamos algunas monedas a la gran fuente, que en este caso fueron liras y simultáneamente pedimos los típicos deseos personales.
Estaba cayendo la noche y ahora sí que necesitábamos comer, ¿pero dónde? Bueno, en aquel sector, pleno centro, había muchos restaurantes; decidimos finalmente entrar a uno de la Vía del Lavatore, llamado Taberna. Estaba ubicado en una edificación muy antigua como todos los de Roma, decorado con buen gusto y las mejores comodidades. ¿Qué pedir? Claro, no soy tan aficionado a las pastas; pero estar en Italia y no comer de su cocina sería una gran falta –señalé a Manuel–. Él estaba totalmente de acuerdo con mi posición. Me solicitó que yo hiciera el pedido porque encontraba que me maneja un tanto bien con el italiano. Con cierto orgullo me decidí hablarle a la bella joven que nos atendió amablemente. Según la carta pedimos Menú Tiberio y que literalmente decía:
«Spaghetti al pomodoro e basilico, cotoletta di pollo, insalata mista, gelato, un cuarto de vino y un cuarto de acqua».
Mi compañero quiso pasar al baño antes de cenar. Le dije que fuera primero. En segundos llegó a la mesa y me confió que no encontraba el interruptor, que yo fuera a indicarle porque no se atrevía pedir ayuda a la ragazza. Le acompañé, diciéndole que entrara hasta su interior sin titubeos porque con seguridad la luz funcionaba a través de un sistema de sensores; bastaría con acercarse y automáticamente se encenderían las lámparas del baño. Luego, cuando se fue a lavar las manos no encontraba cómo hacer funcionar la llave. Le indiqué que acercara las manos al lavatorio y automáticamente caería el chorro de agua. Se rio de su ignorancia por estas cosas modernas que no las conocía ni las había imaginado. Yo también había pasado por la misma experiencia en un baño moderno como estos hace algún tiempo, en otro lugar.
Cuando trajeron los platos, el aroma, colorido y decorado despertaron aun más nuestro apetito, lo que hizo servirnos con muchas ganas el exquisito spaghetti y el riquísimo vino italiano. No lo dudamos: han sido las mejores pastas que hemos probado hasta ahora –dijimos muy convencidos–, y no era sólo una frase, era la verdad misma. Pedimos la cuenta a la bellísima ragazza. Cada menú salió por veintidós mil liras, es decir, un poco de más de diez dólares; muy barato, un excelente precio para nuestros bolsillos –comentamos–. Claro, porque si lo comparábamos con los precios de Holanda o Inglaterra, eran una ganga. Dejamos la propina y agradecí la buena atención y la rica comida con un italiano lo menos españolizado posible:
—Molto grazie, ragazza, l’alimento era riquísima.
—Arrivederci –nos respondió sonrientemente. Mi amigo un tanto más extrovertido y con mayor atrevimiento, volvió para despedirse de ella con dos besos, a la manera europea.
Eran casi las diez de la noche y teníamos que encontrar algún hotel o residencia para alojarnos. El día siguiente tendríamos nuestro programa en el Vaticano, por lo que deberíamos estar muy descansados. Estábamos en pleno centro de Roma, así que pensamos que sería fácil encontrar habitaciones para hospedarnos. Así comenzamos a caminar por la Vía del Corso, cerca de la Plaza Colonia, buscando alojamiento hotel por hotel. Aunque Manuel tenía buena pinta por su delgadez, altura y mejor parecido, que bien podría haber pasado por europeo, me pedía a mí que preguntase, porque según él me manejaba muy bien con el italiano. Claro que yo con un poco de facha, tal vez por mi desesperación, trataba de pronunciar cada palabra lo más genuino posible, cosa que le sorprendía a mi amigo:
—Buona notte. Alloggio di tiene disponible?
—Todo ocupado, no hay nada –eran todas las respuestas que nos dieron en al menos casi una decena de hoteles que preguntamos. Recordé que había leído algunos titulares en los periódicos donde anunciaban que el domingo, es decir al día siguiente, se celebraría en el Vaticano el Día Mundial de las Misiones, por lo que estaban llegando peregrinos de muchos lugares del mundo a la ceremonia con el Papa.
—Estamos en problemas –dije a Manuel.
—Será muy difícil encontrar dónde dormir…
Y así sería. Nos fuimos por Vía del Corso hasta la Plaza Venecia, de ahí caminamos por la Vía Nazionale, otra importante avenida de la ciudad, y por algunas calles adyacentes preguntando por hospedaje, las respuestas las mismas: Signori, non abbiamo, quello tutto il completo. Es decir: «Señores, no tenemos. Todo completo».
