La virgen que descubrió la vocación del Padre Niño

La virgen que descubrió la vocación del Padre Niño

La virgen que descubrió la vocación del Padre “Niño”.

Hoy, les contaré la Historia del Padre Niño, para aquellos que no creen en los designios de Dios… Los que viendo no ven, y oyendo no escuchan… Una verdad imposible de tapar, que está frente a sus ojos.

La hacienda, definitivamente era un sitio ajeno al menor de los hijos de la casa Rosales, -quien a di­ferencia de sus hermanos-, poco o nada conocía de la vida en el campo.

Honradamente, el muchacho era un “caballerito de ciudad”, con escasas probabilidades de aprender acerca del oficio que abrió las puertas de la prosperidad a su familia.

Su contacto con este modo de vida, ocurría de manera exclusiva durante las temporadas de vacaciones, -en las que si bien, venía de visita a la hacienda-, permanecía encerrado en una habitación blindada por angeos, para evitar que nuevamente contrajera el Dengue, -padecimiento que casi lo mata durante su infancia-.

A pesar de ser un hombre joven, “El niño”, -como habitualmente era apodado-, no aparentaba incomodad alguna estando aislado en su pequeña fortaleza, a salvo de las incesantes burlas de sus hermanos, que corrientemente le tildaban de “maricón”, quizá por la elegancia de sus ademanes, lo esmerado de su autocuidado, o la finura de sus rasgos. Mismos, que desde siempre -Dios nos perdone- despertaron suspicacias y habladurías entre la servidumbre.

Contrariamente, cada verano el joven “Niño”, concurría sin resistencia a su confinamiento, manteniéndose inmerso en su mundo de lecturas y rutinas, mientras agotaba las largas semanas, en que las forzosamente, permanecía injertado entre la prole de los Rosales.

Aquella situación, evidente para todos, parecía invisible a los ojos de su madre, Doña María Cabella, para quien su hijo menor, era motivo de total orgullo.

Educado en un internado de monjes Jesuitas, en los más estrictos principios de la doctrina católica, “El Niño” ostentaba modales ajenos al resto de la familia, que, para ella, -claramente- no se constituían en signo de rareza. Simplemente, correspondían a los modales de un joven ilustrado, culto y mesurado – como siempre soñó, que sería su estirpe-.

Doña María -que hoy en paz descanse- era una buena mujer, testimonio vivo de la fortaleza que engendra infortunio.

Enamorada, entrego su virtud a un hacendado -cuarenta años mayor que ella-, a quien fue encomendada como sirvienta, que le sedujo con historias fantasiosas y románticas promesas. A cambio, recibió un chequeo de realidad plagado de carencias y golpizas, atrapada entre cuatro paredes, al cuidado de un pelotón de hijos y un marido anciano, quien solo encontró camino a la tumba, tras haberse bebido casi todos sus bienes, dejándola en la más absoluta inopia.

Una vez viuda, Doña María debió enterrar su juventud en las pocas tierras que pudo heredar del difunto para verlas florecer. No sin antes ayudar a morir a la primera esposa, de su marido – de la que cuidó durante años- quien permanecía postrada en cama, víctima de una rara enfermedad que la volvió loca la final de sus días.

Seguro, debió ser una situación muy penosa para Doña María, pero sin duda, fue un bajo precio por la comodidad de la que hoy gozaba su familia… De la que ella, se evidentemente, se sentía artífice.

La abundancia de aquellos tiempos, debieron corresponder al mejor momento de los Rosales Cabella, pero la Doña no era feliz; aunque era una “mujer realizada”, le atormentaba un dolor contante en las rodillas, que le obligaba incluso a orar de pie. Dolor, que exclusivamente aliviaba en los veranos, -cuando el “El niño” volvía del internado, para acompañarla en sus tardes de rezos consagrados a la virgen-, momento en que los quejidos cesaban, y las sonrisas iluminaban permanentemente su rostro.

Definitivamente, él, era la respuesta misma a sus oraciones, la medicina que daba sentido a su existencia de sacrificio. La pobre empatía de su hijo menor con el resto de la familia, -que tanto nos preocupaba a la servidumbre-, para ella significaba, justo, el atributo que lo convertía, en un ser especial…

Y realmente, era especial este muchacho… El problema era que quienes lo rodeábamos, estábamos muy lejos de imaginar las formas en que lo sería.

Todo ocurrió durante las vacaciones del setenta y tres; el joven “Niño” llegó como siempre en las vacaciones del mes de junio, pero en esta ocasión algo inusual pasaba con él…

Desde que se bajó del caballo, todos notamos que la expresión de su rostro había cambiado. La dulzura y candidez de otros tiempos, se ausentaba frente a un hombre que respondía con miradas tan contundentes que no requerían palabras.

