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La duración de cada revolución es inequívocamente aproximada.
He podido determinar que tardan alrededor de unos segundos en tomar impulso. Su inicio es lánguido, rompe la inercia y pronto se apura a cada giro, repitiendo la misma rutina hasta la vecindad del infinito.
Aunque ninguna es exacta. Menos perfecta. Llenas de reparos y sospechas, cuando no llegan se pasan.
Cada vuelta demora tres-punto-quinientos diecisiete segundos en velocidad mínima. Por supuesto, es una medida aproximada, de acuerdo con mis observaciones y sin manera de confirmarla en la práctica.
¿Quién sabe qué la detiene, o cuántos la ayudan?
Nunca he intentado medirla en velocidad máxima. Los ojos no me dan para tanto, y la mancha purpura se transforma en un círculo hipnotizador…
Así me duermo cada día. Y también en las noches. Contando revoluciones. Imaginando una relación indirectamente proporcional y objetiva entre sus valores originales de responsabilidad, obligación, moral, gravedad e inercia.
He alcanzado a contar hasta siete mil ciento cincuenta y tres de esas en mis siestas más lúcidas.
Casi una jornada laboral de mirar al techo, y al ventilador girando con un susurro ininteligible. Sugiriendo ideas imposibles de comprender despierto. Extraviando en círculos toda humanidad y cordura.
Sin embargo, esas ideas generalmente son bastante buenas. Y fructíferas. Rayando en geniales.
Excepto aquel día en que sugirió inspiración de brocha gorda.
Por supuesto, morado.
Mi inexperiencia definió manchas en todas direcciones.
“Fácil de corregir”, me dije.
La solución consistió en añadir media botella de pegamento a la pintura del techo.
Quizás la próxima vez deba cubrir antes los muebles.
No importa.
La única visible es ahora esa en una de las aspas del ventilador, que giran y giran, contando revoluciones de otra manera irreproducibles. E interminables.
Dos mil ciento cincuenta y nueve…
… y ahora esta superficie ofensiva, fría, insólita y sólida. Inesperada. Metálica brillante.
.
.
.
No podía mover las manos. La mitad de mi rostro estaba entumecido. Mis labios, pegados a mi completo desinterés.
Alguien tosió con entusiasmo masculino y decadente.
¿Qué recuerdo después de las nueve y última de esas revoluciones?
La ventana estallando, piernas primero. Un revuelo inesperado y súbito de madera en pedazos, y vidrios rotos.
A los imprevistos visitantes nada más se les adivinaban los ojos.
Envueltos en tinieblas, con manos crispadas sosteniendo rifles de asalto, y dedos índices apuntándome interrogantes, casi a punto de retorcerse al mínimo pestañeo de sorpresa. Y yo al otro extremo, rígido, fingiéndome naturaleza muerta. De espanto. Y gran obediencia civil, estimulada a punta de cañón y peores intenciones.
La tos inoportuna una segunda vez.
“Espero que no sea contagioso”, pensé.
—Empújalo un poco —dijo una voz de ultratumba.— Es hora que despierte.
No, no estaba soñando.
Sentí un peso brusco en mi frente. Levanté la cabeza.
Los asaltantes y mi dormitorio habían desaparecido. El ventilador y su marca púrpura era ahora una luz circular blanca continua, vibrante de sospechas y conjeturas. El techo estaba inclinado hacia mi diestra, cual lamento sin espacio a la esperanza. Pronóstico de mi futuro tal vez inmediato.
Frente a mí, una mesa tan estrecha como insípida. En extremo incómoda. Húmeda en aquella porción donde una vez descansó mi cabeza. Y al otro lado un tipo con el rostro más transparente e inhumano que jamás haya podido siquiera imaginar, sosteniendo un papel amarillento con entrecortadas barras azules.
En la misma dirección del techo medio desmayado, un segundo ejemplar, obediente al primero, me lanzó otro manotazo a la cabeza. Y me sacudió por un hombro.
—¡Dale, boca arriba, paisano! —ordenó.— ¡Que no tenemos toda la noche!
—Ya, ya estoy despierto —balbucí, mintiendo.
Cualquier cosa antes de un tercer manotazo y un segundo terremoto.
—¿Nombre? —preguntó la otra voz, arrastrada y chillona.
—Sí, por favor —respondí obediente, revolviendo los ojos.— ¿Cómo se llaman ustedes?
—No; tú nombre. El de nosotros ya la sabemos.
—Pues yo también sé el mío. El de ustedes, no.
El segundo a la derecha lanzó un manotazo a la mesa casi inocente. Debió dolerle tanto como a ella.
—Ay… —exclamó. Y prosiguió, de lo más entusiasmado:— Hay dos cosas que me disgustan muchísimo. Los sabihondos y los nadasabe. Y ya casi me estás convenciendo de que tú eres las dos… Casi, casi… ¡Así que habla!
—¡Yo estoy hablando! Que si no hablo no me oyen.
Me traté de frotar los parpados. Mis brazos estaban encadenados a la mesa.
—¡Hola! —exclamé, incrédulo.— ¿Qué pasa?
—Buenas tardes —respondió el muy sentado.— Muy bien. ¿Cómo le va?
—No tan bien como quisiera —confesé.
—No, de eso nada —intervino el otro.— Concentrémonos en el interrogatorio. ¿Qué más dice la hoja de detención?
—¿Yo estoy detenido?
—Sí. Detenido y sentado.
Aquello comenzó a tener sentido. Pero no mucho más de lo ordinario.
—Ya veo —mentí.
Bajé la cabeza hasta mis manos inmovilizadas y me rasqué el rostro.
—¡Tú no te mueves si no te lo ordenamos! —mugió el segundo.— ¡Ni respires!
—¡Pero me pica la nariz! —me quejé.
—De eso nada.
—¡Mucho! —añadí un argumento indisputable.
—Bueno, no hay que ser tan literario —consideró el sentado.— Eso de no respirar… ¿es posible?
—No sé —confesó el otro. Y volviéndose hacia mí, añadió:— Ahora te puedes rascar.
Permanecimos un rato en silencio.
—¿Qué pasa?
Estas preguntas ya están muy exageradas de absurdas.
—No mucho —respondí.— De lo más bien hasta ayer. ¿Cómo están ustedes?
—¿No te rascas?
—Gracias por su interés, pero no. No me pica nada —aclaré.— Y cuando dije nada, quise decir exactamente nada.
—¡Tienes orden de rascarte!
—¡Qué no me pica más!
—De la manera que nosotros lo vemos, y en lo que a mí respecta —explicó el de las rallas azules y papel amarillento—, te estamos haciendo un favor. ¿Ves? Tú puedes incluso ser un criminal, y nosotros no tenemos manera de saberlo.
—Pues yo tampoco me he enterado…
—Tienes dos opciones. Te rascas o no te rascas.
—Claro, todo esto casi tiene lógica —admití.— Casi, pero no.
—Si no te rascas no te vas —indicó él.
Incliné la cabeza y obedecí, arrastrándome ambas cejas hasta la oreja izquierda.
—¿Satisfechos?
—Anjá.
—¿Ya me puedo ir?
Los dos secuestradores se miraron entre sí.
Yo también los observé, prestando mejor atención. El rostro transparente que mencioné un poco antes, bueno, pues no era tal. Ambos inoportunos personajes estaban sumamente enmascarados. Un círculo coloreado al descuido de una mueca cubría el frente de sus cabezas, eclipsando ojos, narices, bocas y orejas. Una verdadera pesadilla para cualquier otorrinolaringólogo con ínfulas de oculista.
—¿Nombre? —insistieron ellos.
—¿El mío?
—No, el de nosotros —confesó el primero, con un gesto de impaciencia.
—¡Yo no sé quiénes son ustedes! —vociferé.— ¡Jamás los he visto antes en mi vida!
—¡Este tipo es un idiota! —explotó el segundo.
—Eso no es lo que dice aquí —el primero señaló el papel amarillo.— Dice: “extremadamente inteligente; observador; limitadas habilidades sociales. Recomendable mantener la imparcialidad y la ecuanimidad durante el interrogatorio…” Y nota al pie, en color rojo: “El abuso y las torturas quedan limitadas a emocionales hasta previo aviso.” Y… no debí leer eso último, ¿verdad?
—Ese es el previo —afirmé.— Debería decir “futuro”. O “próximo”. Espero que no llegue.
Ambos estaban perplejos.
—¿Inteligente?
Se echaron a reír.
Me sentí ofendido. Ellos no me habían escuchado.
—Debe ser verdad —cambié de táctica—, si el papel lo dice.
—Sí, claro… —el segundo se frotó una lágrima imaginaria asomándole al ojo invisible del mismo lado del techo en avalancha.
—¡Y no sabe ni su propio nombre!
—¡Claro que sé mi nombre!
Las risas frenaron de súbito, y doblaron a la derecha.
—¡Qué!
—¡Mentira! —el de pie golpeó la mesa, concluyente.
Me encogí de hombros, pero como estaba encadenado, debí hacerlo al revés, apretando el cuerpo y dejando los hombros allá arriba por un rato.
—¿Qué más dice ese papel? —la dirección de la conversación no me resultaba ya muy interesante.
—¿A ti qué te importa?
—¿No dice mi nombre?
Aquellos dos se precipitaron sobre la hoja.
—No lo creo…
—A no ser que… su nombre sea…
—Dice: “Nombre”, dos puntos, y aquí mismo, abajo, “Inserte-Sobre-La-Raya”…
—Así mismo —confesé.— Mi nombre es Inserte.
—¡Pero qué clase de apellido es ése!
—Es francés —expliqué.— Sobre por parte de mi padre. Se pronuncia Sobré, oh, la-lá, vuí-vuí… Larraya por mi madre. Él trabajaba en la oficina de correos, y ella era muy delgada.
—Bueno, eso lo explica todo —bostezó el segundo.— Misterio resuelto. ¡Siguiente pregunta!
—Anjá —concluyó el primero.— Prosigamos.
—Pues, señor Inserte Sobre, usted…
—Larraya —lo interrumpí—, que tengo madre. ¡Yo no salí de un huevo, ni me caí de una mata!
—Muy bien… Señor Inserte Sobre Larraya, usted ha sido detenido por la organización gubernamental secreta Poli-Seis-Helados, en combinación con la Agencia Internacional de Investigación y Seguridad de Protección G-Unidos y el grupo de Respuesta Súbita de la Delegación de la Policía Nacional del Distrito Local, y se encuentra pendiente a investigación bajo sospecha de malas intenciones, prejuicios, conspiración, recepción, e ideología alternativa… etcétera, etcétera… Es decir…
—Jamás he oído de esas organizaciones —advertí, incrédulo.— Esos nombres de seguro son ficticios. Y ustedes también.
—No nos desviemos del asunto, ¿está claro?
—¿Y qué pasa con las máscaras esas? ¿Quiénes son ustedes?
—Eso no viene al caso —afirmó el de pie.— Nuestra identidad es secreta.
—¿Eso quiere decir que ni ustedes mismos sabes quiénes son?
—¡De eso nada! Claro que sabemos quiénes somos. Aquí la pregunta es quién eres tú, si de verdad eres quien dices que eres.
—Pues ya les dije. Pregúntele a mi hermano menor —proseguí, creo que en el mismo tema, completamente indiferente a las consecuencias.— Él se llama Cuadrado Sobre Larraya, pero le llamamos Cuadradito. O Cuadriculado. De cariño. Y él responde cuando le conviene. Especialmente a la hora de almorzar… ¡Eh, Cuadradito, ven a comer —grité—, que tú no tienes la boca cuadrada!
—Eso no viene al caso —repitió el sentado.— Ya te advertí.
Y yo proseguí, ni corto ni perezoso:
—Y mi hermana es Inés Sobre Larraya, pero se casó con Calendario Perada Aldorso. Ahora es Inés Perada Aldorso.
—¡Te callarás! —me aconsejó el de pie, con sospechosa delicadeza.
Pues todavía no:
—Y mi tía es Esdrújula Larraya, por parte de mi madre Brinca.
—¡Ni un familiar más!
—Sí, claro… ¡Y menos mal que no se casó con mi tío por parte de padre! Hubiéramos terminado con Sobre Esdrújula. Pero ella grita mucho. Quiero decir, es muy aguda…
—¿Estás sordo?
—Y el hijo de mi tía es Marcos. Mi primo hermano. Le decimos Marquito. Aunque él es adoptado. Nunca le hemos dicho nada a Esdrújula… ¡Pobre tía!
—¿Tu madre se llama Brinca? —el de pie estaba interesado.
Muy tarde. A mí ya se me había acabado todo el entusiasmo. Hice silencio.
—¿Terminaste?
—¿Imputaciones? —aventuré.
—¡Eh, sin faltas de respeto! —se ofendió el de los terremotos manufacturados.— Nosotros somos muy profesionales.
—¡Qué descarado! —concluyó el otro.— ¡Habrase visto tamaña insolencia!
—Quiero decir, ¿cuáles son los cargos de que se me acusan? —insistí.
—Ninguno —intervino el primero.— Aquí no cargamos nada. ¡Y silencio! ¡Somos nosotros quienes hacemos todas las preguntas!
—¿Ustedes?
—Yo soy el agente secreto de investigaciones asignado por Helados. Mi nombre operativo es Naranja Jade, pero me puede llamar Narán a secas —dijo el sentado.— O Jade.
—Y yo represento a la Agencia Unidos. Soy el agente especial Azul Lento, pero me puede llamar Lento.
Noté una tenue relación entre sus nombres y el color de sus máscaras.
—Pues agentes Narán Jade y Azul…
—Jade de Unidos, y Lento de Helados, que no tenemos tanto tiempo para detalles —me interrumpieron ellos.— Prosigamos…
—Y… —creí recordar—, ¿no era al revés?
—Correcto —admitió uno de ellos.— Estábamos comprobando de que prestabas atención.
—Ya dije que jamás he oído de ninguna de esas organizaciones de organizados ineptos y fríos —me defendí como gato encerrado.— Esos nombres de seguro son ficticios. Y ustedes también. Dudo mucho que de verdad se llamen Naranjada y Azulado.
—Agentes Jade y Lento —insistió el último.— Nada de Ada y Hado.
—¿Esos nombres se los asignan ustedes mismos, verdad? ¿O es una máquina de entrenar gorgojos?
—¡Me estás agotando la paciencia!
Miré al techo. Muy poco que ver.
—Pues… ¿mucho disgusto en conocerlos? —confesé.
—El disgusto es todo nuestro —afirmaron ellos.
Un silencio embarazoso se introdujo entre nosotros.
—¿Ya terminamos con los presentaciones? —pregunté.— ¿Me puedo ir?
—No, de eso nada.
—Yo pensé… como ustedes no dijeron nada más… que habían terminado…
—Ya no sé ni lo que estábamos diciendo —se quejó el sentado.
—¡Es que hablar contigo es agotador! —suspiró el parado.
—Entonces descansen, que ustedes no se quedan atrás —aconsejé.— Nos vemos de vuelta el año pasado. Esto es más aburrido que ir al dentista.
Aquellos dos se miraron con complicidad. Probablemente nada bueno se avecinaba.
—Empecemos entonces…
—¡Pero no hemos empezado todavía!
Jade se inclinó, y trasteó entre sus pies por un rato con evidente esfuerzo.
Miré a la pared. No había ventanas. Estudié la habitación por todas partes, pero no aprendí nada. Sentí algo de calor. Obviamente emocional. O psicológico. Tal vez, incluso psiquiátrico.
“Esto es una locura”, concluí. “Una pesadilla. No hay quien se lo crea. Ni yo.”
Pero tenía curiosidad de descubrir a dónde iría a parar.
—Aquí está —suspiró Jade, colocando un recipiente cobrizo sobre la mesa.
Leí “Eric”.
—¿Qué es eso? —por alguna razón, recordé que habían mencionado la palabra “tortura”, aunque ya no podía recordar el contexto.
El sentado sonrió con resignación.
¿O lo imaginé?
Ya no entiendo nada.
—Es en honor a Brasil, mi instructor y supervisor de operaciones conjuntas —explicó Jade con tristeza.— Ella desapareció durante nuestra última misión en Gobi, hace dos años. Guardo sus cenizas para inspiración y guía. Les ruego que antes de empezar hagamos un minuto de silencio en su honor.
—¿Ustedes han traído un cadáver? —chillé, alarmado.— ¿Qué es esto? ¿Una consulta de espiritismo policial?
—¿Érica Brasil? —intervino Lento, apoyándose a la mesa con un dedo.— ¿La India? ¿Pelo negro por aquí?
—Gorgojos —musité, convencido.— Tienen que ser gorgojos. O piojos, pues ahora hay hasta pelo involucrado.
Jade movió el cráneo arriba y abajo un par de veces usando su cuello como bisagra.
Imaginé sus ojos muy abiertos detrás de la máscara.
—¡Un momento! —creí recordar algo.— ¿Ella desapareció? ¿Cómo entonces… tú tienes sus cenizas?
—Es un homenaje simbólico —confesó el sentado.— Es una mezcla de arena de las dunas del desierto de Canadá, con espuma del Mar Muerto, flores muy raras de las montañas del Tíbet, y plumas de cóndor albino de los Andes.
—Érica, la India, está de instructora permanente en la Academia de la Agencia, en Apura, como especialista en Intervención y Control Social, Infiltración Perpendicular de Motines e Interrogación Química de Grupos —intervino Lento.— Ella era la profesora líder durante mi curso superior intensivo de hace unas semanas… Tiene una niñita de diecinueve meses.
—¿Diecinueve meses? —repitió Jade lánguidamente.
Sentí un poquito de lástima por aquel enmascarado impertinente. Pero no mucho. Se lo merecía.
—Algo más de un año y medio —aclaré.— O un añito y siete meses.
—… siete meses —repitió él, helado, casi llegando al fondo del pozo enmarañado de sus propias emociones.
—Así es. Menos de dos años. O quinientos ochenta y nueve días, aproximadamente, claro —continué en voz baja, algo perplejo, presintiendo cierta responsabilidad—, si esos meses son los de treinta y uno. Pero no todos tienen treinta y uno, sino treinta, así que… Y si es febrero, pues no, y son muchos menos, pues ése nada más le quedaron unos veintiocho… Y puede que sean dos, si son seguidos, pues aparece uno cada año, y en un curso de diecinueve meses hay dos, como ya deducimos… A no ser en año bisiesto, que son otro día más, o veintinueve. O veintiocho y veintinueve, pues esos dos febreros iguales de largos son cada cuatro años, o mil cuatrocientos sesenta y pico de días… Es decir… esto de los niños lo complica todo… —debí confesar.— Creo que era mejor que Érica se hubiese muerto.
No se me ocurrió nada más. Decidí pensarlo mejor, y concluí que callarme por un rato parecía indispensable.
Jade permaneció inmóvil haciéndome competencia.
—Ella no contesta ninguna de mis llamadas desde la operación conjunta en Gobi —se quejó, mirando al techo.— Ni responde mis mensajes. Alguien me dijo en Helados… que…
—Yo te he visto con esa urna en varias ocasiones —explicó el segundo color, apenado—, pero nunca entendí por qué…
—En fin… yo creí… —concluyó él.— Nada. Ella para mí no existe. Agua pasada… ¡Qué Helados más mentirosos!
Empujó con el codo el recipiente “Eric”.
—Vaya, ¡y lo difícil que es encontrar un cóndor albino que valga la pena!
Y un poquito más, hasta el borde de la mesa.
—¿Se imaginan?
“Eric” se inclinó con gravedad sobre el precipicio.
—Es más difícil que encontrar un oso polar albino… O una cebra, también albina…
El contenedor del cadáver imaginario fue a parar al piso. Para mi sorpresa, sonó bastante… ¿plástico?
—Una cebra albina parece más un burro con un ataque de pánico que una cebra… Y un oso…
—Creo que mejor proseguimos con Enseres —Lento decidió interrumpir aquel drama.— Que eso se encargue del resto.
—Se acabó —concluyó Jade.— No más inspiración. Ella para mí está muerta. De verdad. Borrón y cuenta nueva.
—¿Enseres? —intervine yo, a punto de echarme a llorar.— Tengo hambre, sed y necesito ir al baño.
—Entidad centinela… algo, y algo… —aclaró el agente Azul.— No recuerdo qué significa.
—Yo tampoco —concluyó el sentado, bajando la cabeza, todavía en Brasil.— Esta noticia me acabó la inspiración.
Otro momento de silencio. Yo casi sentí lástima por los agentes de los Helados Unidos. Pero me pellizqué aquellas ideas y me mordí la lengua hasta que se me cayeron las buenas intenciones.
—Dame tu brazo izquierdo —ordenó Naranja.
Claro que yo no podía moverme.
—El baño —repetí.
—El brazo —insistió él.
Aquel juego no parecía que iba a llegar a ninguna parte.
—Bueno —consentí—; tan pronto… ustedes… me lo devuelvan.
—¿Jimena? —intervino Lento—. Abre el grillete izquierdo.
—¿Jimena? —repetí yo, aturdido.— ¿Ahora soy Jimena? ¡Ustedes están relocos profesionales, y graduados con honores en la academia de las payasadas!
Efectivamente, mi brazo quedó liberado. Fue muy extraño.
Por fortuna, yo era más diestro con la izquierda desde antes de nacer.
—Es activado por la voz —aclaró el segundo enmascarado, notando mi sorpresa.— Lo último de la ciencia hablada.
—Sí —ratificó Jade.— No preguntes cómo funciona, pues no sabemos. Es un secreto.
—Oye, Jimena —ordené yo—, tráeme un vaso de agua. Y un baño turco portátil. Y un pollo asado con papitas fritas. Y dos servilletas sevillanas, cortas, alargadas y puntiagudas…
—Jimena no funciona así —aclaró Lento.— No es el genio de la lámpara. Ni tu mayordomo personal. Es pura ciencia. Y nada más reacciona a nuestra voz.
—Ustedes son unos payasos —decidí.— Unos payasos del honorable circo de los relocos. Y nada simpáticos.
—Piensa —me desafió Jade.— ¿Podríamos hacer algo de esto si fuéramos payasos?
—Yo pienso si me da la gana —me resistí. Aunque debí confesar:— Éste es un circo muy raro… Y la Jimena esa…que no me hable más.
—Mientras el mundo anda por ahí, tirando pedradas con pedazos de plomo, usando explosiones de combustible y aire para mover tornillos de Arquímedes y viajar de un lado al otro, y empleando gases comprimidos para respirar en condiciones adversas…
—¿Arquímedes? —interrumpí.— ¿De dónde salieron ustedes?
—¡Pues nosotros vivimos en otro siglo!
—¿Qué siglo es ése? ¿El de los gorgojos?
—¡Mira y aprende! —gritó, rebosante de orgullo.
Colocó de sopetón algo sobre la mesa. Ovalado, de color metálico oscuro, y con una serie de agujeros. Cuatro, para ser exactos. Y una concavidad extra muy mal situada. Probablemente destinado al uso por primates muy primitivos.
“¿Otro cadáver imaginario?”, pensé, intrigado.
—¿Sin palabras, eh? —exclamó él, triunfante.— ¡Pues éste es un Rauhan-Toivoa-Uno, modelo articulado, sellado y sumergible!
—Jade —dijo Lento.
—Es un proyecto conjunto de la ingeniería ligera de Japón, Alemania, Francia, China, etcétera y etcétera. No hay ni que apuntar. Ni requiere mantenimiento alguno, o limpieza. Tampoco oxígeno. Y nunca se dispara ni por accidente, pues demora dos o tres segundos en hacer efecto… ¡Hasta un idiota puede usarlo sin peligro alguno! A la cabeza, y es un dolor de muelas, alucinaciones, tristeza o confusión. Al pecho, y produce taquicardia y estornudos; a las piernas, y no puedes caminar de los calambres.
Toqué aquello con un dedo muy tenso de mi mano izquierda.
—Es tan avanzado, que una lombriz de tierra como tú jamás lo va a hacer funcionar, y mucho menos entender su complejidad tecnológica.
—¿Jade? —repitió Lento.
Su voz sonaba alarmada.
Coloqué la mano completa sobre aquel objeto. Vibró. Parecía estar lleno de arena húmeda.
—Es una pelota medicinal —concluí, muy satisfecho con mis conclusiones.
—¡Más pelota medicinal serás tú! —se defendió Jade.— Es un prototipo. ¡El primero de su clase! Nada más que existen veintitrés en el mundo. Y jamás ha sido activado fuera del ambiente experimental de laboratorio en condiciones controladas…
Lo apreté algo más.
—Y esto —añadió—, es una granada de fragmentación psicológica. Capaz de destruir temporalmente hasta las personalidades más fuertes. Causa depresión, tristeza, agotamiento emocional, alucinaciones placenteras, y hasta tendencias filantrópicas.
Colocó sobre la mesa un segundo objeto, algo estirado.
—Parece una fruta bomba —deduje, apuntándolo con el dedo libre.
—¡Exactamente! —vociferó Jade, victorioso.
Dejé caer la mano sobre la pelota medicinal, incómodo por el esfuerzo.
El de pie estornudó con énfasis en casi todas las últimas vocales.
—¡Se acabó! ¡Dame acá todo eso! —gritó el sentado, acaparando el inventario.— ¡Ni una más! Nos estás haciendo perder mucho tiempo. ¡Llevamos casi dos horas en esto, dando vueltas como perro que no sabe dónde echarse!
—¡Y yo! —protesté.— ¿Ustedes se creen que mi tiempo no cuenta? ¡Las horas son más largas de este lado de la mesa!
Aquel retiró el primitivo grupo de objetos.
Traté de enumerar los detalles en orden casi regresivo, completamente accidental.
Primero, o último: Jimena estaba sorda. Y tenía muy mal genio. O ninguno. Tampoco lámparas.
Segundo, tal vez penúltimo tercero, Érica estaba muerta… O casi. En sentido metafórico para Jade, cuando en realidad ahora su fallecimiento ficticio se había duplicado en un bebé de no sé cuántas horas y muchísimos más días, y una vida feliz y reservada en un tal Apura.
Tercero, cuarto, quinto, sexto, o lo que sea, los cóndores son muy requeté raros cuando son albinos… Igual que ciertos burros de esos, algo aterrados y poco convencionales…
Séptimo, pues creo que ya perdí la cuenta, y Arquímedes… y el siglo residencial de los…
¿Qué más?
Estaba en blanco.
—Eh, bájate de las nubes —Lento interrumpió mi avalancha de conclusiones.— ¡El brazo!
Distraído, obedecí automáticamente.
El agente Naranja se inclinó sobre la mesa, y colocó una pulsera dorada bien apretada alrededor de mi antebrazo.
—Dale, Jimena —ordenó.
Traté de esconder la cabeza, previendo otro golpetazo.
La pulsera zumbó con falsa alegría y se extendió como un muelle casi hasta mi codo. Sentí calidez.
—¡Qué brujería es esta! —balbucí.
—Activa… —miró su hoja de papel—: Zeta, cúa, ene, ene, doce, tres, cero, once, cero, cero, ¡ah!, vé, eme y pe-pe-cero-cero…
—Ese Pepe no vale nada —advertí.— Probablemente está a la izquierda.
La pulsera ahora brazalete rechinó, cual portón secreto de mazmorra abandonada, dio un giro y se iluminó alerta, cubriendo con imágenes transparentes y azuladas los espacios entre las vueltas de aquel muelle.
Yo disimulé mi sorpresa, adquiriendo expresión de actor Kabuki, protagónico y extraviado.
—Pasemos a la evaluación de voz… Por favor, Inserte, repita… lo que digo…
—Lo que digo —obedecí.
—No, un momento…
—No, un momento —repetí.
—Espera, ¡silencio! —gritó él.
—Espera, ¡silencio! —añadí, confundido.— Pregunto: ¿debe también imitar la entonación?
—¡Que te calles! —agregó Lento.
—¡Pónganse de acuerdo! —rezongué.— ¿Tengo que repetir también lo que tú dices?
Evidentemente, las instrucciones no estaban claras. O aquellos dos estaban muy confundidos.
—Inserte, repita: “La cara avezada ave ve la vera y se va a bañar.”
Pues allá vamos de nuevo…
—Lávese la cara asando la vela, y váyase a bañar —obedecí con algo de dificultad.
—Esto no va a servir así —prosiguió Lento.
—Esto no va a servir así…
Jade colocó un dedo delante de su cara, apuntando hacia el techo, y ejecutó un sonido similar a un colchón de aire con súbitos contratiempos.
—El zorro sonríe en súbitos zigzagueos sobre la zona —lo complicaron ellos.
—¿El qué de quién?
—Tratemos otra vez… Algo mucho más sencillo… Sólo palabras… Adelante…
—¿A quién?
—Diámetro.
—Ah, metro.
—No, no… Eso no es una palabra… Tratemos otra vez… ¿Listo? Diámetro—repitió él.
—Ah, metro —repetí yo.
—¡Qué! ¡No puedes repetir las frases, y ahora te niegas a decir hasta las palabras?
—No me niego —aclaré.— ¿No me ordenaste que dijese eso?
—¿Qué dijeses qué?
—Yo oí claramente: “Di: Ah, metro”. Y yo dije “Ah, metro”. No soy idiota.
Lento golpeó la mesa.
—¿Quién es Ametro?
Encogí el hombro que me quedaba libre.
—¿El hermano de Jimena?
—¿Qué está pasando? —se quejó el de pie.
—Intentemos otra cosa… —añadió Jade.— Te vamos a sugerir una serie de palabras. Dinos lo primero que te venga a la cabeza.
—Muy bien —acepté.
—¿Está claro?
—Creo que sí.
—¿Alguna pregunta?
—No.
Jade lanzó un largo suspiro.
—Murciélago ciego —empezó.
—Pelo.
—¡Que interesante…! Bien, mesa ilesa.
—Sombrero.
—¿Guanábana vana?
—Peine.
Otro manotazo sobre la mesa, ya no tan ilesa.
—No —definió Lento.— Lo estás haciendo mal.
—¿No es lo primero que me venga a la cabeza? Por eso dije peine, ¿ven? Y sombrero… Todo eso claramente va con cabeza… —expliqué.— Aunque debí haber dicho “cráneo”. ¿Podemos hacerlo de nuevo?
—¡No! ¡Es lo primero que se te ocurra!
—Muy bien —admití.— Debieron ser un poquitito más claros.
El agente Jade se apretó los ojos.
—Integración al uno por ciento —concluyó, disgustado.— ¡Qué va! ¡A mí no me pagan lo suficiente para esto!
—¿Verdad? —lo apoyó Lento.— ¡Me lo dices o me lo preguntas!
—Creo que lo dijo —aclaré.— No me pareció una pregunta.
—¡Qué va! ¡Esto no es normal!
—¡A este ritmo no vamos a terminar más nunca!
El agente parado también se apretó los ojos. ¿Sería algo contagioso?
Observé mi brazalete. El previo color azul parpadeaba entre verde y sonrosado. Casi rojo.
—¿Va a explotar?
Ellos me ignoraron.
—Repite… —insistió Jade, mirando al techo.
Esperé. Sin embargo, allá arriba no había nada interesante.
Él lanzó otro larguísimo suspiro.
—Casa —dijo.
—Caso —repetí, extremadamente aburrido.
—¿Gato?
—Gata —estaba decidido a ganar esta competencia.
—Perfidia.
—Peróxido.
—Murciélago.
—Municipio.
—Diapasón.
—Diáspora.
—Arteriosclerosis.
—Esternocleidomastoideo.
—¡Me rindo! —exclamó Jade, apoyando la cabeza sobre la mesa.— ¡Trae a Enseres!
—¿No es lo primero que se me ocurra? —le recordé, ofendido, encogiendo otra vez el hombro libre.
—¡No! ¡Eso fue hace dos días!
—¿Llevamos dos días en esto?
Traté de conservar la calma, realizando disimuladamente una serie de ejercicios respiratorios.
—¿Dos días? —insistí.
—¿Estás seguro de que no podemos torturarlo? —aconsejó el agente Lento.— ¿Por lo menos para que se calle? La jefatura de hache-u de seguro que lo entendería.
Jade golpeó la mesa con su cara un par de veces.
—Me rindo… —repitió en un susurro apenas perceptible.
El parado sacudió los hombros, y se marchó.
—Tengo hambre, calambres, sed, y necesidad urgente de visitar temporalmente un excusado —amenacé.— Ahora bien, ¿podemos discutir los términos de tu rendición?
Jade movió la cabeza de derecha a izquierda, sin intentar levantarla.
—¿Sabes por qué el techo está inclinado? —pregunté, estudiando de nuevo el lugar.
—Porque le da la gana —murmuró él.— Ese techo es muy independiente.
—Aquí huele algo… —intenté cambiar el curso de la conversación un poquito— peculiar…
—No fui yo…
Jade organizó un bulto con sus dos brazos, y recostó la cabeza, frente y colorines en dirección al otro lado.
—No —subrayé.— Me refiero a que huele… ¿a mar?
—Hmmm —fue su respuesta.
—¿Sabes dónde estamos?
—Hmmm —reafirmó él, convencido.
Imaginé sus ojitos cerrados.
—Duérmete, mi Lento, duérmete mi amor —arrullé.— Duérmete-eh…, pe-eh-dazo-oh de-eh hiií… sopó…
—Yo soy Jade —concluyó él.
Se abrió la puerta.
“¡Menos mal!”, deduje.
—¡Menos mal! —gritó el sentado, levantando su máscara.
Lo único que faltaba. Ahora él estaba leyendo mis pensamientos.
Esto no me convenía. Para nada.
Por si acaso, consideré la posibilidad de intentar formular ideas más cuidadosas y diferidas, gramaticalmente correctas.
—Enseres ha estado en servicio ininterrumpido por tres años, así que trátalo con mucho cariño —enumeró Lento, empujando dentro de la habitación un asiento con enormes ruedas de bicicleta.— Hoy se la cayó una pierna.
“¡Qué horror!”, fue mi primera conclusión, persiguiendo mi decisión de unos minutos atrás. Pero mi altruismo pronto fue sustituido por curiosidad.
—¿Qué… es eso?
Bueno, al menos este nuevo personaje tenía rostro. O algo de eso mismo, pues estaba achatado, con ambos ojos casi paralelos en un ángulo obtuso de ciento treinta y cinco grados respecto a su propia nariz prácticamente accidental…
Aunque estaba muy bien vestido.
—¿Sin máscara?
—No es necesario —se justificó Lento.— Su identidad no es secreta.
—Debería serlo —aseguré, concluyente.
—Es una máquina.
Enseres se estremeció. Al parecer, no le agradó mucho aquella acusación.
—Eh, ustedes, se le está desprendiendo también una oreja —apunté.
—Sí —explicó el empujador oficial de sillones con ruedas de bicicletas.— Se cayó del techo hace un rato, cuando pasábamos bajo un puente. Nadie sabe cómo fue a parar allí.
Me alarmé. ¿El techo pasaba bajo un puente?
Es verdad que aquel era muy independiente, de acuerdo con Jade, pero… ¿piojos, gorgojos, Arquímedes y el techo ambulante?
¿Sería posible?
Sí, nos estábamos moviendo.
—¡Eh!, buenas tardes —dijo aquello, apuntando en mi dirección. —¿Con quién tengo el gusto?
—¡Eh!, ni idea —respondí.— Yo no lo conozco. Y no sé cuáles sean sus gustos. Ni con quién los tenga.
La oreja se cayó al fin.
—Yo se los advertí —exclamé triunfante.— Ahora está más original. Llámenlo Asimétrico.
Lento tomó la oreja, la observó con atención, le pasó la lengua, y la apretó contra la cabeza del Enseres, quien parpadeó, tal vez agradecido. O asqueado.
—¡Ya, a falta de pan, casabe! —concluyó, victorioso.
—Tengo mareos y estoy agotado —explicó Jade.— Vamos a tomarnos un receso… ¿Café?
—No. El café me pone medio reticente…
—Yo también quiero tomarme un descanso, por favor —intervine.— Preferiblemente más nutritivo que líquido. Tengo hambre.
—… y me quita el hambre —prosiguió Lento—, ¡pero me da una sed!
—Ya no tengo hambre. Tengo sed. Y después hambre —añadí.— Sí, mucho de los dos…
Jade se levantó con dificultad. Estiró las manos y los pies en una pantomima inusual. Luego brazos y piernas. Rugió, y se estremeció casi a punto de una convulsión.
—Ya no estoy para estos trotes —comentó.— Tengo todo el cuerpo oxidado.
Ambos se marcharon.
Permanecí boquiabierto. Evidentemente, me habían ignorado.
Y así estuvimos por un buen rato. Sin Lento ni Naranja, y con Asimétrico a corta distancia de un total desastre arquitectónico. Hasta que decidí cerrar la boca.
—¿Hola? —agité mi mano izquierda frente a los ojos deslizados de mi interlocutor. — ¿Alguien en casa?
—Casa —respondió Enseres.— Sustantivo. Género femenino. Sinónimos: Albergue, choza, cabaña, vivienda. Lugar en que habitan una o más personas… Nos encontramos en un medio de tránsito. Conclusión, no estamos en una casa. Por tanto, no hay nadie en casa.
—Claro que no —acepté, pesimista.
Y más silencio.
Hasta que me volví a aburrir.
—¿Olas de hola? —pregunté al fin, sin poderme controlar más.
—Hola —respondió aquel.— Buenos días. Buenas tardes. Buenas noches. Hasta mañana. ¿Olas? ¿Marítima? ¿De calor? Contexto y sinónimos a considerar. ¿U hola? Definitivamente… ¿Con quién tengo el gusto?
“Ay mi madre Brinca”, pensé. “Este tareco se trabó. Seguro que ahora me echan la culpa a mí.”
—¡Jimena! —rogué.— ¡Haz algo!
—Mucho gusto, Jimena Azalgo. Es un verdadero placer.
—¡Yo no soy Jimena! —me ofendí.— ¡Tú eres Jimena!
—Yo no soy Jimena —refutó Enseres.— La última información indica que eres tú. Requisitos de identificación valorados aceptables.
—¡Yo no soy nadie!
—Nadie no. Jimena.
—¡Tú eres Jimena!
—Yo soy Jimena…
—¡Victoria! —exclamé, satisfecho.
Quizás ahora podría obtener alguna información valiosa de aquella maquinaria defectuosa y algo confundida.
Sin embargo…
—No soy Victoria —continuó la cosa.— ¿Quién es Victoria?
—No sé —confesé, perplejo.— ¿Quién?
Se le volvió a caer la oreja.
—Se te cayó la oreja —añadí, cambiando el tema.
—No tiene importancia —advirtió aquello.— Es solamente decorativa. Puedo escuchar perfectamente, incluso en ausencia de ambas.
—Cuánto me alegro —concluí.— Pues se te cayó la oreja decorativa. Y no quiero escuchar nada más del asunto.
—Por favor, Jimena, ¿puede repetir las siguientes palabras con el objetivo de establecer pautas de identificación para cada cliente?
Claro que guardé silencio. Ni que me hubiese enterado.
—En el río me rio, y en el lago me lavo —insistió la cosa en ruedas.— Cada año me baño en el baño con un jabón muy extraño de este tamaño. Nunca me araño, ni me hace ningún daño.
Me concentré en la atrevida inclinación de aquel techo ya familiar.
—En el río me rio, y en el lago me lavo —obedeció una voz femenina, empalagosa y seductora.— Cada año me baño en el baño con un jabón muy extraño de este tamaño… Nunca me araño, ni me hace ningún daño.
¡Era mi brazalete quien hablaba!
—Muchas gracias —prosiguió Enseres.— Ahora, por favor, Victoria, repita la siguiente frase…
—¡Que no hay Victoria! —grité, previendo la siguiente plaga de tonterías.— ¡Y Jimena ahora habla, pero todavía no me escucha!
—Jimena lista, versión ochenta y cé-punto-vé-té-uno-ah, con módulos ambipáticos interactivos de aprendizaje e híper proyección trans-ocular —aclaró el objeto número dos, pegado a mi antebrazo horrorizado.— Prohibido la copia, distribución y análisis bajo pena capital sumarísima de ejecución inmediata. El uso del sistema constituye la rendición y renuncia completa, irrevocable y definitiva de los derechos legales, éticos, civiles, humanos y religiosos, incluyendo, pero no limitados, a conmutación, revisión y apelación post mortem…
—Ajá —exclamé.— ¡A pelarse! ¡Lo único que falta es lo primero que nos venga a la cabeza!
—Cliente Victoria desactivado —aclaró Enseres.
—Jimena es Victoria —aventuré.
—Cliente Victoria reactivado. Servicios y privilegios unificados con Jimena.
—Sí, su verdadero nombre es Victoria Jiménez, pero le decimos Jimena la lista, porque tiene muy mal genio… ¡Y ya, está dicho! ¡Sálvese el que pueda salvarse!
No tenía ninguna idea a dónde iba a llegar aquello.
Aunque la curiosidad pudo más…
—Querida Jimena, te presento a Enseres. Enseres, Jimena. Y Jimena, a Enseres… Y viceversa… mente…
—Mucho gusto —dijo una.
—El placer es todo mío —respondió el otro.
—Encantada.
—Un verdadero honor.
“¡Qué asco!”, concluí, previendo el comienzo de una aventura electrónica entre ambos tarecos.
—Estimada Victoria Jimena, por favor, ¿puede usted repetir las siguientes frases?
—Por supuesto que sí, querido amigo Enseres. Su voz ha sido reconocida con acceso vigente de nivel terciario. Estoy completamente a su servicio. ¿En qué le puedo ofrecer asistencia?
