Un Amor Imposible
Esta historia comienza con un joven indígena y una refina dama española, allá por los años 1803, un cálido verano, de hecho, uno de los más calurosos.
Hablemos de aquel indio, llamado Ocoquimbeu, era originario de la tribu Azaran, un grupo de comechingones, que tenía sus territorios en el valle del Águila
El joven morocho, con tan solo diecisiete años, le fue ordenado por Charata, su padre, ser comerciante de maíz y pieles de zorro por todo el virreinato.
Ocoquimbeu, era una persona muy entusiasta y de gran corazón, carecía de maldad, pero se caracterizaba entre sus pares por ser el mejor cazador de liebres de la región. Sus ojos negros como el carbón destellaban e inspiraban confianza a los demás.
Se hacía notar con su caballo blanco, ambos resaltados por el brillo del sol en las llanuras.
Amaba la naturaleza y todo lo proveniente de ella, el gustaba de ir a muchos arroyos o ríos cercanos al asentamiento de su tribu, convivía constantemente con el monte, adoraba su alegre entorno.
En aquellos días, viajando a un pueblo llamado Médanos, donde comercializaría su maíz y quínoa, la observó por primera vez.
Una dama con cabellos dorados, ojos color miel recién fabricado por las abejas y su piel era tan blanca como las plantaciones de algodón del oeste. Él se enamoró bruscamente. Se perdió en su mirada. Escuchó su nombre en una pulpería. Era raro el nombre.
El nombre de aquella añorada dama, de nacionalidad española, era Letanía Ángeles Villegas de Madrid, hija de un colonizador, que andaba fijando su asentamiento en el virreinato del Rio de la Plata.
Hernán del Puerto Villegas de Madrid, era su nombre. Era colonizador y explorador bajo el mando del Reino de España, su odio constante hacia los indígenas del virreinato era totalmente despiadado. En su cuaderno de notas, describía el asesinato de indios en el caribe y a piratas en el océano atlántico.
Su pensamiento sin escrúpulos, era erradicar de manera efectiva a los indios y someterlos a terribles torturas en todas las dependencias de la corona de España. Era sanguinario.
Ocoquimbeu, no conocía al español, pero innegablemente se había enamorado de Letanía. Por noches enteras se preguntó, como podía llamar la atención de la dama.
Pero por un tiempo se alejó.
Pensó y pensó. Era imposible se decía a sí mismo. No se la sacaba de su cabeza. ¿Cómo podía el tener aquella bella flor en sus brazos? ¿Acaso él se estaba volviendo loco? ¿Quería el, morir en manos de los españoles?
Decidió finalmente, resignarse lo suficiente para no volver durante dos años y medio. Luego de toparse con una tribu de la Patagonia, donde canjeo maíz por pieles de cordero y lana, pensó en regresar a Médanos, a comerciar nuevamente productos de su extenso inventario.
Llegando a aquel pueblucho, abrumado por las tormentas consistentes de granizo, entró a un viejo local con paredes llenas de grietas parapetadas de moho por la humedad de las lluvias del verano, era un local de trueque, el indio cambiaria zapallos por algunas pieles y frutas.
La tarde se volvió larga, apostando con un esclavo de un ricachón lleno de plantaciones de vid, ganó en aquellos juegos de azar y victorioso salió del lugar.
Lleno de actitud positiva, montó su caballo y se marchó lentamente, sin saber que a la vuelta de un viejo algarrobo se encontraba Letanía y su hermana Vicenta platicando sobre su regreso a España. Ocoquimbeu escuchó el relato de las dos
mujeres. Quedo inmóvil. Desganado. Él estaba hecho pedazos por dentro, su corazón parecía un tambor, latiendo a mil por hora.
Relinchando su caballo, y el roto como un espejo, salió en búsqueda de un chamán indio. Para que. Simple.
Para buscar una forma mágica para sacarla de su mente. Pero no encontró al mágico chamán.
Al otro día, borracho por querer ahogar sus penas en una pulpería cercana, cruzó a Letanía en el pueblo, la dama de veinte años desbordaba belleza, e hipnotizaba al indio con su caminar.
Pensó en hablarle, pero justo llegó el colonizador montado en su caballo con una espada interminable en su cintura.
Ocoquimbeu, buscaba expresarle todo lo que sentía hacia su persona. Pero se marchó rápidamente y evito la presencia del español.
El joven indígena ya no aguantaba más. Se le ocurrió ir al monte.