En ese momento pagaríamos cualquier precio por un alojamiento. Nuestros cuerpos sentían agotamiento de tanta actividad y la mayor preocupación era estar descansados para el día siguiente. Ca- minamos casi diez cuadras por esta última vía, llegamos a la Plaza República. Nos quedamos largo rato pensando en qué hacer, ya nos veíamos durmiendo a la intemperie en la calle, o en alguna plaza. Repentinamente mi amigo preguntó a un joven que nos indicara dónde podríamos encontrar un sitio para dormir:
—Giovane! Ciao! Dove troveremo un certo posto per alloggiarci a noi? Nos respondió que fuéramos al sector de la estación Termini porque allí había albergues y residencias; la necesidad del momento hizo comunicarnos a la perfección. Aproveché de felicitar a Manuel por su italiano castizo; bueno a esas alturas había que tener sentido
del humor para no echarse a morir.
Estábamos a escasas cuadras de aquella estación. Caminamos por las calles de su alrededor. Al primer letrero de residencia nos acercamos, era un antiguo edificio. Nuestra ansiedad hizo que, sin mediar ninguna otra situación, tocáramos en forma instantánea el timbre. Nos respondió por citófono una mujer con su típico acento, y a la que señalé que andaba con un amigo buscando alojamiento:
—Buona notte. Ha alloggio per due?, io cammina con un amico.
—Sí, tengo un dormitorio para dos –respondió la gentil señora–.
Se, avanti, alzano dell’elevatore il quinto pavimento.
La donna señaló que subiéramos por el ascensor al quinto piso, activando al mismo tiempo la cerradura de la puerta. Entramos al edificio rápidamente y nos encontramos con un ascensor de rejas en el centro del pasillo. Nos subimos al antiguo ascensor; pero no encontrábamos ningún interruptor o alguna manilla para hacerlo funcionar. Cómo hacerlo andar era la cuestión. Estuvimos algunos minutos para averiguar su funcionamiento o bien si llegaba alguno de los residentes del edificio para aprovechar de subir junto a él. Nos dimos por vencido. Subimos con nuestros cansados cuerpos. Nuestras agotadas piernas se nos hacían de lana por aquella interminable escalera. Teníamos que llegar cuanto antes, de lo contrario la señora se podría arrepentir de atendernos, o bien otros turistas podrían utilizar el ascensor y ganarnos las escasas y últimas camas que nos esperaban. Llegamos agotadísimos al quinto piso, casi no sentía mis piernas –después descubrimos que para activar el ascensor, bastaba sólo con juntar sus puertas plegables–. Tocamos la puerta, salió a abrirnos la señora.
—Ciao! Buona notte molto grazie, donna. –Fueron las primeras palabras que salieron simultáneamente de nuestros labios, por supuesto en un casi perfecto italiano, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo o ensayado el saludo; tal vez porque a esas alturas habíamos compartido mucho y en ese momento teníamos las mismas necesidades.
—Suono spagnoli?
—No, cileni.
—Vengono ora dall’América?
—No, di Parigi.
—Amperora! Parigi –respondió.
Después de decirle que éramos chilenos y no españoles, y que veníamos de París y no de América, nos registramos, mostrándole nuestros pasaportes. Enseguida nos llevó a la habitación, que era la única que tenía disponible.
Cuando entramos al cuarto a lo primero donde se dirigió mi vista fue a la cama, sí, a la única cama de la habitación y que era matrimonial. Nos sonreímos simuladamente con mi compañero. Cuando se retiró la donna nos reímos largamente porque sabíamos perfectamente lo que equivocadamente había pensado de nosotros. Después de bromear, tomamos una refrescante ducha y a la cama. En nuestros pequeños bolsos no llevábamos pijamas, así que hicimos realidad lo del conocido dicho: «Cuando vayas a Roma, haz lo que los romanos». Sí, dormiríamos con túnicas, al más auténtico estilo romano, utilizando las grandes y blancas toallas que estaban en el closet. Conversamos brevemente, y le confié un secreto:
—Mañana tendré un encuentro muy particular con una persona, con la que tengo una deuda. –Mi amigo quedó un tanto preocupado, queriendo saber quién era esa persona.
—No te lo diré. Mañana lo sabrás –respondí misteriosamente.
