Érase que se era una vez, y en una tierra más lejana que todas las demás, y tan lejana que no es la misma, aunque suena parecida, porque queda mucho más lejos; y en una época tan, pero tan, pero tan, pero tantísimos de tantos ayeres en el olvido aislados, que nadie ya la recuerda, empero aún mucho antes de que existiesen diagramas y los planos fuesen inventados por algún precavido, cuando la medicina no había dicho su primer “ay, me duele aquí”, y la historia se había confiado para el día siguiente porque sus ingredientes básicos todavía no estaban listos, y justo mucho antes de que luciérnagas y cocuyos se atreviesen a encender sus primeros bombillitos de lo deslumbrados que estaban, en la primera vez de todo…
En fin, hace un burujón de muchísimos bultos emparejados por puñados de manojos en conjuntos de años repletos de meses abarrotados de semanas plenas de días en plurales de horas, minutos y segundos, que un ojo abrió por primera vez su ojo.
Éste era un ojo autodidacta, claro está. Y bien versado en colores y contrastes. Era además un ojo rector, muy estricto y circunspecto, con ánimo de filósofo polizón e indumentaria de altura. Pero como ojo al fin, necesitaba la ayuda profesional de su segundo, el cual siempre andaba muy entretenido y hasta emocionado con intenciones sentimentales rayando en el absurdo de un suspiro.
Así que el ojo de este cuento abrió su ojo, miró alrededor y decidió que aquel negocio de ser lo que era le convenía a todo el mundo menos que a él, principalmente porque no tenían que lidiar con el cavernícola de su hermano, quien era bastante remolón hasta para llegar tarde, y un vago de última fila. Siempre en su cuenca, tan distraído como una brisa, pero al mismo tiempo entrometido en cada paso, criticando y rectificando con ánimos poéticos hasta la exactitud de las rimas.
Así que el ojo decidió mudarse para bien lejos, y lo más lejos que encontró fue el pie. Y le dijo:
-Eh, pie, ¿cómo andan las cosas por allá abajo?
-Hola, ojo –respondió el pie.- Esto es un asco. Cada vez que llueve me dan hongos, aunque no soy deportista. Y ahora, para colmo, me han salido estas tremendas callosidades en el dedo gordo de tantos encontronazos con pedruscos, pues las rodillas que me asignaron están medio chifladas, y ni miran para dónde van. Tengo unas ganas de que alguien invente los zapatos… ¡O por lo menos el mío!
Las rodillas decidieron ignorar aquella conversación, y se hicieron las sordas, lo cual no les fue muy difícil.
-Pues aquí arriba las cosas están de maravillas –declaró el ojo, sonriendo. Pues los ojos también sonríen.
-¿De maravillas?
-Muchos colores, no tropiezo, no hay callos, tengo un ejército de cejas y pestañas a mi servicio para que me guarden del sol, y jamás me sudo –resumió el ojo delincuente.- Además, el resto del cuerpo cuida mucho de mí.
-¿De veras?
Indudablemente, el pie había quedado intrigado. Así que preguntó:
-¿Me dejas mirar?
Claro que no dijo, “¿me dejas probar?”, porque no hablaba con la boca, sino con el ojo.
-Bueno… -se resistió el ojo un poquito, haciéndose el importante.- ¡No sé…! Es que esto está aquí tan iluminado… y limpio…
-¡Por favor, por favor! –suspiró el pie, con un calambre que llegó hasta la rodilla.
-Eh –gritó la rodilla, doblándose de dolor-, ¡cálmense, o esto se va a acabar antes de que empiece!
-Perdón, rodilla –dijo el pie. Y prosiguió:- Ojo, ¿me dejas mirar un ratico, por favor?
-Está bien –admitió el pirata.- Pero un ratico no. Tenemos que cambiar de lugar definitivamente.
-Perfecto –se alegró el pie sin pensarlo dos veces, principalmente porque los pies no piensan.
Y el ojo rector y el pie cambiaron de lugar. ¡Qué maravilla!
Por supuesto, el cuerpo ahora no sabía muy bien para dónde iba ni alcanzaba a determinar las distancias. Pero ni al pie ni al ojo rector les importó el resultado.
Debo advertir al lector inexperto que jamás haya visto un ojo o un pie en su vida, que ni el uno ni el otro pueden hablar en el perfecto y definido sentido del término, sino que usan un sistema de comunicación bastante invisible a través del complejo intercambio de señales nerviosas que corren a lo largo del cuerpo, empezando de un lado y terminando en el otro del otro lado. Y cuando ellos hablan todos se enteran.
Entonces las dos cejas se fruncieron con preocupación de advertencia.
-Pues si esto es así, también nosotras nos mudamos –dijeron, bastante definitivas.- Aquí arriba hay mucho calor. ¿Quién se embulla?
-¡Yo, yo! –dijo la esclerótica del ojo poético.- ¡Yo me cambio contigo!
La esclerótica no está enferma. Ella es simplemente la parte más blanca del ojo, y se llama así para que nadie recuerde su nombre, porque está de incógnito.
-Pues si nos cambiamos de lugar es definitivo, como el pie y el ojo –amenazaron las cejas a coro.
La esclerótica tampoco piensa. Y el cambio se efectuó con gran apuro. Ahora nadie podía precisar para dónde el ojo poético miraba.
-¿Y yo qué? –gritó la boca con tremendo escándalo.- ¿Ustedes se creen que yo soy cuadrada?
-¿Tú qué? –preguntaron todas las partes del cuerpo, rígidas.
-¿Quién quiere cambiar conmigo?
-Yo –aventuró el corazón, escuetamente. Y fue a parar a la boca.
Ustedes se podrán imaginar lo que sucedió a continuación.
Y si no, aquí les cuento:
-Ahora es mi turno –dijo el cerebro. Y cambió su lugar con la rodilla, que ya se había cansado de tantos calambres y estaba bien dura.
Las orejas se mudaron para los riñones, los muslos para los hombros, un codo para el otro pie, y el otro codo para el codo primero que se mudó, lo cual originó cierta disputa, pero como en definitiva el otro pie, no el del ojo rector ni tampoco el ojo que cambió la esclerótica por las cejas, le importaba poco para dónde iba con tal de largarse y dejar de ser pie y ser cualquier codo, los ánimos muy pronto se calmaron.
También los pulmones se largaron a las posaderas, haciendo un poco difícil la respiración al estar el cuerpo en posición de sentado; y el cabello se mudó para las axilas, lo cual no representó un gran cambio estético a diferencia de cuando un lado de la cara se mudó para el otro, y la derecha dejó de estar a la derecha, y la barbilla se cambió con la espalda… El tímpano también decidió mudarse a la punta de los dedos, y los dedos se fueron a la garganta, y la garganta de disfrazó de calcañal, y el calcañal se quedó dormido…
-Ay –dijo finalmente el cuerpo a coro de raudales, desde donde estuvo una vez el corazón.
Dios vio aquello con inquietud, y decidió inventar la psiquiatría.
Y este cuento se acabó con colorín colorado y todo el cuerpo adolorido, descontento y enredado.
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