—Usted es una persona muy agradable. Un verdadero placer platicar con alguien tan inteligente y encantador de vez en cuando.
—¡Eh, renten un cuarto! —advertí, algo ofendido, pero perdiéndome otra vez en el techo.
—¿Un cuarto? —refutó el del sillón con ruedas de bicicleta.— ¿Quiere decir un veinticinco por ciento? ¿Para rentar?
—Lo entenderás cuando crezcas —afirmé, no muy convencido.
—Jimena lista —insistió la misma.— ¿Qué deseas que haga?
—Por favor repita la siguiente frase: “El zorro sonríe en súbitos zigzagueos sobre la zona”.
—El zorro sonríe en súbitos zigzagueos sobre la zona —obedeció aquella cosa insípida, aunque empalagosa.
—Muchas gracias, querida Victoria —concluyó Enseres.— Fase de integración concluida.
—Pues ese zorro era más fácil de lo que parecía —noté yo.— El Lento Anaranjado lo complicó muchísimo con las aves, el pelo y los piojos.
El brazalete se abrió a todo lo largo, y cayó sobre la mesa.
—¡Ahora hasta yo me estoy cayendo a pedazos! —grité, al punto de un ataque de pánico.
Pero me pude controlar haciendo un esfuerzo casi humano.
—Veamos las siguientes imágenes con el propósito de establecer patrones de predisposición, actitud emocional, e interrelación lógica de conceptos cognoscitivos psicológicos básicos subjetivos.
—Ya no es tan fácil —consideré.— Creo que hablé muy pronto…
Enseres colocó una serie de hojas en blanco sobre la mesa.
Presté atención, intrigado.
—Nuestra primera imagen —explicó Enseres—, zeta-ah-doce…
Aunque cambió de idea, hizo un crujido, y se inclinó perezosamente hasta el suelo.
—¡Qué dispositivo tan extraordinario! —advirtió, colocando el recipiente plástico sobre la mesa.— ¿Qué es esto?
—Esto es lo que queda de Eric Urna —bromeé.— Creo que pasó a una mejor vida, menos anaranjada y sin helados.
—¿Cómo está usted, señor Urna?
—Eric está casi muerto —definí.— No habla por dos años.
—Oh, cuánto lo siento. Espero que su salud mejore pronto. Perdone mi impertinencia.
—Impertinencia casi perdonada —concluí.— ¿Vamos a ver la zeta-doce, o no?
—Por supuesto.
Enseres levantó la primera hoja. Tenía una mancha.
—¿Puede decirme qué percibe aquí?
—Una mancha —intervine yo.
—La siguiente: Té-cuarenta y cinco-jé.
—¡Otra mancha!
¡Evidentemente!
—¿Cú-ca-o-siete-erre?
—Pues Cuca también está manchada…
—Ahora equis-hache-ele-tres…
—Estamos muy manchados y aburridos —concluí.— ¿No tienes nada más que mostrarme?
—¿Puedo hacerlo yo también? —interrumpió Jimena.
—Muy bien —aceptó Enseres, levantando una de las primeras hojas.— ¿Zeta-ah-doce?
—¡Una mariposa! —chilló Jimena, eléctricamente emocionada.
—¿Qué mariposa de qué? —exclamé, preocupado.— ¡Es una mancha!
—Es una mariposa —insistió aquella.
Enseres observó la mancha.
—Sí, puede ser… —admitió, traidor.— La siguiente: Jé-cuarenta y cinco-té.
—Otra mariposa —insistió Jimena.
—¡Otra mancha! —vociferé, molesto.— ¡Las mariposas no sirven para hacer té!
—¿Equis-hache-ele-tres?
—Un caballito.
—¡Mancha!
—Permíteme mostrarte —amenazó Jimena.
—¡Que es una mancha! —me enojé.
Súbitamente, aquella adquirió un contorno familiar.
—¿Qué está pasando? —susurré, atónito.— No es posible. Ahora veo un… ¿caballo?
—Un caballito —concretó Jimena.— Te acabo de mostrar lo que yo percibo usando proyección trans-ocular.
Me incliné sobre la mesa trabajosamente, atrapé el bulto de papeles, y los volví uno a uno con la única mano a mi alcance.
—Un murciélago…, un… toro, ¿verdad? Eso parece… Y una casa vacía, un perro paseando a su dueño, un barco pesquero lleno de más caballitos, pero del mar… Y un camello peludo con siete… ocho patas, y edificios a la venta…, y una pelota de cuero…
¡Ya no podía ver las manchas! ¡Estaba espantado!
—Examen concluido —indicó Enseres.— Integración al dieciocho por ciento. Pasemos al siguiente.
—¡De eso nada! ¡Ustedes dos me están haciendo trampa! ¡Devuélvanme las manchas!
—Consideremos ciertas situaciones hipotéticas ficticias —propuso aquel.
—No considero hipotecar nada —me negué, intransigente.— Esas manchas eran lo único que quedaban de mi propia humanidad, y Jimena me las ha arrebatado. ¡Las quiero de vuelta! ¡Ahora mismo!
Sonaba un poco ridículo, pero eran mías.
—Perdón —aclaró ella.
Para mi tranquilidad, las manchas reaparecieron.
“Menos mal”, reflexioné. “Sí les permito semejante cosa, me van a quitar hasta la sombra. Y de esas nada más que tengo una.”
—Por favor, note que no existen respuestas incorrectas —prosiguió Enseres.
Decidí poner a prueba aquel concepto.
—Usted tiene diez años, y siete manzanas…
—No me gustan las manzanas. Son muy tercas.
—Usted tiene diez años, y siete caramelos…
—¡Jamás! ¡Me dan urticaria!
—¿Qué desea tener?
—Maní. Es un tubérculo impresionante. Lleno de misterios y sorpresas. También muy nutritivo. Fácil de consumir. Y de transportar.
—Maní —repitió Enseres.— Sustantivo. Género masculino. Semilla comestible. Original del Brasil…
—¡Eric! —clamé.
No obtuve respuesta.
—Plural: maníes. También conocido como: cacahuete, en Europa; o cacahuate, en América Central…
—O maní —interrumpí la disertación, casi políglota.
No debíamos haber mencionado nada de comer, pues me recordó que yo tenía hambre. Y sed. Pero principalmente hambre…
—Usted tiene diez años, y siete maníes —insistió Enseres.
De seguro no iban a ser suficientes…
—¿Me puedo comer uno?
—No.
—Entonces me niego a probar este escenario. ¿A lo mejor los podemos cambiar por melones?
—Usted tiene diez años, y siete melones…
Lo calculé mejor.
—Volvamos a los maníes, pues los melones pesan mucho, y estoy agotado.
—Usted tiene diez años, y siete maníes.
—O cacahuates.
Y luego de varias ecuaciones etimológicas:
—No me gustan esas sílabas. Maní suena mejor. Mucho más adulto. Y limpio.
Enseres hizo una pausa. Yo no dije ni esta boca es mía, saboreándome de la expectativa.
—Usted tiene diez años, y siete maníes —repitió con cautela.
No. No iba a caer de nuevo en aquella trampa.
—Pues maní es —concluyó el sentado entre ruedas de bicicleta.
—Correcto —afirmé.
—Juan no tiene maní. La cuenta exacta es cero.
—¿De dónde salió Juan? —me escandalicé.
—Es una situación hipotética —definió eso.
—A mí me da hipo comer sin agua —recordé.— Tengo hambre. Y sed.
—Juan no tiene maní. La cuenta exacta es cero —recordó Enseres.
—¿Qué tiene entonces?
—Cero, como ya definí. Usted le da tres…
—No — aquello no me convencía. Mis sospechas iban en aumento.— No me gusta esta idea. Creo que Juan también tiene hambre. Quizá debíamos haber seguido con los melones, pues son más grandes, y alcanzan para todos…
—¿Cuántos maníes le quedan?
—Cero.
—Por favor, considere su respuesta. Usted tiene diez años, y siete maníes —siguió aquel con su estribillo.— Juan no tiene maní. La cuenta original exacta de Juan es cero. Usted le da tres… Ambas cantidades han sido alteradas por este intercambio. ¿Cuántos maníes le quedan?
—Cero —reafirmé.
—Por favor, valore su respuesta.
—Cero —insistí yo.
—Por favor, argumente su respuesta.
—Muy sencillo. Juan es alérgico al maní. Apenas recibió uno, se llenó de ronchas, no pudo respirar, y tuvimos que llamar a la ambulancia. Ahora está ingresado en cuidados intensivos, enyesado de pies a cabeza. No se le ve ni la nariz.
—¿Cuántos maníes le quedan? —insistió Enseres.
—¡Un momento! —exclamé.— ¡No he terminado la descripción de los acontecimientos!
La cara del sentado se inclinó de un lado, decaída en una mueca. Aunque su cabeza no se movió.
—Entonces vino la policía. Y entonces ellos retuvieron todos los maníes, alías cacahuetes o cacahuates, como evidencia del crimen cometido. Y entonces la culpa la tienes tú, que se te ocurrió darle tres maníes a Juan a sabiendas que no los puede ver ni en fotografías…
Enseres soltó un chispazo. Una tenue columna de humo se elevó desde su cuello.
—Intentas cruzar la calle…
—¿Ahora qué? ¡Yo no voy a ninguna parte hasta que ayuden a Juan!
Este cambio del tema de la conversación me ofendió. Yo estaba sinceramente preocupado por el enfermo. Consideré por primera vez que debía decirle algo a la policía, y no hacerme cómplice de semejante delito.
—Ves una anciana ciega paseando a su gato…
—Eso explica el gato —aventuré.— Pero todavía es muy raro. ¿Y Juan?
Enseres hizo un ruido aún más raro.
—Un tren sale a las cinco y cuarenta y cinco de la tarde en dirección al oeste llevando cuatrocientos cincuenta pasajeros. Usted es el conductor. La velocidad promedio es de ciento veinte kilómetros por hora. Otro tren sale a la misma hora desde el otro extremo del país en dirección contraria, con trescientos ochenta y dos pasajeros. La velocidad promedio de este último tren es de ciento dieciocho kilómetros por hora. ¿Cuál es la edad del conductor del tren que se dirige al oeste?
Levanté los ojos y estiré la nariz, todavía pensando en Juan.
—Un avión japonés —añadió Enseres—, ¿cuántas bombas tira al mes? ¿Tres, o diez?
Me rasqué la frente, rebuscando una nueva idea.
La cara de Enseres siguió bajando. Otro chispazo, anunciando un cambio del ritmo.
—¿Qué día es hoy?
—El de después de ayer, y justo antes del de mañana por la mañana —expliqué, distraídamente.
—¿Sabe qué hora es?
—La misma de ayer a estas horas.
—¿Sabe volar?
—Sí. En bajada. Es muy práctico y económico —expliqué.— Uso una técnica basada en la observación y estudio del comportamiento despavorido de la gallina común de granja. Mis habilidades de aterrizaje son similares a las de una jicotea coja de ocho años, algo suicida y vegetariana.
—¿Alguna vez ha viajado al espacio exterior?
—¿De mi casa? Sí, claro. A cada rato…
—¿Ha estado en el extranjero en las últimas tres semanas?
—Ni siquiera en los últimos trescientos años.
—¿Ha viajado por avión?
—No.
—¿Ha viajado en tren?
—Pues de eso nada.
—¿En autobús?
—Negativo.
—¿Crucero?
—No. Y tampoco he pertenecido a los cruzados, por si se le ocurre. Ni me gustan los crucigramas —enumeré.— Estas preguntas son muy absurdas. ¿De seguro no tenemos nada más importante que hacer? Creo que se me pueden ocurrir un par de ideas… Primero…
—¿Alguna vez ha tenido amigos invisibles? —me interrumpió aquel.
—Cuando era niño —respondí obediente.— Pero hace tiempo que no los veo.
—¿Escucha voces?
—Solamente cuando alguien habla —determine con un poco más de cuidado.— O si la radio está encendida.
“¡Que cantidad de disparates!”, concluí.
—¿Puede leer Braille?
—No, yo no entiendo el francés. Pero lo escucho perfectamente.
—¿Sabe Morse?
—No, no me gusta cómo sabe.
—¿Cree que el presidente es…? Las opciones disponibles son: ah, un lagarto; vé, un hombre lobo; cé, un analfabeto idiota; dé, miembro de una confederación mundial regida por mutantes; eh, un líder de masas…
—No conozco a ninguno de esos presidentes a quienes te refieres.
—Por favor, elija una de las opciones antes enumeradas.
—¿Todas las de arriba? —aventuré.— ¿Abeceideé? ¿O quizás ninguna?
—¿Cuántos satélites naturales posee el planeta Tierra?
—¿Creciente, llena, menguante y nueva?
—¿Cuántos satélites naturales posee el planeta Tierra? —repitió aquel.
—Cuatro, obviamente —insistí.— ¡Y es nueva cada unos veintiocho días, así que es muy probable que sean muchísimas más! Creo que estoy siendo muy modesto con mis cálculos.
Ya estaba agotado de tantas preguntas. Decidí tratar algo diferente.
—¡Hola! —exclamé, alterando mi voz y hablando por una esquina de la boca.— Mi nombre es Eric Urna. ¿Cómo están ustedes?
—Muy bien, gracias —respondió Jimena.— ¿Y usted?
—Es un verdadero placer —añadió Enseres.— ¿Mejor de salud?
—¡Perfectamente! —prosiguió Eric.— ¿Cuáles son los planes para hoy? ¿A dónde vamos?
—Por favor, estimado Eric, dígame un número entre cero y diez.
—Cinco —respondió aquel— punto tres, cero, uno, siete, doce, dieciocho, veintidós…
—Siguiente pregunta…
—Y siete, doce otra vez, y trece, cuatro cuatro veces…
—Pregunta concluida —el tono de Enseres cambió a disgusto.— Respuesta aceptada.
—Y nueve, y digamos treinta y tres tres veces más…
Perdí la cuenta.
Probablemente porque dicen que a la tercera va la vencida.
—Por favor, intente identificar la imagen oculta.
Enseres levantó una nueva hoja de papel con el dorso vuelto hacia “Eric”, aunque su contenido era visible para mí. Era de una casa rústica, con una columna de humo elevándose desde el techo, y cinco personajes de alambritos representando una familia sonriente, tomada de la mano.
—Una hoja en blanco —dedujo Eric.
—Por favor, concéntrese… Imagine el contenido, e Intente identificar la imagen del otro lado.
—¿Una llama bajo la cama? —estaba claro que Eric no tenía imaginación para imaginar ninguna imagen.
—Incorrecto —concluyó Enseres.— Ahora en esta otra…
Levantó la segunda en las mismas condiciones.
¿Qué estaría tratando de descubrir? ¿O demostrar?
Decidí seguirle la rima.
—Montañas, un globo aerostático de color azul, rojo y amarillo, flotando a la derecha, mientras una multitud de gente en el valle, a la izquierda, vitorea y alegremente se despide del aeronauta —casi adivinó el recipiente plástico.
—Correcto —admitió el sentado.— Ahora en esta otra…
—¿Puedo ver la anterior?
—Sí, por supuesto…
—Una casa de madera, roja. Humo sale del techo. Una familia danzando en el patio a la luz del sol.
—Co… correcto —aceptó Enseres.— ¿Y esta?
—Una anciana con su nieta de ocho años disfrutando del almuerzo al aire libre, bajo un árbol…
—¿Otra?
—Un paracaidista saltando desde un avión sobre el mar, quizás planeando llegar a esa isla, allá abajo. Sonríe feliz. Pero el escenario parece muy peligroso. Otros tres lo imitan, igual de entusiasmados. Son las diez y media de la mañana.
—Correcto. Siguiente prueba…
Aparentemente, a estas alturas ya se me habían acabado todas las ideas.
—Mejor tratamos otra cosa —aconsejó Eric, también harto.
—Tu habilidad de pronóstico cognoscitivo es muy poco ordinaria —admitió Enseres.— La prueba anterior posee una eficacia de un tres por ciento, sin inclusión de detalles. Tú has podido completar un noventa por ciento de la misma con una efectividad absoluta del cien por ciento.
—Pues ahora te toca a ti responderme —aventuró el señor Urna.
—Esa no es muy función —admitió Enseres.— El sistema de respuestas no está disponible en la presente zona.
Entonces se me ocurrió una idea peor.
—¡Ay, ay, ay! —gritó Eric.— ¡Qué dolor de muelas!
—Estado de emergencia activado —intervino Jimena.
—¡Ay, y las piernas del estómago en polvo! ¡Y el brazo del mismo lado del margen de este codo! ¡Casi se me sale el corazón corriendo del depósito del pecho!
—¿Desea que llamemos a un hospital?
—No —confesó el cadáver imaginario.— Mejor llaman urgentemente a la cafetería.
—Cafetería contactada por razones de emergencia —aprobó Jimena.
—¿Ordene? —preguntó una voz desconocida.— ¿En qué le podemos servir?
—Sírvame algo de tomar, y también más de comer —exclamé yo, aprovechando la afortunada interrupción.
—Sí, enseguida…
—Orden revocada; comunicación interrumpida —intervino Jimena.— El cliente no posee los privilegios requeridos para establecer contacto con el exterior.
—¿Eric? —mugí.— ¡Haz algo!
—¡Ay, que me muero otra vez de todos los dolores que existen! —obedeció el cacharro plástico.— ¡Llamen por favor a los servicios de emergencia de la cafetería!
—Cafetería contactada por razones de emergencia —advirtió Jimena, complaciente.
—¡Esto es discriminación! —grité, bastante ofendido en mi propia voz.— ¡Yo también tengo derecho a tener hambre!
—¿Ordene? —repitió la voz remota.— Este jueguito ya me está cansando un poco. Lo van a lamentar si me hacen subir para allá. ¿Qué quieren ahora?
—Esto es una emergencia —balbuceó Eric.— Envíe urgentemente una ración de pollo frito con papas, iguales de fritas, y un refresco de fruta bomba, sin freír, claro… y… y…
La boca se me hacía agua de la emoción. El nudo en mi garganta me impidió continuar.
—¿Número de acceso?
—Ene-ese-ene-cinco-siete-dieresis-seis-dos-paréntesis-ah-tres-vé-paréntesis-paréntesis-paréntesis-apóstrofe-cá-ele-ah —deletreó Jimena.
—A la orden —concluyó la voz.
Me sentí traicionado por mí mismo.
—¡Esto es inaceptable! —recapacité.— ¡Que yo también puedo decir ele-cú-cudé, y otra sarta de letras y números sin sentido!
—Acceso completamente denegado —se resistió Jimena.— Las interacciones con el cliente han sido bloqueadas hasta reevaluación administrativa.
—¡Ahora sí le pusieron la tapa al pomo! —me ofendí yo.
—Pues cállate ya la boca, y déjame hablar a mí —intervino Eric.
—¡De eso nada! ¿Cómo es posible que a mí no me quieran escuchar, y a ti te obedecen?
—Hola, Jimena y Enseres —prosiguió el plástico.— Ya me siento mucho mejor. El pollito frito viene como anillo al dedo. ¡Muchas gracias!
—Es un placer servirlo. Para eso estamos —respondió Enseres.— Espero que se mejore pronto.
—Tan pronto me lo trague —afirmó el traidor.
—Esbirros hipócritas —musité.
—¿Podemos continuar?
—Pues yo no voy a ninguna parte.
—Voz no reconocida. Acceso ha sido removido —insistió Jimena.
—Pues si no me oyen más, ¡yo voy a decir lo que me dé la gana!
—Cállate —me ordenó Eric. E insistió:— ¿Podemos continuar?
—¡No! —riposté.— ¡Tú te callas!
Lo único que me faltaba. Una discusión conmigo mismo. Y creo que se me estaban acabando los argumentos.
—Sí. Prosigamos con la siguiente evaluación.
—Pues pro-sí-gamos…
—¿Cuál es la velocidad de la luz, en kilómetros por segundo?
—La luz va bien rápido —definió Eric.— Casi no se ve de lo rápido que va… Pero se ve porque es la luz, de lo contrario no se vería mucho, ¿entienden? Y si multiplicamos el kilo-metro, que son originalmente unos mil metros de acuerdo a mis últimos cálculos en griego, aunque yo no lo hablo un quilo, por segundo, es decir, dos, entonces va mucho más rápido que la luz normal. Quizás hasta el doble. Eso, si no hay un puntico por ahí, como siempre… Esos son muy testarudos, y lo complican todo…
—¿Qué significa eh-eme-sé-dos?
—Es el segundo hijo de Eh-demerto Martínazo. El primero fue adoptado. Pero éste sabemos que es auténtico.
—¿Descienden los hombres de los monos?
—Claro que no. Esa teoría ya ha sido desmentida multitud de ocasiones, hasta por los mismos monos. El eslabón perdido es imaginario. Por ejemplo, todos los monos se parecen, ¿no es verdad? Mono ve, mono hace. Su lenguaje facial es también muy básico. No sucede así con los seres humanos. Hasta las cejas nos delatan. Y cada detalle que supuestamente es un desarrollo vital en la adaptación y supervivencia de la especie solamente nos prepara para vivir en sociedad y ser sinceros, lo que me parece bien lejos de la teoría original… Ahora bien, te hago una mejor pregunta: ¿de dónde descienden los monos? Y no me digan de los árboles, porque estos monos a los que me refiero son de cueva.
—¡Monos de cueva! —consideré.— Esa sí que está buena. ¡Y pepinos de mar!
—¿Qué pesa más, una tonelada de plomo, o dos mil libras de algodón?
—Ustedes son los plomos. Más insípidos que el algodón —concluyó Eric, por primera vez de acuerdo conmigo mismo.
—¿Qué pesa más, una tonelada de plomo, o dos mil libras de algodón? —insistió Enseres.
—¡Qué va! ¡Esto ya se pasa de castaño oscuro! ¡Ni una más! ¡Estoy harto de tantas preguntas!
—Integración al… al…
—¿Ustedes no se han dado cuenta de que Eric y yo somos la misma persona?
Ellos insistieron en ignorarme.
—…al cuarenta y…
—Eric, di algo —ordené.
—De eso nada —se negó él.— Cállate.
—…tres por…
—¡Ingrato! ¡Esto es lo que te mereces!
Empujé el recipiente con la mano libre.
—…ciento…
—¡Aaaahhh! —gritó aquel plástico.
Más rápido de lo que jamás pude imaginar, el Asimétrico me atrapó por el codo.
—¡Aaaahhh! —grité yo.
—Agresión detectada —objetó Enseres.— Inmovilización imprescindible.
Empujó mi brazo contra la mesa metálica, y mi limitada libertad pasó a una mejor vida.
—¿Eric? —recordó Jimena.— ¿Está usted bien?
El cachivache no respondió.
—Yo soy quien está haciendo las voces. Soy yo, yo… —cambié el tono:— Y ahora soy Eric.
Enseres brilló con un destello. Pensé que se le había ocurrido alguna idea. Pero no.
—Integramiento… —explicó eso.— Integracho a la… Integramente a la lalá, oh… a la primera doce por ciento… Integración al veintitrés… diez… dieciocho… nueve… ocho… tres… cinco… siete… por ciento por ciento pormenores por melones… El melón, sustantivo, es una hortaliza…
Una tenue llamarada amarillenta cubrió la cabeza de Enseres.
—¡Auxilio! —grité.— ¡Esta cosa cogió candela!
Lento y Jade se precipitaron dentro del lugar y empezaron a darle bofetadas a Enseres con gran entusiasmo, no solamente con la intención de apagar el fuego, sino porque también se lo merecía.
Lamenté no poder participar.
—¡Qué has hecho! —gritaban ellos.
—Nada —respondió Eric.— No fui yo.
O yo, claro.
—¡Te dijimos que tuvieras cuidado! —se quejó Jade, soñoliento.
—Es un problema técnico semántico en el contrapunto del sobre cabo —expliqué.— Nada que ver conmigo. Yo no estaba ni mirando.
—Ahora sí que está bien feo…
Ellos habían traído algunas bolsas con algo de comer. Colocaron una de ellas cuidadosamente sobre la cabeza del Asimétrico. Jade le puso la oreja en un bolsillo, aparentemente emocionado.
—Alguien ordenó merienda desde aquí —comentó Lento.
Me encogí de hombros en mi imaginación.
—A mí no me pregunten.
Jade se sentó frente a mí, mientras el otro retiraba al Enseres de incógnito.
—¿Así que Inserte, eh? Pues nosotros no somos tan idiotas como tú piensas.
—No —admití—, claro que no. No tanto.
—Tu verdadero nombre es Adeuterio Ñicos.
—Pues yo… pensé… —intenté defenderme, aunque en verdad ya no me importaba.
—Si pensar fuera un delito, tú serías inocente.
—¿Entonces me puedo ir para mi casa? —aventuré, sagaz.
—Claro que no. ¡Qué pregunta tan absurda! En la carrera de idiotas llegaste en cuarto lugar.
—Oh —exclamé avergonzado—, no sabía que estábamos haciendo competencia. No importa. Me voy a preparar bien, y de seguro les gano la próxima.
—¡Ni una más, Adeuterio Ñicos!
El agente tomó el bulto de papeles y fotografías, y los organizó en una columna irregular.
—¡Tamaño descaro! —gruñó.— ¡Así que Inserte Sobre Larraya! ¡Ni que nos chupáramos los dedos!
Me apuntó con uno de ellos. Lo retiró con entusiasmo.
Levantó los papeles de la mesa, y los lanzó de vuelta sobre ella.
Se humedeció con la lengua la punta del tercer dedo, y hojeó el fardo meticulosamente.
—¡Estás jugando con nuestra inteligencia! —añadió.
—De eso nada —afirmé.— Yo no tengo tanta imaginación.
—¡Shhhh! —perdió el aire.
Lento regresó sin nadie más.
—No entiendo que ha sucedido —explicó.— El nivel preliminar de integración desapareció del sistema producto de un error en la subestructura de análisis lógico. Tenemos que hacerlo todo de nuevo.
Jade golpeó la mesa.
—¡Qué mala suerte!
—¿Puedo decir algo? —intervine yo.
Jade negó con la cabeza.
—Muy bien —aceptó.— Di algo.
Guardé silencio.
—¿Vas a decir algo, o no?
—Pues no.
—¿No querías decir algo?
—No —comenté.— Tan sólo quería saber si podía decirlo si se me ocurría.
El sentado se apretó los dos ojos con los puños entrecerrados.
—¡Me rindo! —confesó.
—¿De nuevo? —me sentí bastante ofendido.— Deberías ver a un especialista, pues ya esto se te está volviendo un hábito.
—Tómate un descanso —intervino Lento.— Yo me encargo.
Jade no lo pensó ni siquiera una vez, y se evaporó lo más rápido que pudo, cerrando la puerta de un tirón.
El agente Azul se sentó frente a mí. Organizó los papeles uno por uno. Luego se dedicó a ordenar también los recipientes de comida, de acuerdo con el tamaño y el color.
—Creo que empezamos con el pie izquierdo —explicó.— Debes disculpar a mi colega de Helados. Él está muy nervioso. Y esa noticia de la India también llegó en muy mal momento.
—¿Occidental? —sugerí.— ¿U Oriental?
—Bueno, esa India de verdad que lo tiene todo, oriental, occidental, este y el otro, el sur —él se persignó, decidido.— ¡Y un pelo lindísimo…!
Lento se despertó súbitamente.
—Quiero decir, los dos estamos bajo mucha presión psicológica con todo lo que ha pasado en el transcurso de esta semana. Es muy difícil encontrar los candidatos idóneos en medio de tanto tumulto y apuro, y eso está afectando nuestros temperamentos de forma muy negativa, ¿entiendes?
Observé mis hombros alternadamente repetidas veces con premeditado detenimiento fonético.
—Tienes que verlo desde nuestro punto de vista. Nosotros te estamos haciendo un favor. Podíamos haberte tirado en la cárcel, y ya, ¡se acabó! ¿Verdad? Muerto al hoyo, vivo al pollo. ¿Ves lo que digo?
La mente se me quedó en blanco tan pronto escuché la palabra “pollo”. No era la primera vez que me trababa en semejante idea, ahora materializada sobre la mesa, apenas a un gesto de distancia.
Imaginé el sabor.
—Yo estoy tratando de ayudarte —prosiguió el de Unidos, sacándome de un empujón de mis fantasías culinarias—, pero está bien claro no puedo hacerlo sin tu cooperación. De lo contrario no vamos a terminar nunca. Y tenemos el tiempo muy limitado…, ¿me sigues?
Decidí no moverme, fingiéndome parte de la ornamentación local.
Nos alcanzó un momento de silencio. Y más organizaciones, revisiones y suspiros de todo lo que él pudo encontrar.
—Una orden personal de pollo frito —enumeró—, tiritas fritas de papa, y jugo de… algo…
—Muchas gracias —acepté.
—…para un tal Eric…
Observé el techo, impaciente.
—¿Quién es Eric? —preguntó.
Se inclinó, desapareciendo bajo la mesa por unos tres segundos. Cuando regresó, colocó el legendario recipiente plástico sobre la montaña de papeles.
—Este es Eric —consideró Lento.
Realicé una mueca con ambas cejas, simbolizando mi asombro.
—No tengo idea de cómo lo hiciste, pero no sigas, ¿está bien?
Mi segunda mueca, perpendicular a la anterior, fue casi un alboroto de desacuerdos.
Esta quería decir: “La verdad es que tengo mucha hambre, sed y necesidad de visitar un excusado”.
No obstante, él no pareció entenderlo.
—La verdad es que tengo mucha hambre, sed y necesidad de visitar un excusado —traduje.
—¿Uno o dos?
—¿Qué de qué? —intenté definir.
—Sí, uno es para líquidos, ¿entiendes? Y el dos es para sólidos.
—Yo quiero comer sólidos y líquidos, claro está.
—¿Nunca hiciste eso en la escuela?
—¿Escuela?
—Sí, ¿cuándo querías ir al baño?
—¡Aahhh! —comprendí.
Hice unos cuantos cálculos, incluyendo los dedos de los pies. Y los multipliqué por la raíz cuadrada de la hipotenusa redondeada al penúltimo triángulo y elevado a la ene potencia del…
—Más bien trescientos —consideré—, como en el paso de Termópilas. A los persas no hay quien los detenga. Y yo ya estoy empezando a sentirme hasta pérsico. Una caterva de persas se avecina…
—Déjame explicarte qué está pasando aquí —intervino él.— A lo mejor puedas empezar a considerar un poquito la seriedad de tu situación.
—¿En una escala del uno al diez?
—Más bien en la escala de mal a peor, como del Apocalipsis de Juan…
—¿El de las manzanas? ¿Está vivo?
Felizmente, una buena noticia.
—Claro que no. Nadie nace para semilla.
—Eso es verdad. Cambiamos las manzanas por maníes, pues los melones no funcionan.
—¿Qué manzanas?
Lento lanzó un brusco manotazo sobre la mesa.
—¡No me vas a hacer esto de nuevo!
—No, claro que no… —admití.
Levantó una hoja, victorioso.
—Adeuterio Ñicos, hijo de Alan Ñicos, nacionalizado, de procedencia cubana, y Zimbú Bique, nacionalizada también, de procedencia española. Todo está aquí, ¿ves? Llegaste al país hace veintisiete años.
—Exacto —acepté.— Un mes antes de nacer.
—Pero no estás nacionalizado, así que… ¿de dónde eres?
—Yo nací aquí.
—No cambies el tema —el dedo volvió a subir. Continuó:— Tengo que llenar algunos huecos en este primer cuestionario. ¿Qué pongo en la raza?
—Pon que estaba muy oscuro en el hueco, y no la encontramos.
—Pareces chino… ¿Eso está bien?
—Yo no soy chino.
—Un mulato, chino, de ojos verdosos y pelo rubio… ¿Qué te parece? ¿Está bien así?
—China queda en Asia. Mulasia en el continente de al lado. Yo nunca he estado en ninguno de esos dos ni soñando.
—Creo que lo voy a marcar todo… Próxima pregunta… ¿Sexo?
—¿No se nota?
—Tengo que marcar uno de estos tres —insistió.
—Hace mucho tiempo —contesté, disgustado.— No me acuerdo de la fecha.
—No se acuerda… —escribió él, diligente.
Volvió la primera hoja.
—Anjá, aquí hay más detalles… Padre, ento…entomólogo, no tengo idea qué es eso, y soldador… ¿alguna posición en el ejército? Sí, seguro. E ingeniero en transporte vehicular… no, dice… ¿ventricular? Y madre, estoma… tóloga… Probablemente algo que ver con el estómago, ¿verdad?
—Todo tiene que ver con el estómago —sollocé, meditando en el pollo frito.
—Y dibujante técnico —continuó Lento—, fotógrafa y taxi… taxidermista… ¿Qué es eso?
—Ella era especialista en dibujar la reparación de la carrocería de los taxis más fotogénicos —expliqué distraídamente.
—Ah, tiene sentido… Especialidades complementarias. Pues bien… —empujó los papeles a un lado—, lo que hemos hecho hasta ahora es una serie de evaluaciones para identificar y registrar tus respuestas, inventiva, ritmo de respiración, reacción, hesitación, confusión, y… básicamente etcétera.
—Eso lo explica todo —acepté.
—Ninguna respuesta es incorrecta —prosiguió él—, porque el sistema de análisis está dirigido a valorar otros innumerable mil detalles. ¿Entiendes?
—Sí, sí, pero no —denegué ahora, tomando turnos.— Y claro que si son innumerables tienen que ser mil.
—¿No entiendes nada? No importa. Sabemos quién eres, de dónde saliste, y en este momento ya podemos diagnosticar con un elevado por ciento de probabilidades qué piensas, deseas, e incluso a dónde iras…
—Voy al baño —afirmé.— Y si no voy, él va a tener que venir.
—Jimena está integrada contigo.
—No lo creo.
—¿Jimena?
—Jimena lista —afirmó aquella.
—¿Puedes escucharla? —me apuntó Lento.
—Claro que puedo. No estoy retirado de oír.
—Jimena, estado de… —revisó sus hojas— Zeta, cúa, ene, ene, doce, tres, cero, once, cero, cero, ¡ah!, vé, eme y pe-pe-cero-cero…
—Estado cancelado. Espécimen ha mostrado cualidades psicológicas desbalanceadas, ínfulas de Barón de Munchausen, agresividad, violencia…
—Ajá, ¡ya tenemos el requerido diagnóstico del sexo!
—El caso queda pendiente a re-evaluación.
—Jimena, confirma mis credenciales y activa otra vez el zeta, cúa, ene, ene, doce, tres, cero, once, cero, cero, ¡ah!, vé, eme y pe-pe-cero-cero.
—Activado.
—¿Ves? —clamó Lento, triunfante.— Es muy fácil cuando la tomas en serio.
—Yo lo que quiero es tomarme el batido de pollo y comerme el jugo de fruta bomba frita —expliqué, bastante mareado.
—Te diré qué haces aquí.
—No me interesa. Lo que necesito urgentemente es el baño para los persas —recordé.— Quiero decir, tengo que cambiarle el agua a los persasitos.
—Tenías un mes de nacido cuando tu madre y tu padre visitaron un complejo de tiendas localizadas alrededor de la plaza de tu ciudad natal —narró Lento.— A la entrada de una de ellas había un anuncio de un futuro sorteo para educación universitaria gratuita, y un buzón.
—Yo no me acuerdo de nada de eso —riposté.
—Tu madre, Zimbú Bique, escribió tu nombre, Adeuterio Ñicos, y todos tus detalles personales, incluyendo tu dirección postal, etcétera, en una de las boletas, y la echó en el buzón —Lento realizó la correspondiente pantomima.— Este sistema ya no se usa en la actualidad, pues ahora se considera anticonstitucional y fraudulento…
—Si mal no recuerdo, y no lo hago de ninguna forma —insistí, triunfante—, yo no gané nada.
—No era ninguna lotería, y mucho menos ofrecía premio alguno a los participantes. Fue un experimento social patrocinado por el gobierno en asociación con la universidad pública de la localidad, con el objetivo de obtener de manera voluntaria la información de cada ciudadano. En conclusión, tu madre no participó en ningún sorteo. Lo que ella realmente hizo fue añadir tus credenciales a un banco de información étnica, organizado por región, casta y pormenores financieros.
Me llevé las manos a la cabeza. Imaginariamente, claro está.
“Ay, mis madres, que Brinca Zimbú”, me dije, alarmado.
—El proyecto duró ocho semanas. Se obtuvieron dos mil trescientas siete boletas válidas, sesenta y ocho anuladas por trampa, destrucción y otras tonterías, y alrededor de una docena repetidas. Los detalles fueron posteriormente empleados en la creación de un sistema de vigilancia y remodelación social, y luego intercambiados comercialmente a nivel estatal y privado.
“¿Y qué tengo que ver yo con todo esto?”, me pregunté a mí mismo.
—¿Y qué tengo que ver yo con todo esto? —repetí en voz alta.
—Es muy sencillo. El gobierno del momento adquirió un interés muy especial en ti porque, aunque eras parte de los dos mil trescientos siete nombres originales, el monitoreo derivado de tu caso fue mucho más completo que el de los otros participantes, quienes eran ya adolescentes o jóvenes adultos en el momento de su inclusión… Es decir, la información obtenida de ti aún está siendo analizada…
—Yo siempre fui muy precoz y prolijo —traté de defenderme.— Incluso antes de nacer… ¡Imagínese un mes después!
—Tomemos por ejemplo cuando tenías once años, ¿recuerdas?
—¿Once nada más?
—Huiste de tu casa.
—Las voces tuvieron la culpa —afirmé.
—¿Qué voces?
—Las voces en la radio. Eran mis amigos albinos invisibles.
Lento extendió los dedos sobre la mesa.
—Lo estás haciendo de nuevo. Yo no estoy dispuesto a participar de estos jueguitos. Tengamos una conversación seria, ¿está bien? ¡Ni un chiste más!
Levanté las cejas en vez de encogerme de hombros. Era más sencillo, y mucho menos doloroso.
—¿Recuerdas qué pasó?
—Desafortunadamente…
—Cuéntame.
—Pues… —empecé yo—, teníamos un perrito viejo, de once años…, quiero decir, casi… nació conmigo. Nosotros éramos como jimaguas de distintas especies. Al punto que algunas veces lo envié a la escuela en mi lugar, y nadie se dio cuenta. Pero siempre me vigilaba y perseguía a todas partes. Dicen que algunos perros son pastores, pero éste de seguro era espía. Y muy indiscreto…
—¿Cómo se llamaba tu perro?
—Caliente —adiviné.— Aunque era todo lo contrario… Especialmente en la nariz.
—¿Así que escapaste de tu casa por culpa de tu perro Caliente?
—Sí. Así mismo fue. Eso me dijo él.
—¿Eso te dijo él?
Lento se rascó la cabeza.
—Ustedes no tenían perro —afirmó.— En realidad recibiste una serie de tareas de tu escuela. Se las diste a comer a tu perico. No tengo idea cómo se llamaba, pero a tus padres no les gustó la solución.
—Se llamaba Pedro —creí recordar—, pero lo llamábamos Perico… Era en realidad un chivo. Tenía dos caras, el muy hipócrita. Y dos cabezas. Y la tarea fue de Base Anatómica Descriptiva de la Lengua Actual. Nunca me imaginé que Pedrito fuese alérgico al estudio de esa asignatura, pues no paraba de decir disparates y sacarme la lengua, con sus ojitos de sacapuntas… Nunca supimos cuál fue la cabeza culpable.
—No, era un perico —Lento parecía estar convencido.— Casi se muere de la indigestión, y tú huiste de tu casa para evitar más reprimendas después de una discusión muy acalorada con tus padres…
—Ah, ¡qué tiempos aquellos! —la nostalgia me produjo gárgaras en los ojos.
—Eran los primeros días de enero. No tenías a dónde ir. Estaba nevando. Caminaste sin parar por casi un día.
—Los niños de once años caminan mucho cuando no van para ninguna parte —deduje.
—¿Y? ¿Qué pasó después?
—Caminé hasta que me detuve. De lo contrario no estaría aquí sentado, sino bien lejos.
—Correcto. Eran las cinco de la mañana. ¿Qué sucedió?
—Pues exactamente eso —admití.— Y un poco después fueron las cinco y media… y las seis algo más tarde, al igual que siempre ocurre en esos días de enero. No puedo decir nada de los otros meses, porque generalmente estoy durmiendo a esas horas. Además, a mí no me gusta hablar mal de nadie.
—¿Tú no puedes tomar esta conversación en serio por un momento?
—A estas alturas me tomo cualquier cosa. Tengo mucha sed. Y hambre. Las dos. En cantidades pérsicas.
—¿Sigues insistiendo con los persas?
—También puedo hablar de los fenicios —consideré.— Pero no sé nada de ellos.
—Regresemos a Perico, ¿está bien?
—Claro —acepté.— Mi perro Caliente era un Akita japonés. No hablaba el idioma ni decía nada, aunque sabía perro-Do, y era muy elástico y persistente. El Do es un tipo de arte de combate canino desarrollado, por supuesto, en las Islas Canarias. Un día lo descubrí entrenando su técnica lateral preferida. Sostenía su pata izquierda en el aire, a punto del ataque… Desde entonces empecé a sospechar…
—¡De vuelta con el perro! —se ofendió él.— Aunque así es como ellos van al baño.
Eso me recordó algo.