Estaba muy cansado, así que en breve me quedé profundamente dormido, y mientras iba perdiendo mi conciencia, sabía que des- de ese momento debía ir dando vuelta la página, preparándome, porque el próximo día sería muy especial, la visita al Vaticano, a la Roma católica.
Apenas comenzó a llegar la claridad de la aurora por los ventanales y se escuchaban los primeros ruidos de la ciudad, me desperté casi instantáneamente y con mucho optimismo por el día que nos esperaba. La necesaria afeitada, la habitual ducha, fue lo inicial. Sentía mi cuerpo descansado y ágil, como nuevo, deseoso de seguir caminando. Luego el desayuno y una breve conversación con la señora de la residencia, que nos orientó sobre cómo llegar sin dificultades a nuestro destino. Nos despedimos:
—Molto grazie, donna.
—Arrivederci –nos respondió alegremente.
Tomamos nuestros pequeños bolsos y nos fuimos en dirección a la estación Termini donde se encontraba la estación del metro más cercana, a escasas cuadras de donde habíamos pernoctado. Subimos a la línea roja del tren subterráneo, línea que pasa por fuera del Vaticano y que a esas horas de la mañana iba con muchos peregrinos y religiosas, por tanto, íbamos muy bien acompañados para el mismo lugar. Nos bajamos en la estación San Pietro y de ahí a la Vía de la Conciliación, avenida que conduce directamente a la Plaza San Pedro y que a esa hora iba llena de peregrinos de todas partes del mundo. Comentamos que no podía ser el mejor momento para estar allí, por lo importante de la celebración de aquella fecha: Día Mundial de las Misiones, y nada menos que en un Año Santo para la Iglesia. Cuando iba caminando por aquella muy especial vía, se respiraba otro aire, como preparándose para el recogimiento. Por los altoparlantes se escuchaban cánticos en latín e italiano que ayudaban a la meditación, creando un clima propicio durante esa grata e improvisada peregrinación de unas cuatro o cinco cuadras, caminata necesaria por aquella vía, antes de llegar a la Plaza Pío XII. A medida que avanzábamos, le rebelé a mi amigo que la persona a quien le debía la visita era a Karol Wojtyla, el Papa, porque siempre había sentido un afecto muy especial por él, debido a su entrega, sacrificio y perseverancia; muchas veces había leído sobre su vida, produciéndose en mí una gran admiración, primero como persona, luego como líder de la Iglesia. Años atrás lo había visto en Chile, en la ciudad de Concepción, momento de gran alegría y emoción, donde pude comprobar que era un hombre que con su carisma y aura, con su sola presencia transmitía todo lo que le hace falta a nuestro ser interior.
Al llegar a la Plaza Pío xii, la espontánea procesión se extendió, dándonos mayor libertad para ingresar prontamente a la Plaza San Pedro, gran explanada circular rodeada por curvas edificaciones, las que están coronadas por decenas de estatuas sacras; al fondo resalta la gigantesca Basílica de San Pedro con su alta cúpula y su inconfundible fachada; sin duda, todo un conjunto único y emblemático para el mundo católico. No debíamos separarnos demasiado porque la multitud podría fácilmente hacernos perder, lo que nos traería muchos problemas, especialmente en Manuel porque se desorientaba con facilidad. Bueno, recuerdo que cuando estuvimos en Ámsterdam nos perdimos por casi una hora y había sido una muy mala experiencia y no queríamos repetir ese suceso.
Algo pasó, que sin darnos cuenta nos ubicamos en un lugar privilegiado, bien adelante, justo al lado de uno de los pasillos principales. Se iniciaba la ceremonia, las pantallas gigantes se encargaban de entregar todos los detalles de lo que ocurría en el altar. Centenares de preciosos arreglos florales se encargaban de decorar escalinatas y las partes más importante de aquel lugar. El Santo Padre sentado en su sillón de costumbre, junto a muchos obispos, sacerdotes y un gran coro; luego de unos minutos se inició la solemne ceremonia, donde los cánticos, rituales, rezos y oraciones hacían de ese momento un instante único, de gran recogimiento y emoción. Enseguida la esperada homilía de Juan Pablo ii, que con su particular voz y entonación, comunicaba directamente a cada alma su mensaje, invitando a llevar la palabra de Dios a todos los rincones, entre muchas otras reflexiones relacionadas con el tema central, las misiones. Prosiguió la misa con toda la rigurosidad que obliga una liturgia en la sede papal y presidida por el propio Pontífice, haciendo pasar el tiempo rápidamente en este tipo ceremonia tan particular y única.
