Sintió el lamento del bosque. Agachados como si fueran niños observaban el tercer cadáver. Nadie podía imaginar que estaban ante un caso único. El torrente de agua les alcanzó de lleno; primero en vertical, luego en diagonal.
Hacía viento, frío.
Todo el séquito vestía de paisano, lo que facilitaba que el agua se colara por cualquier parte. El tamborileo rítmico de las gotas sobre los charcos aventuraba un episodio misterioso.
No llevaba guantes y tenía las manos heladas, blanquecinas hasta casi la transparencia. Pequeñas venas en su interior se hacían notar como diminutas culebras. Había poca diferencia de temperatura entre su cuerpo y el que apareció sin vida. Los agentes nunca habían visto nada parecido.
Miró hacia el interior del bosque antes de que un compañero cerrara los ojos de la mujer. Bajó el volumen de su intercomunicador. Se puso en pie. Lluvia y noche. Cómo no. Una tormenta aislada y le tenía que tocar a ella.
Los coches que cortaban la carretera en barricada alumbraban la escena mientras los limpiaparabrisas funcionaban al máximo y los rotativos disparaban luces a discreción.
–Que nadie toque nada hasta que llegue el juez.
–Llegará antes el forense –gritó una voz inoportuna.
–¡Que nadie toque nada hasta que llegue el juez, joder! –Repitió mientras se alejaba.
El compañero intuyó que además de la lluvia había algo en ese bosque que la inquietaba. La vio girar la cabeza despacio y mirar hacia el interior de la arboleda. Tal vez pensaba que el asesino estaba ahí, agazapado, observando la escena orgulloso de su obra. Podía sentir el aliento del bosque. Oír su latido, la llamada. Después la vio perderse tras una cortina de agua e introducirse en un coche patrulla para utilizar la radio.
–¡Heredia! Van tres. –Le atacó otra voz mientras golpeaba con los nudillos el cristal del auto. Tal vez no lo oyó, pero sintió el recelo.
La tormenta era cada vez más fuerte y el agua comenzaba a convertirse en hielo. Trozos del tamaño de azucarillos apaleaban el coche sin compasión, <<toc–toc, toc–toc>>. El desgarro metálico de la radio la devolvió a la realidad.
Aún con los flagelos de la culpa sobre su conciencia, la sargento Heredia comunicó la noticia por radio.
Los uniformados llegaron. Acordonaron la zona.
Efectivamente, era el tercer cadáver en cuarenta y ocho horas. El caso tenía toda la pinta de esconder a un asesino en serie. O peor, a un asesino ritualista.
Poco después se esfumó.
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