—Pues “Do” significa camino, en japonés internacional. Él era un perro, sabía mucho más de lo que decía, tenía cuatro patas, aunque una predilecta…, y siempre cogía por el mismo… Do…
Lento ejecutó su movimiento acostumbrado, agrediendo otra vez la pobre mesa:
—¡Basta ya! ¡Tú nunca tuviste un perro! ¡Tampoco un chivo hipócrita! ¡Era un perico!
Se golpeó el lado izquierdo del rostro. Respiró ruidosamente.
—¿Necesitas ayuda? —ofrecí, servicial.— No para respirar, sino para…
—Te diré qué pasó —prosiguió, haciendo un énfasis exagerado cada dos o tres sílaba.— Perico se comió tu libreta de tareas, se enfermó, huiste de tu casa, no tenías a dónde ir, caminaste hasta la mañana, hacía mucho frío, empezó a nevar, y casi desfallecido de cansancio, hambre y sueño, te escondiste en el asiento trasero de un automóvil abandonado junto al camino. Allí te desmayaste…
—¡Ah, qué tiempos aquellos, de mi juventud! Ya no hacen hambres así.
—El auto estaba encendido, con las llaves en el sistema de ignición…
El techo de nuevo. Recordé que no había ventanas. Era muy extraño. Ya no olía a mar.
—Los persas fueron los responsables —expliqué.— También los fenicios en la radio.
—Este caso fue famoso.
—No tan famoso como Caliente — indiqué.
Lento se colocó las manos a ambos lados de la cabeza. Y la sostuvo así por un rato.
—Si te cansas de esa basura —aconsejé—, la puedes colocar en el suelo. Trataré de no pisarla. Aunque no prometo nada. La tentación puede ser muy grande.
—¿Te puedo hacer una propuesta?
—Propuestéame —acepté.
—Me sigues con esta historia, y te dejo ir al baño.
Creo que éste fue el soborno más económico en la historia de los caminantes. Me sentí un tercio criminal.
—No te puedo seguir —afirmé.— Estoy encadenado al mobiliario.
—Digo que me sigas metafóricamente, con tu atención, y te dejes de tantas boberías.
—Eso mismo dijo Diego cuando dijo digo —respondí.— Pero es obvio que yo no te puedo seguir con la metafórica, sólo con la mente.
—Diego, Caliente, Eric, Juan… Perico… —recapituló él.— ¿Qué está pasando aquí? ¿Estás loco?
—No, encadenado.
—¿Jimena? Verifica mis credenciales. Orden de liberación para el zeta, cúa, ene, ene, doce, tres, cero, once, cero, cero, ¡ah!, vé, eme y pe-pe-cero-cero, nombre A. Ñicos.
No pasó nada.
—No pasó nada —repetí.
—Ten fe —afirmó él.— Ya estás libre.
Todavía no podía moverme. Tenía el cuerpo entumecido y bizco. Ambas piernas brillaban por su ausencia. Intenté retorcer el brazo más cercano a mi intención, empezando por el hombro de ese mismo lado. Un ejército de hormigas encabritadas e incoherentes me trepó por un extremo. Mi cuello se puso rígido. Me sentí palidecer. Extravié la voz. Se me secó la garganta. La nariz me dio un vuelco. Recordé la próxima noche estrellada. Y me arrastró la inercia.
Finalmente, y con gran esfuerzo, logré levantar una pierna.
—¿Puedes caminar? —preguntó lento.
—No me acuerdo —respondí.— Creo que voy a necesitar un par de patines, y que alguien me empuje. Mis tobillos son de goma.
—Te voy a dar unos minutos.
—Yo preferiría que me des uno de pollo frito —apunté con la nariz al recipiente en la mesa.
—Volviendo al tema —tosió él—, el auto en cuestión era uno de los cinco usados como señuelo por el Departamento de Operaciones Secretas Contra el Crimen Motorizado de la Delegación de la Policía. Estos funcionan, pero en realidad son inoperables… Tú te introdujiste en éste exactamente durante de cambio de turno de los inspectores asignados a la vigilancia, así que nadie te vio. Tampoco te descubrieron durmiendo en el asiento trasero cuando fue remolcado a media mañana.
Yo en realidad no recordaba nada de eso.
Comencé a sentir dudas. ¿Sería yo realmente yo mismo? ¿O sería yo otra persona?
¡Las probabilidades eran abismales!
Lento lanzó otro suspiro. Tomó una hoja, y realizó unos rasgos apresurados. Me los enseñó, casi triunfante, empujándolos contra mi cara.
Era un podio de premiación muy rústico, con un par de círculos equidistantes en la parte inferior, que probablemente representaban platos con sopa de pollo.
—Ya dije que me voy a preparar bien para la próxima competencia —pronostiqué yo.— ¡Me niego al cuarto lugar!
Lento observó su propio dibujo.
—Es un auto —lloriqueó, ofendido.
—Sí, claro —asentí con lástima.— Un auto… Casi… puedo verlo…, si inclino los parpados, hago un esfuerzo… y aprieto las cejas…
—¡Cuéntame qué pasó, o no hay baño! ¡Ni pollo! ¡Ni jugo de esta cosa asquerosa! —el agente de Unidos dio un salto casi vertical.
Ladeé mi cabeza, y todas mis ideas se escurrieron.
—Bueno —empecé—, pues Perico era en verdad una chinchilla…
—¿Qué es eso? —preguntó, intrigado.
—Las chinchillas son animalitos muy simpáticos, que dan tremendos saltos… ¡y unas mordidas!
—¿Pero qué son? ¿Algún tipo de perro, o pájaro?
—¿Nunca has visto un chinchilla?
Aproveché la oportunidad.
—Las chinchillas conforman el regimiento de operaciones especiales del ejército del mundo animal. Nunca duermen, y si lo hacen es con los ojos abiertos. Son además raudos, escurridizos, y tan flexibles como una pelota medicinal… Saben chinchilla-Do, y son muy meticulosos, aplicados y observadores; y capaces de seducir hasta las almas más antipáticas y disolver las menos sensibles con apenas una mirada… aparentemente inocente…
—Sí —aceptó él—, ¿pero qué son? ¿A qué se parecen?
—Las chinchillas son roedores andinos y misteriosos —aclaré, esotérico.— Y como de este tamaño.
Realicé un gesto, simulando atrapar a Eric por el cuello.
—¿Son ratas domésticas? —concluyó Lento, decidido.
—¡Más rata doméstica será tú!
Evidentemente, aquella afirmación había dañado mi autoestima.
—Volviendo a la historia del auto —retomé las riendas—, la jaula de Perico chinchilla estaba cerca de mi mesa de estudio. Tan cerca, que él alcanzó a atrapar el lomo de la libreta de tareas, y…
—¿A esos chinchillas hay que mantenerlos encerrados en jaulas? —me interrumpió Lento.— ¿Son peligrosos?
—Claro —concluí.— Ellos lo examinan todo con los dientes, y lo clasifican en sólo dos denominaciones: comestible o comido.
—Muy bien. Continúa —volvió a interrumpirme aquel inoportuno.
—Pues Perico atrapó el lomo de la libreta con sus garritas asesinas —obedecí—, y le gustó mucho. Antes de que pudiese yo decir “desoxirribonucleico”, todas las hojas estaban por el suelo. Y él mirándome a través de los barrotes como si no hubiese pasado nada… pidiendo más… Y yo, claro, pues tengo muy buen corazón y muchas mejores intenciones los fines de semana, se las ofrecí de inmediato…
Bueno, desde el punto de vista de mis recuerdos ficticios, la jaula no estaba tan cerca de la mesa. Por esa razón me sentí algo culpable, aunque ya había pasado más de una década imaginaria. Pero decidí disimular mi contrariedad.
—Ya dije que Perico era un delincuente —afirmé.— ¡Él me obligó!
—Todavía no tengo idea qué es un chinchilla, pero eso no importa —concluyó él.— Te daré la versión oficial de lo sucedido, ¿te parece bien?
No dije nada. De seguro me iba a echar la culpa de otros crímenes.
—¿Puedo decir algo?
—No me vengas de nuevo con eso —me alertó Lento.— ¡Escúchame!
Extendió las dos manos sobre la mesa. Y a poner de nuevo en orden todo lo que encontró.
¿Estaría nervioso?
Sin embargo, mientras meditaba en esta compleja materia, me pareció notar con el rabillo del ojo una diminuta cola peluda y arqueada.
La perseguí con la vista. Aquello se escabulló con una rapidez tan fulminante, que mis ojos no pudieron alcanzarla, y se me enredaron todas las pestañas.
—Ay, mi madrecita Brinca —pronostiqué.— ¡No puede ser!
—¿Qué pasa? —se sorprendió Lento.— ¿Ahora qué?
—¿Viste eso?
—¡Te advertí! ¡Ni una payasada más!
Y después de un poquito más de orden:
—Es verdad lo que dicen en Helados. Nada renumera la presión mental y psicológica en este trabajo. Estoy a punto de cometer un crimen, y renunciar.
—Eso es lo que llaman “premeditación” en los mejores círculos de investigadores —expliqué.
Yo lo vi de nuevo.
Sí, era una bolita blanca como el mármol más peludo que se pueda imaginar, con cuerpecito de Eric, ojitos atentos y una cola de vela de navío a la deriva. Corría de un lado al otro, y casi trepaba por las esquinas de aquella habitación, zigzagueando por los caminos del aire.
Recogí brazos y piernas, presintiendo un gramo de pánico. No sería la primera vez que una de esas criaturas me masticaba con deleite.
Aparecieron tres más.
Y yo recogí también hasta los mejores pensamientos, y todas mis intenciones de respirar.
—¿Qué está pasando ahora? —se sobresaltó el muy Lento.
Apunté de un lado al otro, mientras intentaba perseguir con el dedo el torrente de bolitas andinas.
—¿Jimena? —preguntó el agente.— ¿Me enseñas?
Él se inclinó de un extremo al otro de la mesa.
—Pues… ¿esas son las chinchillas?
Asentí.
—Creí que me estaba volviendo loco —anuncié.— En plural bien rápido de cuatro.
—Ten fe —repitió él, sarcástico.— Casi lo logras. Para el que cree todo es posible.
—¿Esto lo está haciendo Jimena? —yo creí entender lo que sucedía.
—Positivo —asintió él.— Una de sus características es que está altamente integrada con el sistema nervioso del portador, y puede inducir alucinaciones visuales, auditivas, olfativas, táctiles, etcétera y etcétera, con el objetivo de establecer y mantener comunicación…
—Perico no era de ese color —se me ocurrió una idea.— Era sólo uno, y tan negrito como la parte interior de los párpados cerrados de un encapuchado un minuto antes de la medianoche…
Tres chinchillas se evaporaron.
“¡Qué bien!”, pensé. “Esto de seguro debe tener alguna aplicación práctica.”
—Perico estuvo con nosotros por cuatro año —añadí, pensativo.— Y no paraba de crecer, y crecer, y crecer…
Jimena obedeció.
—…hasta que alcanzó un metro y medio de circunferencia… —proseguí yo.— La jaula era rectangular, así que no lo notamos en los primeros seis años.
—¿No dijiste cuatro? —me interrumpió Lento.— ¿Cómo pueden ser ahora seis?
—No, yo dije cuatro —afirmé.— Pero parecían diez, así que seis es menos que un poco más de los dos primeros cuartos de la suma total de los años previamente referidos, teniendo en cuenta que una de las dos variables posee un valor negativo intrínseco desde el punto de vista emocional, lo cual contribuye a la reducción hipotética del resultado… Es decir, si sumas cuatro más diez, a partir de la premisa definitoria inicial de las propiedades desagradables y traumatizantes del primer número, entonces llegamos al resultado irrefutable de que cuatro son seis en verdad, extendiendo las particularidades aleatorias originales del segundo número. O diez. No puede estar más claro que eso.
Lento inclinó la cabeza, aparentemente mareado.
Y yo:
—La jaula del pobre Perico estaba muy cerca de los equipos de televisión, el radio, el timbre de la puerta, el alambrado eléctrico público, los ruidos ornamentales de la ciudad, las ondas de los satélites de localización empírica de personajes históricos histéricos en la prehistoria… ¡En fin!, todo eso provocó alteraciones genéticas en aquel monstruo agresivo, que de seguro harían hasta a Carlitos Darwin chuparse los dedos de la satisfacción.
Vamos a ver si Jimena era capaz de seguirme…
—Los dientes del consabido Perico crecieron de acuerdo a su circunferencia. Sus ojos también. Eran fieros. Y tenía una cicatriz enorme que le atravesaba el rostro… quiero decir, ¡doce! Muy perpendiculares. Parecía una libreta cuadriculada. Y tenía además tremendo mal genio, treinta y dos cabezas, cuatro colas, siete orejas, ocho patas… Daba saltos de medio kilómetro contrario a las manecillas del reloj, era líder de su propio disturbio, baterista y pirata de orilla empedernido y circunspecto, con monóculo y bastón de mampostería asiática…
Jimena dio evidentes señales de haber sufrido un infarto cerebral.
Y Perico desapareció justo en el momento en que alguien nuevo abrió la puerta.
Contrario a la cultura de la región, aquel desconocido no llevaba máscara.
Lento se levantó apresuradamente. Habló un par de minutos con él, y regresó a su posta tan pronto aquel se marchó.
—Ya llegamos —indicó, apuntando a la mesa.
Y se quitó su máscara, manifestando contrariedad y pesadumbre.
“Ay, qué Brinca de nuevo”, concluí. “Ahora sí que estamos bien serios.”
Él tenía el pelo ralo a ambos lados de su cerebro tóxico, un bigote de primer explorador de las Américas, ojos más distantes de lo usual en mamíferos terrestres, y un tatuaje azul verdoso sobre el lado izquierdo de la cara, el cual simulaba ondas de mar deslizándose indómitas hasta la primera esquina de su frente.
Se aclaró la voz.
—Mi verdadero nombre es Federico Ríos. Represento a la Agencia Internacional de Investigación y Seguridad de Protección G-Unidos —explicó.— Ya no nos queda mucho tiempo, así que escúchame.
Permanecí en silencio, observando aquellas ondas. Cambiando de color, y… ¿un barquito de papel?
—No quedamos en el auto remolcado, ¿bien?
Moví la cabeza en una dirección inusitada, tratando de mantener mis ojos fijos en el mar sobre su rostro, y se me trabó un músculo desconocido en el cuello.
—Creo que en vez de una chinchilla hubiera sido mucho mejor un pececito —consideré, obediente—, pues ellos prestan más atención y te siguen a donde quiera que vayas, si los entrenas a respirar como es debido, claro… Una piraña, para ser más exactos. Con bozal y tratamiento complementario de ortodoncia muy rudimentaria, casi gratis…
Otro golpetazo sobre la mesa traumatizada.
—¡Ya te advertí que no tenemos tiempo para tantas boberías!
El mar se puso rojo. Obviamente, se avecinaba una tormenta.
—Muy bien —lo amenacé.— Me voy a callar.
Me observó con algo de incredulidad.
El mar se puso sereno, mientras ojeaba sus papeles.
—En resumen —chilló—, por un inoportuno y muy desafortunado error burocrático, el auto fue destinado a ser destruido aquella misma mañana, y transportado sin demora a la Empresa Municipal de Pulverización y Fundición Automotriz y Otros Equipos Afines para el Reciclaje, Preservación y Protección del Medio Ambiente…
—¿Nada más protegen la mitad? —no me pude contener.— ¿Y qué pasa con el resto?
Él me ignoró. Su barquito echó anclas.
—Este proceso dura siempre varias semanas, pero ocurrió un error… como ya indiqué… Otro más… Y te descubrieron en la prensa hidráulica, treinta y cinco por ciento en el proceso, y por pura casualidad, porque tu unidad de telefonía portátil no paraba de sonar. Contactadas las autoridades correspondientes, fuiste rescatado hipotérmico, deshidratado, con las dos piernas quebradas a nivel del fémur y el peroné, la espalda rota, fisuras craneales en tres lugares del parietal derecho —leyó—, ambos hombros dislocados, al igual que la cabeza… y la caja torácica aplastada, una mordida autoinfligida en un muslo, un pulmón perforado, la articulación de la muñeca izquierda con una fractura circular, etcétera y etcétera…, y fuiste declarado bastante fallecido en el mismo lugar del accidente.
“¿Yo estoy muerto?”, concluí, desanimado. “¡Qué vergüenza! ¡Y ni siquiera me terminaron de reciclar!”
Me revisé las piernas y los brazos con precaución.
“¿Qué parte será el treinta y cinco ciento?”, intenté determinar, midiéndome un codo.
Afortunadamente, todavía me quedaban dos.
—Yo no estoy muerto —afirmé, no muy convencido.— ¿Verdad?
Aquel me observó con recelo.
—Sí, y te cremamos dos o tres veces para estar bien seguros —informó, complaciente.
—¡Qué! —yo no lo podía creer.
Empecé a sentir mucho calor.
—¿En serio?
Lento se llevó las manos a los ojos.
—¡Claro que no! —gritó.
Por si acaso, me revisé el último codo.
—¿De verdad?
Pues los agentes de Helados Unidos ya me habían mentido antes.
—¡Qué va! —murmuró.— Esto es demasiado…
Se levantó y caminó torpemente hasta la puerta. La entreabrió:
—Vamos al baño.
—¿En primera persona del plural? De eso nada, camarada. Me niego. Esto es un evento de naturaleza muy singular, particular y secreta —le advertí.— Prefiero ir sólo, a mal acompañado. E insisto. No necesito ayuda. Ni siquiera emocional. Tengo años de experiencia. Y he leído muchos libros al respecto. Con ilustraciones en colores. Y diagramas, estadísticas y notas aclaratorias al pie de cada página.
El agente se volvió a apretar la cabeza.
—Pues no vamos al baño —consideró.— No debe ser tan urgente entonces…
Regresó a la mesa.
—El grupo de policías que acudió a la escena del delito determinó a primera vista que eras un criminal extremadamente peligroso, violento, adulto, y bajo los efectos de alguna clase de narcóticos desconocidos; y que tu comportamiento era muy sospechoso, pues fingías estar inconsciente para evitar cooperar con ellos —continuó a gran velocidad, en marea alta y barco ahora a la deriva.— Decidieron entonces detenerte bajo la acusación de robo del automóvil señuelo, aunque éste no era operacional, nunca habías estado en la parte delantera, y el mismo Departamento de Operaciones Secretas Contra el Crimen Motorizado lo había remolcado del lugar original a esta última locación… Para concluir, te dieron una paliza por resistencia al arresto e intento de escape… aunque, bueno, valga la reiteración, estabas inconsciente… dentro del auto aplastado… también… los dos… inclusive… y además…
Lento tomó una burbuja de aire, se le echó bajo un brazo, y se volvió a sumergir con habilidad de peregrino anónimo:
—Durante los eventos de aquella mañana, varios oficiales de la División Civil de Bomberos presentes en el lugar se opusieron a tu detención, y hubo un altercado pacífico entre ambos departamentos, incluyendo, pero no limitado a: insultos, empujones, dentelladas, patadas y puñetazos. Los bomberos incluso emplearon efectivamente diferentes recursos hidráulicos a su alcance para borrar de la locación a los integrantes del cuerpo de la policía. Por fortuna, varias ambulancias se encontraban en los alrededores, y pudieron socorrer a los damnificados tan pronto pasó la inundación…
Hasta yo quedé sin aliento. Probablemente de la expectativa.
—La comisión que investigó el incidente en meses posteriores descubrió que, por orden directa del Regente Oficial de Zona, los agentes policiales intentaban desviar la atención pública de las prácticas de la Delegación Nacional, y encubrir su responsabilidad, pues es ilícito para una organización destinada a la protección ciudadana el establecer trampas y usar procedimiento deshonestos e inmorales con el objetivo de crear condiciones favorables a crímenes inexistentes en la comunidad.
Era evidente que aquellas oraciones tan largas habían arrasado con mi asombro. El asunto parecía mucho más serio de lo que yo jamás había podido esperar.
—La mayoría de tus heridas fueron el resultado de la paliza policial —explicó él.— Estuviste en coma por más de seis años y medio. Tu familia demandó al Departamento de Operaciones Secretas Contra el Crimen Motorizado de la Delegación Nacional, a cada operativo individualmente, a los gobernantes estatales y a la Empresa Municipal de Pulverización y Fundición Automotriz y Otros Equipos Afines para el Reciclaje, Preservación y Protección del Medio Ambiente, y salió victoriosa. Las agencias de noticias despedazaron públicamente a cada organización e individuos responsables.
El barquito sobre su frente tropezó, y se fue a pique.
—Como resultado, el Departamento de Operaciones Secretas desapareció, la Delegación de la Policía perdió credibilidad social y pasó al sector privado, varios líderes del gabinete gubernamental fueron forzados a renunciar de sus respectivos cargos, y la Empresa Municipal de Pulverización tuvo que vender dos tercios de sus actividades, reducirse, y cambiar su nombre; aun así, nunca se recobró del escándalo y finalmente tuvo que abandonar el mercado…
El mar se puso sereno. Sin náufragos por ninguna parte.
—Tu familia recibió como compensación trecientos treinta y cinco millones, de los cuales la mayor parte fue donada a miembros individuales de la División Civil de Bomberos. Tres juicios adicionales prosiguieron en los años siguientes. Uno por treinta y cuatro millones, otro por cuarenta y tres, y un último por setenta y siete. Cada veredicto resultante fue unánime, y favorable a la víctima. Es decir, tú. El fenómeno legal sigue siendo estudiado hoy en día por leguleyos y otras especies afines…
Sentí reiterados deseos de echarme a llorar por turnos.
—¡Qué mala suerte! —lamenté, escandalizado.— ¡Muerto una vez, cremado dos veces, y hasta seis años en coma!
—O incluso más. Aunque es bastante obvio que eso de la cremación no fue en serio —intentó consolarme.
Su indiferencia me pareció inadmisible:
—¡Me ofende mucho que no lo estés tomando en serio —objeté—, cuando se trata de algo tan vital!
—En resumen —concluyó él, ignorándome—, nuestras organizaciones te han seguido y vigilado discretamente desde que tenías nombre y un mes de nacido. Los últimos tres años han sido muy tediosos para nosotros. Lo único que has hecho es mirar el techo, y tratar de cambiarlo de color, con un elevado déficit en eficiencia, efectividad y lógica.
—Pues no me vigilaron tan bien cuando casi me prensan de la paliza —proseguí mi defensa como gato bocarriba.— Además, yo tengo el derecho de no hacer nada con mi propio techo. O algo cuando quiera.
—Claro que sí —aceptó.— Pero es muy irresponsable de tu parte, porque es aburrido para nosotros, los que te vigilamos. Y es un desperdicio de recursos y personal que lo único que hagas sea nada todo el tiempo. Un rato está bien, pero esto ya raya en tortura, con serias agravantes por premeditación, nocturnidad y alevosía.
—Avísenme la próxima vez, y les prometo que los voy a entretener mejor. Y hasta les hago un cuento de Adas, les recito recetas y les arrullo arroyuelos…
Lento respiró tan hondo, que lo perdí de vista. Y alteró el desorden de los objetos sobre de la mesa, quizá teniendo en cuenta el valor fonético de cada primera sílaba en algún idioma recién inventado por puro accidente.
—Hace doce años… —prosiguió— hiciste público un artículo que revolucionó la percepción del concepto del tiempo en el campo científico.
Pestañeé en reversa, ejecutando el cálculo a la carrera con un solo pie: si tengo veintisiete años, y mi fallido intento de reciclaje había sucedido cuando tenía once, con seis y medio en coma, para un total de diecisiete y medio, lo que puede significar… menos doce…
—Yo soy muy prolífero incluso inconsciente —afirmé.— Y todavía más, si soy cremado repetidas veces. ¿Qué viene ahora?
—Ya te dije que no fue en serio —repitió Lento.— ¿Sabes qué? Cree lo que te dé la gana.
—En ese caso, tú eres un topo marítimo cruzado con avestruz de boardilla —proclamé, victorioso.— ¡En salsa!
La mesa fue la culpable. El agente le propinó una nueva paliza. Respiró aún más profundo, y apuntó en mi dirección. El mar estaba otra vez bermejo brillante.
—¿No te parece que sería bueno llamar a Moisés antes de que lleguen los egipcios? —sugerí.
—¿Egipcios también? ¿No eran fenicios?
—¿Qué fenicios? ¡Fueron persas!
—Dijiste fenicios.
—¡Yo no sé nada de los fenicios en la radio!
—¡Qué radio ni que fe…!
Agitó la cabeza y pestañeó con brío, intentando salir a flote.
—De acuerdo con tus análisis, el concepto tradicional del tiempo —prosiguió con voz muy calmada— es un producto subjetivo de nuestras consciencias basado en la errónea interpretación de fenómenos cósmicos reales, de la misma forma que los colores caracterizan las propiedades térmicas de la superficie de cada objeto, y la edad es el resultado visible de la degeneración genética a nivel celular… Semejante idea expuso al pasado y al futuro como construcciones gramaticales completamente imaginarias, lo cual fue, es, y será, muy deprimente, míresele por donde se le mire… pues establece que el presente es lo único que en verdad existe.
Lento intentó alisar la superficie de la mesa, quizás arrepentido.
—El caos en el ambiente científico fue inmediato, originando mucha especulación alrededor de la predicción de la partícula del tiempo, y lo que realmente podía significar en relación con la reversión del proceso de envejecimiento, la longevidad de los seres humanos, la relatividad dimensional de los viajes intergalácticos, los años de la luz, y otros etcéteras…
—¿Qué edad tiene la tal Luz? —intervine, intentando detener la avalancha de palabras.
¡En vano!
—Esto originó dos corrientes contradictorias, conocidas como la Liga de las Estaciones, que se aferró a los conceptos tradicionales, y la Presente Alianza. Un año después hiciste público el algoritmo lógico del movimiento perpetuo, en extremo simple y económico, que hoy se emplea de base en las rutinas de aprendizaje y adaptación de sistemas autónomos, como Jimena y Enseres.
Deduje que, a esta velocidad, Lento me iba a empujar más años de lo que yo estaba dispuesto a admitir ni siquiera en estado de coma.
—Todavía no sabemos qué pudo haber pasado. Al parecer, en tu caso particular, la paliza que recibiste de la policía tuvo propiedades educativas del rango de postgrado universitario. Desde entonces, las instituciones de muchos otros países han tratado consistentemente de reproducir las circunstancias, sin jamás lograr aproximarse siquiera a resultados vagamente similares.
“Menos mal”, consideré. “De lo contrario, el currículo del sistema educacional moderno incluiría diariamente como asignaturas matemáticas, historia, lenguas y entrada a palos… E incluso algunas adicionales en fines de semana como tarea de estudio individual. O colectivo. Lo cual significa, según mis próximos cálculos, riñas tumultuarias con valor pedagógico organizadas por los distintos distritos escolares al final de cada trimestre…”
—Ve, ¡ah! —deletreé.— ¡Ñó!
Lento puso los ojos en blanco con pintas morenas.
—Ahora quieres ir de nuevo, ¿correcto?
Asentí.
—Los persas están trabados por tu culpa a las puertas de Termópilas —amenacé.— Y no hay quien los resista, porque Leónidas se fue de vacaciones con los fenicios.
Él agitó varias veces sus pestañas en clave Morse con subtítulos en Braille, hasta que sus pupilas volvieron a aparecer.
—Dale con los fenicios de nuevo…
Empezó a reorganizarlo todo, pero cambió de idea.
—Sígueme —ordenó, levantándose y dirigiéndose a la entrada.
Obedecí con varios puntos suspensivos, esperando una exclamación.
Contrario a los pronósticos, llegué sin aparentes contratiempos. Excepto por un par de retortijones efímeros, que me obligaron a conducirme como un pingüino aprendiz de neurocirujano y algo psicópata, llegando tarde al salón de operaciones en el hospital equivocado. Es decir, de manera muy sospechosa hasta para mí mismo.
Saqué la cabeza por el hueco de la puerta abierta, pronosticando más sorpresas.
Pude observar que estábamos en la última habitación. Al final de la realidad.
A nuestra derecha se extendía un angosto pasillo, aderezado con tuberías de diferentes diámetros y colores opacos. Un poco más allá no quedaba más que pared. Ventanas, decoraciones y otros símbolos de civilización y comodidad humana brillaban por su ausencia.
“Aquí vendría muy bien una plantica ornamental”, pensé. “Verde, solemne y gótica. Y un óleo del oleaje marítimo, con una cerca blanca y un pelícano instruido en la industria pesquera… Y justo allí, en esa otra esquina, la célebre primate rasa, sonriente… Seguro una réplica, pues la verdadera está pintada sobre un unicornio sumamente tímido, agorafóbico e invisible…”
—¿Qué esperas? —gritó Lento desde el extremo más distante.— ¿Tengo que llamar a alguien? ¿Necesitas soporte técnico?
Casi me arrastré hasta allá.
Me niego a describir la subsiguiente catástrofe.
Quiero decir, la gran mayoría de la gente en este planeta se encuentra bastante familiarizada con la batalla en cuestión. Creo recordar que a pesar de que los griegos trataron de detener a los invasores, estos últimos lo inundaron todo con perseverancias exageradamente pérsicas.
En cuanto a los fenicios, no tengo idea qué pintan en esta historia, excepto por sus extraordinarias habilidades de cabotaje en acumulaciones líquidas.
Llegué pues a la conclusión que uno y dos deberían ser clasificados como fenicios y persas, respectivamente. Pero pronto cambié de idea, por supuesto. Porque siempre sucede lo mismo cuando pasa igual.
Al regresar al pasillo una media hora más tarde, encontré a Lento recostado de frente a la pared observando sus zapatos con atención exagerada. Golpeaba su cabeza repitiendo números primo hermanos y sacudía de vez en cuando los brazos, probablemente incómodo en su disfraz de cavernícola diario.
—Creí que nunca iba a salir de ahí —consideré, pleno de felicidad. — Y tú, ¿estás aprendiendo algo nuevo?
Él pareció despertar.
—Pues yo pensé que te habías ido por la desagüe —advirtió.— Sígueme.
Y dejó de ser Lento. Ahora era simplemente F. Ríos, de G-Unidos. La parte de mi cerebro que se dedicaba a examinar misterios dedujo acertadamente que con tal nombre sería mucho más lógico que perteneciese a Helados. Aunque preferí ignorar los detalles.
Llegamos a una plataforma circular, con puertas en varias direcciones y espacio suficiente para los saltos de Perico, alias chinchilla gigante.
Presentí algo de preocupación al descubrir extinguidores en fila india, escafandras de buceo colectivo y un diminuto auto de aspecto subacuático, eléctrico e infantil, revestido de colores muy estimulantes.
F. Ríos-Lento abrió otra puerta, perpendicular a nuestra trayectoria.
Apunté hacia la decoración, intrigado. Repleto de interrogantes e ideas inadmisibles en público.
Él insistió con el dedo firme hacia afuera.
Tres escalones algo tímidos nos condujeron a otra plataforma, y ésta a la entrada de una gigantesca estructura donde gente llena de espejuelos subía y bajaba muchísimas escaleras con aire doctoral, observándolo todo y tomando notas evidentemente alarmados.
Estábamos en un túnel tan ancho como largo. El horizonte se revelaba en la distancia a través de tres aberturas semicirculares y gigantescas, las cuales apretaban en su extremo inferior lo que parecía el océano, o tal vez uno de sus familiares adoptivos más próximos.
—Se nos olvidó Eric —señalé.
Miré hacia atrás con curiosidad.
—Y el pollo de fruta bomba frita… Y uno de esos extinguidores, por si acaso… pues nunca se sabe…
El pasillo por el cual habíamos acabado de descender había desaparecido en el interior de una estructura remotamente similar a un ferrocarril bien gordo, lleno de articulaciones y otras protuberancias equivalentes, pero sin carriles de ferro por ninguna parte. Lo más característico y absurdo era que tampoco por fuera poseía ventanas o acceso alguno.
Imaginé que tendría principio y final, o tal vez una parte de adelante y también otra de atrás, para llegar y volver como usualmente es requerido en todo transporte que se respete. Sin embargo, no pude encontrar nada parecido a tales conceptos.
—¿Ya no estoy detenido? —pregunté, tomando fotografías mentales con los ojos bien abiertos, y bastante convencido de que nunca lo estuve.
“Por esta razón Enseres se cayó del techo bajo un puente”, concluí. “Era un techo nómada con un puente fijo. Y no me lo imaginé: el olor a mar era realmente mar.”
A nuestros pies, líneas de color anaranjado, blanco, azul y verde se extendían por el suelo en todas direcciones, invitándonos a seguirlas incluso hacia el techo. Las puertas estaban pintadas de un verde más modesto, con un rectángulo rojo en el extremo superior izquierdo, y una serie de códigos alineados a la misma altura.
Lento me empujó en dirección a una última plataforma bien inclinada, y dos escaleras más, no tan respetuosas, pero sí exageradamente descendientes, psicológicamente desequilibradas, muy paranoicas y con múltiples personalidades.
—Si seguimos bajando vamos a llegar al fondo del planeta —le advertí.
Y una última puerta, igual de verde.
—¿Vamos a esperar a que se madure?
Pero no…
—Siéntate ahí —exigió él.
Estábamos en un recinto bien parecido a una cafetería común.
“¡Perfecto!”, concluí. “Ya casi tengo hambre de nuevo después de no haber comido nada en múltiples ocasiones desde quién sabe dónde ni cuándo. Y no añado cómo, porque sería contradictorio.”
Lento se acomodó a una silla de distancia.
Observé alrededor. Allí había otros, distribuidos en grupos de dos por cada mesa, también preservando la distancia y muy circunspectos.
Apenas quince segundos después un nuevo personaje inundó el lugar con sus espejuelos para descubrir eventos interplanetarios de reojo, sombrerillo de prófugo dominical, chaleco ilustrado por osos despavoridos con inclinación al periodismo, más papeles y unas cincuenta libras extras en lugares inesperados.
Se paró delante de nuestro grupo de espectadores, cruzó los dedos, y levantó y bajó los brazos, tal vez practicando sus futuras habilidades natatorias de híbrido con guanábana. Hizo una mueca de lujo, suspiró a punto de un ataque cardiaco, tosió dos veces, y se apretó la máscara de fondo de botellas hasta que casi le llegó al cerebro del alma.
Y más tosecitas nerviosas.
Me balanceé en las patas traseras de mi silla. Levanté una mano, y me apunté al dorso con la otra, en el lugar donde imaginaba que estuviese mi reloj pulsera.
“Vamos a ver si nos apuramos un poco”, pensé, “que no tenemos tiempo para tantas monerías.”
Él me lanzó un vistazo que me dio en plena frente. Casi me caigo de espaldas.
—Bienvenidos, reclutas —nos amenazó con voz de asfalto caliente y bastante pegajoso.
“¡Re-qué!”, pensé en voz muy alta.
—Mi nombre es teniente coronel Corrido Carrera. Para comenzar, les quiero expresar el sincero agradecimiento del Estado por haber dado el paso al frente en estos tiempos tan caóticos.
Seguro que él no se refería a mí. Porque hasta hacía un rato mis dos pasos habían estado encadenados. Y parecían de pingüino. El único verdadero estado en que entonces habían estado mis referidos pasos era en estado ausente, y probablemente eso nadie lo agradecería en ningún Estado, esté donde esté, o donde haya estado…
—Sus sacrificios no serán en vano —continuó él.— Cada uno de ustedes recibirá remuneración al final de las distintas fases de la operación de acuerdo al rendimiento individual. Espero que hayan sido informados durante el tránsito… Estamos todos Jimenados, ¿verdad?
“¿Sacrifi-qué?”, mugió mi cerebro. “Bueno, por lo menos nos van a pagar por rendirnos. Peor es nada. Del lobo, un cuerno”.
Levanté la mano una segunda ocasión. Mis intenciones eran ahora diferentes.
Él me apuntó, con algo de fastidio.
—¿Cómo se conjuga ese verbo en tiempo presente de la primera persona del singular? —indagué, complaciente.
La única muchacha allí soltó una carcajada, y se cubrió los labios. Quedé perplejo, pues no recordaba haber jamás encontrado semejante reacción. Ni siquiera con los Helados Fríos.
—Yo Jimeneo, tú Jimeneas, él Jimenea… —intervino el más conciso de los sentados.— Y ella también…
—Nada de meneos —afirmó el líder espejuelado.— Quiero decir, ¿todos han sido integrados con el sistema, verdad? ¿Estamos conectados?
“¿Conectados a qué?”, me alarmé. “¿Van a pagarnos por eso?”
Levanté el brazo bien alto.
Él me apuntó a regañadientes.
—Sí, por favor.
—¿Puedo decir algo? —pregunté.
Lento se negó haciendo movimientos muy cortos y bruscos con la quijada hasta que se le desprendió el cuello.
—Afirmativo —respondió el Corrido.
—Gracias —respondí.
El acostumbrado momento de silencio nos acorraló de inmediato.
—¿Y…? —lo interrumpió aquel.— ¿Qué tienes que decir?
—No le hagas caso —intervino Lento.— Este comediante siempre está haciendo estas cosas. No dice nada, pero tampoco para de hablar.
La muchacha volvió a apretarse los labios, dejando salir un ruido explosivo.
Me encogí de hombros cómodamente. Miré el techo. No estaba inclinado.
—¿Qué tiene que decir? —insistió el otro, levantando una mano en señal de pausa.
Repetí mi elocuente pantomima de hombros.
—Nada… Tan sólo quería saber si podía decirlo si se me ocurría.
—Te lo advertí —concluyó Lento.
La muchacha no pudo contener la risa.
—¡Hey! ¡Atención y ojos al frente! —vibró el de voz de asfalto.— No estamos aquí para entretenimiento de nadie. Esto no es un circo, y semejante comportamiento es inaceptable y no será permitido, ¿entienden?
Ella bajó la cabeza, y la escondió entre ambas manos.
Aquello me intrigó mucho. ¿Qué estaría mirando?
Sin embargo, el techo seguía siendo mucho más interesante.
—Agente —prosiguió—, ¿su preferente ha pasado el preliminar introductorio? ¿Está confidente, e informado?
—Sí —respondió Lento, nervioso.
—De eso nada —intervine.— Eric está mejor informado, y ni siquiera existe.
—¿Quién es Eric?
—No le hagas caso —repitió el agente de Unidos.— No para de decir cosas irrelevantes. Nos ha hecho perder un día entero con esos cuentos.
—Ustedes estuvieron dos en tránsito, ¿no es así? ¿Qué pasó?
“¡Dos qué!”, gritó mi sorpresa. “¿Van a pagar por eso también?”
—Nos tiene a punto de cogerlo por el cuello —confesó el primer manipulador.— Creo que después de esto voy a pedir una transferencia al Departamento de Filiaciones e Inventario.
“Transfíliate e inventa después”, pensé. “Ahora, ¡a pagar! ¿Dónde está mi remuneración?”
—Hablamos después. Quiero un reporte completo en una hora —interrumpió el Corrido. Y volviéndose al resto de nosotros:— Espero entonces que todos estén ya integrados con Jimena. El resto de los detalles de la misión serán compartidos en las siguientes horas, en dependencia al nivel de responsabilidad e involucración personal… ¿Páncreas Efímor?
Imaginé por un segundo que aquello era una consigna ancestral en latín de escudo de armas, o alguna otra de esas lenguas que están muy enfermas, pero no se acaban de morir, y decidí repetirlo con entusiasmo, poniéndome en pie con una mano sobre el corazón, porque probablemente el Estado pagaría más por mi actitud mental, cuando…
—¡Presente! —replicó algo enorme, que parecía casi humano, y con músculos saliéndosele hasta por las orejas.
—Asignado a exploración, contención, retención y exterminio…
—¡Eso es! —se alegró aquel, dando una palmada— ¡A exterminar se ha dicho!
Me sentí bastante anacrónico. ¿En qué lío me había metido? No tenía la más mínima idea.
—¿Qué está pasando? —le susurré al F. Ríos.
—Aquí tienes —respondió aquel, muy serio.— Éste es el resultado de todas tus payasadas. No te enteraste de nada.
—Yo quiero irme para mi casa. Añoro mucho mi techo —afirmé.
—Eso no es posible. Estás bajo disposición gubernamental. ¿Recuerdas el acuerdo que aceptaste?
—Yo no acepté ningún acuerdo —recapitulé.— Y si lo hice, no me acuerdo.
—Hubieras prestado más atención —explicó.
—¿También pagan por eso? ¡Qué bien!
—¡Shhhh! —silbó, apuntando al tipo de los espejuelos de telescopio.
Aquel seguía diciendo barbaridades:
—¿Gertrópodo Llevueno?
—Aquí —en esta ocasión, alguien en el otro extremo del espectro de los exploradores musculosos.
—Infiltración, emboscadas, explosivos, flanco derecho… ¿Obelado Metelgía?
Una mano se levantó temblorosa.
—Vigilancia, reportes, información, flanco izquierdo… ¿Adeuterio Ñicos?
Ya dije que el techo era más interesante. Y no me arrepiento.
—¿Adeuterio Ñicos? —repitió.
Sentí un arsenal de miradas clavarse en mí desde el resto de las mesas. Y yo, como si nada. Aunque todavía sin comer.
—¿Adeuterio? —intentó de nuevo.
El eco del resto de los visitantes lo imitó.
Persiguiendo su costumbre, el Lento atacó la mesa. Y me lanzó una patada a escondidas.
—¡Hey! ¡Que es contigo!
Lo ignoré casi involuntariamente, cerrando los ojos e imaginando estar de vuelta a mis aburridas rutinas de cada mañana.
Efe—Ríos apuntó en mi dirección. Lo percibí con mi discernimiento olfativo.