Después el esperado recorrido del Papa por los pasillos de la plaza, nuestra ubicación privilegiada nos hacía tener grandes expectativas, a medida que avanzaba su vehículo descubierto, muchas manos y banderas se alzaban por millares, permitiendo con esto saber su ubicación en aquel lugar. Cuando comenzó a acercarse hacia donde nos encontrábamos, con nuestras máquinas fotográficas quisimos perpetuar ese momento; estábamos a sólo un metro de él. Vi a Karol muy anciano, encorvado y con sus manos temblorosas, distinto a aquel hombre joven y vital que había conocido años atrás. Fue en esos breves segundos que vinieron a mi mente muchos recuerdos, pasó su vida por mi memoria: su triste niñez, la temprana pérdida de su madre y luego su padre, la persecución nazi, la horrenda guerra, sus rudos trabajos, las penurias que le acompañaron, el dolor por ocultar su fe y tantas otras dolorosas experiencias a lo largo de su vida. Hoy se te ve agotado –le dije en silencio–. Me entristecí porque su vital llama que siempre transmitió se estaba apagando y, de seguro, pronto nos dejaría; pero su fuerza espiritual y mística lo hacía aún una figura única e irremplazable. Le grité: ¡Chile! –como queriendo comunicarle muchas cosas… Si tan sólo supiera que lo había venido a ver desde lejos, que era mi deuda. En instantes se alejó lentamente con su gibado cuerpo por entre la multitud, perdiéndose después en un extremo de la plaza, sector que lo llevaba a la residencia pontificia.
Enseguida, como era un año santo para la Iglesia, se hizo una procesión para ingresar por la puerta santa, que en este caso era la principal puerta para la iglesia, por ser de la Basílica de San Pedro, el primer templo del mundo católico; lo que hizo sentirme un privilegiado al tener esta escasísima posibilidad, especialmente para una persona común y corriente como yo.
Con mi amigo hicimos el trayecto al ritmo de la informal procesión, lentamente. Le advertí que a lo mejor no me merecía pasar por tan importante símbolo para la cristiandad.
—¿Cómo que no te lo mereces? –me respondió cálidamente, golpeándome el hombro.
Cuando nos acercamos a la gigantesca y maciza puerta, ya habían ingresado miles de peregrinos; cruzamos el umbral y de inmediato, al interior del impresionante templo, haciéndonos ver como seres minúsculos por su gran altura. La Basílica de San Pedro mide 212 metros de largo, 140 de ancho, 44 metros de altura y 133 metros de altura en su cúpula. Ocupa 15 mil metros cuadrados. No hay templo en el mundo que la iguale en extensión, y también por supuesto, en renombre. Sus grandes naves estaban aún casi des- ocupadas, a pesar de las tantas personas que estaban en su interior. Multitudes de peregrinos, y todavía sin completarse la basílica, lo que nos sirvió para comprobar su gran capacidad. Impresiona todo, cada rincón. Sus murales, imágenes, altares, vitrales, columnas y tantos otros detalles. Cuando la terminamos de recorrer, salimos a conocer los otros lugares de la ciudad del Vaticano, también en busca de algunos recuerdos en los locales comerciales de la Vía de la Conciliación.
Cerca de las cuatro de la tarde hicimos el regreso al centro de Roma, esta vez decidimos hacerlo caminando para así tener la oportunidad de conocer aún más la ciudad. Lo hicimos por la vía que va junto a la rivera del río Tíber, aprovechando de conocer sus pétreos puentes, sus vetustas construcciones, caprichosas escalinatas; también el edificio del Parlamento Italiano y muchos otros. Luego de unas horas ya estábamos en el centro de la ciudad, recorrimos sus estrechas calles, llegando nuevamente a la Plaza España, lugar en que aprovechamos de descansar y disfrutar de este hermosos espacio social. Antes que se iniciara la noche decidimos ir a cenar, sin duda iríamos al mismo lugar del día anterior y con seguridad nos serviríamos el mismo menú, aparte de aprovechar de ir a despedirnos definitivamente de la bellísima ragazza. Así fue, los mismos exquisitos spaghetti, pollo, vino, ensalada, helado; la misma excelente atención y el idéntico buen precio. Teníamos tiempo suficiente para disfrutar de la agradable comida y para conversar detalladamente de las muchas vivencias. Entre otras cosas hicimos un balance lo vivido hasta ese momento en Europa: holgadamente saldo positivo. Hablamos de los lugares, costumbres, paisajes, atractivos y tantas otras cosas. Estuvimos en todo de acuerdo, hasta en las mujeres, sin duda las más bellas estaban en España e Italia.
