Era el primer verano que pasaba en el pueblo con mis abuelos, tendría alrededor de seis años, mi hermano y mis primas jugaban en el patio mientras yo miraba con atención lo que hacía mi abuela, que como todas las tardes atizaba la candela, tomaba un trozo de leña y la introducía a las brasas moviendo los brazos con un pedazo de cartón en mano para levantar el fuego. Con la llama ya avivada, tomó una vieja olla bastante quemada que a simple vista delataba sus años de servicio y sin dirigirme la mirada, escuché a mi abuela decir:

  • Esta olla la tengo desde que me casé. La compré en el mercado con la primera cosecha de maíz que vendió tu abuelo –y volteando hacia mí para enseñarme el fondo de la olla, continuó- Se perforó un par de ocasiones, pero mi difunto padre que Dios tenga en su santa gloria la había reparado, las cosas de antes duraban más, estaban mejor hechas.

Había un costal de maíz bajo la mesa y con una jícara llenó poco más de la mitad de la olla con aquel maíz, tomó una jícara más y ésta la echó a las gallinas que merodeaban la puerta de la cocina. Echó un puñado de cal, agregó agua casi al borde y llevó a la candela.

Con toda ingenuidad le pregunté:

-¿Qué es eso abuela?

Se sentó en una silla frente a mí y mientras se abanicaba con el mismo pedazo de cartón me respondió.

  • Es nixtamal –habría notado mi falta de entendimiento que decidió explicarme sin que yo preguntara- el nixtamal es cuando cocemos el maíz para que quede suave y podamos molerlo y así tener la masa para hacer las tortillas.

Me sentía afortunado, era el único que contaba con la paciencia de aquella mujer para recibir tales explicaciones. Ahora tenía un inocente secreto ante los otros niños, pues nadie sabía cómo se hacían las tortillas.

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