—Comunicaciones, retaguardia… ¿Xixliab Xeltro?
“¡Menos mal!”, volví cautelosamente a la realidad, sintiéndome no muy convencido. “Ya se olvidaron de mí.”
La muchacha levantó el brazo, ahora bastante seria.
—Jefa de grupo, liderazgo. Ella es imprescindible para esta operación. El resto de ustedes es reemplazable, ¿entendido?
Bueno, menos mal que yo no era ninguno de ustedes, pues no entendía nada.
—Vayan al ah-cuatro, segundo piso, a recolectar sus uniformes e impedimenta. El ascensor está al final del pasillo, a la izquierda… Sigan la línea amarilla… Agentes Xeltro y Ñicos, conmigo.
Los “ustedes” comenzaron a moverse perezosamente en dirección a la entrada. Parecían desorientados e incómodos.
Lento me empujó por el hombro con el puño.
—¿Qué esperas? ¡Despierta, es contigo!
—Se nos olvidó el pollo frito de Eric —avisé.— Él se lo donó a los persas, y me designó personalmente a mí para la transportación y entrega. Tengo un compromiso social y pedagógico con el desfallecido. De lo contrario, quiero decir, no garantizo el futuro de ninguno de tus Helados.
—¡Yo soy de junidos! —replicó.
Un par de líneas perpendiculares brotaron entre los ojos de Lento. El mar se encabritó. Y la mesa siempre tiene la culpa.
—Muy bien —denegué—, ya camino por el camino. No hay que ponerse así. Deberías tomar alguna pastilla para esos golpes. Los muebles te van a coger odio.
Me levanté, estiré las piernas, me metí ambas manos en los bolsillos lo mejor que pude, y salí a la carrera en la primera dirección que se me ocurrió oportuna.
—¡Agente Ñicos! —gritaron detrás de mí.
Resulta bastante imposible abrir puertas con las manos en los bolsillos. Eso lo saben hasta las zarigüeyas más ignorantes e indecentes. Por eso siempre llevan la familia en sus espaldas, y los marsupios de reserva…
Aun así, consideré mis opciones, recapacitando en los respectivos mamíferos:
“En primer lugar…”
—¡Agente Ñicos! —continuó el Corrido de espejuelos.— ¿Por aquí?
Bueno, al parecer yo ahora era también un agente, además de recluta. Tenía que ser verdad cuando lo habían dicho dos veces. Y repetido una.
Regresé a mi mesa, cabizbajo. Y me volví a sentar.
Lento abrió los ojos, enarcó las cejas, apretó los labios y enseñó los dientes:
—¿Qué haces aquí? —rugió.— ¡Tienes que ir para allá!
—Esas distancias son relativas al punto de origen —reflexioné.— Yo vengo de ese allá. Y para el allá no vuelvo ni aunque me paguen tres veces lo que todavía no me han pagado. Además, él dijo aquí. Y aquí llegué y estoy.
—No este aquí —él aplastó la mesa con las manos muy abiertas, masticando cada sílaba—, sino el aquí de allá —y apuntó al espejuelado.
—Pero cuando llegue a ese aquí que está allá entonces será allá y no aquí desde acá —afirmé.— Ustedes están locos. Nada de esto tiene lógica.
—¡Tú no tienes lógica! —gritó Lento, dando un salto y empujándome con silla y todo hasta el más allá.
Xixliab y el sombrero Corrido me miraban tan perplejos como si hubiesen descubierto una cucaracha de dos tonos ejecutando ejercicios abdominales en la fábrica de literatura moderna.
—Conste que no estoy allá ni aquí de mi propia voluntad —advertí.— Esta silla es muy resbalosa. Y tiene un burro de fuerza.
—Gracias, agente —informó Corrido.
—Buena suerte —replicó Lento, marchándose tan rápido como le permitieron sus extremidades inferiores.
—Este comportamiento es inaceptable —me advirtió el teniente coronel.— Vamos a ver si nos acomodamos todos, ¿eh?
—Siéntense ustedes también —repliqué.— Yo estoy ya bastante cómodo.
Xixliab se llevó las manos a la boca, impidiendo una nueva explosión de carcajadas.
Esto era demasiado. ¿Se estaría burlando de mí?
Porque yo no era tan gracioso.
—Tengo una pregunta —comenté.
El teniente Corrido y coronel Carrera soltó un suspiro de siete metros de largo.
“Estos tipos son muy melodramáticos”, pensé. “Deberían respirar menos. Al paso que van, la atmósfera se nos va a llenar de huecos.”
—¿Cuál es tu pregunta, agente Ñicos?
—Se me olvidó —reconocí, avergonzado.— Probablemente no era importante.
El Corrido me observó muy despacio desde el fondo de su telescopio biplaza portátil. Sentí su mirada apretarme por el cuello hasta que casi se me olvidaron el resto de mis ideas, y comencé a respirar igual que ellos.
—Qué contrariedad. Esto nunca me había pasado antes —intenté justificarme.— Y sí pasó, tampoco lo recuerdo.
Él tomó el bulto de papeles, los extendió sobre la mesa meticulosamente uno a uno, y exclamó:
—¡Aquí tienen ustedes! Éste es el plan, presten atención.
Nada más que garabatos y manchas de alumnos de prescolar medio dormidos después de almuerzo.
—Sabemos que el elemento principal se encuentra en esta zona —realizó un círculo con el dedo sobre una de las hojas de papel—, justo al noreste de las cuevas. Esta región es rocosa, y está llena de fisuras tectónicas que descienden al manto freático y se conectan con el mar. Es un verdadero laberinto. Hemos considerado el detallado cartográfico de la región empleando una combinación de técnicas de radar y sonar, pero resulta poco práctico porque nos tomaría mucho tiempo, y el principal ha exhibido características muy volátiles en previos encuentros. Si alcanza las cavernas perderemos todo contacto hasta el próximo incidente. Y quién sabe dónde o cuándo ocurra, o si el gobierno estará dispuesto a colaborar otra vez con nosotros. Eso es, si no abandona el planeta.
Yo realmente no veía nada.
—Caballitos —adiviné.— ¿Y mariposas?
—¿Caballitos? —repitió Corrido.— ¿Qué quieres decir?
—¿Qué estamos mirando? —pregunté, distraídamente.
—¿Qué vez?
—Veo garabatos de manchas con más manchas de garabatos.
—¿No estás integrado?
Me encogí de hombros. Sentía mucha libertad, así que lo practiqué varias veces.
—Este es un papel muy especial —explicó el coronel—, y su contenido es sumamente secreto. Quiero decir, confidencial. ¿Entiendes? Está codificado e integrado con Jimena. Nadie fuera de nuestro círculo puede verlo, ¿ves?
—Pues no. Veo sólo manchas… ¿Hasta dónde llega el círculo ese?
Apenas lo podía creer, pero aquello parecía estar volviéndose más interesante que el techo.
—Sabes qué es Jimena, ¿verdad?
—Jimena es muy lista, pero no es un genio —enumeré.— Tiene mal eso mismo, y no escucha nada de lo que yo digo.
—Tu Jimena está apagada —concluyó él.
—Pues entonces no la quiero —me sorprendí.— Yo pensé que era gratis.
—¿Qué?
—¿Cuánto vale?
—¿Cuánto vale qué?
—¡Jimena! —insistí.— ¿Ustedes no lo van a deducir de mi remuneración, verdad?
—¿Qué pasa con Jimena?
—¿Jimena quién?
—Me estás confundiendo —confesé.— Ya no tengo idea ni quién está hablando. ¿No acabas de decir que tengo que pagarla?
—¡Tú eres quien lo está confundiendo todo! ¡Yo dije que estaba apagada! —gritó él.
—¡Pues yo dije que pensé que era gratis! —grité yo.
—No entiendo…
—¿Sabes qué? Devuélveme mi dinero. Me voy para otra parte.
—¿Qué está pasando ahora?
Corrido me observó de reojo, con intenciones de salir corriendo a la carrera, tal vez en honor a su propio apellido.
—Jimena —clamó cautelosamente—, envía señal de alerta en un radio de tres metros a la redonda.
—¿Jimena oye radio? Esa es la razón por lo cual yo no le caigo bien. Prefiero el cine. Y la televisión. Pero más el cine.
Él ignoró mis conclusiones.
Apuntó a una esquina del papel.
—Rosa de los Vientos —afirmó.
—¿La puedo llamar Rosita? —lo interrumpí.— Rosa suena muy impersonal. Y eso de los vientos es hasta ofensivo. Tenemos que darle algo para la indigestión.
—Si sigues hablando basura te voy a poner una penalidad —amenazó Corrido.
—¿Dónde la vas a poner?
—¿Qué es lo que está pasando contigo? ¿No puedes prestar atención por cinco minutos?
—Ya llevo mucho más que eso, y te aseguro que tengo tanta hambre, que me como un persa en Termópilas.
—¿Ves ahora la Rosa de los Vientos?
Perseguí su dedo apoyado sobre el papel.
—No. Evidentemente. A la tal Rosa se la llevó el viento.
—Jimena —lloriqueó él—, envía señal de emergencia en un radio de cinco metros.
—¿Podemos cambiar a otra emisora? ¿Con música popular bailable?
Como era costumbre, me ignoró.
—¿Ves la Rosa de los Vientos? —insistió.
—No.
—¿Jimena? Alarma en el mismo radio.
Alguien me chilló en el oído con acento metálico extranjero.
—¿Y ahora?
Aquello comenzó a tomar forma.
—Bueno —deduje—, Rosa no es una persona. Y si lo es, está bien confundida y no sabe para dónde quiere ir.
Corrido movió el dedo.
—¿Y la escala gráfica? La usamos además para ajustar a Jimena. Es un proceso automático.
—¿Escala? Es más bien una escalera horizontal muy mal dibujada. No hay espacio suficiente para los pies… Y no me diga que le están haciendo eso a Jimena. Es vergonzoso. Y muy ofensivo.
Más ignorancia.
—¿Ves estos diagramas? ¿Y el mapa? ¿Estas notas?
Me incliné sobre la mesa.
—Bueno —admití a regañadientes.— Sí por tres veces.
—Problema resuelto. Continuemos entonces.
—¡Abajo Jimena! —canturreé alegremente.— ¡Viva Rosita, la ida de los vientos!
—¿Sabes? Para estar encargado de comunicaciones, te comunicas muy mal —consideró el teniente coronel.— Extrema exuberancia de hojarascas en otoño.
—No tengo idea qué significa eso… —advertí, amenazador.
—Significa que estás muy viejo para tantas sandeces.
—¡Nunca es tarde si la dicha es buena! —riposté.— Tú también deberías intentarlo. Sospecho que poseas una habilidad natural para payasadas.
—No, gracias —respondió Corrido.
—Por nada. ¡Es un placer!
—Volvamos a nuestro asunto…
—Volvamos pues. Si puedes, y encuentras por dónde.
Me concentré en los papeles hasta que me sangró el entrecejo.
—¡Tantos y tantos! —consideré.— Ustedes de verdad son un peligro para los bosques decentes.
—Bien… —prosiguió Carrera—, ya que estamos todos en la misma página…
—¡Un momento! —lo interrumpí.— ¿Cuál específicamente? ¡Hay muchísimas!
El teniente coronel parecía haber perdido unas diez libras de las extras que cargaba.
Apuntó la mesa con ambas manos, realizando movimientos circulares concéntricos.
—Es una frase en sentido figurado que significa: “estamos prestando atención a lo mismo”. ¿O esto?
Insistió en la dirección a la que se refería.
—Bueno, yo no presto nada de propia voluntad —advertí.— Quiero que me lo devuelvan, por favor.
—¡Eres insoportable!
Bajó la cabeza, pensativo.
—¿Jimena? Amordaza por quince minutos al próximo que me interrumpa.
—¡Rosita! —clamé.
Y no pude decir nada más.
“¿Por qué siempre me pasará esto?”, adiviné.
El espejuelado sonrió macabramente.
—¡Perfecto!
Se frotó entre sí las diez protuberancias al final de cada brazo.
—Pues bien… ya no sé ni lo que estaba diciendo… —aceptó.— Sí, las fisuras… las fisuras…
Se quedó en suspenso, moviendo el dedo rígido de un lado al otro, y realizando una serie de cálculos hipotéticos e invisibles, que se perdieron en los vientos de la tal Rosa.
—¿Qué sabemos?
—Mmmfft —respondí.
—Pues ya sabemos que el elemento principal se encuentra en esta región —prosiguió él—, al noreste de las cuevas, sur del pueblo… Las grietas conducen al enjambre de ríos subterráneos. Sospechamos que han sido establecidos por el principal en caso de emergencia… Estamos apretados con el tiempo, y estaremos en desventaja si intenta escapar… Es muy posible que estas condiciones ecológicas y políticas no vuelvan a repetirse en los próximos treinta años. Lo que quiere decir… decir que… el que me eche a perder esta operación va a recibir de condecoración en la cabeza un pase gratuito y permanente al reparto bocarriba, ¿está claro?
—Mmmfft —repetí.
—Pasemos a los detalles. Comunicaciones es con nosotros. Es nuestros oídos en la operación. Para aquellos que no tienen idea, es el agente Ñicos. Esto se refiere a él mismo. Liderazgo será responsable del agente marítimo Púlpora Segundo. Él será nuestros ojos y cerebros en locación.
“No necesitan nada de eso”, pensé. “Sería un desperdicio. De todas maneras, dudo mucho que sepan cómo usarlos. Y si dudo, no existo. Pues solamente existo cuando pienso. Aunque el pienso es poco digerible…”
—La primera fase es transporte. Púlpora Segundo deberá ser rotado de una a otra posición durante la misma. Esto quiere decir que cada uno de ustedes, excepto liderazgo, estará encargado de su transporte hasta la primera marca…
Apuntó a la mesa. La uña se le puso lívida.
—¿Preguntas?
Levanté la mano.
—No. Tú no hablas. Tú escuchas, ¿está claro?
Resoplé para ilustrar mi inconformidad:
—¡Mmmfft!
Él apuntó a Xeltro.
—Negativo —afirmó la muchacha.
Lo cual me pareció una contradicción.
—La segunda fase constará de reconocimiento de la zona, establecimiento de un centro de operaciones, y localización de los dos grupos anteriores… En la tercera fase deberán establecer contacto con el principal. Pero de eso se encargará Segundo. ¿Está claro?
“La primera es transporte, la segunda es centro, y la tercera es Segundo contacto”, resumí. “Tan claro como el fango en la niebla a medianoche y con los párpados apretados.”
—Afirmativo —insistió Xixliab Xeltro, aduladora.
“¡Qué!”
Era muy evidente que yo estaba perplejo. Hasta yo lo pude notar.
El tenientísimo decidió entonces mostrarnos sus habilidades de mago de circo ambulante: se sacó de la manga dos cilindros traslúcidos y alargados, con tapas de color negro. Metafóricamente, claro. Y los colocó sobre la mesa. Literalmente.
—Idénticos, ¿verdad?
Xixliab asintió y yo denegué, recordando que tenía mucha sed. Aquello era una tortura.
—Estos dos recipientes contienen líquidos —informó.— Uno de ellos es el célebre hache dos oh, formado por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, primordial para la vida en este planeta. El otro es bastante similar. Lo que quiere decir que a simple vista ambos coinciden en una serie de características físicas como la carencia de olor y sabor, y su densidad y pé hache neutral óptimo… Pero hasta aquí. Ahora bien, las diferencias no son tan obvias. Los átomos de este otro poseen polaridades invertidas, y sus dos hidrógenos están localizados en posiciones opuestas. Adicionalmente, no le gusta el otro líquido, pues es químicamente inerte. Tampoco le agrada la música. O el aire. Observen esto.
El mago Corrido sacó una copa de vino rojo de una de sus orejas. La colocó sobre la mesa.
De seguro que iba a pedir un voluntario. Levanté la mano.
—Una gota de éste —explicó, dejando caer un chorro.
Me lamí mis labios resecos.
—Nada extraordinario, ¿verdad? Este hache dos oh le gusta el aire y le encanta la gravedad —explicó.— A diferencia del elemento principal en cuestión. Vean esto…
Repitió la operación. Una gota de agua cayó lentamente hacia la copa, silbando.
—¿Lo escuchan? El principal vibra a gran velocidad, tratando de evitar el aire y produciendo ondas audibles. Parece que flota contrarrestando la fuerza de gravedad. Pero eso no es todo. Vean ahora…
La gota descendió hasta el agua en la copa, pero no llegó a tocarla. Y allí se quedó, flotando y cantando como si nada.
Me relamí los labios hasta que se volvieron insípidos. ¡Aquellos dos líquidos estaban tan próximos… de mí!
—El agua verdadera es sumamente importante para los seres vivientes en este planeta —insistió.— Por eso esta misión es tan significativa. No sólo porque este líquido extranjero es muy peligroso a nuestro ecosistema, pero también por sus aplicaciones prácticas, pues hemos podido comprobar que es capaz de aprender, y posee memoria, y también una inteligencia rudimentaria… Y su punto de congelación es inexistente. O tan bajo que aún no hemos podido descubrirlo. Tampoco ebulle. Quiero decir, al parecer no posee otro estado que no sea líquido.
“Igual que los fenicios”, recordé. “Ahora bien, con los persas la historia es muy diferente.”
Corrido me miró de reojo.
—Observen esto… Tengo dos lápices… Uno es amarillo y el otro es azul.
“¡Qué bueno!”, sentí verdadera alegría. “¡Felicidades! ¡Vamos a colorear!”
—Durante los experimentos hemos tocado el agua con instrumentos de color amarillo. Eso no le gusta.
Pasando de lo dicho al hecho, el teniente reveló públicamente como el agua de nuevo tipo era alérgica a determinados lápices.
—¿Ven?
“¿Podemos ver otra cosa?”, pensé. “Estos trucos son muy infantiles.”
—Durante el segundo trimestre de mil novecientos treinta y nueve cayó un meteorito en una de las tantas islas del Cinturón de Fuego del Pacífico. La verdadera locación es desconocida hoy. Una expedición multidisciplinaria de la Universidad de Arándanos observó el fenómeno, recopilando muestras de rocas y minerales. Algunos meses después empezó la Segunda Gran Guerra, y el proyecto fue archivado. Los científicos involucrados en el mismo marcharon al frente de batalla, y eso fue lo último que sabemos de ellos. En cuanto a la documentación resultante, fue destruida juntamente con la Universidad durante uno de los tantos bombardeos de Arándanos.
Él levantó una de las hojas. Era una foto monótona y bastante borrosa de siete individuos muy parcos y doctorales, sentados alrededor de una mesa. Sobre la misma, un rompecabezas de pedazos de piedra lo suficientemente grandes como para romperle la cabeza a cualquiera si le caían de meteoritos en la misma.
—Veinticinco años más tarde, una lluvia similar iluminó la noche sobre nuestra base naval en la isla Carmina. Esta vez no hubo científicos interesados hasta que las rocas del treinta y nueve empezaron a producir este líquido, el cual escapó su almacenaje y emprendió una migración de varios años y miles de kilómetros, hasta unirse a muchos otros más, de origen desconocido. Sospechamos que la lluvia de la década del sesenta introdujo en nuestra atmósfera una nueva porción del elemento principal. Y que es muy probable que los que descubrimos más tarde ya llevasen largo tiempo viajando de manera desapercibida.
El Corrido levantó otra hoja. Era un mapa mostrando líneas en todas direcciones, atravesando incluso océanos. Al parecer intentaban coincidir en la zona central de Asia, pero cambiaron de idea y se dirigieron hacia las Indias Orientales, remoloneando distraídamente a lo largo de la silueta del continente en busca de las otras.
—El elemento principal es extranjero a nuestro ecosistema. No admite la disolución de ninguno de nuestros elementos…
“¿Han tratado azúcar?”, aventuré. “¿Y un limón? Eso es la base de todo. Y quita la sed. Y también el hambre…”
—Tampoco absorbe energía térmica, ni la despide —explicó Carrera, lanzándome un manotazo con la mirada.— Y no cambia de estado. Es decir, todo lo que sabemos del agua común no es ni remotamente aplicable al principal, excepto las propiedades visibles más obvias. Esto ha llevado a algunos integrantes de la investigación a sugerir que el principal está en verdad enmascarado tras la apariencia del agua…
“Hablando de enmascarados, esa es una práctica común. ¿No se acuerdan del Azul y el Lento Fríos? ¿Y los que se metieron por mi ventana? ¿Y este coronel escondido detrás de tantas libras extras?”, recordé.
Corrido se aclaró la garganta.
“De seguro va a empezar a cantar”, adiviné.
Xeltro soltó una carcajada.
“Y ella es tan bonita”, observé. “Esos ojitos como piñatas de colorines y pestañas de esperanzas, para llenarlos de besos. Orejitas atentas al mínimo descuido. Naricita de animal mítico acuático asiático, pleno de encantos… Aunque todo pasa, y se extingue.”
Busqué por mi viejo amigo el techo.
“Lo único que nos queda es la personalidad carcomida por el tiempo y las buenas intenciones casi ahogadas por enmascarados oportunistas. ¡Ay, Carrera, yo entiendo tu insipidez de parlanchín indómito! Es difícil conservar la cordura, evadiendo atajos a la tristeza y el desánimo”, me lamenté. “Puede que la belleza sea la mejor de las máscaras. Pero eso es el agua. Tan apetecible, tan cercana… Casi la puedo tocar si estiro los labios…”
Besé el techo imaginariamente.
Noté que todos estaban en silencio. Y la muchacha adicionalmente sonrojada.
“¿Qué pasó?”, me alarmé, sintiéndome descubierto. “De ahora en adelante voy a concentrarme en un marsupial omnívoro, algo venenoso, ermitaño, etrusco y callejero, más conocido por musaraña. O en cientos de ellos mismos… ¿Cómo es que hacen las musarañas? Pues coro de chirridos, ¿así? ¡Y chriiiiiiiiiíiííííííííííííí!”
Ellos dos no dejaban de mirarme, indiscretos.
“No, es más bien así: ¡Y chriiiiiiiiiíiíííííííííííííííííííííí!”
—¡Basta ya! —gritó el Carrera.
—¡Mmmfft! —dije en voz alta.
Lo cual, traducido, realmente significaba: “¡Un momento! ¿Ustedes me oyen?”
—Tú puedes pensar, pero no pienses hacia nosotros —exclamó el tenientucho espejualado.— Nos estás volviendo locos con tantas sandeces.
“¿Ella también?”, pregunté psicológicamente, ejecutando una serie de nudos neurológicos gordianos.
La muchacha movió la cabeza un poquito.
Ahora me tocó sonrojarme a mí, recordando las cosas que había pensado del agente Xeltro.
“¡Jimena!”, vociferé con todas mis malas intenciones telepáticas. “¡Deja que te coja, chismosa!”
—¡Esto es demasiado! —apuntó el Corrido, agitando un elevado por ciento de sus libras extras.— ¡Voy a sugerir que te transfieran a un arrecife en Santa Elena, o a un túnel en Patmos! ¡Seguro que sí!
“Pues mejor me callo… No vaya a ser que sea algo indiscreto y diga cosas bonitas a algunos de los oyentes que nos están escuchando”, aventuré, observando a la muchacha, quien bajó la vista.
—Sí, ¡por favor! —rogó el coronel.
Coloqué la mente en blanco.
—¿Dónde estaba? —preguntó el líder.— ¡Ya ni me acuerdo!
Apoyó una mano en la mesa, y con la otra empezó a dibujar trabalenguas en el aire, mientras movía la quijada intermitentemente, sin llegar a musitar palabra alguna.
“Ay, mi madre”, leí sus labios, “¿me habré comido también la foto del gato? De seguro que sí. Estaba más sabroso que el dromedario de esta mañana. Con una pizquita de sal marina. Lo pongo aquí, y lo quito de allá. Subo el cero. Bajo el coeficiente de inteligencia… Era de esperar, estos papeles dan dolor de estómago, y bla-bla-blá, y más bla-bla-blá… ¡Hipo!”
Corrido seguía su pantomima, observándome fijamente. Xeltro no se atrevía a levantar los ojos de las palmas de sus manos.
“¡Pótamo!”, gritaron mis neuronas.
Recordé que ellos podían escuchar mis pensamientos. Deposité precavidamente mi cerebro en blanco por segunda vez.
—Vamos a tomarnos un receso —concluyó el jefe Corrido.
Bajó la cabeza y se marchó, arrastrando las ideas.
“¿Quién más está pensando por estos contornos?”, pregunté en ideas bien altas.
“Tú eres muy… raro”, dijo alguien.
“Es que tengo mucha hambre”, intenté defenderme. “Y sed. Pero primero hambre…”
Recordé el agua.
“¡El agua!”, repetí.
“¡No!”, denegó la vocecita. “No debes tomarla.”
¿Sería mi conciencia?
“¿Por qué no? Nada más que la voy a mirar… un poquirríquitico más de cerca…”
El líquido me llamaba, seductor. Mi conciencia se oponía.
“Pero yo no tengo conciencia”, concluí. “Era verde, y se la comió Perico.”
Me incliné sobre la mesa, estirándome lo mejor que pude. Toqué la gota flotante. Ella se enredó alrededor de mi dedo. Y yo la chupé con mejores intenciones.
Fue refrescante.
Xeltro me observaba ahora con los ojos extremadamente abiertos.
Estiré mi mano y atrapé el primer recipiente hidráulico. Preparé mis labios.
El Corrido regresó en ese justo momento, tirando de una cajita con ruedas.
Y yo disimulé imitando un oso perezoso acabado de despertar prematuramente de su siesta.
—Les presento al agente Púlpora Segundo —exclamó él.
Observó la mesa. Yo miré el techo, calculando la distancia hasta el satélite más cercano.
—¿Dónde está la gota del elemento principal? —canturreó.
Xeltro me apuntó a mí. Y yo me encogí de un hombro.
—¡Qué indisciplinado! —me regañó.— Agente Ñicos, no puedes seguir actuando de esta manera… ¿Quién sabe lo que te puede pasar? Todavía no hemos realizado ningún experimento para determinar qué sucede cuando alguien se traga un principal, especialmente por carencia de voluntarios… Pero no importa… Tenemos muestras suficientes. Lo que no tenemos en abundancia es tiempo para esperar por las consecuencias…
“¿Qué consecuencias esperan?”, balbucí, asido a mi cerebro.
—El agente Púlpora Segundo ha sido ajustado como una mochila… Para concluir, aquí están sus uniformes y documentos temporales de identificación. Llévenlos siempre encima en caso de que ocurra una emergencia, ¿comprenden? Aunque ustedes ya están integrados en el registro a través del vínculo activo con Jimena… Y no tienen que vestirse aquí mismo, en público, ¿verdad? Lo digo por si a alguien se le ocurre que semejante cosa sea una buena idea… Especialmente tú, agente Ñicos, ¿entendido?
Observé la caja.
“¿Ése es el Púlpora? ¿Qué le hicieron?”, me pregunté. “¿Recortaron el presupuesto por culpa de la escasez de rinocerontes?”
—Ya pasaron los quince minutos hace rato, ¿no les parece? —consideró él, haciendo una mueca.— Es increíble lo que puede lograrse con tan sólo un poquito de sugestión.
Xeltro sonrió, enigmática.
Aquello no me agradó. En venganza, decidí no agregar ni una palabra, masticándolas en grupos de a cinco.
“Lo van a lamentar”, calculé. “Y quiero que me devuelvan las que ya dije.”
—Creo que no nos queda nada más que hablar —apremió Corrido, empujando hacia nosotros los uniformes.— Puede que me haya saltado algunos detallitos, porque las interrupciones de la presente compañía… ¡En fin!, hemos terminado la orientación. El albergue designado para ustedes está en sé catorce, frente a la enfermería, en la esquina norte de la plaza central. Sigan la línea blanca discontinua hasta allí, y… ¡buena suerte!
Aquel abrupto cambio de dirección me dejó inmóvil. Después de todo, yo todavía no tenía idea alguna de por qué estaba en aquel lugar. Y menos entendía los misterios del agua musicalmente activa, polarizada al revés y con miedo escénico a los colores del aire.
¿Y por qué asaltaron mi ventana? ¿Y me secuestraron?
Claro, un secuestro no es realmente un secuestro si el gobierno me secuestra. Pues, como dicen por ahí, el rey hizo la ley, y el que manda hizo la trampa…
Yo lo único que podía hacer era trampa, con la esperanza de que el rey no me viese, y la ley, etcétera…
¿Pero qué quiso decir el espejuelado con aquello de que no nos quedaba mucho tiempo?
¿Tiempo para qué? ¿Para esperar?
Es cierto también que esta aventura mocha era preferible al techo acostumbrado. O a este otro. Y mucho más interesante.
Xixliab Xeltro tomó su uniforme y se dirigió a la puerta.
Corrido empujó el resto hacia mí, incluyendo al Púlpora.
“Conste que es contra mi voluntad”, pensé.
Me ceñí la mochila y apreté mi uniforme a regañadientes. Era grisáceo y aburrido, con líneas longitudinales que semejaban gajos grises llenos de hojas mustias.
“Perfecto para mineros de playa”, imaginé. “O cuevistas cavernosos de alcobas subterráneas en tejados alternos.”
—Me estás acabando la paciencia —me amenazó el teniente coronel.— Toma tu uniforme y piérdete. Voy a contar hasta diez. Uno…
Me alejé con tristeza. Xeltro sostenía la puerta abierta.
“Gracias”, pensé.
“Por nada”, pensó ella. E intentó consolarme: “Ninguno de nosotros tiene otra opción. Gertrópodo estaba en la cárcel por asociación criminal y daños contra el patrimonio público. Obelado infiltró un sistema cibernético del gobierno por tercera ocasión, y esta es su última oportunidad para rehabilitarse. Y yo tengo muchísima deuda con varias instituciones bancarias del sistema pedagógico, y no he encontrado otra salida… Solamente Páncreas está aquí de propia voluntad. Es un simplón. En fin, todos estamos atrapados en el mismo bote…”
“No es un bote, sino la última balsa de plomo del circo de los payasos. Menos mal que estamos bien amarrados a ella, para que no nos caigamos al…”
“¿Viste esa agua tan extraña?”
“No sólo la vi.”
“Es verdad. ¿Cómo te sientes?”
“Pues me siento con mucha hambre. Y también sed. Y más hambre. Aunque ya no me siento sentado… ¿A qué hora es el almuerzo?”
“Será más bien el desayuno. Son las seis de la mañana.”
“¿De verdad? Parecía a media tarde cuando llegué… hace menos de un par de rato-tones…”
Aquello sonaba extraño, incluso en mis ideas.
“Estamos en otro uso horario. Aquí es el final de la madrugada.”
“Esos usos no tienen ningún uso. Los horarios deben ser idénticos en todas partes. Y que se las arreglen como puedan. Yo estoy listo para el almuerzo de allá, pero el desayuno de aquí no me parece que será suficiente.”
“¿Vamos al albergue? ¿O te vas a quedar en la puerta?”
Miré atrás.
—¡Cuatro! —declamaba Carrera, manos cruzadas a la espalda.— ¡Cinco!
“Eso que dije de que eras muy bonita no lo dije en serio… Es verdad que lo eres, pero estaba refiriéndome a tu belleza interior, emocional, intelectual y psicológica. Quiero decir, no que la haya visto, ni lo sepa… Pero tampoco jamás he visto un animal mítico acuático, mucho menos asiático… Aunque los he imaginado. Quiero decir… o lo que es… casi otra cosa. O esto mismo, que no es ni parecido a lo otro…, pero es igual. O lo asemeja…”
Decidí callarme el cráneo.
“Pues vamos”, concluí.
“No nos dieron zapatos”, apuntó ella.
Calculé mi vestuario, fingiendo inteligencia.
“No; no vayas a pensar nada. No respondas. Ni te atrevas a mirarla. Esos ojitos tan lindos me confunden. Parecen que me rodean. Y me hipnotizan. Y me abrazan… Y me arañan con sus pestañas… Me enredan todas las ideas en una muralla de mallas. Y si me caigo en ellos no voy a poder escapar… Eh, ¡yo!, recuerda que no es la primera vez. Sí, has visto seres humanos antes… y del mismo presente género… en el pasado…”
“¡Tú eres más tonto!”
Ella me seguía escuchando por culpa de Jimena.
“¡No la mires!”, pensé.
—¿Dónde está la línea blanca discontinua? —pregunté.
Hablar usando vibraciones en el aire parecía una experiencia recién descubierta.
¿Qué estaría pasando?
—La-la-la —dije, sorprendido al escuchar mi propia voz.— Lilililí-nea…
¿Probablemente producto del agua? ¿Alguna reacción alérgica a elementos principales de procedencia meteorítica?
La agente Xeltro apuntó al suelo.
Una de las tantas rayas adquirió vida, comenzó a fluir y se descontinuó, invitándonos a perseguirla.
—La Jimena vuelve a sus andanzas —concluí.— La-la-la Ji-ji-jí mena-na… ¡ná!
Moví la lengua en todas direcciones. El cielo de mi boca estaba de luna nueva. La silueta del cinturón de asteroides de mis dientes semejaba cordillera interplanetaria. Me atavié de alpinista cósmico en la imaginación.
“Pues esto mismo es lo que se siente cuando hablamos usando los mecanismos cárnicos en los subterráneos de la cara”, razoné, pronosticándome extraterrestre. “Los fonemas son algo extraordinario. No poseen valor individual notable, pero si los pego unos con otros y los despilfarro rápidamente forman sonidos más complejos, que organizados en un orden prestablecido son capaces de transmitir retahílas de opiniones… y ristras de conceptos…”
“Tú eres muy raro.”
Xeltro se alejó de mí con precaución muy evidente, casi ofensiva. Me dio la espalda y persiguió la línea blanca.
Yo la seguí, embelesado por reverberación de cada palabra, de las ideas a mis labios.
Alguien me empujó contra la pared. Era músculos por las orejas.
—¡Vamos a desayunar! —me gritó.— ¡Tienen mariscos!
Sentí mi mochila volverse más pesada.
—¿Ma-ma-má riscos? —pregunté.
“¡Estos sonidos son tan extraordinarios!”
—No, nada de “mamamá”. Sólo mariscos. ¿Vienes, colega?
—Tengo hambre-bre-bré —respondí.
—Pues vamos a co-co-co-co… ¡mer! —concluyó Páncreas, arrastrándome por la pared.— Pero no cocos, sino mamamá… ¡riscos!
“A ver, ¿qué son los mariscos? Algo que yo nunca he probado de desayuno. Tal vez tubérculos subacuáticos. Del mar, evidentemente. Si no se llamarían tierriscos… Deben estar muy salados. ¿Las langostas son uno de esos? Conclusión…”
—Va-va-vamos —recité, haciéndoseme la boca agua dulce.
Él me arrastró del brazo.
—¿Cuándo llegaste? ¿Llegaste hoy? ¡Claro que sí! Nunca te había visto antes. Nosotros llevamos aquí casi una semana. Yo sé dónde queda todo. Dime si tienes alguna pregunta. ¿Tienes alguna pregunta? ¿No? No tengas pena. Y no se te ocurra seguir la línea roja. Es la salida al puerto. Está llena de equipos de esos que te dan mareos y calambres. Ni Obelado puede hacerles nada. Y están conectados en serie, por aire. O en paralelo. Te reportan de inmediato si intentas algo. Así que no te atrevas. ¿Sabes qué hacemos aquí? Pues estamos aquí para buscar a los dos primeros grupos de exploradores. Ellos se extraviaron hace un mes. Tenemos que encontrarlos urgentemente. ¿Estábamos esperando por ti? Sí, tú tienes que ser el último. Menos mal que acabaste de llegar. La base es enorme, pero aburrida. Nuestro acceso está limitado a las áreas comunes. Ya verás que no hay nada que ver. Para nada de nada. Y aquí adentro tampoco hay más nadie. En ninguna parte. Créeme. ¡No lo voy a saber yo!
El referido Páncreas me estaba dando dolor de dientes.
“El puerto”, recordé. “Ese sería un buen lugar para una caminata de medio planeta, hasta que no tenga idea a dónde llegué o quién fui.”
Gertrópodo se unió al grupo.
—¿Van a desayunar?
—¡Claro que sí! ¡Hoy hay mariscos! —gritó Páncreas.— ¡A la carga, colegas!
“Este tipo tiene mucha energía”, consideré. “Alguien tiene que drenarla, y ponerla en botellitas con tapa de corcho. Y tirarlas al mar.”
—¡Eh, Adeuterio! —se detuvo el músculo auditivo.— ¿Sabes que en nuestra unidad estamos todos conectados?
Realicé una mueca aclaratoria.
—Así que di lo que quieras, pero piensa con más cuidado. ¿Entiendes?
Gertrópodo asintió.
—¿Qué te parece Xixliab? ¿Eh? Está bien linda, ¿verdad? Tú tienes el mejor puesto —me arrastró de nuevo.— Retaguardia. No te distraigas mirándola… ¡Despierta! ¡Atención, recluta! ¡Tienes que estar alerta! Un poco difícil, claro. Te envidiamos. A mí, pónganme en el fondo, a seguirla hasta el final del mundo. No le quito un ojo de encima. Mírame: nunca duermo. ¡Ni soñando! Me viro cuando ella se vuelva. Ni se entera. Soy una mancha. Como su sombra. ¿Ves? ¡Y no me ves!
Gertrópodo asintió de nuevo. Sonrió en un tres por ciento, revelando la punta de un colmillo dorado.
Recordé sin atreverme a pensarlo que éste era el susodicho criminal de patrimonios. Aunque parecía casi inofensivo de insignificante. En otras palabras, y para imaginarlo más exacto, este planeta no estaba hecho para gente de su estatura.
Mucho menos diminutivos humanos con inclinación a la delincuencia pública.
Y para colmo de males, también era zurdo.
“¡Qué mala suerte!”, pensé. “El mundo está al revés. Es una epidemia de episodios circenses. Primero los payasos, y ahora esto. Aunque no me causa ninguna gracia. Creo que mejor me dedico a llorar y a lamentarme…”
Se nos unió Obelado.
—¿Algo? —susurró Gertrópodo al verlo.
—Es complejo —respondió el otro, en voz muy baja.— Tiene muchos niveles de protección. Cada entrada que logro abrir me lleva a una decena de otras, con distintas cerraduras lógicas generadas al azar. Descubrí algunos fallos en el código de la integración del termostato, el despertador y el cepillo de dientes. Pero es muy conciso y limitado. Tampoco existe espacio disponible suficiente en las áreas de comentarios adicionales. Mi plan es tratar de encontrar gramática redundante o innecesaria, y reemplazarla con llamadas a ejecuciones escondidas en otros servicios remotos de almacenamiento para simular acceso directo a la memoria en un entorno virtual, antes de poder organizarlas en la versión final ejecutable. Es muy difícil. Me va a tomar varias semanas poder inyectarme en el sistema.
—No tenemos semanas —objetó Gertrópodo, en el mismo tono sospechoso.
—Nuestra unidad está completa. La movilización es lo que sigue —lo apoyó Páncreas, desalentado, reduciendo la velocidad.— Seguro que salimos mañana a primera hora.
—Entonces no será posible —insistió el tercero.— Es un proceso creativo. Cómo la música. Si sobrescribo tan sólo una letra de código útil, y Jimena hace una llamada en esa área, el sistema se va a trabar y todos van a saber que fuimos nosotros.
—Tú —Gertrópodo se volvió hacia mí—, ¿sabes algo de lo que estamos hablando?
—¿Yo? —me sorprendí.— Yo-yo-yo-ya no sé ni quién soy del hambre que tengo. Ni cómo llegué aquí. Aunque no como.
El criminal se dirigió al Páncreas.
—¿Estamos seguros? —me apuntó con la barbilla.
—Éste es confiable —afirmó aquel, levantándome por el brazo y zarandeándome.— Un poco chiflado. Nadie le va a creer si se atreve a decir algo.
—Esperemos que no se atreva —Gertrópodo se rascó varias veces el cuello en sentido perpendicular con la mano abierta.— Nosotros no somos para ellos nada más que papel de estraza. Carne de cañón. No podemos esperar otra cosa.
Me sentí mejor. Lleno de optimismo.
Secuestrado por el gobierno, y libre entre criminales. Al menos, los pronósticos de dieta no estaban tan mal.
“¿Carne? Pues sí, con papas, con pollo, con fruta bomba, y con guanábana…”, pronostiqué.
Llegamos finalmente a un área al aire libre. Estábamos bien elevados, casi al margen de la Luna.
Se me trabó el ánimo en el cuello al mirar a la distancia.
El cielo estaba rojo alerta, derramándose al amarillo oscuro.
Y el planeta parecía convexo y agotado, con el sol radiante en diagonal.
Pude incluso contar las capas superiores de la atmósfera, donde el aire sufre gran discriminación de los otros gases por ser oxígeno. Y deambula en grupos de a tres, disfrazado de ozono, tratando siempre de pasar inadvertido…
Sin embargo, allí no encontramos a más nadie dispuesto a sufrir aquel desayuno. Quizá porque la comida en cuestión era indiscretamente babosa, estaba llena de escamas de piedra y ojitos muy fijos, y tenía un olor repugnante a funeraria marítima en día feriado de año bisiesto.
Comprendí que debería aprender a vivir con hambre. Incluso asignarle un nombre y mis apellidos. Llevarlo a la escuela en las mañanas. Y al cine cada sábado. Enseñarle a montar bicicleta, y las tablas de multiplicación hasta el nueve. Lo arrullaría luego en las noches, y le cantaría canciones de cuna inéditas…
¿A lo mejor mi hambre era una niñita? Tendría entonces que aprender a peinarla. Hacerle lacitos. Y comprarle vestidos de distintos colores para cada día.