—Como que daba ganas de quedarse por aquí –dijimos divertidamente. Cuando vimos el reloj, eran pasadas las nueve de la noche, hora adecuada para hacer abandono del restaurante, sin antes despedirnos de la ragazza, esta vez, ambos lo hicimos de besos… y con un poco de tristeza nos dirigimos a la estación. Decidimos hacerlo caminando ya que disponíamos de suficiente tiempo, haciendo el trayecto por las mismas vías del día anterior.
A esa hora de la noche, cuando llegamos a la estación, esta se encontraba completa de pasajeros, nos acercamos a la ventanilla correspondiente para el control de nuestros pasajes. Novedad: el regreso a París no lo haríamos de manera directa, sino que tendríamos que hacer el viaje a Turín, ciudad ubicada al norte de Italia, y de ahí esperar el tren de alta velocidad que procedía de Milán con destino a la capital francesa. No nos quedó otra cosa que resignarnos, porque esto significaba alargar nuestra estada en este país, y no llegar en el tiempo que estimábamos hacerlo según nuestros planes.
Subimos al tren, y a esa hora de la noche, con la luminosidad de la histórica ciudad, nos fuimos alejando lentamente de la urbe y con ello los gratos momentos vividos, comenzando instantáneamente a fabricar nostalgias en el íntimo ser. Por unos minutos, quedamos en silencio. No había palabras para expresar lo que estábamos sintiendo, y tal vez por orgullo, timidez o simple machismo, quisimos hacernos los fuertes; pero cada uno adivinaba en el otro lo que es- taba sintiendo. El tren tomó mayor velocidad, y con ello los sentimientos fueron desvaneciéndose o al menos distrayéndolos con los vaivenes propios del impulso de la locomotora que transmitía su energía hacia los vagones. Nos alejamos de Roma y desde ese mismo momento nuestro destino durante toda esa noche sería Turín, en la región de Piamonte. Piamamonte es la región del noroeste de Italia, que limita al oeste con Francia, al norte con Suiza. Es una fértil llanura que limita al norte con los Alpes, al sur con los Apeninos y al noreste con el lago Maggiore. Turín es uno de los principales centros industriales de Italia, capital y ciudad más destacada del Piamonte, se encuentra la fábrica Fiat dedicada a la producción de automóvil, también es conocida por poseer en su museo, como la mayor reliquia, el Santo Sudario y también por contar con los famosos equipos de fútbol: Turín y la Juventus.
Llegamos muy de madrugada a Turín, la mañana estaba un tanto helada, lo que hizo que nos dirigiéramos al primer restaurante que encontramos de la estación y así tomarnos el más cálido café. Como era el primer día hábil de la semana, la estación comenzó enseguida a tener mucha actividad, llegaban muchos pasajeros a este lugar para dirigirse sus trabajos. Pudimos comprobar la elegancia italiana: los más finos trajes, con sus excelentes terminaciones y en las mejores telas, vistiendo a cada uno de los italianos e italianas. Todo un desfile de moda.
Luego de estar en la estación observando entretenidamente lo que allí ocurría, salimos a dar una vuelta a los alrededores porque el tren que esperábamos de Milán llegaría al menos en cerca de tres de horas más. En sus calles divisamos tranvías, extrovertidos italianos, muchos automóviles Fiat, por supuesto; pero por sobre todo, vimos en aquella fría mañana otoñal, cómo despertaba esta gran ciudad en medio del hermoso paisaje.
El tiempo avanzó rápidamente, tuvimos que volver a la estación y retomar nuestro regreso a París. Abordamos el modernísimo medio de transporte de última generación, proveniente de Milán, es decir el TGV, tren de gran velocidad. Su forma aerodinámica, colores, diseño, ventanales panorámicos impresionan a primera vista. Nos ubicamos en las comodísimas butacas y en minutos, nuestro último trayecto. El tiempo estaba despejado, lo que hacía tener una excelente visión de todo lo que veíamos en el trayecto. Como en todos estos flamantes trenes, la velocidad no se percibe, y los movimientos, si los hay, son muy leves; lo que favorece tomar las mejores fotografías a bordo. Rápidamente comenzó a introducirse por la montaña, a los pies de los Alpes y cruzándolos también. –Los Alpes corresponden a la cordillera sur de Centroeuropa que forma un arco de mil doscientos kilómetros de longitud desde el golfo de Génova hasta el río Danubio a su paso por la ciudad de Viena y que es compartida por Suiza, Italia, Austria, Francia y cuyo punto culminante, el más alto, es el Mon Blanc–. De manera personal y sin lugar a dudas, ha sido uno de los más maravillosos lugares que he conocido. Montañas coronadas de blanquísima nieve, manantiales cristalinos, escarpadas laderas de formas caprichosas, azul profundo en cercano cielo, alfombras verdes caen sobre lomajes breves y también sobre este hermoso paisaje natural, cabañas, muchas incrustadas sobre serranías. Con Manuel comentábamos de nuestros recuerdos, de los tantos cuentos e historietas ambientadas en los Alpes.