Por primera vez, -en muchos años- se le vio abandonar frecuentemente su habitación, con un destino diferente a la capilla de la virgen donde rezaba con su madre.

Se rumoraba por los pasillos de la casona, que se sentaba pensativo en un taburete -desde la madrugada hasta que se ponía el sol-, a observar a lo lejos la caballeriza.

Por momentos, parecía hundirse en sus pensamientos y olvidar a los presentes que con poca prudencia le observaban. Entonces, cerraba los ojos y se mordía los labios; mientras suavemente, se acariciaba las rodillas con una mano. Al caer la tarde, daba largos paseos por la hacienda, de los que volvía ansioso, únicamente acompañado por un libro de notas que constantemente yacía sobre su regazo, en una actitud de disimulo tan marcada, que le dejaba en completa evidencia.

“El Niño ya no es tan niño” …

“Seguro está alborotado y una hembra lo tiene así”

Comentaban las sirvientas viejas de la hacienda, -quienes por su edad- hablaban sin tapujos, -como si al infierno no llegaran los chismosos-. Pero por imprudente que sonara aquella afirmación, era motivo de tranquilidad entre los varones de la casa, -pues durante años-, ciertamente dudamos de las inclinaciones del muchacho.

No le conocíamos hembra, -e ignorábamos cómo había hecho para encontrar alguna encerrado en un internado-, pero sabíamos que no existían angeos ni muros que pudieran proteger a un ser humano de su naturaleza, y experimentados los estragos de la enfermedad del deseo, es fácil reconocerla en quien la padece.

Temíamos, sin embargo, que la buena nueva, no fuera recibida con beneplácito por Doña María, quien claramente había dispuesto otro destino para su hijo.

Exactamente diez y ocho años, y tres meses, habían pasado desde que el muchacho llego a este mundo. Mismos, que había esperado Doña María para oficializar su consagración al altísimo, pero este nuevo peso en las gónadas del joven Niño podría complicar los planes.

Nadie hacía comentarios, pero todos, notábamos nerviosos como el joven “Niño”, acercaba, cada día un poco más el taburete a la caballeriza durante sus horas de contemplación.

¡Estuvimos atentos! Aunque en el fondo, sabíamos que, en cualquier descuido, ¡lo inevitable pasaría!, y el reprimido amante, escaparía furtivo a encontrarse con la dueña de sus pasiones.

Pronto empezarían la fiesta de la virgen del Carmen, de la cual Doña Maria, era ferviente devota. Tres días de holgorio y asueto, precedidos por tres días de rezos y procesiones; un gran ajetreo acompañaba los preparativos para la fiesta, tensión y expectativa se respiraba en el ambiente.

Entre los hombres de la hacienda, las apuestas estaban a la orden día, intentando adivinar el momento de esperada fuga del joven Niño. Las mujeres por su parte, hicieron menos lucrativa la circunstancia y en condescendencia con la Doña, se anticiparon a alistar tomas de Valeriana y Pasiflora, – dando por sentado que las necesitaría – cuando se enterara de la noticia.

Finalmente, llegó la noche del onomástico, los ojos de todos los presentes estaban puestos sobre “El Niño”, -quien lucía buen mozo, engalanado con sus mejores trajes y atestado de Pachulí-. La familia acompañó la ceremonia inicial de consagración de la hacienda que fue precedida por el obispo en persona.

Con el pasar de las horas, el evento, rápidamente se transformó en una apoteósica fiesta, a la que paulatinamente se sumó el pueblo en pleno, para honrar a la virgen, y de paso, para comer y beber gratis a costillas de familia Rosales.

¡La ocasión estaba servida!

En un abrir y cerrar de ojos, pasó loque tenía que pasar: El joven, se escabullo entre la multitud – que borracha- fue restando importancia a su presencia.

Ampa­rado por la complicidad de la noche, abrazó la coincidencia del momento, y huyó sigilosamente de la juerga en búsqueda de su destino. El olor a Whisky barato, chicha de maíz, humo y carne asada, fueron quedando atrás, mientras avanzaba por los patios solitarios con rumbo a la caballeriza.

Una vez frente a la entrada, se dispuso a ingresar, liberando las puertas con total cautela. Las piernas le temblaban al compás de los chirridos de los cerrojos oxidados del corral, que parecían no ceder ante de sus afanes. Los sonidos se amplificaban en su cabeza, retumbando en sus sienes; por un instante, creyó que colapsaría, y de pronto: la puerta cedió, abriéndose sin esfuerzo, como si se tratara de una invitación.

Allí estaba ella… ¡perfecta!, como una aparición, atendiendo fielmente a la tan anhelada cita.