Mi niñita Apetencia. O mi hijito Apetito.
Y no olvidemos a su hermano Sed. Es muy parco. No dice ni esta boca es mía…
Esta familia de hambres me drenaba las fuerzas. Las responsabilidades de un futuro padre eran muy agotadoras…
—¿Te vas a comer eso? —me empujó Páncreas, tendiéndome las manos e interrumpiendo el flujo de mis cálculos filosóficos de regresó al balcón del planeta.
Observé mi plato baboso. No recordaba cómo habíamos llegado a la mesa. Sentí una serie de nudos en la garganta del alma.
—No —musité, agarrándome la nariz.— ¿Lo quieres?
—De lo dicho al hecho hay un solo trecho —y se lo tragó también.
Me fui del restaurante volante. A perseguir líneas discontinuas insertadas en la imaginación por la tal Jimena.
Nuestro albergue era en verdad un almacén de literas, humilde, sin ventanas. Es decir, un cajón bien largo.
“Vaya”, me dije, “aquí usan el espacio con muy poca creatividad. Es el triple de lo mismo. En cantidades exageradas por pesimismo cuadrado. Me dan ganas de multiplicarme por cada tubérculo del cero.”
Me acosté. Observé este techo nuevo, descolorido e ignorante.
“Así no voy a dormirme jamás”, pensé. “Nada da vueltas.”
Alguien se apoyó a mi brazo. Era Xixliab. Estaba acostada junto a mí. Me sorprendió. No me atreví a moverme. Me perdí en sus ojos. Supe que sonreía. Acaricié su pelo. Ella se volvió, deslizándose al agua…
¿Al agua?
El albergue estaba inundado. Las almohadas flotaban náufragas. La luz se extinguió en un eco visual. Llamé por su nombre, pero ella no respondió. El nivel del agua continuó ascendiendo. Casi me llegaba ahora al pecho.
Una ola recorrió el albergue. Arrastró las camas. No quedaba espacio para respirar. Descubrí a Xixliab frente a mí. Mirándome fijamente. Me tendió las manos abiertas, palmas hacia abajo. Sentí mucha tranquilidad. La misma de ella.
La última ola nos lanzó en remolinos y removió el techo. El cielo nocturno estaba rebosante de estrellas. Brillaban intensamente, revelando una hermosura perfecta, equilibrada en armonía. Una paz absoluta.
Descubrí sus dedos entre los míos. Y recordé que era apenas la mañana.
“Por favor, Adeuterio, deja de soñar conmigo.”
“Xixliab, tú eres quien está soñando conmigo.”
“En serio, puedo sentirlo.”
“¿Sientes lo mismo?”
“Tú eres muy raro.”
“¿Por qué estamos teniendo esta conversación? Ni siquiera te conozco. Te vi una sola vez, y ya no puedo dejar de pensar en ti. Aun así, sé quién eres. Yo puedo entender lo que piensas. Y hasta parece que no podemos escapar. Aunque yo tampoco lo quiero. Las estrellas están destinadas a envidiar en silencio tu belleza.”
“No somos nosotros. Es Jimena.”
“¿Jimena?”
Comprendí que estaba dormido. Traté de abrir los ojos hasta que me vibraron los tobillos. Mi cuerpo no respondió. Intenté incorporarme. Nada funcionaba como acostumbrado. El cuerpo me resultó extranjero. Definido en una cultura ilegible. Accidental. Lo intenté con más fuerza, una y otra vez.
Me levanté de un salto, justo antes de la próxima ola.
Sentada en la cama de enfrente, la agente Xeltro me observaba inmóvil con ambos ojos casi atascados en abiertos, parpadeando a intervalos desiguales y más distantes de lo humanamente posible.
Allí también estaba el resto de la pandilla, vestidos con sus uniformes de ramas. Cada uno atrapado en los límites de su propio universo portátil.
“De seguro son de la misma tribu, o tocan en la misma orquesta”, aventuré. “Y todavía no se han enterado. Aunque esto no es música, sino preludio de escándalo para cacería en biblioteca nocturna.”
Me volví a acostar, prometiéndome no soñar con más nadie.
Desafortunadamente, esta ocasión fue del mar, las olas y las estrellas nada más.
Pero me desperté tratando de abrir la puerta.
Regresé muy nervioso a mi cama. Era evidente que este lugar estaba alterando mi percepción de la realidad. Y afectando mis límites craneales y su contenido.
Me paré delante de una ventana imaginaria y observé al exterior. No veía absolutamente nada, así que imaginé más, y montañas, playas y un pueblito de casas blancas y azules, con tejados muy rojos, justo en la desembocadura de la bahía, donde se aprieta a las costillas del océano. Y gente pacífica. Amistosa. Complaciente. Un desembarcadero muy largo. Veleros de pesca. Gaviotas. Delfines ambidiestros saludando desde el horizonte cada media hora. Y asnos. Y niños también, corriendo y jugando con una pelota en las calles empedradas por gente muy ordenada y paciente. Estaba soleado, pero el viento arrastró la lluvia, y el pueblo corrió a esconderse.
Excepto por los asnos y los niños. Esos tienen muchas cosas en común. Incluyendo elevados niveles de humedad.
Un delfín soltó una carcajada con exuberancia redundante de vocales, rasgando la ilusión.
De pronto, las olas barrieron con todo, y una ráfaga de tormenta cerró mi ventana.
—¿Qué haces todavía aquí? —dijo alguien a mis espaldas.— Tenemos clases de orientación a las once. Y después el almuerzo. ¿Por qué no te has vestido?
—Hola, agente… Metelgía, ¿verdad? —intenté recordar.
—No podemos hacer nada sospechoso —me regañó él.— Quiero decir, que parezca sospechoso. Lo que estamos planeando beneficia al grupo. Pero todo a su debido tiempo. Si se dan cuenta nos van a poner en órbita, ¿entiendes?
Denegué.
—¿Qué no entiendes?
Asentí.
Estaba claro que la lluvia podría enfermar a los niños. Los asnos no me preocupaban tanto. Esos tienen abrigos naturales, con varias orejas de sombrero.
—Entonces entiendes. Es mejor así, para que estemos en el mismo bote.
Tiene sentido. Estamos cerca del mar. Quizás los aviones y los trenes son opcionales en un índice mucho menor en mi isla de gaviotas y niños pasados por agua…
—Vístete y vamos. Tenemos que ir al tercer piso. Las clases son en el trescientos trece.
Obedecí, disfrazándome de ramas.
Sin embargo, la camisa no me cerraba.
—¿Habré engordado tanto en una noche? —calculé.— Entonces tengo que empezar a comer menos que nada.
—Lo que tienes que hacer es quitarte la mochila —me aconsejó Obelado Metelgía.
¿Cómo era posible? ¿Yo me había acostado a dormir así? ¡No en balde estaba tan incómodo y había tenido tantas pesadillas!
Coloqué el equipaje sobre mi cama. Parecía contener un líquido. Se movía de un lado a otro con malas intenciones.
Un par de minutos después yo era un arbusto remotamente humano.
—Listo —dije.
—¿Y las botas?
—¿Qué botas? ¡No me dieron botas!
—Están escondidas bajo tu cama.
Rebusqué, molesto. Lo único que me faltaba era que me hubiesen asignado botas tímidas.
—Esas son de cuero de verdad. Ponte dos pares de medias. Es mejor así cuando tratas de domesticar zapatos nuevos, para que no te corten la piel. Y pones el pantalón dentro de las botas. Y los cordones también. De lo contrario la tela se enfanga, y se vuelve un desastre.
“Si pongo los cordones y los pantalones dentro de las botas, de seguro yo no voy a caber”, determiné.
—¿Me tengo que quitar la ropa de nuevo?
—No —respondió él, con sonidos estirados.— Primero, ponte dos pares de medias.
—Dos pares de medias son cuatro medias —calculé, obediente.— Y como son medias, entonces cuatro son dos enteras, ¿verdad?
—Así mismo —me guiñó un ojo.— No…, ponte dos en cada pie. No tiene sentido que te pongas tres en la derecha y una sola en la izquierda.
—Correcto —consentí, avergonzado de mi error.— Eso sería un total de tres medias y media, no dos pares de las correspondientes medias… para un total… ¿Cuál es la de la izquierda?
—Ahora las botas —me apremió.
—No me gusta este color —consideré.
—Los bajos del pantalón van por dentro. Y te las anudas hasta arriba. Y escondes los cordones, así.
Él ilustró sus palabras.
—Ahora que lo explicas tiene sentido. Entiendo. Debemos ser modestos. No queremos que nadie se entere de que tenemos cordones. Ni pantalones. Porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas dentro de las botas.
—Toma tu mochila y no te distraigas. Ve al tercer piso. ¿Número?
—¿Debo tener un número también?
—¡Contra, esto va a ser más difícil de lo que esperé! —advirtió él.— Es en el tercer piso, tres-uno-tres. Repítelo.
—Treinta y tres, uno, y tres.
—¡Lo tienes!
Me empujó a la salida.
—Yo te sigo en unos minutos… Tengo que revisar los cepillos de dientes. Se me ocurrió una idea.
Me cerró la puerta en la cara. La abrió de nuevo. Me tendió la mochila.
—¡Y no le digas a nadie! ¿Está bien?
El trescientos trece del tercer piso era el teatro.
Allí se encontraba el resto del grupo, incluyendo Carrera, quien permanecía al frente como ya era su costumbre.
Me senté en la última fila, lo más cerca posible de la entrada. O la salida. Listo a huir, tan pronto se me quitara el sueño y me abandonase el hambre.
Obelado entró apresuradamente. Se dejó caer en el asiento junto a mí, tan sudado como una nutria.
Gertrópodo se nos aproximó tan pronto lo vio. Se acomodó a su lado de un salto prácticamente olímpico, que me hizo considerar ponerme en pie con aplausos.
—¿Buenas noticias?
—Encontré el talón de Ulises. Estamos insertados —explicó en voz baja, a gran velocidad.— Sobrescribí un par de comentarios con una llamada a tres subrutinas diseminadas en almacenamiento. Le puse un despertador. En una hora parpadean las luces. Nadie lo va a notar porque es de día, pero es la señal de que fue un éxito y tenemos control.
—¡Excelente!
Me senté dos puestos más lejos.
—¡Es Aquiles! —grité.— ¡Y yo no vengo con ellos!
Carrera me observó con atención.
—Ya me han dicho un par de cosas de ti —apuntó.— Y de toda tu familia y amigos invisibles, incluyendo pero no limitados a Brinca, Esdrújula, Cuadriculado, Eric, Juan, fenicios y, añadiendo ahora a esta lista, un tal Aquiles.
—Es el del talón.
—¿Qué talón?
Abrí la boca, pero él me silenció con un gesto.
—Nada fuera de esta misión tiene importancia, ¿está claro? Y ahora que estamos todos en el mismo lugar y en la misma página, quiero recordarles que estamos vinculados al mismo sistema, y a excepción de los distintos niveles de acceso que cada uno de nosotros posee, ése no duerme, no toma siestas, no come ni se distrae, ¿entienden?
—Mariscos —interrumpí, poniéndome en pie.— ¿Puedo decir algo?
—No. Aquí nadie dice más nada. Ustedes escuchan, ¿entendido?
—Pues yo tengo algo que decir —insistí.
—¿Otra vez con eso? Ya dije que no —repitió él.— Siéntate.
Obedecí.
—No importa. Se me olvidó —recapacité, volviendo a ponerme de pie.
—¡Siéntate!
Otra vez. Este ejercicio era bueno para las rodillas.
—¿Podríamos cambiarles el color a las botas? —regresé a estado vertical.
En definitiva, eso es lo que más nos diferencia de las lombrices de tierra.
Corrido levantó la mano, y apuntó hacia abajo frunciendo el entrecejo con tanta fuerza que casi los espejuelos desaparecen dentro de su cara.
—Cada uno de ustedes es predecible —dijo.— Sabemos qué van a pensar, qué van a hacer, e incluso qué van a decir antes de que ustedes mismos se enteren. Eso incluye ciertos detalles de los cepillos de dientes, el despertador y el termostato.
Sentí un cambio de presión atmosférica desde el sitio de Obelado. Allí se desató una ventisca.
Me senté más lejos.
—Para quien no lo sepa, Jimena significa “la que escucha”. Y eso es todo lo que hace. Cada uno de ustedes recibió un brazalete, ¿recuerdan? Éste se desprendió durante la primera etapa de la integración. Ahora podemos ver lo que ven, escuchar lo que escuchan, y hasta conocer lo que piensan. ¿Está claro? Adicionalmente, ustedes también escuchan y ven lo que el sistema les informa y muestra.
Examiné mis orejas atentamente. No veía nada. ¿Estaría mintiendo?
—Concluyendo con este tema, no pierdan más el tiempo. La misión ha sido adelantada para el final de esta tarde. La integración entre ustedes está sincronizada. No necesitan equipos de comunicación, ni siquiera con nosotros. El agente Ñicos es el responsable de mantenernos informados del progreso… ¿Adeuterio? ¿Estás prestando atención?
—Yo no presto nada —amenacé.— Después no me la quieren devolver. En cuanto a las botas…
—¡Ni una palabra más de las botas! —al Carrera le salió una bocanada de humo por una oreja.— ¡Es como hablar con un… un…!
Lanzó un profundo suspiro.
—¡Ya me hiciste olvidar de nuevo lo que estaba diciendo!
Levanté la mano.
—Decías que ni una palabra más —le recordé.— Pero sigues hablando y hablando como Perico, el que se comió la tarea. No tienes para cuando acabar. En cuanto a las botas, insisto que el color….
—El uniforme de ustedes es el código básico del vestuario de infantería. Si no te gusta, te tengo muy malas noticias.
—¿Qué noticias son esas? —yo estaba muy intrigado.
—¡Qué te calles!
—Vaya, ¡qué mal genio! —concluí.
—Una palabra más, y te voy a tirar en la caja —me advirtió él.
—¿Es de caudales?
El mago Corrido volvió a sus andanzas. Con un gesto, hizo aparecer dos soldados rectangulares vestidos idénticos y pelados hasta la piel de las ideas. Uno a cada lado, me sacaron por el aire del teatro con mochila y todo.
—Pónganlo en un dos por cinco, a ver si se calma —ordenó el tenientucho coronelisímamente espejuelado.— Y zarandéenlo un poco, hasta que se le acomode el cerebro en el fondo.
—¡Son diez! —le grité la solución, poco antes de que se cerrase la puerta del teatro.
Amablemente, los soldados me arrastraron por todas las escaleras que pudieron encontrar. Y las que no, las inventaron. Por si esto no fuera poco, me ayudaron a comprobar la solidez específica de tantas barandas, pasarelas, columnas, esquinas, dinteles y otras protuberancias arquitectónicas no tan estéticas como peligrosas en unos doce kilómetros a la redonda.
Por último, me arrebataron al Púlpora y me empujaron con delicadeza de cavernícolas ofendidos y con vocación al escándalo en un pequeño recipiente vertical, donde no había espacio suficiente para estar de pie, y mucho menos para ninguno de mis otros tantos estados de la materia. Tampoco luz.
“¡Qué mala suerte!”, pensé. “Me voy a quedar sin almorzar. Y hoy había carne.”
—¡Hey! —grité.— ¡Tengo que ir a ver a los persas!
Nadie respondió.
—¿Por favor por dos por cinco, que me fenicio también? —imploré, con idénticos resultados.
Agucé una oreja. El silencio total se había añadido a mi caja de caudales.
Traté de recordar alguna canción para entretenerme. Nada.
¿Algo gracioso? ¿O erudito? Tampoco.
El momento no era oportuno.
Examiné mi receptáculo palpando cuidadosamente cada organismo unicelular atrapado entre los átomos de las paredes.
“Si pudiese encontrar alguna cucaracha remolona, o un ratón rezagado” —calculé entre mis sinapsis—, “les voy a enseñar la estrategia de hacerme compañía. Y les enseñaría también a hablar. Tal vez, incluso, hasta por teléfono. Y a tocar uno de esos instrumentos musicales de los que yo ni me atrevo a ver en esta oscuridad… Otra opción sería escribir mi autobiografía póstuma. Aunque no la podré revisar en estas condiciones, pues… ¿qué será más difícil? ¿Escribir en la oscuridad, o leer en la oscuridad? De seguro leer. Yo siempre escribo sin mirar… Aunque el factor común entre ambas situaciones prácticas siempre es a lo que salga.”
Levanté mi mano y la coloqué frente a mis ojos.
“¿Cómo puedo saber que yo soy yo, si ni me veo? ¡A lo mejor ya no estoy aquí!”
Empujé la ventana y regresé al pueblo de tejados rojos, junto a la playa.
Xixliab reposaba en la arena, bajo la sombra de un frondoso árbol de tamarindo, extraordinariamente simétrico.
“¿Tú otra vez? ¿Por qué insistes tanto en perseguirme?”
“Tú eres muy raro.”
“Y tú eres muy bella. Me gusta mucho como te repites. Y lo has hecho tantas veces, que se me ha grabado de litografía paleolítica en el extremo superior del cerebro.”
“¿Dónde estamos?”
“Es el pueblo que imaginé hace un rato. Hago uno nuevo cada vez que no puedo dormir. O cuento revoluciones. Al otro día se me olvidan. Las revoluciones y los pueblos… Pero éste lo descubrí hace unas horas. Deseo que dure un poco más, pues tú estás conmigo. Y no te voy a dejar ir. No hay salida. Levanté murallas de ilusiones. Y arropé el mar con esperanzas. La compañía es mejor entre dos… Por cinco, claro.”
“¡Dices tantas cosas que no puedo entender! Aunque yo no estoy realmente aquí, ¿no es verdad?”
“Yo tampoco. Pero es mi sueño. Yo soy el rey de todos los míos. Y si digo que estás aquí, entonces aquí estás. Hice la ley, y la trampa es que no podrás escapar. Al parecer, tengo algunas malas ideas que ni me las imaginaba.”
“Eres muy egoísta. Y raro.”
“¿Dónde es aquí?”
“No entiendo. ¿Cómo es posible que nos hayan descubierto?”
“¿No dicen que lo ven y lo oyen todo? Pues es obvio que vieron esto también.”
“¿Por dónde entraron ustedes?”
“Pensé que el cepillo era la mejor opción. Nunca me había pasado antes.”
“En realidad, ya te ha pasado tres veces. Es la cuarta. Y en esta sí te va la vencida. Ahora, lárguense de mi sueño. O llamo a la agencia de la policía más próxima a lo primero que se me ocurra, y los acuso de allanamiento de ideas e invasión subjetiva de ilusiones privadas.”
“Vamos a prestar atención al frente, colegas. La información es importante. Garantiza nuestra sobrevivencia.”
“Es fácil sobrevivir en sueños. No hay que hacer nada. Por eso imaginé el mar. Es casi imposible nadar en tierra.”
“¿Qué está pasando?”
“Mi pueblo, mis tejados, y mi Xixliab. Y mi playa.”
“¿Eso es un árbol de tamarindo?”
“¡No lo toquen! Despertar es lo que les queda. Adiós.”
“Este pueblo no es tan grande…”
“¡Pues mira quien habla!”
“Vuelta al frente, colegas. No se distraigan.”
“¿Cómo nos descubrieron?”
“¿Otra vez con eso? Es bien sencillo: Dos por cinco son diez, aunque esté oscuro. Además, yo he descubierto que, si encuentras fenicios en sueños, a veces todavía están ahí cuando despiertas…”
“¡Qué! ¿De qué estás hablando?”
“Los persas, bueno, eso es más complicado. Espero ni olerlos.”
“¡Presten atención, colegas!”
“No insistas. ¡Ya he dicho que no presto nada! Y más colega serás tú.”
Las casas blancas y azules con techos enrojecidos se alejaron. El teniente coronel Carrera brotó en su lugar, montado en un asno vestido de traje y con monóculo de varios inviernos. El más burro. Quiero decir, el segundo. Y rodeado de los niños imaginarios, a la expectativa. Y muy mojados por la reciente tormenta.
“¿Tú también te colaste en mi sueño? ¿No te queda ni un poquito de vergüenza en el fondo de algún bolsillo?”
Al pobre animal le temblaban las paticas. El cielo pareció elevarse.
Me apreté un codo, molesto.
“Hubiese preferido que este sueño fuese algo más ligero. Al pueblo no le queda espacio para tantas libras adicionales. Se nos va a hundir la isla.”
Un mapa apareció entre las nubes.
“…punto de inserción es aéreo. El sistema autónomo controlará el descenso. No tienen que preocuparse, incluso ustedes que jamás han saltado en paracaídas.”
“¿Para que quién? Pues yo no necesito uno de esos. Sé saltar y caerme a la perfección. Especialmente caer. Tengo años de práctica. El resto es lo que me preocupa. ¿No tienen para-aterrizajes para los pies? ¿Y para-golpetazos para cabezas?”
Crecieron árboles, llenos de Xixliabs. Sus ojos me observaban fijamente. Sonrió. Yo no podía apartar la vista.
“Eres mía”, pensé. “Atrapada en mis sueños de obra de arte. Y yo soy tuyo. Por el resto de nuestro presente futuro a lo largo del espacio de la eternidad que nos fue reservada en el universo.”
“No entiendo nada de lo que dices… Eres muy raro.”
“Ya lo has dicho. Muchas…, ¡muchísimas veces!”
“¡Colegas, colegas, presten atención!”
“¿Ustedes no se cansan?”
“El primer paso es bien sencillo: establecimiento de una base de operaciones local… local… ¿Agente Ñicos? ¿Qué tú haces aquí?”
“¡Yo qué sé! Mi sueño se está volviendo una pesadilla. Lo único que me falta es que también llegue Leónidas, el griego, y no deje salir a nadie…”
“Estás contaminando a Jimena. Deja ya de pensar.”
“Es tu culpa, por meterme en este armario. Aquí no se ve ni un tercio de ancho. La poca luz que me llega es a través de esta ventana imaginaria, y mi Xixliab. Así que voy a pensar en ella cuanto quiera. Es mía.”
“Conmigo no cuentes. Yo no soy de nadie.”
“Tú eres la estrella de mis sueños. Cubres el firmamento entero. El día dura hasta que tú te vas.”
“¡Deja ya de pensar!”
“¡Éste sueño es mío! ¡Es personal! Váyanse todos ustedes… excepto Xixliab. Aquí siempre habrá un espacio para ella… Y para mí, claro. Hay dos. Pero principalmente para ella.”
En mi pueblo llovió flores. Y su sonrisa creció hasta que desapareció la playa.
“¡Qué va! ¡Esto es imposible! Vamos a hacerlo sobre la marcha… Agentes, ¡al helipuerto!”
“¿Y el almuerzo?”
Ya no me dejaban comer ni en mi propio sueño.
En señal de protesta, decidí practicar mis habilidades musicales. Y ejecutar una canción extremadamente famosa:
“El helipuerto de mi desiertos
Queda tan lejos de mis conciertos,
Y sin aliento, y sin esfuerzos,
sin alimentos y sin almuerzos…”
La puerta de mi receptáculo vertical se abrió con brusquedad.
Del susto, perdí el ritmo y la rima.
Unos nuevos soldados me arrastraron por segunda ocasión, hasta que se me gastaron las rodillas del uniforme de ramas y la punta de aquellas botas tan horribles.
—¿El puerto de hélices está bajo techo? —me sorprendí.— ¡Quién se lo iba a imaginar! Ustedes son muy ingeniosos. A este paso pronto van a inventar algo que sirva.
Allí había tres mangos enormes, llenos de aspas y con motores relucientes y tan rápidos que apenas se les podía ver.
—Agentes, firmes —gritó Corrido.
—Nada de eso —afirmé.— Yo me siento muy blandito. No he comido en dos años.
—La unidad de descenso está en el suelo frente a cada uno de ustedes. Pongan los pies en las aberturas. Se lo suben como si fuese un pantalón, por secciones… ¿Verdad, Adeuterio? ¿Sabes qué es eso? ¿Un pantalón? ¿Afirmativo? ¿Un pie primero, el otro después? Eso parece… Las bandas azules van sobre los hombros, y se cruzan al frente. Cierren el cinturón con el broche de seguridad. Apriétenlo tirando del otro extremo. A la derecha, tienen la máscara de oxígeno…
—¿Yo tengo que pagar por esto? Entonces quiero la más barata —exigí.— Y no me lo vayan a descontar de mi remuneración, que los estoy vigilando. El oxígeno era bastante gratis la última vez que lo usé. Y venía con un hidrógeno de repuesto. Imagino que sea por precaución, en caso de que el primero se me rompa… O se les pierda…
—…póngansela sobre el rostro. Les protegerá también los ojos y los oídos. De todas formas, allá arriba no hay nada que ver ni que oír…
—Igual que en el diez del dos por cinco —recordé.
Alguien nuevo caminó alrededor del grupo de involuntarios, tomando notas y tirando de nuestras correas hasta que nos pusimos morados y no sabíamos ni para dónde quedaba el suelo en el planeta.
“Eh, ¿de dónde saliste tú?”, pensé, adoptando una futura actitud crítica.
¿Qué estaría tratando de hacer?
¿Descubrir técnicas de linchamiento individual, tan frescas y revolucionarias como mi ventilador de techo?
Otro anónimo me entregó al agente mochila, distrayéndome. Noté por primera ocasión que tenía impreso “Pulp/0/R4-II-ND” en un costado.
“Esta aritmética de seguro es nula, caduca o infinita”, calculé, acordándome de Juan y su alergia fatal a las manzanas.
No, él era alérgico al maní. Yo era el que no podía mirar manzanas ni en pintura abstracta de naturaleza muerta por emisora de radio en el continente de al lado.
—¡Despierta, agente Ñicos! —gritó el Corrido.— ¡Atención!
El silencioso personaje de las notas y los tirones nos enganchó en la espalda un cable de acero a cada uno de nosotros.
“Marionetas”, deduje. “Eso es lo que somos.”
Y le enseñó el dedo pulgar al Corrido.
“¿Se habrá pellizcado?”, pensé. “¡Esto es muy peligroso!”
Xixliab soltó una carcajada bastante femenina, colmando mi atención.
“Hasta se ríe lindo de mí”, concluí, percibiendo una calidez imprevista. “Mi estrellita humana. Mi universo. No necesito telescopio si estás conmigo. Ni prismáticos en primavera. El planeta me queda corto en tu sonrisa. Tus labios retienen cometas. Tu pelo es la estela del amor en el torrente de tu belleza. No tiene fondo, ni alcanza final. Más se enreda eternamente entre cada intención de mis dedos en el infinito recuerdo de tu rostro, ya indeleble en la memoria de cada ilusión recién formada…”
Ella ladeó su cabecita, encantadora. Practicó una mueca negativa. Sus ojos trataron de observar su propia frente. Y se extraviaron en blanco. Parecía nerviosa.
Corrido levantó ambas extremidades superiores, palmas hacia nosotros.
“Tenemos que esperar”, comprendí. “O alejarnos un poco.”
—Alertas, y buena suerte —exclamó.— Seguiremos en contacto.
Volvió las manos hacia sí mismo, casi poniéndoselas de sombrero extra.
“Se le soltó el tapón del cráneo”, adiviné ahora.
Aquello era más divertido de lo que parecía a primera vista.
El cable de acero vibró. Comenzó a encogerse, y nos arrastró a uno de los mangos.
—¡De eso nada!
Intenté correr en dirección opuesta, pero caí de cara al suelo.
El universo pareció detenerse por un par de instantes.
“Este planeta viene muy apurado”, deduje. “¿Pongo las manos y trato de detenerlo? ¿O lo dejo que me pase por arriba? ¿O por abajo?”
Requería más tiempo del disponible para mis conjeturas gravitacionales.
Aun así, insistí en permanecer pensativo, tratando de balancear probabilidades, posibles resultados y beneficios individuales en el ámbito personal intrínseco, con un sinnúmero de otras variables de contenido aleatorio y redundantes, que incluían incluso referencias a algún que otro percance celeste de naturaleza inesperada, completamente ignorado hasta este momento en la contexto geológico bastante contemporáneo de la realidad moderna, aunque comentado esporádicamente al margen de una cantidad aún más limitada de epitafios exclusivos…
Bueno, el suelo no lo pensó dos veces. Tropezó conmigo, y se arrastró, huyendo lo más rápido que pudo por toda mi cara. Nunca imaginé que tuviese tan malas intenciones.
—¡Hay… —dije— mucha tierra!
Sentí algo caliente cubrirme los ojos.
“¡Los fenicios!”, pensé.
Corrido cerró ambos puños, levantó un brazo y salió de acuerdo con su apellido hacia mí, agitando todas las libras extras. No lo vi, pero lo imaginé acertadamente.
La cuerda de acero se detuvo. Yo la imité.
Él me observó, agarrándome por el cuello.
—Te rompiste la nariz y la ceja —anunció.— Es de puntos.
—¿Cuántos? —pregunté.
—¿Cuántos qué? ¿De qué hablas?
—Yo no pude estudiar nada. Seguro que suspendí… ¿Cuarto lugar de nuevo? ¿O quinto?
—¡Enfermera!
En esta historia ya había mucha gente. Y seguían llegando. Al parecer, Leónidas estaba distraído.
Mientras tanto, la profesional recién designada no podía encontrarme.
Encendió una linterna y me apuntó directamente a los ojos, agitándola paralela al horizonte. Yo sacudí la mano en señal de socorro, imaginándome lejos.
“¡Aquí, aquí!”, pensé. “¡A la izquierda de este oblicuo!”
Ella chasqueó sus dedos en cada una de mis orejas.
Afortunadamente, yo nada más tenía dos, así que terminó pronto.
Entonces me lanzó un líquido apestoso a la cara. Me aplicó en la frente un algodón enchumbado en dolores. Y me administró una pasta espesa y traslúcida, con pinceladas de apendicitis craneal y patada en la quijada del ánimo, que olía a una docena de otras amarguras frescas, apenas organizadas por orden de hacinamiento.
Yo no podía ver nada después de semejante desperdicio de torturas. Produje gemidos de animales inertes y melancólicos, que jamás imaginé haber tenido asilados en el trasfondo de mis últimos cromosomas.
Decidí confesar lo primero que se me ocurrió.
“¡Me rindo!”, pensé a voces. “Las cejas no son mías. Son de contrabando. Y falsas. Muy traicioneras. Cual lienzo de intenciones. También reversibles. En resumen, son como los bigotes de los ojos adolescentes, cuando apenas alcanzan la edad idónea en horizontalidad invertida. Usan además su propia jerga criminal, y sirven para actividades muy ilegales, incluyendo desorientar el tráfico aéreo y pernoctar en solitario. Pueden quedarse con ellas. E insisto. No las necesito. Yo tengo más en mi casa, dentro de un zapato para andar de regreso…”
—La herida está esterilizada y cerrada —concluyó aquella enfermera medieval.— Mírame, ¿quién es el presidente?
—El líder de un país —respondí, victorioso y demócrata.
—¿Qué día de la semana es hoy?
—Ese día no es ninguno de la semana. Tenemos del domingo al sábado, y hoy no aparece en ningún calendario. Y ya me han hecho todas esas preguntas antes. Creo que ayer, cuando era hoy. Aunque ayer tampoco queda en ninguna parte. Ni siquiera ahora mismo.
Ella se echó hacia atrás, me atrapó el intelecto por el extremo inferior de la barbilla, y lo retorció de uno a otro lado, empujándome su curiosidad con una baqueta de presunciones medicinales, y escudriñando interrogante de la raíz a las ramas de cada uno de mis antepasados anteriores hasta los sucesivos sucesores de otros posibles cientos de futuros…
—Parece que tiene una contusión cerebral —explicó.— Recomiendo mantenerlo aislado y bajo observación por un período de al menos veinticuatro horas.
—No lo creo —intervino Corrido.— Éste es su estado normal. Siempre se comporta así. De todas formas, ya no tenemos tiempo. Prosigamos. Asumo la responsabilidad.
Me arrellané lo mejor que pude.
—El suelo está muy cómodo —admití.— ¿Me puedo quedar con él?
—Es su estado normal —repitió el teniente coronelísimo.— ¡Qué cansado me tiene!
Percibí desesperación en su voz.
—Descansa entonces un rato, y deja de hacerlo todo a la carrera —sugerí, apoyándome en un codo.— Y no te preocupes más. En este planeta hay espacio para casi todo el mundo. Pero si quieres te puedes ir. Yo te autorizo. Asumo tu responsabilidad, siempre y cuando tu asumas también la mía, ¿de acuerdo?, pues aquel que mucho asume poco arresta…
—¡De pie, agente Ñicos! —chilló él.
Cuatro brazos desconocidos me ayudaron a obedecer.
El mundo daba vueltas, aunque muy despacio.
—¿Te sientes mareado? —preguntó la enfermera.
—Claro que no. Ni mariscos. Estoy en tierra. Quiero decir, aterrado.
Ella abrió los ojos, hasta que pareció que se le iban a caer. Yo me sujeté ambas cejas, temiendo un altercado de emociones.
—Dice muchos disparates —advirtió.— Creo que está delirando.
—Pues yo me opongo a semejante conclusión —repliqué.— Y tomen más notas: en mi isla no hay piratas. Esos no tocan liras, sino instrumentos para orquesta típicas de remolinos habituales, en ámbito popular danzario. Con diez cañones por banda musical. Llenan los bajeles, agitan sus sables al vaivén de las olas, y se beben el ron de todas sus canciones en los siete mares clásicos, hasta que quedan sin letras a merced de la brisa matinal…
—Es verdad —intervino el Corrido.— Se está poniendo peor.
—¡Tú te estás poniendo peor! —me ofendí yo.
—Mírame. ¿Sientes esto?
Él me atrapó por la manga de mi uniforme forestal y me sacudió el rostro.
—¿Y esto? —insistió, aplicando más de un tal señor Newton de entusiasmo.
Decidí llevarle la contraria.
—Eres muy tierno —noté.— Tan delicado como la tal Rosita de las Brisas.
—¿O esto? ¿Tal vez esto otro?
La cabeza me ardía en varios puntos cardinales. Pero yo, como si nada. No me iba a dejar vencer tan fácilmente.
El teniente coronel se apretó la mano, desalentado por el dolor.
—No estaba esperando esto…
—¿Tampoco esto otro? —le recordé.
—Creo que me rompí el índice —se lamentó.
Yo sentí una pizca de lástima adicional. Innecesaria y última. Decidí consolarlo:
—Ese dedo no se usa desde el año en que se inventó la alpargata. Excepto en literatura, claro. Cuando es absolutamente imprescindible.
Él decidió cambiar de tema:
—¿Tienes pasaporte?
—¿Qué tiene que ver el reciente esto con el esto otro anterior —me ofendí—, incluyendo los aplausos que me acabas de ofrecer? ¿Acaso te crees que a golpes me vas a hacer caer en otro país? Vaya, que ustedes lo resuelven todo igual… Aunque debo reconocer que a lo mejor tienen razón. Ya me siento más inteligente que una pandereta con tres doctorados en astronomía cibernética precolombina.
—Esa respuesta probablemente significa que no lo tienes —me interrumpió.— Quedas asignado entonces a la jefatura de Unidos, que es un gremio internacional. Imagino que vas a querer hacer lo primero que se te ocurra, pero te advierto que no saques un pie de la misión, o vas a despertarte en un calabozo en Australia, domesticando de verdad ratones y cucarachas, ¿entiendes? Mientras estés con nosotros te avalamos. Si no estás con nosotros, estás en problemas. ¿Tengo que repetirlo otra vez?
—No, pero gracias por la sugerencia —consideré.— Eres más aburrido que bajar de peso.
—Terminemos entonces. Recuerda tu máscara —concluyó.— Alertas, y buena suerte, agente Ñicos.
—¿No era gratis?
Corrido me empujó aquello en la cara y le indicó a la enfermera que retrocediera unos pasos. Levantó la mano lo más alto que pudo, sacó el mismo dedo infame, y lo hizo girar en círculos.
“Pues no estaba tan roto”, pensé, irritado. “Me engañó, el muy bibliotecario. La gente sincera se puede contar con los dedos de las manos, y sobra una… pero con éste sobra también el índice que no se rompió, de la otra anterior…”
El cable de acero se tensó de inmediato.
A regañadientes, yo me dejé llevar por el aire hasta el mangocóptero. Allí quedamos colgando por fuera los cuatro y medio humanos, si consideramos el valor exacto de un Gertrópodo criminal, bastante zurdo, y con sonrisa de oro al tres por ciento.
“Un minuto hasta el despegue”, pensó Corrido. “Si sienten mareos, náuseas, dolores de cabeza o de estómago, calambres en las piernas, agotamiento, desinterés, enojo, remordimiento, desaliento, deseos de colorear, vergüenza, timidez, u algún otro síntoma semejante, recuerden: es absolutamente normal de acuerdo con el método de transporte que utilizaremos. No se alarmen. No sientan pánico. A no ser, por supuesto, que pánico sea uno de los síntomas secundarios… En ese caso no podremos hacer nada.”
“¿Quieres decir menos de lo que han hecho hasta este momento? Porque ha sido mucha nada para nada. Y aquel que nada y nada no se ahoga, ¿no es verdad? Pues sí, incluyendo la presente compañía… Aunque ahora me aborda una nueva interrogante en correspondencia a las circunstancias preliminares: ¿Alguien sabe si los piratas llevan gallos en sus barcos? De lo contrario, ¿cómo se despiertan al otro día, después de pasarse la noche entera cantando?”
“…el viaje tomará un par de horas. Son poco más de trescientas gotas náuticas.”
“Son muchísimas… ¿Cómo es eso? ¿Va a llover?”
“Una gota es una medida de distancia que usamos en la fuerza naval. Equivale a tres-punto-uno-cinco-ocho kilómetros en tierra firme. Es más fácil así.”
“¡Ustedes lo hacen tan fácil que da asco! ¡Miren lo que han hecho con las horas! Cada día tiene más de mil ochocientas, que son casi dos meses y medio…”
Elaboré alternativas lógicas para el presente despilfarro bélico:
“¿No les gustaría mejor ‘al cantío de un gallo pirata’ en vez de gotas? Suena perfecto. Y muy agradable. Casi musical. A ver, repite conmigo…”
Las buenas ideas se me quedaron en el tintero, pues el teniente insistió en ignorarme.
“Recuerden los síntomas, y no se asusten”, pensó.
“¿Y qué si sentimos amor, calidez, hermandad, sinceridad y compañerismo?”, pensé yo. “¿Nos darán autorización para chillar por lo menos?”
“Lo dudo mucho. Ninguno de esos tiene que ver con nosotros y este viaje.”
“¡Lo sabía!”
“Agente Ñicos, ¿por qué sigues hablando? ¡Basta ya! No me importa tu opinión.”
“Yo no estoy hablando. Y mi opinión sí me importa. Se lo sabe todo, porque la educaron a golpes, según me explicó un tal Lento. Aunque yo no me entero hasta que lo pienso. Y si pienso me duele el estómago, porque tengo hambre. Lo cual, según tú, es un síntoma secundario de lo que todavía no hemos hecho. Incluyendo comer.”
“¿Listos? Despegue en tres.”
“¿En tres? ¿No somos cuatro y medio?”
“¡Cállate!”
“Vaya, ¡qué mal genio! Igual que Jimena.”
Las aspas del mango comenzaron a tomar impulso lánguidamente, imitando al ventilador de mi dormitorio. Unas cincuenta y nueve revoluciones después ascendimos en silencio hacia la tarde.
“¡Buena suerte!”, pensó el Corrido.
“Sólo para arriba”, pensé yo. “El que mucho sube, mucho cae. Y para abajo no la necesitamos.”
La estructura del cóptero se inclinó unos doce grados. Y salió despedido a tanta velocidad, que corrimos el riesgo de llegar hoy al mañana de ayer en la madrugada del mes pasado que tampoco existe en ningún calendario.
Sentí las plantas de mis pies subírseme a la garganta. Cerré los ojos y miré hacia abajo. Aunque no pude ver nada hasta que los abrí.
“Si una gota es tres-punto-uno-cinco-ocho kilómetros, y son más de trescientas de distancia, entonces es un total de… novecientos cuarenta y siete-punto cuatro. Y en dos horas significa… que estamos volando a… ¿cuatrocientos setenta y tres-punto siete kilómetros por hora?”, pensé. “¡No puede ser! ¡Me niego a ir tan rápido!”
Recordé a Xixliab, y sus ojitos me tranquilizaron. Noté que ella sostenía mi mano. De sorpresa en sorpresa, dejé de respirar. Principalmente porque el aire allí estaba tan delgado que ya no se veía. Aunque se oía muy bien.
“Debes abrir tu suministro de oxígeno”, pensó ella.
“Está bien así. Me siento tan mal que las únicas ganas que se me ocurren son de desmayarme y morirme. El ministro sobra, sea de quien sea.”
“No digas eso. Abre el oxígeno.”
“Lo hicimos desde aquí abajo”, intervino Corrido. “¡Buena suerte!”
Mi cabeza se rasgó a la mitad. La grieta me rodeó el ojo izquierdo, llegó a mi oreja, y chorreó hasta mi cuello. Le siguió un dolor muy atractivo en la planta de mis pies y el dorso de mis hombros. Y cosquilleo de cientos de hormigas apuradas trepándome las piernas.