—Sólo Falta que aparezca Heidi para tener el panorama completo –le señalé jocosamente.
Pasado el mediodía habíamos cruzado la frontera, estábamos en Francia; pero seguíamos viendo el mismo hermoso paisaje, porque obviamente la frontera no podía borrar lo noble y grandioso de la naturaleza. A esas alturas habíamos tomado casi un centenar de fotografías entre ambas cámaras. El almuerzo lo hicimos a bordo, en el particular restaurante del tren. En ese momento toda la información por altoparlantes se daba primero en francés, luego en italiano, porque estábamos en territorio de Francia.
Después del almuerzo nos ubicamos en nuestros confortables asientos, y a seguir disfrutando del viaje; esta vez el paisaje se había transformado, teníamos a nuestra vista la hermosa campiña francesa, el paisaje del sur de este extenso y maravilloso territorio galo. Con mi amigo comentamos cada cosa que veíamos, lo que nos llamaba la atención, que definitivamente era todo.
Hicimos un breve recuento de lo vivido en nuestro viaje a Roma, ambos coincidimos: increíble, valió la pena. Saqué mi agenda y comencé a leer lo que teníamos por delante, durante la semana que se iniciaba y la próxima: clases, elaboración del proyecto personal, evaluación, preparación del resumen analítico de la semana, jornada de estudio a través de visitas y observación de dos colegios y al Instituto Universitario de Formación de Profesores. En el programa cultural indicaba: obra «El Quijote» en el Teatro Opera de la Bastilla, visitas a La Ciudad de la Ciencia y el museo de D’orsay; viaje al valle del Loira, conocido también como Centro de Francia, para conocer sus castillos y a la ciudad de Blois, esto es a doscientos kilómetros aproximados al sur de París; además figuraba una visita a la embajada.
Antes que terminara la tarde comenzamos a llegar a nuestra ciudad, porque a esa alturas así la sentíamos. Sin lugar a dudas París, ciudad cosmopolita, políglota, de muchas etnias, es la metrópolis que fusiona los tiempos, destacando por un lado su tradición y modernidad, donando de esa familiar hospitalidad. Son tantos los lugares… tanta historia al mismo tiempo bajo los pies, muchísima belleza frente a nuestros ojos… Arribamos a la estación Gare Lyon y de ahí al metro en dirección a nuestra residencia. Cuando ya se había escondido el sol ingresábamos por la entrada principal, y al instante, antes de subir a nuestras habitaciones, dar las explicaciones del caso. Nos acercamos a las oficinas del Centro Internacional a entregar las excusas de rigor, con la mayor formalidad francesa. Hablamos al mismo tiempo con el asesor, coordinador y directora del departamento, dimos nuestras verdaderas explicaciones. Todo bien, nos señalaron. Acogieron nuestras explicaciones porque todas aquellas habían sido situaciones que se escapaban a nuestra voluntad, de fuerza mayor; por lo demás que en el Centro estaban al tanto de nuestro viaje.
—No hay ninguna falta –nos señalaron. Y a mi oído me dijo la directora, con su español afrancesado:
—Quédense un momento, s’il vous plaît.
Se despidió del asesor y coordinador, que de inmediato hicieron abandono de la oficina.
—Por faltar un día de clases no se va a perder ninguna vida, además, estoy segurísima que con su viaje han aprendido mucho más –nos dijo la madame.
—Merci madame –señalamos al unísono.
De inmediato por su citófono solicitó tres cafés.
—Espero que hayan disfrutado de Roma. A mí me encanta ir. Hace tres años que no viajo a esa hermosa ciudad –nos señaló muy entusiasta–. Cuéntenme, cuéntenme –nos interrogó amistosamen- te–: ¿Dónde estuvieron?, ¿probaron los spaghettis?, ¿estuvieron en Plaza España?, ¿qué les parecieron sus calles, sus vías?, ¿cuál es la moda de esta temporada?…
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