Rayos de luna se colaban entre los maderos del corral, convergiendo sobre su cuerpo, iluminando su pelo azabache y el contorno de sus caderas bien formadas.

Al verla, las ideas se esfumaron de su cabeza siendo velozmente reemplazadas por deseos. Instintivamente, quiso correr hacia ella, pero sus pies estaban anclados a la tierra del miedo. Así, que inhaló profundamente y se acomodó su guayabera en un intento por recuperar su autocontrol, -le tomó tiempo- pero decididamente, dio el primer paso repasando en su memoria la escena que había construido durante semanas, e inició su caracterización, presentándose ante ella por su nombre de pila.

  • Enviado de Dios, significa en la biblia mi nombre – comentó mientras le ofre­cía una Margarita marchita que escondía en el bolsillo de su pantalón desde la mañana.
  • ¡Virgen! Sé que así te llamas. – Continuo su discurso,
  • No he escuchado nombre más seductor que ese, seguro no necesitas dar explicaciones sobre el mismo-.
  • Traje algo más para ti- Exclamó, mientras abría el viejo libro de notas que siempre le acompañaba, del cual; leyó inspirado, un poema de Porfirio Barba Jacob, que había preparado, como parte del cortejo.

Trató de ser galante, sin lograr evitar sentirse en deuda con la oportunidad. Intentando resarcir el daño causado por su torpeza a aquel momento único, le sonrió admirándole. Se sentía nervioso, pero estaba consciente de que le correspondía conducir la situación.

-Acércate, no tengas miedo- incitó a su amada, quien permaneció inmóvil ante la invitación.

-Está bien lo yo haré – contestó a sí mismo.

Avanzando con cautela, extendió su mano sin vacilación, asegurando contacto, mientras acariciaba suavemente el tupe sobre su cabeza. Gesto, al que su musa, nuevamente permaneció indiferente.

-Supongo que estás nerviosa- le dijo con voz comprensiva, mientras continuaba explorándole excitado. Siguió su audaz recorrido, bajando por su dorso, su lomo; pudo sentir sus, latidos, su respiración, a la que voluntariamente acompasó, en su afán de fluir juntos…

Aquella montaña de sensaciones era algo nuevo, enajenante, sublime, del que repentinamente “El Niño” e hizo consciente. Durante algunos minutos, estuvo tentado a abandonar la es­cena, pero las ansias le calentaban el vientre, y finalmente sucumbió a la tentación; se persignó -disculpándose ante Dios por el pecado que habría de cometer-, y se llenó de valor para em­prender la campaña.

Impetuoso, se quitó su correa rodeando el cuello de la potranca con la misma; con el control asegurado sobre su damisela de cuatro patas, se posó detrás del animal descubriendo su miembro viril, mientras intentó sujetarla por la grupa para con­sumar el acto.

Habría ocurrido lo esperado, de no ser por­que justo en aquel momento, se abrió nuevamente la puerta del corral -al que inadvertidamente ingresó Doña María-, escoltada por una re­cua de gentes borrachas que cargaban tambaleantes, una estatua de la virgen del Carmen a cuestas.

La algarabía, exaltó al animal, que aturdido; de una coz, impactó al joven Niño sobre el pecho haciéndolo volar con tal violencia que recorrió casi tres metros por los aires, antes de aterrizar sobre el suelo a los pies de madre, quedando con sus partes nobles al descubierto.

Todos, observamos atónitos la escena, por un momento, el sonido de la potranca desbocada es­capando del corral, -aún con la correa del Joven Niño colgándole alrededor del cuello- fue lo único audible en el ambiente.

Recuerdo que el Joven intentó incorporarse dos veces sin éxito antes de desplomarse frente a los presentes. Pero el hijo “de mostrar”, – obviamente, damnificado por nuestros malos pensamientos- estuvo a un paso de convertirse en “el de esconder” …

Fue, cuando Doña María iluminada por la claridad de su entendimiento, vio loque nosotros -gente de poca fe- no pudimos entender, y como nunca, se arrodilló sin quejas, vociferando al cielo:

“La virgen ha traído a mi hijo al desnudo, cayendo desde los cielos. Esto es un milagro, que solo puede significar una cosa: Ha llegado el momento de consagrar su vida al servicio de Dios”.

¡Amen! Gritamos enardecidos los presentes.

Todos vimos lo que pasó, ¡era más que evidente! Ante las señales de Dios, solo nos restó igualmente arrodillarnos a contemplar el milagro, que había llevado al hoy, Padre Niño, a convertirse en sacerdote.

Una vez más… quedó ratificado que “Para los hijos de Dios todas las cosas operan para bien”

Esta es la historia de como la virgen, ayudó al padre “Niño” a encontrar su verdadera vocación, para aquellos que no creen en los designios de Dios…

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