Menos mal que yo no había comido nada desde mucho antes. Y quien nada nada, contrario a lo que ya especifiqué, se ahoga… lo cual introduce un riesgo enorme en este teorema de excursión aérea. Quiero decir, la ausencia de conjunciones copulativas entre todas las nadas, sea premeditada o involuntaria, produce resultados bastante fatales en el perímetro de su gran mayoría. A no ser, por supuesto, que aparezca una enfermera corriendo con una linterna.
“Solamente a esos de los Helados Unidos se les ocurre enviarme sin preparación alguna”, pensé. “Todavía yo no tengo idea de qué está pasando, ni cómo lo explican.”
“No te preocupes. Nosotros sí recibimos un poquito de entrenamiento”, pensó Xixliab. “Te vamos a ayudar.”
“En conjunto, menos de una semana”, pensó Páncreas. “Pero yo tengo treinta y cinco horas en saltos combinados, ciento doce en navegación aérea, dos años en combate mano a mano, y seis meses en defensa a mano libre contra cuchillo, pistola y mortero. Estoy listo. Si sientes miedo escóndete en mi bolsillo.”
“Gertrópodo es el único que cabe en ese hueco”, pensé.
“¡Eh, Ñicos!”, pensó Gertrópodo. “No sigas, que tú no eres tan gracioso como te crees.”
“Quiero decir que no hay espacio suficiente. Yo estaba tratando de ayudarte. No hay que ser tan malagradecido”, pensé. “Obelado tiene la culpa. Él lo propuso en la última reunión del sindicato.”
“¡Qué!”, pensó Obelado. “¿Qué sindicato?”
“Porque no fuiste. De lo contrario hubiese sido un con-dicato. Es francés.”
“Suena a italiano…”
“Créeme. Yo sé lo que estoy diciendo…”
“Francés sería condicatuuú.”
“De eso nada, camarada. ¡Es cato! ¡No lo voy a saber yo, que lo acabo de inventar!”
“Déjense de pensar estupideces. Lo único que falta es que ahora se peleen en el trayecto. Y el viaje es de dos horas”, pensó Corrido. “Y dos horas de esas boberías no lo soporta nadie ni por radio.”
“¿Puedo añadir algo?”, pensé.
“La respuesta más clara es ¡no!”, pensó él. “Jimena, ponlos a dormir hasta la primera marca.”
“Se me ocurrió otra canción inédita”, pensé. “Incluye un gallo. Te va a gustar.”
Xixliab me sacudió por un hombro.
“Despierta. Ya llegamos”, pensó.
Estábamos todavía colgados de marionetas.
“¡No puede ser! ¿Más rápido que antes? ¡Estos mangos corren mucho!”
“¿Mangos?”
Apunté al mangocóptero flotando sobre nosotros. El aire estaba tan nítido que podía escuchar hasta las hormigas marchando de regreso.
Los otros comenzaron a despertarse.
“La isleta allá abajo es donde el elemento principal fue descubierto desde su desaparición en Gobi, hace catorce años”, pensó Corrido.
“Parece que todo el mundo se va a Gobi cuando quiere desaparecer”, pensé yo. “¡Es un lugar muy peligroso!”
“Ñicos, ¡no pienses más! ¡Escucha y mira!”
Observé el pequeño pedazo de tierra.
“No escucho nada, y menos miro. Necesito un microscopio con un altoparlante.”
“¿Un microscopio? ¿Para qué?”
“Ahí no hay espacio suficiente ni para el Gertrópodo. Mucho menos para el resto de nosotros y los asnos de mis sueños.”
“Es un lago artificial. Vamos a abrir el dique inferior y a secarlo en las próximas horas. El impacto será en el área al norte, cerca de la costa.”
“¿No pudieron secarlo más temprano? ¡Ese lago falsificado tiene muchísima agua!”
¿Agua?
Recordé que tenía mucha más sed. Estiré los labios, fingiendo beberme un lago. Se empañó mi menos barata. Le pasé la lengua. Sabía a mí.
“No es posible. Es una operación sorpresa. Cada fase hasta el impacto ha sido rigurosamente coordinada.”
“La única sorpresa coordinada va a ser la nuestra. Bastante húmeda. E insípida… ¡Un momento! Dijiste ‘impacto’, ¿verdad? No me gusta cómo duele esa palabra.”
“¿Listos?”
“Yo no me siento listo para nada, gracias.”
“Descenso en tres.”
“Creo que vamos a quedar en más de tres pedazos.”
Estábamos tan altos que daba vergüenza. Probablemente más allá del restaurante de mariscos. Es decir, yo sentía mi corazón flotándome en los pulmones. Y los pulmones en el cuello del alma. Y el alma en pena, de lo alto que estábamos. A punto de caer por lo menos en la segunda Luna y media.
Me comenzó a doler la esperanza de vida. Mi instinto de supervivencia lanzó un alarido, y se echó a gemir en un rincón, tirándose de los pelos con exagerados indicios de alopecia preliminar. Y a la ilusión se le aflojaron ambas protuberancias inferiores, dejándose arrastrar por un torrente de antónimos todavía verdes.
“Adiosito, pilotico del mango”, pensé en despedida, fingiendo un saludo militar recién inventado. “Vuela por la sombra. No te detengas si puedes. Y regresa bien pronto a recoger lo que quede de nosotros con una cucharita de revolver frijoles.”
“No pierdas el tiempo”, pensó Páncreas. “No es un vuelo tripulado.”
“¿Qué quieres decir con eso de que no es ‘tripulado’? ¡El jefe acaba de prometer que eran tres!”
“Quiero decir que nos vamos abajo con helicóptero y todo si viene el piloto, ¿entiendes? De esta manera podemos volar más lejos con la misma cantidad de combustible, pues el viaje de regreso lo va a hacer vacío…”
“Yo pensé que si no venía el piloto entonces nos estrellábamos hasta las estrellas. Al parecer aquí es al revés, y yo no sé nada.”
“Obviamente. No sabes, porque faltaste a las primeras orientaciones.”
“Pues va a ser la última. Y estaremos muy orientados hacia abajo. De esta, ni el suelo nos detiene. Nos van a poner en órbita subterránea. Y vamos a descender una dimensión del golpe. Nuestras caras van a ser las pinturas rupestres del futuro, con muecas jeroglíficas de dolor prehistórico. Ni los egipcios nos van a ganar de lo plano que vamos a quedar. No te prometo nada, pero es probable que no nos encuentren hasta las excavaciones arqueológicas de la última generación que habitará la superficie del planeta, en el otoño del año setenta mil cuatrocientos treinta y cinco, durante el invierno cósmico más rígido, cuando empiecen a realizar excavaciones para esconder el calor humano…”
“Ustedes no están prestando atención. Dejen de pensar. Les advertí que el descenso es en tres.”
“¿En estos tres, o en los que vienen?”
El mango daba vueltas alrededor del mismo lugar, a cientos de meses de la superficie del planeta Tierra. Debo ser muy específico, pues no quiero que nadie se imagine que era otro de lo alto que estábamos.
Y un mes es una unidad emocionalmente inestable que equivale “ay, mi madre Zimbú Bique, ¡que nos vamos a hacer talgo de algas!”.
“No aguantes la respiración”, pensó Xixliab.
“Dejar de respirar limita tu juicio. Corres además el riesgo de desmayarte. Y si te desmayas, pierdes el control y te haces una bola. Y si te haces una bola, entras en caída libre. Y si entras en caída libre, ya no hay quien te salve. Y si no hay quien te salve, te revientas. ¿Está claro? Tienes que recostarte en el viento, cara abajo, y abrir los brazos y las piernas para evitar dar vueltas”, pensó el dolor de Páncreas. “¡Dime que entiendes!”
“Claro que sí”, pensé yo. “Entiendo que reventarse nos estará esperando con ambos brazos abiertos, viento en cara y a toda pierna…”
“No, eso no es tan así. El dispositivo de paracaídas reacciona y se activa automáticamente a un par de decenas de metros de la superficie del agua. Es bien sencillo. No tienes que hacer casi nada. Solamente conserva la posición de descenso que te acabo de explicar, y todo va a estar bien.”
“Bien aplastado, claro. Debí haberme imaginado que esto iba a pasar. Yo jamás he tenido suerte, mucho menos buena… Xixliab es lo mejor que me ha ocurrido en los últimos dos siglos.”
Ella me apretó la mano.
Sentí un poco de tranquilidad.
Aunque jamás la suficiente en condiciones similares, reservando espacio al terror del inminente sobresalto. Incluí además una serie de reflexiones transversales y despavoridas. Las atavié de asombro. Y las trituré con el valor positivo de los dedos de mi persona favorita todavía enredados entre los míos.
Porque es en verdad muy provechoso estar acompañado al final de la subida del mundo, con la vida desfilando en retirada al borde del ataque de nervios más dilatado y espeluznante que pueda concebirse.
Respirar es siempre opcional. Desmayarse parece imprescindible. Casi obligatorio.
“Así que, colorín-colorado…”
“¡Tres! ¡Alertas, y buena suerte!”
“¡Un momento! ¡Yo no he terminado de pensar!”, pensé.
“¿Cómo es posible que tú tengas los herrajes al revés?”
“¡Qué! ¿Quién dijo?”
“¿Cómo que al revés?”
“¡Así no se van a abrir!”
Antes de que pudiésemos decir o imaginar algo adicional, los cables de las marionetas se soltaron uno a uno en el mismo orden que Carrera nos había asignado direcciones durante el primer encuentro: Páncreas, Gertrópodo, Obelado, y…
—¡Renuncio! —grité.
La planta de los pies se me subió a la frente, con botas, corazón, pulmones, alma y todas las hormigas que encontró en el camino.
Dejé de respirar, de pensar y de desmayarme también.
Repetí un par de vocales, excluyendo las és, oes y úes.
En verdad la Tierra daba vueltas. ¿O era yo?
Estiré una mano, y aquel planeta testarudo empezó a girar en la otra dirección.
Alterné los brazos. Izquierdo, derecho, ambidiestro… Era entretenido.
La máscara no me dejaba ver. Me la arranqué. Ahora el mundo estaba mucho más claro y asfixiante. El viento me sacudió los parpados. Mis labios me llegaron casi a las orejas. La nariz me golpeó un ojo. Tosí, desorientado, y la lengua me alcanzó para dos semanas. Entreabrí un párpado.
Motas de algodón pendían en la distancia, estáticas de indiferencia. Alguien había dibujado un mapa en todas direcciones, repleto de líneas paralelas y formas geométricas muy armoniosas, coloreadas con exagerado entusiasmo.
“¡Qué interesante! Parece que vienen para acá…”
“¡Agente Ñicos!”, pensó el teniente coronel.
“Ése allá abajo es Páncreas”, pensé. “Va muy despacio… ¡Le voy a ganar!”
“¡Agente Ñicos! ¿Tienes los arreos invertidos?”
“No tengo idea. Arreos invertidos son soerra, pero a esta velocidad no puedo leer nada. No importa. Voy a llegar antes. ¡El primer lugar no hay quien me lo quite!”
“¡Cómo es posible! ¡Los revisamos dos veces!”
“Dicen que a la tercera va la vencida, ¿no es verdad? Aunque ya determinamos que algunas veces ocurre a la cuarta… En fin, yo creo que la culpa la tiene un tal Púlpora Segundo, porque la camisa no me sirve desde que me lo asignaron. Y me provoca pesadillas. Me da por abrir puertas.”
“¡Así no se va a activar ni siquiera el de emergencia!”
“A alguien se le olvidó informarme dónde escondieron los frenos. ¿Tengo que pisar algo?”
Mirarme los pies obligó al planeta a girar en un ángulo recto a la versión anterior, turnándose con el firmamento todavía repleto de sol.
“Eso no lo voy a hacer nunca más”, pensé.
“Agente Efímor, acércate a Ñicos.”
“Yo pasé a Efímor hace un rato. Se quedó en las nubes, el muy remolón. A los demás ni los he visto.”
“¿Agente Efímor”?
“A la orden”, pensó el mismo. “Estoy sobre Adeuterio.”
“¡No me sigas!”, pensé yo.
“Tres minutos hasta la superficie”, pensó Xixliab.
“¡Tres minutos! ¿Cómo es posible? ¡Todo sucede en tres! Incluso contar. ¿Recuerdan? Además, ¡estábamos en el tres-tres-uno-tres! Esos son siete.”
“Adeuterio, déjate de sandeces y concéntrate en lo que está pasando, o te vas a desparramar.”
“Debí haber traído una silla. Esto de caer es muy agotador. Y nada de libre. Aquí hay más gente de lo que esperaba.”
“Gertrópodo, dame una mano con este chiflado…”
Ellos dos llegaron de inmediato y empezaron a hacerme cosquillas, a tirar de todas las correas y enganches por secciones que pudieron descubrir, y a desvestirme de las mochilas en el aire. Casi se me escapa el Púlpora en el tumulto, durante la confusión exagerada de cualquier longitud de dedos. No pude decir lo mismo del resto de mi equipaje.
“Se nos enredó la operación”, pensó Páncreas. “Perdimos el paracaídas de Ñicos.”
“Veinte segundos”, pensó Xixliab. “¡Tienen que separarse ya!”
“No tenemos tiempo suficiente para recobrarlo”, pensó Páncreas. “Pasemos el control a manual. Vamos a hacer una escalera.”
“Si es para bajar no la necesitamos. Guárdenla en el mismo hueco de la suerte. Ya estamos llegando. Nos detenemos en tres, tres, tres…”
Gertrópodo aseguró sus cables al agente Púlpora. Páncreas sujetó los suyos al de él. Activó su paracaídas y salió despedido hacia arriba a velocidad de escape, desapareciendo completamente de mi vista.
“Pues era un parasubidas”, pensé. “¿Por qué no me habrán dado uno de esos? ¿Estarán en escases?”
Gertrópodo lo imitó, esfumándose en la raíz cuadrada de sí mismo.
“¡Y yo sigo en primer lugar!”
Sentí gran alegría, pero muy corta, pues de inmediato alguien le aplicó al Púlpora en mi espalda aquellos frenos secretos que yo no pude descubrir menos de un ratico antes. Mi cabeza, antebrazos y piernas persistieron en proseguir el viaje. Mi cuello crujió de la sorpresa.
“Menos mal que alguien aquí sabe lo que está haciendo y no soy yo”, pensé.
El lago llegó a la fiesta. Gertrópodo me cayó en un hombro. Páncreas amerizó algo distante, con un poco más de soltura y la experiencia de un bólido acostumbrado.
Sentí una inexplicable aversión al agua. Aunque ya era muy tarde, pues me rodeó por todas partes.
Regresé a la superficie por error.
—¿Ustedes saben si yo sé nadar? —grité, atónito.
Los parasubidas flotaban libres alrededor de nosotros, alejándose lentamente. Xixliab también, como una nutria bellísima. Sostenía un cilindro bastante común, pintado en espirales de color anaranjado y amarillo brillante. Retorció el extremo de aquello, y lo lanzó tan lejos como pudo.
Una balsa mediana de color gris oscuro floreció en la superficie, desemperezándose abruptamente.
“Sin lugar a duda, más magia”, pensé. “Aquí los colores no son muy persistentes. Y la lógica los imita.”
Páncreas saltó a la embarcación, se colocó de rodillas en la popa y nos ofreció algunos de sus músculos para ayudarnos a subir.
A mí no hubo que decírmelo dos veces. Salí del lago con fervor religioso de última cruzada.
El bote en cuestión no era muy grande. Pero sí blando. Y no servía para estar de pie.
El que lo inventó de seguro tampoco se atrevió a imaginar que aquel exterminador aéreo intentaría llenarlo hasta por encima del borde. Afortunadamente, lo que nos sobraba de Páncreas se equilibraba con lo que nos faltaba de Gertrópodo.
“¡Informen! ¿Qué sucedió?”, pensó Carrera.
“La maniobra fue exitosa”, pensó Páncreas.
“¿Adeuterio está vivo todavía?”
“Afirmativo.”
Los comprendí perfectamente. Hasta yo me sentí decepcionado.
“Los diques han sido abiertos. Una hora hasta tierra firme. Nos mantendremos en contacto.”
“Remos al agua”, pensó Xixliab. “Vamos a la isla.”
“¿Es allí donde que está la carne? Tengo muchísima hambre.”
“¿Qué carne?”
“¡No me cambien el tema de la conversación! Ustedes dijeron que había carne. Y yo vengo preparado.”
“¿Quién dijo algo de carne?”
“Fuiste tú. Y si no fuiste tú, fue el otro tú, pues tenemos abundancia.”
“Nadie dijo nada de carne.”
“Sí. Carne de estraza…”
“Estás equivocado. Lo que yo dije fue que éramos carne de cañón y papel de estraza”, pensó Gertrópodo. “Nada de comer carne.”
—¡Nosotros somos la carne! —mugí yo.
Imaginé la isla repleta de animales tan carnívoros como Perico. Me estremecí con el pavor escalándome la espalda al recordar sus dientes de estacas.
—Si somos carne, y estamos en el agua —deduje, sacudiéndome la humedad—, de seguro nos van a hacer sopa de pescado.
—No sólo estamos en el agua —advirtió Gertrópodo.— También vamos a buscar agua.
—En ese caso, ¡misión cumplida el cien mil por ciento, punto dieciocho! —afirmé.— Encontramos un lago repleto de eso mismo. Ya podemos regresar a casa, ¿verdad? ¿A mirar techos y vigilar aspas? ¿Por favor, gente que me escucha?
Xixliab dejó escapar una risa de lo más simpática.
“¡Eres tan linda…! Hablas lindo. Te ríes lindo. Y piensas lindo también. Mi nutria predilecta. Y única. Lanzadora de dispositivos flotantes en condiciones adversas.”
Xixliab se puso muy seria.
“¡Y te pones seria tan lindo! Me das ganas de abrazarte.”
—Es un represa —me despertó Páncreas, remando como un prisionero a punto de escapar.— En una hora estamos en seco. Aprovecha el tiempo. Toma uno de esos, y haz lo mismo que nosotros. Es bueno para los bíceps. Hay que mantenerse activo. El elixir de la juventud es no pensar tantas ideas, y mover el esqueleto. Tu cuerpo te lo va a agradecer después.
—Mi cuerpo a mí ni me habla —protesté, encogiendo los brazos.— Y ese remo queda muy lejos. No lo voy a poder alcanzar antes de llegar a la isla. Y ya casi estamos aquí…
—Adeuterio, no seas vago. Toma el mío.
—De eso nada. Tú lo estás haciendo muy bien. Pareces una rueda de molino en catarata. No voy a ser yo tan desconsiderado como para privarte del vicio de tus bíceps. Además, me niego a entender cómo funciona.
—¿Qué no entiendes?
—Pues parece inútil…
—¿Inútil?
—Sí. Tú pones el agua detrás de nosotros, pero se vuelve a caer. Mi paciencia no es tan profunda. Si la echo para allá y se cae, ahí se queda… ¡Que otro la recoja!
Llegamos con tanto impulso, que aterrizamos hasta bastante adentro.
La isla en cuestión no tenía vegetación alguna.
Tampoco Pericos con dientes de estacas. Ni habitantes. O ganado. Mucho menos perdidos.
Excepto los nuestros.
—Primeras reglas de supervivencia en caso de naufragio —enumeré, estirando los brazos con alivio—: encontrar fuente de agua potable, localizar alimentos, asegurar protección contra la intemperie, hacer fuego para garantizar una temperatura agradable durante la noche, y fundar un grupo de teatro ambulante.
—¿Qué tiene ver el teatro con nada de eso? —se sorprendió Gertrópodo.
—No te preocupes. Lo entenderá cuando crezcas. Si alguna vez lo logras. No pierdas la esperanza.
Él refunfuñó.
—Además, necesitaremos un gallo. Mucho mejor pirata. No tiene que ser de mar abierto, pues yo no soy muy exigente. Me conformo incluso con uno criado en alcantarilla. Aunque debe funcionar en islas tamaño gorgojo —resumí, apuntando al este y al este otro.— Y dar la hora con exactitud. No quiero que me vaya a despertar muy temprano. O lo proclamo digerible y anacrónico.
El grupo pareció ignorarme.
—Es una isla —insistí.— ¡Ya encontramos el agua!
—No vamos a estar mucho tiempo aquí…
—Pues bien, la próxima regla incluye encontrar alimentos —fingí recordar.— Preferiblemente sazonados, y que no huyan. ¿Alguna idea? ¿No? Entonces, como dijo el hambriento más famoso de las crónicas de los comensales, si la comida no corre hacia mí, ¡yo correré a la comida!
—En las mochilas tenemos de comer.
—Yo perdí la mía. Y me duele el cuello desde los tobillos. Nada más tengo esta cosa —apunté al agente Pulpóra.— No me parece que sirva para la digestión.
—Aquí tienes —Xixliab me extendió una barra dura de plástico ennegrecido.
—¿Qué es esto?
—Es una ración personal de alimentos para sobrevivencia.
—Gracias… —la amenacé.
—Por nada.
Olí aquel ladrillo con precaución. Le pasé la lengua. Estaba árido.
—Pues no es muy racional que digamos —consideré.— Sabe peor que muy mal. A autopista en fin de semana. Pensándolo mejor, yo no he vivido tanto como para que ahora tenga que sobrevivirlo.
Se la tendí a Obelado.
—Aquí tienes. Por si el hambre te descubre y te sientes inclinado a sobrevivir más que yo.
—Yo no quiero eso. Tú le pasaste la lengua.
—¡Qué grosero! Mi lengua está limpia —afirmé, ofendido.— Tan limpia que la puedo llevar en la boca, y hasta comer en ella.
Él me dio la espalda, agitando la cabeza.
—¿Xixliab?
—No, gracias. Esa es para ti. Yo tengo varias.
—¿De verdad? —apenas podía creerlo.
—Sí, me quedan otras siete.
—¡Siete de esas son un riesgo ecológico ilógico!
Apunté al resto del grupo con la merienda. Ninguno de ellos la aceptó, repitiendo números, siendo Páncreas el mayor. Decidí esconderla en un bolsillo.
Coloqué la mano sobre mis ojos y medí el pedazo de tierra con las pupilas.
—Yo no estoy dispuesto a convivir con gente tan desconsiderada y malagradecida, así que me voy para otra parte —afirmé.— No me sigan.
Caminé unos ocho segundos hasta la orilla opuesta. Me senté con una bota sumergida en el agua. Y me dediqué con gran entusiasmo a socorrer al universo en la difícil tarea de la creación de olas.
—¿Qué pasa con éste? —preguntó el agente Metelgía.— ¿Por qué dice esas cosas? ¿Está mal de la cabeza?
—Claro que sí. Eso no puede ser normal.
—Lo peor es que no tiene entrenamiento alguno.
—Verdad. Es un riesgo para el resto de la expedición.
—Sí. ¿A quién se le ocurre ponerse el arnés al revés?
—A nadie más que él…
—Lo único que nos falta es que terminemos de niñeros en medio de este lugar de pesadilla, al fondo del mundo.
—Mejor lo dejamos aquí. Concluimos la operación nosotros solos, y nos vamos de regreso. ¿Qué creen? Decimos que algo se lo comió. Un tigre.
—En esta región no hay tigres.
—¿Un oso? O tiburones. Ellos van a todas partes, ¿no es verdad? Me imagino que este tipo sea comestible.
—Yo no estoy muy seguro. A lo mejor los marea con tantas boberías.
—Pero tiene al Púlpora. Necesitamos la mochila.
—No está pegada a su cuerpo.
—Agentes, debemos concentrarnos en la operación. No es el momento para crear discordia.
—Xixliab, tú sabes bien que ninguno de nosotros es agente de nada. Nos enviaron porque las probabilidades de que regresemos son tan mínimas como encontrar vocales en código binario.
—Además, ¿quién de ellos va a aceptar semejante misión? ¡Es una locura!
—¿Ustedes saben qué es lo que realmente estamos haciendo aquí? ¿O qué es eso que llaman Púlpora?
—Es obvio que no es una persona, y mucho menos un agente, como nosotros.
—Nosotros no somos agentes de nada —recordó Gertrópodo.
—¿Qué tú crees que pueda ser entonces?
—No sé… ¿Explosivos?
—¿Una bomba?
—Lo dudo mucho. Recuerden que buscamos al grupo anterior.
—Los grupos. ¡Todos desparecieron!
—¿Qué les habrá pasado?
—Nunca nos han querido decir.
—Fueron casi veinte personas… Seguro que algo horrible. No me atrevo a imaginarlo.
Yo podía escuchar perfectamente el murmullo de la tropa de atrapados. Era molesto. Decidí largarme con mi bomba portátil a otra isla apenas la descubriera. Así que agucé la mirada y me concentré en la distancia, alternando los párpados para evitar agotarme demasiado.
Pronto me encontré pateando el barro. Y obligado a sentarme más abajo persiguiendo el descenso de la marea.
—¿Adeuterio?
Me volví. Era Xixliab.
—Esperaremos hasta que el agua descienda lo suficiente como para poder continuar hacia el campamento del último grupo. No tenemos otra opción, porque perdiste tus equipos y tu máscara.
Yo, por supuesto, escuché sus palabras, pero estaba tan distraído admirándola que no pude organizarlas en el orden correcto. Y mucho menos entenderlas.
—Sí, lo que digas, mi nutria reina —balbucí.
“¡Qué ojos de ensueños!”, pensé. “Su voz me recorta al aliento…”
“Deja de hacer eso”, pensó Xixliab. “Me pones nerviosa.”
“Perdón, no puedo evitarlo. Mi cerebro no está preparado para tenerte tan cerca, ni mi corazón para que te alejes.”
“¡Tú eres muy raro!”
Ella se sentó junto a mí. Observó a los otros por un segundo. Me miró. Sentí inexplicable alarma.
“¿Qué nos está pasando?”, pensó.
“No tengo idea. Es como si estuviésemos destinados el uno para el otro. El universo es cómplice. Y además culpable.”
“¿Tú también sientes eso?”
El único “eso” que sentía es que aquello se estaba enredando muchísimo. Afortunadamente.
Imaginé nuestras vidas cual líneas brillantes, flotando extraviadas en la oscuridad del infinito, que de pronto se descubrían, aproximaban y unían, jugueteando y entrelazándose rítmicamente en la partitura del presente hacia un futuro impredecible, romántico, y brusco.
Xixliab ladeó su cabeza hacia mí.
Recordé que percibía lo mismo. Una oleada de calidez nos arrastró fuera de nuestras conciencias.
Ella tomó mi mano. Sus dedos otra vez entre los míos. Igual que en mi sueño.
Jimena no me pareció ya tan insoportable y entrometida.
Estrellas danzantes brotaron en el trayecto a nuestro destino. Resplandecíamos para siempre con seguridad y alegría. Las dos líneas se mezclaron en una.
Al parecer, había encontrado mi tesoro. Y mi tesoro me había encontrado.
Ella me sorprendió nuevamente, recostando su cabeza en mi hombro por un segundo.
Un segundo en medio de estos momentos terribles, cuando más necesario era.
Me estremecí en esperanza y paz. Dejé de latir. Mis niveles de pavor se redujeron alrededor del veintiocho por ciento, pronosticando felicidades. Se hizo de día por el resto de mi temporada.
“¿Vienes?”
“Contigo, hasta el fin de la eternidad, mi nutria bella.”
“¡Eres tan raro!”
Tiró de mi mano. La seguí. Ella me soltó de inmediato.
Obelado negó un par de veces en algoritmos aleatorios de desaprobación cuando nos vio de vuelta. Gertrópodo nos ofreció la espalda y fingió estar ocupado enviando telegramas psíquicos algo psiquiátricos muy equivalentes a su estatura plena de abreviaciones criminales. Y Páncreas permaneció con su cerebro estacionado en blanco, asfixiado por la aglomeración de músculos.
¡Todos ellos parecían tan distantes, aunque en la misma isla!
—Quince minutos hasta seco. ¿Tenemos algún plan?
—Adeuterio, contacta al puesto de mando. Solicita la trayectoria óptima hasta nuestro primer objetivo —ordenó Xixliab con su voz tan hermosa.
“Hasta mandas muy lindo”, pensé. “Eres muy nutritiva… Quiero decir, extremadamente nutria, y fascinante.”
—¿Agente Ñicos?
—¡Qué va! —intervino Gertrópodo.— ¡Éste es muy intenso!
Caí de vuelta a la realidad. Ahora tampoco se abrió mi paracaídas. Ni nadie me brindó escaleras.
—¿Qué puesto de mando de qué? ¡Aquí no hay ni dónde sentarse!
—Contacta al teniente coronel Carrera —aclaró la muchacha más encantadora del universo.
—¡Carrera! —grité a todo pulmón.— ¡Dónde estás! ¡Apúrate!
—Así no, retardado. Usa a Jimena.
—¡Vaya inútil!
—Es verdad, él no fue a ninguna de las clases de orientación.
—Va a ser más difícil de lo que es aceptable.
—¡Y éste es el encargado de la comunicaciones!
—¡Estamos fritos!
—¡Pescados! —resumí yo, aburrido de la retahíla de negatividad.
Respiré profundo, saturándome de suspiros e impaciencia. Y enumeré ideas y una que otra emoción similar con la esperanza de reorganizar mi calma.
“¿Carrera?”, pensé muy despacio.
“¿Agente Ñicos? ¿Qué sucede?”, pensó el teniente coronel. “¿Ya pasó una hora? ¿Llegaron a la primera marca?”
“No tengo idea. A lo mejor ya la vimos, pero ninguno de nosotros sabe a qué se parece. ¿Alguien por allá no puede dar una pista de qué estamos buscando? ¿O cómo está vestida?”
“Yo no los esperaba hasta dentro de un rato. Estoy dándome una ducha.”
“Necesitamos la… la… la…”
“No te pongas a cantar, y dime qué quieres.”
“Lalalala”, pensé, mirando a Xixliab con desesperación.
Ella pareció incómoda.
—La trayectoria óptima hasta el primer objetivo —aclaró, ejecutando una mueca.
—Claro que sí —dije.— Eso mismo… la… la…
“…la trayectoria óptima hasta el primer objetivo”, pensé.
“¡Vaya!”, pensó Corrido desde el más allá de dos horas. “¡Qué contrariedad!”
“¡Qué pasó!”, pensé.
“Me cayó jabón en los ojos… Ya no puedo hacer dos cosas al mismo tiempo. Y no oigo nada sin espejuelos. Dame unos cinco minutos.”
“Te presto cinco minutos”, pensé. “En recipientes longitudinales individuales, marcados de acuerdo con el valor intrínseco de cada fragmento para ser distribuidos conforme a la necesidad del próximo instante y las demandas temporales del mercado popular drástico. Firma aquí…”
No obtuve respuesta.
Alarmado, me dirigí al resto del grupo.
—Tenemos que esperar —les informé.— Algo de que sus espejuelos se le cayeron en el jabón por cinco minutos, y ahora no escucha muy bien porque no ve nada. Probablemente porque sus orejas estaban ya acostumbradas a compartir la responsabilidad en la ducha, lo cual demuestra de forma ineludible que ninguno de los presentes ausentes está capacitado en consideración al requerimiento de bañarse cuando es menos oportuno en correspondencia directamente proporcional a las circunstancias ya citadas varios renglones arriba…
Hinché el pecho con orgullo, miré al horizonte y me crucé de brazos. Al poco entendedor, con buenas palabras.
¿O era al revés?
Decidí rectificar, y me crucé el horizonte, me hinché de brazos y miré el orgullo con el pecho.
—Nada de eso tiene sentido, colega.
—No me culpen a mí. Ese Carrera es muy raro.
“Tú eres muy raro”, pensaron todos.
El lago continuaba retirándose, revelando lentamente un pueblucho tímido, lleno de una diminuta cantidad de carteles y calles interrumpidos por el resto del universo. Las pocas edificaciones que comenzaron a aparecer carecían de la ambición necesaria para ocupar ciudades adultas.
—¿Aquí vivía gente? ¿Del tipo humano? ¿Tamaño, digamos, normal? ¿E inteligentes? ¿Con cerebros de verdad? ¿De más de tres ideas?
—Al parecer…
—Es Sílice —concluí, apuntando a un anuncio que leía “Bienvenido” al mismo.
Y más abajo: “Población: 138 personas”.
Sentí lástima.
—¡Qué pequeño!
Hasta la humildad arquitectónica era allí muy modesta. Y permanecía escondida al doblar de la esquina.
—¿Me pregunto si tendrían escuelas?
—Evidentemente. Y restaurantes también. Y una estación de radio. Y bancos.
—Espero que sí —fantaseé.— Tengo ganas de sentarme como es debido.
—Quiero decir, agencias financieras —rectificó Obelado.
Me encogí de hombros.
—¿Bancos monetarios? —insistió él.— ¿De dinero?
—Eso no me va a detener —lo amenacé.— Ya estoy que me siento donde quiera.
Afirmé los ojos y pude descubrir ahora detalles de la región incluso por debajo del nivel de la superficie del lago, pues algunos lugares resultaban más brillantes que otros. Aparecieron además líneas paralelas revelando el camino menos accidentado desde el exterior del pueblo.
—¿Ustedes también ven eso? —pregunté de reojo, a punto de considerarlo un espejismo.
—Es el mapa que solicitamos. Sigamos las indicaciones en formación. ¿Páncreas?
El agente pancreático se frotó las dos manos, y comenzó a descender de la isla cual mono acróbata cruzado genéticamente con cabra montañesa, ejecutando brinquitos laterales muy deportivos, arrastrándose de tramo en tramo y deslizándose en bajada.
“Yo no puedo hacer eso”, pensé. “No tengo licencia para estar tan loco.”
“Lo dudo mucho”, pensó Obelado, persiguiendo al primate vanguardia.
Le tocó el turno a Gertrópodo. Me dedicó una mirada de compasión un segundo antes de imitar a los otros dos.
Ahora fue Xixliab. Ella me ignoró.
“Bueno, si la carne no viene a mí…”, concluí. “¡Yo soy la carne!”
Apreté al agente Púlpora y me arrojé tras el grupo, calculando cada medio paso con la esperanza de evitar un resbalón que me pusiese en el otro extremo del hemisferio de al lado. Intenté incluso arrastrar un pie como Páncreas apenas alcancé a llenarme de valor, pero el instinto de supervivencia me lanzó una patada en la misma rodilla cuando el fango ya casi me llegaba a los hombros.
“Ay”, pensaba, “si no fuera por Xixliab y su belleza interior… y exterior… y su voz tan linda de nutria preciosa, abrazándome las orejas por los ojos… Y que me obligaron los Helados Unidos con su ejército de delincuentes de ventanas. Y que el gordo ese me amarró a un mango sin piloto ni vergüenza… Y que… que… Pero principalmente, mi Xixliab, mi tesoro, mi joyita marítima de agua dulcificada por tanta hermosura, que me hace la boca lo mismo… Tengo mucha sed…”
Extendí los labios, prediciendo el futuro ansiado.
“Agente Ñicos”, pensó la jefa del grupo. “Basta ya. ¡Compórtese!”
Brillaba de lo sonrojada que estaba.
“Esto es insoportable”, pensó Obelado.
“Es verdad, colegas”, pensó Páncreas. “Ya no puedo ni pensar.”
“Es una estación de radio pirata”, pensó Gertrópodo.
“¡Al abordaje de las ondas del éter!”, pensé yo. “¡Ojo al parche, bucaneros y truhanes de baja estofa, y proa a levante hasta el primer cantío del gallo!”
Imaginé que éramos piratas de represa, pero muy desdichados y modestos, pues no teníamos ni una plancha por donde caminar para conservar la tradición, o siguiera caernos con la holgura digna de víctimas accidentales.
“Gertrópodo es el legendario cabecilla de una tribu acuática de bandoleros, forajidos y asaltantes. Su seudónimo de alta mar y pillaje público es Capitán Piñata de Tuercas, muy temido durante la hora de irse, pues se lo lleva todo, menos bien con los demás”, pensé. “Propongo entonces un motín unánime, y que lo colguemos del palo mayor como le corresponde a la reputación de su apelativo. Respiren si están de acuerdo.”
Aparentemente, me sentía en extremo inspirado.
Aunque la fiesta duró mucho menos de lo imprescindible, porque llegó el que faltaba…
“Sílice es un pueblo minero que ni siquiera aparece en los mapas”, pensó Corrido. “Fue inaugurado hace ocho años, cuando descubrieron depósitos de antracita en la zona usando tecnologías de exploración a nivel orbital. El lago fue drenado en secreto, creando los diques superiores e inferiores. Sin embargo, el desinterés del mercado y los ataques de grupos de protección ecológica hicieron que la explotación se volviese insostenible. Como resultado, Sílice duró abierto un total de menos de tres años, y la industria emigró en dirección a otras minas ya establecidas…”
“¿Vamos a tener que responder preguntas al final de la disertación telepática?”, pensé. “No puedo tomar notas. Se me olvidaron los lápices de hacer rayas.”
“No te preocupes por eso, ni nos distraigas más”, pensó el duchado Corrido. “Para concluir esta historia, el pueblo fue abandonado. El lago volvió a su función original. Hace poco menos de un año y medio, un especialista extranjero de la industria minera encontró un artículo en una revista especializada acerca de la ruina del yacimiento en Sílice. Algo allí le llamó la atención. Localizó las fotografías originales y descubrió un área de aproximadamente siete metros cuadrados que no respondía a los diferentes métodos de radiación, y que cambiaba ligeramente de apariencia de una imagen a la otra.”
“Bueno, no todas las áreas son creadas iguales”, pensé. “Algunas son de raza mucho más áreas. Sin embargo, si tenemos en cuenta las estadísticas actuales, dentro de esta porción existe una parte que no luce bien ni en fotografías, cuando está cubierta por tanta agua… porque no son muy foto-higiénicas, ¿entienden? Pero a mí no me crean, que sé mucho menos de lo que les cuento y el doble de lo que me imagino…”
“¿Qué parte de que te calles y no interrumpas más es la que tú no puedes entender?”, pensó el teniente lejano.
“Me parece que la primera parte de la segunda mitad del último tercio, si lo dividimos en fracciones equivalentes”, pensé. “Por eso dicen que el que parte y reparte en varias partes se queda sin entender por ninguna parte.”
“Eso no dice así.”
“¿Quién dijo eso?”
“¡Eso no lo dice nadie!”
“Eso lo acabo de decir yo”, pensé. “O lo pensé, que no es lo mismo que decirlo, pero suena casi igual cuando lo pienso.”
“¿Existe alguna posibilidad de que podamos proseguir sin Ñicos?”
“Colegas, a Ñicos se le encargó el transporte del agente Púlpora durante esta fase.”
“Pues sí. A no ser que alguno de ustedes quiera llevarlo”, pensé. “¡Y pesa cantidad!”
“¡Pero es que así no vamos a llegar muy lejos!”, pensaron ellos.
“Creo que nos pasamos”, pensé yo. “Pues ya estamos más lejos que muy lejos de lejos.”
“¡Agentes!”, pensó Corrido. “Vuelvan al tema. ¡Estamos deambulando por las ramas!”
“De eso nada”, pensé. “Yo no deambulo. ¡Y mucho menos en público!”
“¡¡¡Sílice!!!”, pensó Carrera. “¡Aquí es donde estamos!”
“Nosotros, Sílice”, pensé. “Tú, no-lices. De vago.”
“Jefe”, pensó Gertrópodo, “¿podemos continuar solos? ¿Y dejar atrás a éste? ¿Por favor? ¿Que se vaya a hacer alguna otra misión? ¿En otra parte? ¿Preferiblemente en sentido contrario?”
“Tú atrevimiento es más grande que tú”, pensé.
“¿Qué dijiste?”
Me coloqué estratégicamente detrás del tronco de un músculo de Páncreas.
“Calma, agentes”, pensó el teniente coronel. “Están rayando en insubordinación.”
“Éste ya está insubordinado”, pensó Obelado.
“De eso nada. Más insubordinado serás tú”, pensé.
—Pues esto es exactamente lo que pasa cuando se les asigna alguna tarea seria a civiles sin entrenamiento práctico ni disciplina de grupo —se quejó Páncreas, con los puños apretados y mirando al firmamento, tal vez en busca de un mango perdido en las nubes de su propio enojo.
—Ustedes son los civiles —riposté.— Civiles e incivilizados.
Obelado se sentó en el fango, y escondió la cabeza entre sus rodillas.
—No vamos a llegar muy lejos —repitió en voz alta.— De aquí no salimos más nunca.
—¿De nuevo con lo mismo?
Un chillido estridente me atrapó por una oreja y explotó en el trasfondo de mi cerebro, apretándolo hasta evaporarle las últimas gotas de jugo craneal.
—¿Qué pasó? —pregunté apenas pude coordinar nuevamente los movimientos de mi quijada con las primeras cuerdas vocales que descubrí a tientas.— ¿Qué fue eso?
—¿Qué fue qué? —se sorprendió Páncreas.
“Espero que ya te hayas calmado”, pensó Carrera. “No me obligues a repetirlo.”
“¿Repetirlo?”, pensé. “De eso nada, camarada. Estoy tan calmado, que ni me hayo. Eso fue horrible. Peor que tus duchas por teléfono, enjabonado imaginario y sin espejuelos para oír de lejos…”
“Pues bien, estamos todavía en Sílice, ¿verdad? ¿Hace un año y medio? ¿Y el especialista en explotación minera? ¿Y las fotografías? ¿Los siete metros cuadrados? ¿Y el elemento principal invisible a detección vía satélite?”
“No dijiste nada de ningún elemento hasta ahora”, pensé.