Allí debajo de las estrellas, realizó un ritual, pidiendo la ayuda celestial del cóndor, la serpiente y el zorro. Fueron tantas sus plegarias, que quedo en un profundo sueño.
Al borde de dos meses, en unos campos aledaños a Médanos, escuchó a Letanía cantar alegremente. Se acercó lentamente.
Y observó a la dama que era muy feliz, ya no necesitaba de algo más en su vida.
De camino al pueblo, compró a un viejo gallo, y se fue a las orillas de un arroyo. Le sacó las plumas y con ellas se hizo un collar, más tarde consumió su carne blanca en una sopa de garbanzos y otras legumbres.
Asomaba la noche, se recostó sobre un manto de hierbas que había seleccionado especialmente para dormir plácidamente en aquel suelo arenoso.
A lo lejos, en la inmensidad de la noche, entre estrellas doradas y plateadas, pidió un deseo a un lejano lucero en los cielos. Este parpadeaba continuamente.
Mientras que el indio, con el ánimo de los suelos, dijo:
-Quisiera estar con Letanía, para siempre, hasta el final de los finales, del día a la noche, del principio al fin.
Días y noches pasaron hasta el regreso a Médanos.
Aquella noche del regreso al pueblo, este se había vestido de fiesta, reinaba la algarabía, todo esto lo sorprendió. Estaba lleno de luces, por todos lados. Era la fiesta del lugar en honor a San Pedro.
El indio no entendía nada. En un baile que se originó, luego de medianoche, Ocoquimbeu se sumó al festejo.
Entonces fue allí donde su mano y la mano de la dama, se tocaron por primera vez. Los ojos del indio se encendieron completamente y Letanía se sonrojo en todo su esplendor.
Bailaron toda la noche, hasta que sus pies no dieron más, y se puede decir que se emborracharon juntos en una finca de cercana de Don Perales de Zaragoza, los dos disfrutaron mucho \, prácticamente pasaron una noche inolvidable. El indio rogaba al gran zorro, que no acabara más la noche en honor al santo.
Cuando llego el momento del beso, Ocoquimbeu temblaba del miedo y la dame española estaba nutrida de un tono color rojizo, parecía un tomate recién cosechado, luego de tanto romance, el colonizador se percata de esto, lo cual se irrita demasiado y
manda a llamar a dos de sus mejores soldados para liquidar al comechingón.
El enojo de Hernán del Puerto surgió como una llama de fuego en un pastizal seco, su indignación fue terrible.
Castigó a Letanía fuertemente, dispuso de una custodia especial en una habitación con seis soldados, y persiguió a Ocoquimbeu hasta el final.
Días más tarde, Letanía lo encontró en un establo abandonado de la estancia José María, a unos seis kilómetros del pueblo de Médanos. Allí los dos idearon una huida a una llanura al norte.
Pero antes debían pasar por un enorme desierto, lleno de tribus salvajes, animalejos y peligros abundantes.
No fue fácil para Letanía dejar la vida lujosa que llevaba, pero por amor uno hace lo que sea.
Se marcharon sin dejar rastros. Incluso el pueblo se admiró por la partida de ella con un indio.
Un jueves por la noche, un escuadrón dirigido por el capitán Francisco Sandro Eleazar, alias el “castigador”, con una suma de diez hombres, realiza un golpe a la joven pareja, realizando una emboscada voraz, cerca de unos arenales inmensos.
Inmediatamente, ejecuta la orden de dar muerte a los dos enamorados. La pareja es asesina despiadadamente.
Las estrellas lloraron, la luna se entumeció, y las aves nocturnas miraron aquel tan paupérrimo momento, que les había tocado a esos tortolos.
Tiempo atrás, el gobierno de España se decidió investigar los sucesos. Mando a pedir explicaciones por la muerte de una soberana española.
Hernán del Puerto fue condenado a una sentencia de muerte en la plaza mayor de Córdoba de la Nueva Andalucía.
Las autoridades dentro de la investigación del caso, quedaron tan perplejas que decidieron mandar a construir una cruz en el lugar del homicidio de la pareja, donde días después se entrelazaron una rosa blanca y una roja, mientras que los arenales se fundieron en tonos verdes.
A esto se le llama la prueba de amor.
Esta historia nos llega al alma y nos enseña que por más feas que estén las cosas, si hay entre medio amor, nada es imposible.
Todo puede suceder. En la vida o la muerte.
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