Santa Clara es la ciudad donde reposa, hace más de veinte años, nuestro mentor de moral. Santa Clara dice, también el boleto en la estación de trenes de La Habana.
Lo leo de aburrido mientras masticamos el primer sándwich que nos armamos para el viaje. A mi lado Kicho, mi amigo, desparramado en un banco cual boceto de Picasso. No parece preocupado, ni tampoco el resto de los cubanos que nos rodean y ya va para dos horas que llevamos esperado. No hay un alboroto ni nada y eso, extrañamente, nos tranquiliza. ¿Sera normal esto?
Recuerdo viajes a mi pueblo en ese tren que ya no está y que parecía una casa abandonada a la que se le acumulaba toneladas de polvo. Hasta Bragado se iba, decentemente, después, pasabas de ser persona a grano eso es el liberalismo. El vagón se oscurecía y de a poco nos íbamos empanando de la tierra de la pampa.
Sabemos esperar trenes. Y más teniendo mate y sándwiches, quizás sean esas dos cosas signos de nuestra evolutiva espera.
Quedan detrás y seguro que adelante (porque así funcionan) recuerdos de una Habana que siempre está cayendo y levantadose. Buceos en librerías en las que aparecían tesoros amarillentos, una familia en Bauta y un conjunto de vecinos reales. Y están, también, siempre, ese puñado de argentinos que vela por nosotros. El kicho me pregunta por el mausoleo, el sitio donde duerme el Che. Es imponente, le digo. Cuando alguna vez bajemos del tren que no abordamos todavía, caminaremos de noche entre siluetas de carretas taxis y preguntaremos en la puerta por el cartel del hostal a un hombre y el dirá ¨argentinos¨ con una sonrisa enorme y se presentara. Ernesto. Y pensaremos que quería embaucarnos como dicen ellos. Y subiendo las escaleras encontramos un tocadiscos junto con una pila de vinilos que la encabezaba uno de Benny More que Ernesto hará girar instantáneamente y abriremos los postigos viejos de madera y ahí estará Santa Clara, amaneciendo. Confirmaremos sin haber visto la habitación. Y esa unión desencadenará en serías charlas, con café y dominó de por medio, mientras la púa arará la Canción del Elegido.
Ellos, Ernesto, Arelis y Ernestito (Su hijo) encenderán las luces de aquella ciudad para que podamos vislumbrarla realmente. Pero ahora, a ya casi 4 horas de espera, en la estación de La Habana ya nos hemos comido todos los sándwiches, nos hemos tomado el agua, cebado los mates y hemos pasado por todas las poses posibles que este banco metálico permite.
Y de repente, como algo brusco, el Guarda grita a la gente que reclama (pacíficamente) Ahí viene el maquinista. Y veo a un mulato que viene quejándosele con ademanes a un amigo. La charla, por lo que entiendo, es sobre problemas personales. Que se quedó arreglando no sé que cosa y, la verdad, espere un linchamiento. Una gacela avanzado entre leopardos, pero no, entendí, cuando el tipo de overol pasaba entre nosotros, que éramos todas gacelas. No puedo asegurar qué hubiera pasado en Buenos Aires con la misma situación. Lo que estoy seguro es que el maquinista nunca hubiera aparecido entre la gente que espero 4 horas. Y los guardas hubieran mentido sobre un choque en Moreno o problemas con el motor porque el maquinista hubiera fallecido. ¿Pero porque? ¿Cuál es la diferencia? Tengo dudas de arriesgar una teoría. Pienso eso mientras nos subimos después de que el guarda mire larga y extrañamente nuestros pasaportes.
Después será avanzar hacia la noche. Reflejos, columnas de hierro, olor a un mar que no vemos, reflectores redondos en los paso a nivel y después sólo la noche escondiendo los campos de cañas de azúcar, las palmeras y, cada tanto, las luces chiquitas de algún ranchito cubano.
Y ahí el paisaje interno que se empieza a verse desde un palco.
¿Qué nos moviliza a viajar? ¿Buscamos algo que nos falta?
¿Qué carajo hacemos acá?
No lo sé. No tengo esa respuesta ahora. O es demasiado simple.
Despertar en ese Turner que descubrimos en un revoltijo de nubes, en una cripta de palabras que rescatamos de un viejo en medio de la nada, o en esa comida que vibra con nuevas notas, o un dicho nuevo.
Darnos cuenta de lo importante cuando se extraña.
Siento siempre que hay ciudades inciertas esperándonos. Y eso, entonces, nos hace mirar, asustados, las sillas de nuestras casas y pensamos en otras, aunque sean al rayo de otro sol, de otro patio de algún amigo que todavía no lo es, al que le convidaremos mates y le contaremos la magia de nuestras ciudades. Y ahí, también, de a ratos, añoraremos nuestra silla, ese mate con un hermano, un domingo en familia. Hay viajeros y viajeros, unos pasan por sendas marcadas y otros tratan de vivirlas. Lo que sé, es que hace dos meses que no miro Nexflit y que el hombre debe educarse para diferenciar y valorar lo que no está con lo que parece que va a estar siempre. Pero no es fácil y los viajes ayudan.
El tren se detiene, bajamos con nuestras pesadas maletas. todavía no amaneció. Llegar en tren a una estación desconocida es estar dentro de Nexflit, es sentirse vivo. La conciencia explota.
Al salir por el portal hay una plaza, siempre hay plazas frente a las estaciones de trenes y aún así siempre son distintas. Subimos a una carreta. Nos relajamos al soltar las mochilas con más de 200 libros. Cabaallo. Grita el cochero con un sombrero de guano y estira la segunda ¨a¨,
Cabaaallo. Repite. Y los cascos suenan en el empedrado. Y al girar las ruedas nos vamos acomodando cómo zapallos.
Es guajiro, le digo a kicho, por el acento. La noche se va a dormir, ya aclara.
Al avanzar se distinguen las fachadas añejas con altas puertas de madera.
Todo vibra. Todo nos llama la atención.
Delante, no hay imágenes lavadas, no conocemos a nadie, pero sabemos, estamos seguros que estamos plantando recuerdos
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