“Pues ése era el elemento principal. Si no lo dije, es porque me estás volviendo loco. El último contacto fue hace catorce años…”
“En Gobi”, pensé. “Eso sí lo recuerdo. Lo que quiere decir que estaba atendiendo. Es sorprendente. No lo esperaba.”
Obelado se tiró del pelo, hundiendo más la cabeza.
“¿Alguien puede darle un bofetón a Adeuterio de mi parte, a ver si se le endereza el cráneo de una vez?”, pensó el coronel. “¿El que esté más cerca, por favor?”
Gertrópodo intentó obedecerlo, pero yo fui más rápido, usando nuevamente al Páncreas de escudo.
“¡Basta!”, pensó el líder lejano. “Era metafórico. Presten atención.”
“¡Yo no presto nada!”
Gertrópodo desistió de perseguirme. Lo amenacé con un dedo.
“En resumidas cuentas, y luego de obtener aprobación gubernamental y los permisos internacionales indispensables, el lago fue drenado otra vez. También en secreto. Un equipo de doce personas de distintas especialidades fue designado por G-Unidos para realizar excavaciones estratégicas en Sílice de acuerdo con las nuevas imágenes del satélite, ahora actualizadas cada quince minutos… Desafortunadamente, perdimos comunicación con ellos un día más tarde, poco antes de que lograsen su propósito.”
El coronelísimo puso la mente en blanco por un momento.
“Enviamos entonces un segundo grupo sin experiencia científica ninguna, pero todos militares de carrera, sospechando que se trataba de alguna actividad opositora de las mismas asociaciones de extremistas que una vez forzaron el abandono del pozo de antracita. Ellos duraron menos de diez horas en el área. Las imágenes y los pensamientos recibidos durante su estadía fueron tan perturbadores, que por razones de seguridad internacional determinamos unánimemente anegar el valle, utilizando el agua común como barrera…”
Aproveché el intermedio para de nuevo pasarle la lengua a mi almuerzo. Lo lamenté de inmediato. Y fue a parar de regreso al fondo del mismo bolsillo.
“Le sobra jabón. Y le falta azúcar. O sal”, pensé. “O algo que no tiene, incluyendo sabor del otro lado del espectro papilar del asco…”
“Esta zona consta de cinco diques adyacentes, interconectados en gradas desde las montañas al norte. Ustedes están ahora en el tercero, al sureste del pueblo. Tenemos control del flujo de cada uno de los depósitos, y podemos inundar los tres inferiores en cuestión de minutos si fuere necesario.”
Esa opción no me pareció aceptable.
“Esa opción no me parece aceptable”, pensé. “A no ser que nos salgan branquias y vejigas natatorias. Y membranas interdigitales. Y aletas dorsales donde corresponden. Pero eso no forma parte de mis planes para el inmediato futuro. Ni tampoco para el futuro futuro.”
“El procedimiento generalmente demora entre una y ocho horas, en dependencia de la época del año y el índice de precipitación regional, con el riesgo de posible abuso del dique inferior e inundaciones. Pero esa opción se encuentra en el rango de daños aceptables.”
“Esa opción tampoco parece aceptable”, pensé. “Por lo menos mientras nosotros estemos incluidos en el rango de los índices dañados anteriormente, y ahora referidos por el riesgo del precipitado abuso anual.”
“Sigue hablando boberías para que tú veas”, pensó Corrido.
Se me heló la opinión en la garganta.
Imaginé incluso que él se desprendía de su sombrerillo anacrónico y hacia un minuto de silencio por nosotros, a punto de tirar de la palanca de estridencias acuáticas.
“¿Dónde queda la zona dedicada a los fenicios?”, pensé.
“¡Ya empezamos de nuevo!”, pensó el lejano.
—¿Dónde queda la zona dedicada a los fenicios? —repetí en voz alta.
—¿Fenicios?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si los persas son número dos, y los fenicios llegaron primero, seguro que Leónidas los traba a todos. Pero de eso hemos hablado antes, y ya lo sabemos. Esperemos algo nuevo.
—Tú tienes que tener un cable suelto —aseguró Obelado.— O un cortocircuito.
—¡De eso nada! Mis circuitos son muy largos.
—¡Eso no tiene sentido!
—Tampoco tú. Aunque si nos vestimos de esta manera por mucho tiempo —expliqué—, podemos pasar por leña. Tú no, Páncreas. Tú eres el bosque… ¡Los pulmones de la Vía Láctea!
Aquella nueva idea resultó mucho más interesante de lo esperado:
—¿Existirán vacas también en el espacio? ¡Claro que sí! ¿Y almendras? ¿O cucarachas?
—Todo lo que dices y redices sin parar, ¿tienen algún objetivo lógico, o es completamente accidental e inoportuno? —intervino Gertrópodo.
—…y tú por arbusto o mala yerba —concluí, regresando al primer tema.— Además, aquí el único accidente lógico es mi interlocutor, el Capitán Piñata de Tuercas. Pero nadie se preocupe. El peligro es insignificante.
—Este va a ser el día más largo en la historia de la humanidad —objetó Obelado.
—Si duermes pasa más rápido —aconsejé.
—Colegas, el agua sigue bajando.
—Hemos perdido mucho tiempo. Vamos a empezar a movernos —ordenó Xixliab.
“Hasta mandas hermoso”, pensé.
“A mí ni me hables”, pensó ella. “Estoy muy enojada contigo.”
¿Estaría casi a punto de despertar, en el justo instante donde hasta los sueños más dulces se disfrazan de pesadillas amargas, que apenas nos caben en los bolsillos?
“Agentes”, pensó el coronel, “acabo de revisar el expediente de Adeuterio Ñicos y discutí su caso con los dos oficiales responsables de su reclutamiento buscando una explicación para su conducta tan desordenada. Ellos encontraron dos anexos y referencias a un tercero, el cual se encuentra sellado por razones de seguridad nacional hasta finales de la próxima década. Les comparto esta información con el objetivo de que eliminen el desacuerdo y la tensión entre ustedes, sean más pacientes con él, y puedan concentrarse en la misión que les ha sido encomendada.”
No me gustó para nada aquella sarta de ideas.
“Ellos son los que empezaron”, pensé. “¿Por qué tengo ahora yo la culpa?”
“Adeuterio, nadie ha dicho que tienes la culpa”, pensó el apenas teniente y casi coronel. “Lo que estoy tratando es de encontrar un balance. Lamentablemente, no tuvimos tiempo suficiente para descubrir y fortalecer los filamentos que conforman y fortalecen un equipo tan disímil como es el de ustedes. ¿Me sigues?”
“No”, pensé. “Mejor me quedo aquí. Tengo ganas de sentarme dos o tres veces apenas encuentre un banco, sea monetario o corriente… Preferiblemente no eléctrica. Y gratis.”
“Muy bien. En ese caso, escuchen: el agente Adeuterio Ñicos sufrió un accidente terrible durante la primera etapa de su adolescencia. Quiero decir, cayó en una trituradora de materia prima.”
“Pues a mí me dijeron que no me caí”, pensé. “Sino que me ‘cayeron accidentalmente’ a la fuerza dentro de una ratonera tamaño automóvil. Y la policía me ‘salvó’ a golpes.”
“Su cráneo recibió fracturas en varios lugares. Adicionalmente, tuvo sangramiento interior, y coágulos sanguíneos viajeros que afectaron sus riñones, pulmones, corazón y diferentes áreas de su cerebro. Nadie sobrevive eso… Sin embargo, fue sometido a un proceso experimental, no probado antes con pacientes vivos, que requirió que permaneciese por casi siete años en un estado de coma inducido químicamente.”
—¡Y también me cremaron dos veces! —concluí victorioso, en voz alta.— El papel aguanta lo que le pongan. Yo no. ¿Alguien aquí sabe cuándo nos van a pagar?
“Ese procedimiento no sólo acelera el tiempo necesario para la recuperación completa, sino que también posee beneficios para la rehabilitación a la vida normal independiente y la reintegración a la sociedad, pues incluye un programa de entrenamiento y aprendizaje a nivel de la subconsciencia, designado inicialmente para viajes de bojeo interestelar de siglos de largo. Desgraciadamente, no es interactivo. Adeuterio despertó casi al inicio de su adultez como un turista que la única referencia que tiene de su destino final es a partir de fotografías con colores distorsionados y notas en un lenguaje remotamente conocido.”
“Yo me acuerdo de que no recuerdo nada de eso”, pensé. “Yo no soy yo mientras pueda.”
“Esto quiere decir que Adeuterio no atravesó las etapas de crecimiento humano e intercambio emocional más elementales que ocurren en la dinámica diaria de cada familia y nuestra sociedad moderna. Lo que sabe lo aprendió de libros, y a través de la instrucción recibida de sistemas de aprendizaje rudimentarios en comparación. Su desarrollo emocional tiene pues un retraso de más de quince años.”
“Creo que voy a empezar a llorar de la emoción…”, pensé, “¡dentro de quince años!”
“¡Ya sabía yo!”, pensó Gertrópodo.
Le lancé un par de miradas repletas de protuberancias muy afiladas.
“Al parecer, el algoritmo de elección del sistema lo sugirió por la habilidad que ha desarrollado de valorar instantáneamente situaciones, conceptos e ideas desde un sinnúmero de perspectivas, incluso contradictorias o ridículas, debido a la restructuración de su cerebro. Es autor de varios ensayos especulativos científicos, incluyendo uno acerca del tiempo, que ha estremecido los fundamentos de la física, la mecánica y la astronomía básicas, según lo que pude entender.”
“Me lo imagino”, pensó Gertrópodo.
Lo acribillé de vistazos salvajes, armados hasta los dientes de las pupilas y con botines de hachas.
“También el algoritmo del movimiento perpetuo, que se usa en los métodos didácticos de programación aplicada a los sistemas interactivos modernos…”
“¡Qué! ¡No puede ser! ¿Ése fuiste tú?”, pensó Obelado.
—Ni yo mismo me lo creo —expliqué.
“Espero que esté ahora bien claro.”
“Sí, comandante”, pensé.
“Adeuterio, ¡ni una más! ¡Yo soy teniente coronel!”
“Lo que usted diga, mi capitán.”
“¿Sabes que el capitán está por debajo del teniente coronel?”
“Bueno, eso no es asunto mío.”
“Es teniente coronel, mayor, capitán…”
“Entonces el capitán es mayor.”
“No, capitán y mayor son dos rangos diferentes, e inferiores. Mayor es mayor, y capitán es capitán. Le sigue el teniente coronel.”
“¿Por qué? ¿Es que el capitán está haciendo algo sospechoso?”
“Me advirtieron que esto es lo que acostumbras a hacer. Debía estar preparado…”
“Yo no hago nada. Pero opino que debemos prepararnos en grupos de cuarenta, como los ladrones. Desafortunadamente, tampoco estamos preparados para eso. Lo que me conduce de regreso a mi próxima, aunque preliminar, interrogante: ¿Cuándo nos van a pagar?”
“Ahora tengo que hablarte a solas”, pensó el capitán, mayor, teniente coronel y comandante honorario de las libras extras. “Nadie escucha, ¿entiendes?”
“Esa afirmación es incorrecta. Yo escucho. De lo contrario, ¿cómo podría responder la pregunta?”, pensé.
“Quiero decir que nadie más que nosotros dos. ¿Entiendes ahora? Podemos hablar con confianza.”
“Si hablamos con alguien más entonces no vamos a ser nosotros dos a solas. Mejor dejemos la confianza fuera.”
“¿Se puede saber qué estás haciendo ahí?”
“¿En estos momentos? Ya dije que nada.”
“No te creas por un segundo que yo no sé lo que estás tratando de hacer. Te lo advierto bien claro, Adeuterio Ñicos, vamos a tener un problema bien grande si me echas a perder esta operación, ¿entiendes? ¡Yo tengo una responsabilidad bien seria! Ahora mismo estoy preparando un caso contra ti por insubordinación, infiltración y sedición, y todo lo que se me ocurra. Así que, si sientes alguna inclinación insoportable de abrir la boca y crear más enredos, tomate una pastilla para los nervios, siéntate en una esquina y espera a que se te pase, ¿está bien?”
“Pues no tengo idea…”
“No te hagas el loco. Yo sé bien quién tú eres, y por qué estás allí.”
“En primer lugar”, pensé, “yo ya ni sé quién soy. En segundo lugar, estoy acá, no allí ni allá, porque ustedes mismos me pusieron.”
“Hace no sé cuántos años, cuando la Delegación de la Policía Nacional pasó al sector privado, fue vendida y comprada en dos ocasiones. La primera fue un fracaso. Tú fuiste quien la adquirió la última vez por una suma desorbitante, y la remodelaste a lo que es hoy.”
“Pues yo no me acuerdo de eso…”
“Al parecer, te acuerdas de lo que quieres. ¿También olvidaste haber financiado la creación del destacamento local de la Agencia Internacional de Investigación y Seguridad de Protección G—Unidos? ¿Y luego adquirir la facción de Poli—Seis—Helados? ¿Qué estás tratando de hacer? ¿Por qué está aquí?”
“¿No acabas de decir que tú sabes? Pues yo no.”
“No te voy a quitar los ojos de arriba hasta que esta operación concluya exitosamente. Saca nada más la punta del pie del ladrillo que se te ha asignado para que te pares en firme, y lo vas a lamentar.”
“¿Más?”
“Ya te dije que tengo abierta una investigación que tiene tu nombre.”
“Saluda a mi tocayo de mi parte.”
“¡Basta! Hemos terminado. Y estás advertido. ¡Esta es mi operación! ¡Yo soy el responsable de intentar el primer contacto, o contener esta amenaza a la Tierra!”
“¡Vaya!”, pensé. “¡Qué mal carácter! ¡Todos quieren competir con Jimena!”
“De vuelta al resto del grupo”, pensó el Corrido, “¿me escuchan ustedes?”
“Afirmativo”, pensó Xixliab.
“¡Perfecto! Concluyan la primera fase antes de que les caiga la noche. Seguiremos en contacto.”
“¿La noche se nos está cayendo?”
Se apagó una luz en mi cerebro. Con ella también se extinguió mi alegría.
Imaginé el agua elevándose hasta llegar por encima de la cintura. Nuestros movimientos torpes y entrecortados sobre piedras resbalosas e invisibles. Ambos hombros rígidos y pesados, encorvándonos las espaldas. El sol desapareciendo para siempre en el horizonte eterno de una oscuridad repentina, derramada en silencio. Y viento frío y seco rasgándonos la piel de las mejillas y los labios hasta que dolía sonreír.
Proseguimos en el orden designado.
“¿Qué te pasa?”, pensó Xixliab. “¿Estás bien?”
“No sé. Todavía es muy pronto.”
“¿Pronto?”
“Necesito un momento para procesar lo ocurrido. Pero no importa. Probablemente se me olvide.”
“¿Sabes que puedes hablar conmigo?”
Hice un esfuerzo, y sonreí. El dolor esperado fue emocional, pero se cubrió de esperanza.
“Sería mi fin si no fuese posible.”
Ella miró atrás por un segundo. Fue suficiente. Amasé algo de valor.
“Me siento muy incómodo porque te disgusté. No sé cómo sucedió, o qué tengo que hacer ahora para remediarlo, pero lo lamento y me causa tristeza. Tampoco me agrada el pronóstico de que no te vuelva a ver cuando concluyamos esta aventura al reino de Sílice. Mi universo pende sobre un abismo.”
“No tiene que ser de esa manera.”
“Me gustaría estar para siempre contigo.”
“Creo que estás exagerando. Casi me acabas de conocer. ¡Y planeas algo así!”
“Lo poco que conozco es porque sentí quién eres. Tus ojos hablan el lenguaje de mi corazón. Si te miro, el ritmo de mi respiración se ajusta al tuyo con la esperanza de atrapar eternamente este momento. Hasta la luz se enamora en el espacio en que tú estás. Tu recuerdo permanece en mi memoria, y me ofrece inspiración y ánimo… Quizás parezca incomprensible, pero en verdad sé que eres tú mi destino, mi aliento, mi propósito.”
“Eres muy raro…”
“¿En dónde he oído eso antes? Aunque si lo soy, tú eres la causa.”
Ella me miró.
“¿Me estás engañando? ¿Estás jugando conmigo?”
“Antes se gastará la Luna y se agotará la lluvia que yo deje de sentir esto por ti. Esto que no me atrevo a nombrar por temor de que el sonido que produzca no sea lo suficientemente puro y digno…”
“Pues yo sé lo que es: bien ridículo.”
“¡Qué payaso!”
“Hasta yo siento vergüenza.”
“Tan empalagoso, ¡que da asco!”
“¿Tú no te acuerdas de que nosotros podemos escucharte pensar?”
“Ustedes son unos envidiosos.”
“Vete a madurar a otra parte, retrasado. ¡Y apúrate, Capitán Retaguardia, que estás quedándote bien atrás en todos los sentidos!”
“Y tú, vete a crecer. Tienes un largo camino hacia arriba.”
“¡Já! Casi que piensas en letra cursiva.”
“Colegas, la idiotez es contagiosa. Nunca respondas al necio con necedades, para que no seas más necio que él.”
“¡Eso es verdad!”
“¿Qué estamos haciendo?”
“No hemos vuelto idiotas escuchando a éste.”
“No se sientan así. Nosotros somos mejores que eso.”
“¿Mejores idiotas, quieren decir?”
“Ya les advertí que están a una gota de llenar la copa de la insubordinación y de mi paciencia. ¿Qué buscan? ¿Que les saque un turno permanente en la prisión militar? Les aseguro que esto es una brisa comparado con las tormentas que escondemos en ese almacén de corrupción y rebeldía”, pensó Carrera. “¡Acaben de ponerse de acuerdo! ¡Se supone que la mayoría de ustedes sean normales!”
Xixliab no había añadido una palabra. El resto la imitó.
“¿Está claro? ¿Estamos todos en la misma página? ¿Sí? Continuaremos luego. ¡Sigan alertas, y buena suerte!”
Y nos abandonó.
“Pues yo me largo también”, pensé. “Voy a terminar esta misión solo si es necesario. Y me voy para mi casa, a vigilar mi ventilador hasta que a la rana le salga pelos en el pecho, y la gallina vaya a misa con camisa.”
“¿A vigilar qué, tú dices?”
“No le hagas caso. Es una trampa.”
Revisé el mapa que Jimena insistía en mostrarnos. Nuestro objetivo quedaba del otro lado de la calle principal, pasando el puente.
Quedé boquiabierto, pues no podía concebir que a alguien se le hubiese ocurrido colocar un puente en una cáscara de pueblo como éste. Y justo en mi camino. De seguro que estaban tratando de hacerme la vida más escabrosa.
“¿Vienes, Xixliab?”
“Somos una unidad. Continuamos todos a una, o no sigue nadie”, pensó ella. “En su lugar, agente Ñicos.”
No me atreví a considerar argumentos válidos contra la calidez de su mirada. Así que obedecí a regañadientes muy disimulados, dejando claro mi disgusto a través de mi completa hermeticidad psíquica.
“Agente Páncreas, en marcha.”
Los músculos se activaron, removiendo el bosque. El grupo lo siguió.
Yo me acordé de algo.
—¿Ustedes tienen algún tipo de armas para defenderse, en el escenario hipotético muy probable y real de que seamos atacados por indígenas indigentes y belicosos con dientes de estacas? —pregunté.— ¿Probablemente carnívoros? ¿Y bebedores de sopa de pescado?
—Aquí no hay nadie. Este pueblo ha estado sumergido por muchas semanas.
—¿Ni siquiera tienen tirachícharos embarrados en mantequilla?
—Tenemos asignado una versión ligera del Rauhan-Toivoa. Pero tú perdiste tu mochila, así que pórtate bien y no te quedes atrás, no vaya a ser que termines en el tercer estómago del monstruo nocturno de Sílice. Ése prefiere la carne condimentada con anormalidades —informó Obelado.— Y tú posees un sabor especial. Se huele desde lejos.
—De seguro fueron los persas —consideré, avergonzado.
—Eso es verdad —prosiguió Gertrópodo.— El monstruo casi no puede ver. Se orienta por el ruido que hacen tus boberías. La única forma de evitar que te descubra y te trague de una dentellada es que permanezcas en silencio. Y ni pienses.
—En ese caso, no tenemos ninguna probabilidad de sobrevivir —admití—, así que la barrita sobra…
“Aquí no queda nadie ni nada”, pensó Xixliab. “No te preocupes. No corremos peligro. Ellos están bromeando.”
—Vaya, jefa, ¡nos echaste a perder la diversión! Casi lo teníamos domesticado.
Llegamos finalmente al otro lado de donde veníamos. Resultaba muy divertido tratar de avanzar en el fango, sorteando objetos prácticamente ausentes, pero bastante sólidos. Aceras y muros ofrecían una resistencia adicional inesperada. Incluso dolorosa.
Por fortuna, yo tenía dos pares de medias en cada pie, y mis pantalones enchufados en los zapatos. No tenía idea para qué servía eso, pero me hacía sentir mucho mejor conmigo mismo. Casi como una persona común…
Se me encendió un bombillo.
—¡Escuchen! ¡Se me acaba de ocurrir algo ahora mismo! ¿Saben que le preguntó el segundo ser humano al primero que jamás existió?
Nadie respondió.
No me dejé vencer tan fácilmente:
—Le preguntó: “¿Tú eres el último?” ¿Y saben qué le respondió el primero?
—¿Y ahora qué pasa?
—No, incorrecto. Era de esperar. No importa. Les voy a decir. El primer humano le respondió: “El último eres tú.”
—¡Ay, mi madre! Se está poniendo peor.
—¿Porque no había más nadie? ¿Ven?
Ahora no me pareció tan gracioso.
—Esta historia pudiera ser mucho más corta si tú no abrieras la boca —intervino Gertrópodo.
Aquello casi hirió mis sentimientos.
—A ti es a quien más debe preocuparle algo así.
—Tú no eres nada simpático —me recordó.
—¡Se me ocurrió otro! ¿Saben que el lado más próximo del triángulo es directamente proporcional a por dónde se le mire? ¡Es una ley universal!
—¡No tienes que decir todo lo que se te ocurra!
—Tampoco pensarlo.
—¡Así no vamos a llegar más nunca a ninguna parte!
—¡Es una tortura!
“Agentes, el conflicto es completamente innecesario. Ignórenlo.”
—Conflicto genera resolución —definió el filósofo del Páncreas.— Y la resolución produce crecimiento.
—¿Escuchaste eso, Gertrópodo? —advertí yo.— Al que le sirva el sayo, que se lo ponga. Aunque probablemente te quede grande.
—Yo no hablo más contigo, retrasado.
—Yo tampoco. Yo siempre hablo a mi debido tiempo.
—¿Cuándo es eso? ¿Siempre?
—¡Tú lo dices! Me alegro mucho de que pienses en números positivos. Los negativos crearían dudas. Y deudas.
“Pues yo esperaba que ya hubiésemos resuelto este problema… ¿Recuerdan la prisión militar? Lo peor de lo peor se encuentra encerrado allí en peores condiciones. Cada uno de esos criminales está encadenado en dos por cincos, y la mayor actividad diaria que tienen es mover las pestañas”, pensó Corrido.
“Eso no solamente parece inhumano, sino también exagerado”, pensé yo.
—¡Tú nada más entiendes exageraciones! —carraspeó Obelado.
“Parece que ahora todos ustedes se hundieron hasta el mismo nivel”, pensó Corrido.
Chapoteé con disgusto. Yo no los quería a ellos también allí. El espacio no era suficiente.
—Carlitos Darwin consideró que algunos hombres descendieron de los árboles llenos de monos como resultado de un proceso espontáneo de selección natural. Yo me resisto a semejante argumento —apunté.— Pero si fuese posible, a este paso nosotros vamos a descender a lombrices de fango a partir del zapato común y el tropezón inesperado, lo cual parece un adelanto evolutivo muy seductor. Aunque las lombrices no pueden hacer esto…
Le lancé un puntapié al primer enemigo de Sílice.
—¡Deja de salpicar tanto!
—El fango tiene muchos beneficios. Es muy bueno para los ojos. Deberían probarlo.
“Éste es el lugar donde perdimos contacto con la segunda expedición”, pensó Xixliab.
“Pues no llegaron muy lejos para ser militares de carrera”, pensé yo. “¿Serían familia del teniente coronel?”
“No, ellos no son familia mía”, pensó aquel. “Algo los detuvo. Ya está oscuro. Establezcan un campamento aquí para pasar la noche.”
“¿Aquí mismo? Esa es muy mala idea. Creo recordar, si la memoria no me falla… ¡que a esos segundos expedicionarios no les fue muy bien!”, pensé.
“Sus órdenes están dadas. ¡Buenas noches!”, pensó Corrido. “Estén alertas.”
“¿Alertas?”, pensé. “Claro… ¡y bien enfangados!”
Permanecí un rato a la expectativa, esperando que el teniente lejano volviese a aparecer en nuestra imaginación. Revisé incluso debajo de un par de piedras convencido de que lo sorprendería todavía vigilándonos.
“Agente Ñicos, olvidamos la balsa en la costa de la isla. La vamos a necesitar. Regresa, localízala y tráela de vuelta”, pensó Xixliab.
Miré atrás. El puente estaba otra vez en el medio. Era muy terco.
—¡Excelente, jefa! —se rió Gertrópodo, algo ahogado y haciendo gárgaras.
—¡Tómate tu tiempo, Ñicos! —intervino Obelado, con una sonrisa sospechosa.— ¡No hay apuro!
“Bueno, por lo menos vamos a poder descansar un rato”, pensó.
Yo también necesitaba una pausa. Así que no dije ni esta boca es mía, y me largué por el camino más largo y oscuro que pude calcular con Jimena la lista.
Aproximadamente cuatro horas después no tenía idea de a dónde había ido a parar. Pero fue voluntario.
“¿Por dónde andas?”, pensó Xixliab.
“Casi llegando a Perdido”, pensé.
“¿Por qué te has demorado tanto? La balsa no estaba tan lejos, ¿verdad?”
“¿No querías que me fuera? Pues me fui.”
“Por favor, Adeuterio, no lo tomes así. Te asigné esa tarea porque, en primer lugar, la necesitamos. Y en segundo, porque la tensión en el grupo iba en aumento. Tu no haces mucho esfuerzo en llevarte bien con nadie.”
“Excepto contigo.”
“…excepto conmigo”, pensó ella. “¿Crees que eso es aceptable?”
“Tú eres lo más importante. ¿Lo aceptas?”
“No entiendo qué tiene que ver eso con nada de lo que estamos hablando.”
“Eso depende si tú lo aceptas. Entonces sería aceptable. Porque tú eres el centro de mi universo.”
“Quizás tu universo no es muy grande… ¿Has considerado eso?”
“Es lo suficientemente grande para que tu reines.”
“Tú eres muy raro.”
“Yo no era tan raro hasta que te conocí. Ahora no puedo ni pensar pensando en ti.”
“Eso es casi un trabalenguas… Eres muy tonto.”
“Ayer fue un día terrible. Horas de preguntas absurdas, y respuestas incoherentes. Pensé que no podría ser peor. Pero hoy es como si estuviese caminando sobre nubes. Sueño despierto. Tú voz en mi mente. Y tu mirada en mi memoria… Resulta extraordinario como cambiaste mi perspectiva y me llenaste de esperanza sin apenas esfuerzo.”
“Estás loco.”
“Puede ser. De corduras se mueren los cuerdos, y de locuras vivimos los locos.”
“¿Quién dijo eso?”
“Yo. Ahora mismo. ¿No me oíste?”
“Sí. Pensé que repetías lo que alguien había dicho antes.”
“Nunca me había sentido de esta manera. Estoy confundido y aterrado, pero al mismo tiempo lleno de esperanzas y júbilo. Cada segundo es un latido de ilusiones. Y tú eres la única causa, pero también mi objetivo.”
“Dices cosas tan raras…”
“Normalmente no soy así. Tú me inspiras a vivir un nuevo día. Yo ya no puedo ser sin ti.”
“¿No sería mejor que habláramos cuando tú regreses?”
“¿Tú crees? No sé si me atreva.”
“¿Por qué no? Yo no muerdo.»
“Pero yo sí.”
“¿No lo dices en serio? Eres muy ocurrente.”
“¿Estaremos soñando? Tanta felicidad debe ser ilícita… Tú eres mi oasis. Y tengo miedo de despertar, y descubrir que todavía estoy en las dunas del desierto que es mi vida.”
“Yo pudiera pensar lo mismo. Pero te garantizo que soy muy real. Vuelve, y te lo voy a demostrar, guanajo.”
Me detuve, helado. Vibrando de expectativa, pero temblando de pánico. Y de frío. El fango tenía la culpa.
“¿No dices nada?”
“Estoy tratando de atrapar este momento para siempre. No quiero olvidarlo.”
“Esperemos que no sea el último, ¿verdad? Puedes tener otras memorias, incluso mejores. ¿Te arriesgas?”
“Las damas primero”, pensé.
“¿Qué nos está pasando?”, pensó ella.
¿Otra vez?
“¿Qué quieres decir?”
“Es extraordinario. Como si tú y yo estuviéramos destinados el uno para el otro, y el universo se hubiese detenido a observarnos.”
“¡Exactamente!”, pensé. “Y lo que ahora siento es deseos de cantar, bailar, brincar y gritar de la alegría.”
“¡Qué locura más grande!”
“Tú eres mi locura.”
“¿Quieres tú ser la mía?”
“Tú no estás tan loca.”
“A lo mejor sí.”
“En ese caso, estemos locos al unísono juntos, ¿qué te parece?”
“No puedo esperar hasta que vuelvas.”
“Yo estoy bien lejos… Y al mismo tiempo, tú siempre estás aquí.”
“Es como si tú también estuvieses aquí…”
Me senté en el fango.
“El cielo está sitiado por una tribu de luciérnagas persistentes. Titilan, ajenas, las estrellas en sus arroyuelos orbitales, en el cosmos de tu recuerdo… Nunca lo había visto de esta manera. Te regalo el firmamento, especialmente las porciones más brillantes. Me recuerdan los destellos de tus ojos. La sonrisa en tu mirada.”
“En la ciudad no se ven tantas estrellas porque las luces las ahogan. Éste es el mejor lugar para eso.”
“Quisiera tocar tus manos.”
“Nada es imposible…”
Xixliab estaba sentada junto a mí. La abracé.
“Puedo verte. Es algo nuevo.”
“Yo también, mi amor. Estás aquí.”
Jimena seguía siendo una entrometida. Sin embargo, debí considerar que en algunas ocasiones era bastante oportuna, incluyendo la presente…
Yo estaba allá, junto a ella. Ella estaba aquí, junto a mí.
Mi cerebro decidió entonces examinar e interpretar la silueta de las sombras en busca de nuevas lógicas en las realidades sobrepuestas, y asignarles similitudes a contornos remotamente reconocibles. Lentamente, la noche tomó apariencia humana. Imaginé una cabeza, ojos, y hombros.
Hasta que llegué a formar un cuerpo completo, aparentemente sentado a una docena de pasos de mi puesto.
“¿Qué es eso?”
“¿Allí hay alguien?”
“Eso parece…”
Yo pensaba usando la voz interior más tenue que pude concebir.
Los pelos se me pusieron de punta. Y me estremecí bastante en serio.
¿Era una alucinación?
Pues no. Ahora no tenía duda alguna…
¡Allí había alguien a poca distancia de donde yo me había sentado a pensar y a soñar con mi nutria imaginaria!
Me arranqué de Sílice con dificultad, y me puse en pie.
“Ten cuidado”, pensó Xixliab.
“No te preocupes. Yo soy cuidado”, pensé. “Ése es mi nombre desde antes de nacer. Recuerdo que mi madre me decía: ‘Eh, mira lo que haces, ¡Cuidado!’. Y los padres de mis amiguitos los obligaban a ir conmigo; les ordenaban: ‘Vayan con Cuidado’. Y si hacía algo incorrecto, hasta los desconocidos me trataban con mucho cariño, y me llamaban ‘Cuidadito’.”
“¡Eres más tonto!”
“También tengo una historia acerca de eso, pero la olvidé por razones de emergencia. Lo único que ahora se me ocurre es salir huyendo, lanzando alaridos intermitentes. Aunque mis pies no se mueven por alguna razón. Están pegados al fango.”
“Tú no estás tan lejos como crees. En realidad, has caminado en círculos alrededor del campamento. No te quiero distraer más, Adeuterio. Cerramos las comunicaciones y vamos todos para allá.”
“¿Xixliab?”, pensé.
Me rodeó el silencio de sus ideas.
Sin embargo, yo nunca me he distinguido por mi valor ni mi inteligencia. Así que, teniendo en cuenta semejantes condicionales y la tradición oral del susto, decidí más oportuno levantar ambos brazos tratando de mantener el equilibrio, y con un esfuerzo sobrehumano intentar también alzar mis piernas de aquel fango seco y testarudo.
Algo crujió en mi esqueleto.
—¡Arrgghhh! —rugí.— ¡Mis rodillas! ¡Menos mal que tengo dos pares de medias completas!
Aquella silueta cobró vida:
—¡Le chugarú! —gritó, con voz desconocida.
Era una sombra francesa.
—¡Oh, la-lá! —respondí.
Empezó entonces la persecución más ridícula y aburrida de todas las persecuciones en la historia de la humanidad.
Pues casi no podíamos movernos.
Yo arrancaba pedazos de fango y los lanzaba en todas direcciones tratando de alcanzar al fugitivo.
Mi vista se nubló, llenándose de resplandores opacos y escurridizos. El hambre me hizo un nudo en el estómago, y me trepó al portón de la garganta. El mundo empezó a dar vueltas mucho más rápido de lo usual. Y vi más estrellas.
Literalmente. El cielo quedó frente a mi cara.
“¿Llegamos al final?”, pensé. “¿Se me acabó la Tierra?”
Observé mi vida desfilar intermitentemente ante mis ojos. Era muy molesto. Y más que aburrido.
Alguien se interpuso. Me alumbró una luz adicional, enredada en su mano.
—¡Tú no eres el abominable hombre de las mareas! —dijo la misma voz anterior con un suspiro de desaliento.
Calculé mi respuesta. Consideré determinadas opciones, y otras alternativas. Pero decidí confesar:
—Claro que no.
Cambié de idea. Me mordí los labios. Sabían a fango.
“Le falta sal”, pensé. “Pero es rico en minerales.”
Quiero decir, abundante, no sabroso.
Me incorporé.
“¡Qué bueno que todavía me queda cráneo!”, pensé. “De lo contrario el fango me hubiese llegado hasta el cerebro de ayer.”
—Dime: ¿quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó la silueta.
—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —repetí, obediente.
Acomodé mi cabeza de barro lo mejor que pude, dándole una semejanza remotamente conocida.
—¿Eres militar? ¿O un cazador? Pero aquí no hay nada qué cazar. Ni siquiera peces. Yo casi no te vi, vestido así, muy disimulado… Seguro que eres militar, ¿verdad? ¡Tiene que ser!
—Pues yo soy un agente secreto —confesé.— Nadie lo sabe. Ni siquiera yo. No te puedo decir mi nombre porque entonces te tendría que ejecutar un dos por cinco, y no vas a poder mover ni las pestañas.
—El gobierno está en esto, claro —consideró el perseguido.— ¡Lo sabía!
—Sí lo sabías, para qué me preguntas. Es una pérdida de tiempo.
—Tú eres la pérdida de tiempo. Me has dado un susto que no lo brinca ni un campeón mundial de salto con pértiga.
—Hay mucho fango para esos brincos.
—Verdad que sí. Evidentemente. Casi no puedo caminar.
—Imagina que calzas patines. Con rueditas de fantasía.
—Eso no funciona. Ya lo intenté. Esa imaginación resulta muy resbaladiza.
—Tienes que pensar en cosas mejores.
—Todas las cosas que pienso son así. Pero ahora están muy húmedas.
—Entonces debes usar un paraguas para ideas.
—Más bien un paradiques. El paraguas nada más sirve para el agua vertical.
—Tiene lógica. ¿Dónde se puede comprar uno de esos?
—Es muy posible que no tengan gran demanda en la sociedad moderna, y por eso no se ofrezcan comercialmente. En el mejor de los casos, tendría que hacer uno de acuerdo con las especificaciones recolectadas en las últimas horas. ¿Pero cómo voy a comprobar su efectividad?
—Creo que nos quedan otros cuatro diques.
—Es verdad. ¡Qué buena idea!
—¡Nunca es tarde, si mi idea es buena!
—¡Qué dicha! ¡Tú sí me entiendes!
—¡Y tú!
“Ay mi madre, lo único que nos faltaba”, pensó Gertrópodo. “Dos de esos.”
“Colegas, vengan para acá rápido”, pensó Páncreas. “Encontré algo muy inusual.”
Xixliab se me acercó.
—¿Está todo bien?
Observó al recién llegado con un poco de reserva.
—Oh, llegó el resto del ejército —dijo él.— Buenas noches. Mi nombre es Muspi Merol, corresponsal del periódico semanal Heraldo Nativo Investigativo, sección de para-anormalismo y fenómenos inexplicables, preferiblemente no naturales. Yo soy el editor, redactor, fundador de la columna, y director único, plenipotenciario y exclusivo, encargado de investigar, documentar y explicar los fenómenos ya referidos, además de entrevistar a los testigos presenciales que vieron, preferiblemente en primera persona y durante un estado sostenido y permanente de consciencia, los hechos a autenticar…
—Pero si los explicas —lo interrumpí yo—, ¿acaso no sería un artículo para otra sección? ¿A lo mejor la de fenómenos explicados?
—Así mismo es. Felicitaciones. Muy sagaz de tu parte. El Heraldo Nativo Investigativo tiene varias páginas. Hay espacio para todo lo que se nos ocurra. Yo siempre tengo algo que hacer. Y si no lo tengo lo busco. Y si lo busco lo encuentro. Y si no lo encuentro lo invento. Nuestros días tienen más de veinticuatro horas, como te podrás imaginar. Y eso sin considerar las de la noche. Cuando no estoy aquí, estoy allá. Y si no estoy aquí ni allá, de seguro estoy en camino para alguna de esas partes.
—A mí me ha quedado bien claro que no estás allá, sino aquí —confesé, sintiéndome cómplice.
—¡Evidentemente! Pero yo no estoy seguro todavía —consideró él, moviendo su linterna en direcciones inesperadas.— Aquí está muy oscuro… En fin, el Heraldo es una familia muy unida. Somos como hermanos.
—Los hermanos son familia —acepté.— Pero algunos hermanos son más familiares con las familias de otros hermanos que con los hermanos propios aunque no tengan familia.
—Eso sí es verdad. Hablas con gran sabiduría. ¿Tienes hermanos?
—Por supuesto. Creo que sí. Aunque no sé dónde los puse. Pero no, no me parece… ¿Inés Perada cuenta? ¿O Cuadriculado?
Xixliab estaba muy seria.
“Agente Ñicos, sígueme”, pensó.
Y se fue.
Recordé que yo era la retaguardia.
—¿Y la balsa? —grité.
“Olvida la balsa por ahora”, pensó ella. “Tenemos algo más importante que hacer.”
Obedecí.
—¡Eh! ¿A dónde van ustedes? ¡No huyan!
El inoportuno nos siguió con gran dificultad, haciendo pantomimas muy ridículas y elocuentes, aderezadas con danza moderna y prácticas de natación fuera del agua.
—Yo tengo un olfato entrenado para captar la esencia básica de los misterios. Nada se me escapa —prosiguió.— Es una antena dirigida a las incógnitas inconstantes de los secretos más recónditos, ocultos y escondidos del universo conocido, desconocido y todavía por conocer.
—Una antena en la nariz —consideré, sin volverme.— Debe ser incómodo.
—¡Gajes del oficio! Es probablemente una mutación genética muy oportuna. ¡Selección natural a la ene potencia, mi amigo! Por eso estoy aquí, y no allá. Olí aventura, misterio y para-anormalismo.
“De eso sí tenemos bastante”, pensó Obelado.
—¡Es un radar satélite de primera clase! —continuó él.— Yo estaba allá, y me dije: “Eh, Muspi, ¡despierta, que secaron el lago! ¿Qué haces aquí, perdiendo el tiempo? La noticia está en el otro allá, o en el aquí de ahora, esperando ser descubierta. Hay que perseguir sus huellas como si fuera un mamut peludo de las praderas, o el mismísimo chugarú en persona. Y prepararle trampas, fosos, estacadas, lanzas en cada recodo. Empujarla hasta donde concluye el camino, acorralarla, encender una luz y revelarla explícitamente para cada generación que nos suceda. Lanzarla desde la cima, con clamores de júbilo, y celebrar un festín de intelectos antes de que se extinga el brío en su corazón…”
“Éste tampoco para de hablar, y lo hace hasta consigo mismo”, pensó Gertrópodo. “Otra estación de radio pirata.”
“Es la temporada de la piratería”, pensé. “¡Ocurre una vez durante todo el año!”
—¡Piratas! —exclamé.— ¡Piratas por dondequiera, hasta para hacer dulce!
—¿Qué es eso? ¿Dulce de piratas? ¿Algún postre local? Nunca escuché a nadie mencionarlo. Aunque tampoco llevo mucho tiempo en la región. No estoy familiarizado con la cultura culinaria. Quiero decir, ¿es sabroso? Debe ser sabroso. Y muy famoso. Pero yo no lo conozco…
—Es como para irse a pique chupando el mascarón de proa hasta la línea de flotación en la quilla indómita —definí.— El Capitán de Tuercas te puede dar una gira ilustrativa.
—¿Es eso un restaurante?
El grupo estaba detenido en una encrucijada. Casi tropecé con Obelado.
Ellos miraban en la misma dirección. Sin palabras ni ideas que interrumpieran la tensión de aquel momento.
—¿Dónde estamos? ¿Son esas piernas clavadas en el fango? ¿Cuántas? Una, dos, tres… ¿cinco…? Yo cuento casi ocho. ¿Son ocho, verdad? —preguntó Muspi.— ¿De dónde salieron?
—Probablemente de una zapatería abandonada antes de la inundación —deduje.— Esas botas parecen estar mucho mejor que las mías. Al menos los colores son bastante razonables y muy prudentes. Las mías me quedan tan diuréticas que dan grima. ¡Vivan los fenicios!
—Es el segundo grupo —apuntó Xixliab.
—¿Tú crees?
Perseguí con dos dedos la pierna en la oscuridad. Era de madera reseca. No olía a nada. Tampoco descubrí ningún sabor especial…
—¡Es el colmo! —se lamentó Obelado.— ¡Qué asco!
“Agente Ñicos, contacta al teniente coronel Carrera”, pensó Xixliab.
“¿Coronel?”, pensé.
“Escucho”, pensó Corrido. “Los hacía durmiendo ya. ¿Ha sucedido algo?”
“Encontramos unas piernas de lo más raras, y un tal Muspi Merol con un par extra bastante funcional, aunque muy torpes.”
“Creo que no entiendo qué estás tratando de decir. Repite.”
“Aquí hay un Merol reportero, y muchísimas piernas con rodillas y un zapato cada una.”
“¿Un Merol? ¿Qué es eso?”
“Un Merol es… ¿cómo explicarlo…? ¿Una persona? ¿Adicional?”
“¿Me lo preguntas a mí? Suena que me estás preguntando. ¡Yo no sé!”
“Bueno, creo que es una persona. Aunque no se ve muy bien, porque está oscuro. Y muy borroso.”
“¿Ustedes encontraron un civil en la zona? ¡No puede ser!”
“Pues sí que lo puede, y más que lo es. Y me está mirando, con sus ojitos periodísticos llenos de fango e interrogantes. Él no tiene idea de qué estamos haciendo, así que vamos a disimular… Pensemos en algo inteligente, inesperado y encantador, como es, por ejemplo, un bebé hipopótamo, barítono, erudito en constantes biológicas universales, en el día de su primer cumpleaños… Aunque parece que es más difícil de lo que esperaba. ¡Renuncio a proseguir!”
“Agentes, la misión es secreta. ¡El civil no puede escapar!”
“¿Qué dice, teniente coronel?”, pensó Páncreas. “¿Quiere que lo extermine?”
“No; por ahora no. Dejemos la exterminación para luego. No lo pierdan de vista. Sean amigables. Manténgalo con ustedes, preferiblemente por la fuerza si es necesario. Al final de la operación, nosotros nos encargaremos de los detalles, y de atar los cabos sueltos.”
“Este ejército es muy indisciplinado”, pensé. “Ahora también los cabos están haciendo lo que les da la gana.”
“No te hagas el gracioso. Tú sabes bien lo que eso quiere decir.”
Decidí forzar la conversación hacia un territorio más técnico:
“¿Podemos entonces quedarnos con las piernas?”, pensé.
“¿Qué? ¡Qué clase de pregunta es esa!”
“Están abandonadas. Me parece que nadie las va a utilizar en este pueblo. Pero no importa. Yo no necesito tantas. Casi que me conformo…”
Realicé una pauta emocional, sintiendo algo de desilusión.
“Me voy a llevar una cuando nadie esté mirando. O por lo menos un zapato”, pensé. “Ni lo van a notar.”
“¡Agente Ñicos!”
Se me había olvidado que ellos podían pensar mis propios pensamientos.
“Mañana será un día bastante largo. Regresen al campamento a descansar. No se preocupen de esta parte. Nosotros nos encargaremos del resto”, pensó Corrido.
“¿Cuántas horas?”
“¿Cuántas horas qué?”
“¡El día!”
“¿Qué día? ¿Qué pasa con él?”
“¿Es más largo de lo acostumbrado, no? Los del Merol tienen como treinta y dos mil…”
“No tienes que tomarlo tan literalmente. Es figurado, y usual entre personas normales. Lo cual me parece que excluye algunos de la presente compañía”, pensó el jefe lejano. “Quiero decir que vamos a estar bien ocupados, ¿entiendes? Tenemos mucho qué hacer.”
“¡Qué susto! ¡Creí que iba a tener que levantarme antes de despertar! Y a mí no me gusta hacer nada dormido.”
“No por mucho madrugar amanece más temprano”, pensó Obelado.
“Esto debe ser contagioso”, pensó Gertrópodo.
Observé la encrucijada con enojo.
“¿Y las piernas?”
“¿Otra vez? Ya te dije mil veces que no te ocupes de las piernas. Las marcamos en el mapa. ¡Nosotros nos encargamos!”
—¿Qué sucede? —susurró Muspi, apuntando con su linterna.— ¿Por qué todos ustedes se han quedado inmóviles? Tienen una expresión de asombro, duda y asco. Y tú, pareces una foca en una pescadería. Hablando de pescadería, ¿esas son gentes? ¿Verdad? ¿Gentes hundidas de cabeza en el fango? Es muy probable que el agua las arrastrara… Aunque todavía es muy extraño. ¿Ves la piel? Parece cartón. Esto no puede ser gente. No saben a nada.
“Es una epidemia”, pensó Gertrópodo. “¡Los retrasados se están multiplicando!”
—No deberían tocarlas, y mucho menos saborearlas —apuntó Obelado.— Es muy antihigiénico.
“Bueno, realmente no tiene importancia, colega”, pensó Páncreas. “De aquí no sale nadie.”
Observé a Muspi con el rabillo medio mocho de un ojo cómplice. Él había decido ahora iniciar brinquitos de un lado a otro como una sombra francesa con convulsiones periódicas, brillando de cuando en vez mientras sostenía frente a su cara un pedazo de plástico rectangular y aplastado.
“Tengo que conseguirme una de esas trampas de chispazos. Marean a cualquiera.”
—¿Qué haces? —le pregunté, acercándome.
—Recolectando evidencias para el reportaje. Es mejor tener dos fotografías, y no necesitarlas, que no tener ninguna y entonces lamentarlo.
—Obelado es el de los reportes. Gertrópodo, explosivos.
—¡Excelente! ¡Un par más! ¿Puedes sostener esta pierna, cruzarla con la otra? ¿Así? Tiene un valor dramático excepcional. Hablan por sí solas. Cuentan una historia de pánico, terror, dedicación, misterio…
—¿De verdad? ¡Quién se lo iba a imaginar! Las piernas hablan mucho.
—¡Por supuesto! Y alguien tiene que escucharlas… Otra más. La última. No, pon tu mano a la derecha… a la otra derecha. ¿La mía? ¡Perfecto!
“Jefa, ¿podemos regresar a la base?”, pensó Gertrópodo. “Estoy a punto de coger a alguien por el cuello.”
—¿Dónde crees que quedarán los cuellos? —pregunté.
—De acuerdo con mis cálculos, y yo nunca me equivoco, si no me equivoco, de seguro están al otro extremo. Es un cuello aproximadamente por cada dos piernas, considerando la fisiología de las circunstancias actuales. Eso quiere decir que, si hay ocho piernas, entonces… hay cuatro cuellos.
—Yo conté nueve —afirmé.— Son cuatro cuellos y medio.
—¡Misterio resuelto!
“¡Qué va!”, pensó Gertrópodo. “Esto es demasiado. Me voy a dormir.”
“Regresemos al campamento”, pensó Xixliab. “Formación.”
El fango estaba muy terco. Ahora no era más fácil que antes, pues teníamos que caminar alzando las rodillas e imaginando mil soluciones y probabilidades con el objetivo de permanecer erguidos.
—Un buen momento para ser una lombriz voladora —protesté.
—¡Eso mismo estaba pensando yo! —admitió Muspi.— Es muy difícil avanzar.
Él nos seguía.
—Yo tengo una motocicleta de tres ruedas —comentó.— Es una de las europeas. La verdad es que tiene mucha fuerza. No sé cuántos caballos. Y pesa media tonelada. Y todavía dudo mucho que pueda usarla en este lodazal.
—¿Seguro que son caballos? —objeté.— A veces son manchas.
—No, son caballos. Una verdadera manada. Eso me dijeron. Y son bien grandes, porque hacen mucho ruido dentro del motor con sus cascos cuando se lanzan al galope. A eso se le llama cubicaje. Y también tiene varios cilindros, aunque no los he podido encontrar. A mí no me preguntes. La compré hace menos de quince días. Yo no sé nada. Pero creo que es muy económica. Ni necesita combustible…
—Debe serlo cuando nada más tiene tres ruedas —proseguí, distraídamente, con la esperanza de que cambiara de idea y se marchase lo más pronto posible.— Para empezar, ya te estás ahorrando una… ¿Y están en fila india? ¿Las tres? Esas son muy inusuales. Y también incómodas, porque son demasiado largas, ¿correcto?
—No, no son de la India. Son de Europa. Pero sólo dos de ellas. La tercera está al lado. La dejé en la carretera, junto a la escalinata…
¡Me horroricé! ¡Aquella debía ser una motocicleta enorme!
—Si la rueda de al lado está junto a la escalinata, ¿dónde quedan entonces las otras dos?
—¡Oh, no! Dejé las tres allí. Quiero decir que allí están todas. Van juntas, una detrás de la otra, y la tercera al lado. O puede ser también la segunda, de acuerdo por dónde empieces a contar y cómo continúes. No la primera, pues esa queda al frente.
—Parece que tú sabes de motocicletas mucho más de lo que crees.
—¿Verdad? A lo mejor. ¡Nunca se sabe!
—A veces la mejor verdad es la que nunca se sabe. Pues lo que no sabes no duele. Ojos que no ven, corazón que no siente. Y más vale un peso en la mano, que cien pesados cayéndote en el cuero cabelludo en fila europea.
“¡Qué anormal!”, pensó Obelado. “¡Es un pájaro!”
“¿Tan tarde? Debe ser nocturno. Una lechuza, o un murciélago.”
“¿Cómo que un murciélago?”, pensó Gertrópodo. “¡Los murciélagos son mamíferos!”
“¡Eso es lo que tú te crees? ¿Pero ellos lo saben?”
“Y es pájaro en mano.”
“Tú no tienes nada en la mano…”
“Dice: ‘más vale pájaro en mano, que ciento volando’. Nada de peso, ni pesados. Eso lo inventaste tú.”
“¿Quién dice?”
“¡Qué va! ¡Vámonos de aquí!”
El Muspi me apuntó con la linterna a la cara.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? Te quedaste en blanco. Tenías la cara retorcida, como que no estabas muy contento y pensabas en algo doloroso.
—Estaba hablando con los otros agentes.
—¿Ustedes se comunican usando energías telepáticas?
—Debe ser. Esas nueve piernas a veces son muy útiles.
—¿Y cómo lo hacen?
—No te lo puedo decir.
—¿Es un secreto del gobierno?
—No. Es que no sé.
—Me puedes decir —insistió Muspi.— Yo tengo mis labios casi sellados. Soy muy confidencial. Te aseguro que nadie va a saber tu nombre. Es más, no me digas tu nombre.
—No te lo voy a decir.
—Ya te dije el mío, así que es muy tarde.
—No te preocupes, es como si no me lo hubieras dicho. Además, es de noche.
—¿Crees que pueda ir con ustedes?
—No sé. Debes preguntarle a alguien que sepa.
—¿A quién?
—A la jefa del grupo.
—¡Eh, jefa! —clamó, intentando correr y tropezando repetidas veces.— ¿Puedo ir con ustedes? No van a notar que estoy aquí. ¿Ves? Yo casi ni existo. Aunque, si quieren, y sin mucha presión periodística, los puedo entrevistar acerca de los misterios de Sílice y el chugarú salvaje.
—¿El chugarú? —Xixliab se detuvo.
—Sí, es francés.
—Eso mismo es lo que yo digo. Oh, la-lá, igual que el Braille por radio.
—El chugarú es el abominable monstruo de las mareas. ¡Dicen que sale en las noches más oscuras de luna llena!
—Bueno, esas no son tan oscuras —recordé.— Las nuevas sí.
—Eh, ¡no me eches a perder el cuento!
Obelado hizo un receptáculo con la palma de sus dos manos, y escondió la cabeza.
“Llévame, viento de agua”, pensó.
—¡El chugarú es un ser horrible, enorme, peludo, lleno de colmillos muy largos, y garras gigantescas! La luna atrae la marea, ¡y el chugarú viene con ella! Sorprende a los perdidos, acosa a los amantes, roba niños desobedientes, se esconde en los roperos y debajo de las camas, confunde a los viajeros, secuestra a los inocentes, inunda pueblos, rompe vidrieras, sube los precios de los artículos de primera necesidad, agua la leche, inicia rumores, infunde patrañas, alimenta chismes, entorpece la inspiración, colma la paciencia, esconde piedras en los zapatos, hace tropezar con la punta de la cama… Y aunque crees que se ha ido, siempre permanece vigilándote desde las sombras. Huele tus temores, sabe lo que piensas, te espera cuando llegas, y te sigue si te marchas…
“Ay, mi madre Brinca”, pensé. “¡Lo sabía! ¡Corrido es el chugarú!”
“Corrido no es el chugarú”, pensó Obelado. “Primero creo que tú eres el chugarú. La descripción te corresponde.”
“Yo no soy ninguno de esos”, pensé. “¡Aquí el único chugarú eres tú!”
“Más chugarú serás tú.”
“Corrido es el papá jefe de los chugarús. Y tú también perteneces al rebaño, pero eres adoptado: un chugarurcito honorífico, instantáneo, educado en hábitos que no hacen al monje, cuando las ideas sobran y el silencio falta.”
—Hiciste esa mueca otra vez —interrumpió el heráldico semanal.— ¿Ustedes están teleplaticando de nuevo?
—Es casi una teleriña. Una conflagración neuropática y fría de conciencias, inteligencias y temperamentos. Un duelo de pugilismo poético, medicinal, erudito, violento y cósmico. Los sentimientos están revueltos. Las neuronas rebosan de heridas imaginarias, no por eso menos letales, dejando un rastro de traumas psiquiátricos clavados en las paredes de las intenciones…
—¿Quién ganó?
—Yo, por supuesto. Dije la última palabra.
Obelado rezongó.
“¿La última palabra?”, pensó. “Más bien, todas las palabras. ¡Tú nunca paras de hablar!”
Por increíble que parezca, habíamos finalmente llegado a dónde mismo íbamos.
Allí encontramos cuatro tiendas diminutas, organizadas en un triángulo áspero y exagerado.
Consideré la exquisita obra del arte geométrico, y pronostiqué nauseas. Era el primero jamás establecido con rincones obtusos y repleto de distancias inoportunas.
Bueno, no cuatro, pues mi Xixliab era muy hermosa, inteligente, nutria y bellísima, cual radiante primavera inaugural sobre mi tundra de invierno, monótona y adversa, arrinconada entre cordilleras de desilusión y apatía… La tundra, evidentemente.
Así que decidí evitar incluirla entre los residuos de aquellos criminales de Carrera. No la tundra en esta oportunidad, sino Xixliab.
Me sacudí de ideas extras y enderecé mis expectativas.
El triángulo cuadrilátero se redujo de inmediato a su naturaleza original de tres obtusos incongruentes. Lo que puede parecer una paradoja desde el punto de vista científico, pero ellos bien se lo merecían por inertes y desatinados.
—¿No somos cinco? —pregunté, usando una mano para ilustrarlo.
—Somos seis —advirtió Muspi.
—Tú no cuentas —repliqué.— Acuérdate que casi no existes.
—Es verdad —él se echó a reír.— Yo dije eso.
—¡Cinco! —extendí los brazos.
Mi gesto fue ignorado dos veces. Cada uno de ellos adoptó una posición de reposo.
—¿Dónde voy a dormir yo? —me lamenté.
—Tu tienda está en tu mochila —respondió Gertrópodo.— ¿Sabes dónde está tu mochila?
—No.
—Pues nosotros tampoco sabemos dónde vas a dormir.
Decidí que nada me iba a desanimar, tan cerca de la muchacha más hermosa del universo humano.
—No importa. El planeta es mi mochila —afirmé.— Para mí, la intemperie es mi enemiga personal más íntima. Apenas un familiar lejano por orden de afiliación política tradicional y arresto domiciliario de índole autodidacta. Pero hace tiempo que ni hablamos. Creo que está disgustada conmigo. Por eso siempre trato de evitarla y permanezco en interiores con abundancia de ventiladores de techo. ¡Abajo con las ventanas!
Eso me recordó algo. Alcé la vista, dispuesto a enumerar revoluciones. Desafortunadamente, lo único que encontré fue el cosmos repleto de centelleos arcaicos. Allí nada daba vueltas lo suficientemente rápido como para poder marearme.
“Hasta mañana”, pensó Xixliab. “Siento mucho que no tengas lugar dónde dormir, pero las tiendas son personales y muy estrechas. De lo contrario, te invitaría a compartir la mía…”
No respondí, pues de la sorpresa se me desarmaron las ideas en gruñidos primitivos bastantes incoherentes.
Me recosté en el fango usando al agente Púlpora de almohada, que ya pesaba más que dos matrimonios mal llevados conviviendo en el mismo sótano. El corresponsal se sentó guardando la distancia.
“Uno…”, pensé. “Dos… Siete… Catorce… Cinco… Treinta y nueve… Tres… Tres… Tres… ¡Ocho! ¡Cinco!”
Una oleada de pensamientos llegó desde varias direcciones:
“¡Cállate!”, pensaron todos.
¡Qué desconsiderados!
—Uno… —dije en voz baja.
—Shhhh —susurró Muspi.— Estoy durmiendo…
El mundo se cubrió de una espesa capa de ronquidos. Y yo permanecí de guardia.
Se me ocurrió una última idea.
—Si nosotros vamos a buscar el agua principal, y Sílice se ha vuelto un ciempiés con nueve extremidades de madera, y sus respectivos cuatro cuellos y medio, y las dos expediciones anteriores brillan por su ausencia, ¿ustedes no creen que el agua esa esté contaminada? ¿Y sea peligrosa? ¿A lo mejor hasta muerde?
—Ahora estamos descansando —me recordó Gertrópodo.— Nos preocupamos dentro de un rato.
—¿Qué es eso de que van a buscar agua? —saltó el heraldo Merol.— ¿Ustedes no están persiguiendo al chugarú?
—Esta agua es peor que diez chugarús —afirmé.— ¡O veinticinco!
Lo pensé más.
—¡Peor que cuatrocientos quince millones ciento cuarenta y ocho mil chugarús! —grité, poniéndome en pie.— ¡Y medio! ¡Punto catorce diecisiete dos veintinueve… once!
—¡Eh, colegas! —intervino Páncreas.— Váyanse a conversar bien lejos mientras puedan. O los voy a tener que retener y exterminar. Y después no voy a poder dormir en lo que nos quede de noche.
Me volví a recostar sobre el agente Púlpora.
—¡Tienes que contármelo todo! —susurró Muspi, agarrándose de mi brazo con desesperación.
—Claro —acepté, en el mismo tono sospechoso.— El agua no es tan horrible, ni peluda. No tiene colmillos, y mucho menos garras. No tengo idea si la luna la atrae o la desatrae. Pero de seguro es responsable de inundar pueblos y aguar la leche… ¿Acaso no dicen por ahí: “Del agua mansa, líbreme Dios; que de la brava me libraré yo”? Pues esta es muy dócil. Obediente hasta por los recodos…
—¡Dios nos libre! —crujió el nativo investigativo.
—¡Correcto! —afirmé, enmarañado en el misterioso.— ¡Más claro, ni seis tinajas de la misma en vino!
—El agua común es hache dos oh —definió él, muy intrigado.— ¿Sabes cuál es la composición química de esa que dices?
—Esta es más bien hache-dos-¡ay!
—Nunca oí de algo semejante —se sorprendió.— Hidrógeno con ay.
—Si hay hidrógeno con ay, entonces… ¡hay ay con hidrógeno!
—Probablemente líquido a temperatura ambiente, y con características físicas similares —consideró, apuntándose a los dedos.— ¿Qué elemento químico es el “ay”?
—¡Es el elemento químico empírico pirético de valores gastronómicos históricos metafísicos pintados de verde en la astrología clásica, que se traduce e interpreta directamente con chillidos de agonía y una salinidad negativa de tres “ay mi madre, caramba, ¡en qué clase de lío nos hemos metido todos!”, y sálvese el que pueda salvarse, si puede! —grité en voz tan baja, que casi llega al sótano y despierta a los matrimonios mal llevados.
—Entonces es muy peligrosa, ¿verdad?
—Sí. Tan, pero tan peligrosa, que el mismo peligro cruza la calle cuando la ve pasar, y se engulle dos píldoras para calmarse los nervios, y mira para otra parte, y se hace el distraído, analizando petroglifos en la acera…
—¡Perfecto! Eso me encanta. Nuestros lectores se van a chupar hasta las uñas de la angustia cuando se los cuente. Ya puedo ver los titulares: “La rebeldía del agua” —apuntó al firmamento.— O mejor, ¿“El agua reprobada”? No, necesito algo más fuerte, impactante, definitorio…, que arrastre el interés de los lectores, y los sumerja en el misterio de la lectura de mi futuro artículo periodístico …
—El diluvio del arca de un tal Noé fue bien fuerte —intervine, advirtiéndome erudito.
—Esto es casi un trilubio de noticias. Ni un arca lo podrá evitar. A lo mejor necesitaremos dos. ¿“Las diarcas del trilubio”? No importa. Ya se me ocurrirá algo. Y si no se me ocurre, me tiene sin cuidado. Pues ya vendrá. Mi cerebro es tan agudo como una lanza, y está lleno de engranajes y correas y poleas, ascensores, pistones neumáticos y tableros cibernéticos. Nunca para de trabajar, y no deja de pensar ni cuando duermo.
Me miró de una forma muy enigmática. Sus ojitos de lamprea literaria brillaron en la oscuridad.
—¿Sabes que yo jamás descanso? Porque soy un intelectual. Uso la mente. Esa es una herramienta más activa y eficiente que el corazón. Produce ideas a cien por segundo. O más, porque el límite de la inspiración es infinito. Colocas pensamientos unos sobre otros, los entrelazas con nuevas perspectivas, y construyes una fortaleza de argumentos, con puentes de recursos investigativos y fosos de irrebatibilidad. ¿Sabes qué es más complejo que el lenguaje hablado? El escrito, claro. A hablar se aprende escuchando, pero hay que estudiar para aprender a escribir. Y leer de sobra. Para establecer ritmos y eludir disonancias. Aunque todavía más complejos son la imaginación y el diálogo interior, porque combinan todos los recursos disponibles para la comunicación, imágenes, sensaciones, sonidos, recuerdos, lenguaje, escritura…
Observé a Muspi cuidadosamente. Él debía tener un botón de apagado en alguna parte.
—¿Por qué me miras así? ¿Tengo algo en la cara, verdad?
—Estaba pensando.
—¿Qué pensabas?
—Yo me duermo todos los días mientras cuento. Pero aquí es imposible. Además, no he comido nada en casi dos mil quinientos años.
—Eso sí está pésimo. Yo no tengo nada de comer. Dejé todos mis avituallamientos en la motocicleta de tres ruedas.
—Sí, lo sé. Junto a la escalinata. Pero a mí no me gustan las ruedas de cena, ni aunque sean europeas —advertí.— Lo único que tengo es esto.
Saqué la barra alimenticia de mi bolsillo.
—La jefa me la dio. A lo mejor yo no le caigo muy bien.
—¿Qué es? —él la apuntó con la nariz, ejecutando una contorsión facial, efímera y simétrica de vertebrados inferiores con ilusiones de grandeza.
—Es plástico comprimido, con una gota de pachulí, piel de alergias y miel de enjambre de avispas insultadas —adiviné.— La cocinan a temperaturas solares, la prensan en Júpiter usando pistones de osmio con tornillos de plomo puro, y la traen por carretera en recipientes explosivos tirados por asnos jugando pelota durante los inviernos más insípidos. Dicen que es comestible, pera nadie ha vivido lo suficiente para confirmarlo. ¿La quieres? Es casi gratis. Cuesta un alma y media.
—Extraordinario —afirmó, pero ni se atrevió a tocar aquella cosa.
—Me pregunto si es realmente una semilla de desilusión. Voy a sembrarla. Observa.
La clavé en tierra con la esperanza de que creciera en un árbol frondoso y abundante, y los próximos comensales exploradores del valle de Sílice no se murieran del hambre, sino envenenados. De la misma esperanza, claro, con que yo la había sembrado. Y futura satisfacción culinaria.
Pues nada más tengo mejores intenciones.
—¡Ay, mi madre Brinca! ¡Yo me bebí esa agua! —recordé en voz baja.— No fue mucha, solamente una gotita, pero…
Me revisé los brazos y las piernas.
¿Me estarían creciendo pelos en la lengua?
La observé con mucha atención.
Estaba bien oscuro, así que no pude ver nada.
—¿Qué haces?
Él me apuntó con su linterna encendida.
—Nada… diferente de lo usual —disimulé, deslumbrado.— ¡Eh!, ¿te puedo decir algo?
—Preferiría que no. A no ser que sea relacionado con Sílice y el chugarú.
¡Vaya contrariedad! No esperaba esa respuesta.
El Merol me había echado a perder la tradición.
—Creo que mejor me voy a dormir —determiné.— El tiempo pasa más rápido cuando no lo miras.
—¡Eh! —exclamó él, apenas bajé las pestañas—, ¿te puedo contar un secreto?
¿Un secreto del cazador de aquel monstruo francés y escurridizo, e investigador plenipotenciario de otros fenómenos inexplicables?
Levanté un párpado al cuarenta y cinco punto ocho por ciento.
—¡Claro que sí! ¿Cuál es tu secreto?
Él se encogió de hombros:
—Ninguno todavía. Quería simplemente confirmar si lo podía compartir contigo cuando lo encontrase.
“Tal para cual”, pensó Gertrópodo. “¡Si cuando yo lo digo!”
“Vete a dormir, que la noche es tan corta como tú”, pensé.
—Hace bastante frío. Voy a hacer una hoguera —explicó Muspi, estirándose.— En mi motocicleta tengo todo lo necesario para este tipo de expediciones accidentales. Es mejor precaver, que tener que lamentar, ¿verdad? Yo siempre digo eso. Años de experiencia práctica en estas aventuras te prepara para lo que no te puedes ni imaginar. Me acuerdo cuando acosamos al gigantesco narval invisible del Nilo… O la mofeta subterránea de los Pirineos… ¿Y la leyenda de la entidad universal, en Grecia? Esa fue bien famosa. Usamos señales de televisión en colores para atraparla. Salió en casi todos los periódicos. En fin, vuelvo enseguida. En un dos por tres.
—Tómate tu tiempo —dije, bajando el telón.— Son seis.
Me arrellané en el fango, apoyé la cabeza al tope de mi cuello sobre el agente portátil, y empecé a contar los latidos de mis neuronas casi rellenas de fantasías giratorias.
“Hasta mañana”, pensó Xixliab.
El viento arreció, cubriéndose de luces alargadas. Ululaba preparándose para el desembarco. Pedazos de Sílice volaban rugiendo en la misma dirección de la ofensiva espontánea. La lluvia nos alcanzó, entretejiéndose en un velo hiriente, hipnotizante y arrullador. Olas inundaron el valle, arrastrando el resto de la realidad humedecida.
Y mi cuerpo inútil bajo el peso del repentino torrente. Unido para siempre al paisaje. No pude aguantar la respiración un segundo más. La conciencia me traicionó, y cada pensamiento se irguió, estremeciéndose en mi contra.
Y Xixliab tendiéndome su mano abierta, relampagueante de promesas, mezclándose conmigo bajo la indiscreción de millones de gotas serviciales, murmurando palabras de consuelo y esperanza…
Subió el telón.
Contrario a la creencia popular, aquel amanecer llegó más temprano de lo acostumbrado.
Traté de ignorarlo. Sin embargo, persistió en tocar tierra extendiendo resplandores ineludibles.
Decidí volverme hacia el otro lado. El fango permaneció pegado a mí. Y yo al fango.
Y por extraño que parezca, mi uniforme estaba totalmente seco.
A pocos pasos de distancia, el heráldico investigador había descubierto el fuego. Y junto a él roncaba, embutido en una crisálida portátil de dormir a la intemperie.
“Seguro que cuando salga de ahí ya tiene alas”, pensé a escondidas.
Examiné el horizonte. Ningún pronóstico de fenicios o persas. Sólo una elipsis enrojecida de pasión derramándose entre las nubes.
—Sin comer, sin beber agua y sin dormir. Vamos a ver cuánto duro. Es probable que ni para hacer el cuento —me dije, tratando de interpretar las señales.— Y ya me siento muy blandito. Y hasta disuelto en mis medias. Acepto un máximo de uno, o dos días. Tres cuando más. Pero no tengo hambre ninguna. Solamente tremendo enojo. Dolor de estómago. Debilidad. Y cansancio. No sueño. Ni sed… ¿Me estaré volviendo un reptil? No lo creo. ¿O un escarabajo? Esos consumen casi ningún líquido…
Reflexioné que por lo menos no me estaría transformando en una cucaracha. Yo era muy alérgico a sus antenas macabras, y me sería fatal tener que vivir conmigo mismo en semejantes condiciones, incluso durante un evento nuclear planificado. Pero debí aceptar mi insuficiencia de buena suerte. Los últimos días no habían sido muy estimulantes.
—¡Eh, Muspi! —susurré.— ¿Sabes cómo se divide el átomo?
—En partes iguales… —respondió él, sin atrever a despertarse.— Y con un cuchillito bien delgado… ¿Por qué preguntas?
—Yo no quiero ser una cucaracha —afirmé, decidido.
—Yo tan… tan… poco… —siguió durmiendo.
—¿Tan poco? ¿Quieres decir, casi nada? ¿O tan-tan, como algo?
Me ignoró.
Imaginé levantarme, aunque con mucha dificultad. Mis rodillas y espaldas requerían lubricación, y dos tercios menos de dolencias para recobrar por lo menos el mínimo de movimiento aceptable en condiciones de laboratorio.
Revisé mi cabeza. No tenía antenas. Todavía…
Mis propios pensamientos me causaron pavor. Me dejé caer sobre Púlpora.
Aquello se movió. Lo ignoré, más preocupado por mi repentina expectación de metamorfosis obligatoria.
—Yo quiero irme para mi casa —gemí, desesperado.
Pero me negué a llorar. Porque las cucarachas de verdad no lloran. Mucho menos cuando son adultas. Y si lo hacen, es en un rincón bien recóndito. A solas. Bajo montañas de escombros. Y en silencio. Después de la explosión. Cuando nadie las está mirando. Ni puede. Porque no queda nadie ni para compartir su llanto.
—A lo mejor sería buena idea inaugurar un hotel aquí mismo, especializado en viajeros extraviados en busca de piernas prácticas, con un descuento especial, muy dulce y atractivo, para futuros insectos y sus familiares más cercanos —decidí.
Aparentemente, ninguno de los durmientes había despertado aún.
—Jimenita linda —susurré, vistiendo mis mejores galas de amabilidad.— ¿Sabes qué horita es?
—Por supuesto —respondió esa.
Y ni esta boca es mía. O prestada.
—¿Me lo puedes decir, por favorcito? —persistí.
—Son las cuatro y cuarenta y ocho ah-eme. ¿O prefieres horario militar?
—¡Las cincuenta y dos! —grité.
“¡Shhhh!”, pensaron varios.
Me apreté la cara hasta que aquella columna de haches se disipó.
Elaboré entonces una serie de pasos rumbo a la periferia del triángulo de energúmenos, y me dediqué a examinar el universo empleando un par de los cinco sentidos restantes.
Era evidente que ya el día nos había alcanzado.
Aunque el rocío se resistía a iniciar su rutina. Eso explicaba la aridez del escenario.
—Aquí los gallos son muy remolones, o están en huelga de picos cerrados —concluí, sacudiéndome residuos del planeta mientras enderezaba mis orejas hacia el resto de la próxima semana.
No pude percibir ningún otro sonido matinal. El silencio había sido parte del Sílice sumergido en el reino acuático. Y nosotros lo habíamos dejado escapar, y abrazar el valle.
Me sentí culpable. Aunque aliviado, pues todavía no necesitaría branquias.
Añadí un tercer sentido al exterior. Recobré la postura más bípeda que pude concebir, hombros atrás y pecho a levante, y emprendí una larga caminata al azar en busca de nuevos ruidos. Trinos, chirridos, mugidos, rumores, quejas… o lo que fuese.
Lo único que alcancé a descubrir fue que aquel pueblo era un verdadero asco. La luz del día no le tenía ninguna simpatía, y rechazaba mostrarle misericordia, revelando todas sus imperfecciones y edificios enanos de ladrillos mohosos, techos hundidos y ventanas melancólicas. El tendido eléctrico todavía estaba tendido, aunque parecía natural y verdoso, adornado para un desfile especial de vegetación submarina de agua dulce.
Pude incluso adivinar un semáforo medio ahogado colgando del follaje. ¿Cuántos habría originalmente en aquel Sílice?
Uno, concluí. Y yo lo había encontrado primero.
Mi suerte era anfibia, y estaba regresando.
Sentí ganas de bailar, pero no me quedaban energías suficientes ni para detenerme.
Recordé que estaba todavía muy molesto, así que abandoné la intersección a su propio destino.
—¿A qué hora se despertarán? —me pregunté.— Un ejército de haraganes es… es…
No logré desenredar mis intenciones. Ahora también me dolía el resto de las extremidades, un tobillo, y alguna que otra articulación en la cintura. Los hombros me pesaban. Mi espalda había descubierto una nueva forma de comunicación a crujidos. Y mis pies parecían el doble de anchos, atrapados tras las fronteras de los dos pares de medias históricos.
Observé el zigzagueante rastro de mis huellas. El fango estaba seco, quebrado en todas direcciones. Era de un color azabache, casi ingenuo y optimista. Se desmoronaba con facilidad bajo las botas, revelando rastros de polvo y fragmentos de piedras.
—Esto de cambiar el ventilador por el resto del planeta es un trueque comercial muy desfavorable —continué.— Nunca debí tener ventanas. Nada más que puertas… O ni siquiera eso. ¡Abajo también con las puertas!
Mi entusiasmo se balanceó en decadencia.
—Las voy a declarar ilegales tan pronto llegue a la presidencia del país. ¡Primera orden del gabinete! Las perseguiremos empleando todos los medios disponibles a mi gobierno. Y voy a decretar la creación de una fuerza motorizada especial para su búsqueda y captura, con tres ruedas europeas. Así no podrán escapar de mi venganza… Y voy a ofrecer recompensas para quien nos brinde información válida para la localización de las puertas y las ventanas escondidas en el bajo mundo, en callejones remotos y túneles bastante… subterráneos…
Hice un esfuerzo sobrehumano, e intenté aplacar el resto de mis intenciones finales:
—Y las voy a desterrar a sus respectivos países… Las puertas para Puerta-gal. Las de irse para Ir-landa. Las de salir para El Sal-vador. Las de venir para Venir-zuela. Las de aluminio para Alu-mania… Las de madera para Maderas-car… Y las ventanas con persianas para Persia, claro… Y las que no tengan persianas… para… para alguna otra parte…
Afortunadamente, ni siquiera fenicios…
Rematé mi disertación con un largo estertor teórico.
“¡Buenos días!”, pensó Xixliab.
“¡Buenos días!”, pensó Páncreas.
“¡Buenos días!”, pensó Gertrópodo.
“¡Buenos días!”, pensó Obelado.
“¡…!”, pensé yo.
—La última vez que comí pensé que no iba a tener necesidad de hacerlo otra vez —recordé.— Debí ser más precavido.
Las rodillas eligieron su propio destino, y determinaron sentarse.
Yo abracé la sugerencia, convirtiéndome instantáneamente en una eficaz acumulación de carne de cañón con ínfulas de sopa de pescado.
—Soy el futuro fantasma de una cucaracha rústica —concluí.— No me queda ni una manchita de fuerza.
Pensar se volvió doloroso. Las posibles ideas se trabaron en estampida. Latían ruidosamente a mi izquierda, hiriéndome el cuello y la base de los dientes. El oído del mismo lado atropelló el resto de mi existencia casi vegetal. Olía a canela con mantequilla de boniato. Y a ensalada de rábanos en flor. Y a ristras de vinagre…
Apoyé las manos en el fango seco. Se desmoronó. Había mucha luz. Mis ojos resplandecían, hiriéndome las intenciones y rodeándome de aquel amanecer descomunal. El planeta huyó frente a mí, deslizándose en avalancha hacia el fondo de un embudo de sensaciones que amenazaba conducir a lo más apartado del olvido infinito.
—Voy a tomarme un descanso de diez siglos en la misma estela de la galaxia… —presumí.
Sentí un frío repentino entre mis dedos. Entrecerré los ojos e intenté descubrir la causa de mi retorno a la realidad.
Agua brotaba de la tierra, infiltrándose en mi piel.
En otras circunstancias tal vez la hubiese observado con algo de curiosidad. Incluso aprensión. Pero ahora ya nada importaba. Sentía solo indiferencia.
El líquido de Sílice se abrazó a mí. Ascendió hasta mis antebrazos, y desapareció.
Di un salto, despertando de mi languidez matutina.
Observé mis manos. Podía ver perfectamente. Mis rodillas funcionaban a capacidad acostumbrada. Las levanté y retorcí, inspeccionando sus previas limitaciones.
—Yo no tenía hambre —decidí.— Solamente sed.
Salté un par de veces. Agité ambos brazos, repleto de repentina energía.
—¡Jimena! —grité.— ¡Revélame el camino de regreso más óptimo a mi Xixliab!
El mapa cobró vida. Líneas brotaron en distintas direcciones, estableciendo porcentajes. Casi todas se extinguieron en los próximos segundos, excepto por dos.
—Similares trayectorias —informó la lista.
Las perseguí a todo correr.
Alcancé el campamento alrededor de ocho minutos más tarde, plenamente justificado por las desigualdades del terreno. Contrario a la costumbre, los diminutos surtidores en mi piel absorbieron el sudor como si fuesen alcantarillas.
—Buenos días —dijo Xixliab.— ¿Dormiste bien?
—Casi peor que nunca —confesé.— ¿Qué hacen?
—Estamos desayunando —explicó ella.
—Mira esto —añadió Muspi triunfalmente, levantando una mano con una barra de color oscuro—: concentración nutricional de alto rendimiento con elevado nivel proteínico de insectos, incluyendo hormigas rojas, saltamontes verdes, escarabajos azules, calandracas de río y leche de cucarachas domésticas. No sabe tan mal si piensas en otra cosa. El mejor condimento es el hambre. Te guardé un par.
—De eso nada —lo rechacé, enojado.— Es una atrocidad. Esas cucarachas pueden ser familia de cualquiera de nosotros.
—Pues la mía está muy sabrosa, tirando a lo agridulce —se burló el heráldico nativo.— Y crujientica.
Masticó ruidosamente con la boca abierta. Imaginé paticas peludas entre sus dientes de pez loro, agitando con desesperación pañuelos emblanquecidos por el pánico.
—Tenemos también café fresco —añadió Obelado.
Fruncí la nariz, evaluando la repercusión de cada sílaba:
—Permítanme adivinar: ¿café de cáscara de zánganos atléticos con fisonómicas crónicas aromáticas de águilas célebres en el círculo político aéreo de una caterva de murciélagos sonámbulos frenéticos por la súbita síntesis del ámbito acústico en la atmósfera ética del público escéptico en correspondencia sistemática con las fórmulas aritméticas de la física práctica de ejércitos médicos endémicos anónimos en disímiles montículos hidráulicos de índole marítimo-geográfico?
Examiné mis bolsillos hasta que logré localizar el respectivo aliento perdido por la exagerada austeridad de comas y el delicado abuso de esdrújulas casi inocentes. Lo cual apenas logró excluir a mi tía imaginaria.
—No —respondió él, evidentemente desconcertado.— Café de café. ¿De qué otra cosa puede ser?
—¡Exijo que me digan la verdad! —grité, repleto de pasión.— ¡El ca-ca-fé puede ser de cualquier co-co-sa!
No sé por qué razón, pues me parecía estar un poquito equivocado. Además, ya esto había ocurrido antes.
La culpa probablemente la tenía el agua.
Muchos pares de ojos se detuvieron en mí. Les cedí el paso.
—Calma, colega —dijo Páncreas.— No es para tanto.
—El veredicto no se corresponde al crimen —objetó Muspi.— La sangre no llegó al río.
—En el río me lala-vo, y en el lago de al lado del río me rio —recordé, absorto.— ¿Podríamos hacer ahora algo más épico y trascendente? La aventura esta no tiene nada de aventura. Parece más bien desventuras y payasadas de circo ambulante.
—¿Qué te hace pensar que nuestra misión es una aventura? —se sorprendió Gertrópodo.
Xixliab me observaba en silencio.
—Es una aventura si yo digo que es una aventura —repliqué.— Y ya no la es, porque lo dije yo.
“No me mires así…”, pensé, “que me derrito con tu mirada.”
Ella me lanzó un suspiro precioso. Volvió la espalda. Regresó a su tienda, y comenzó a desmantelarla.
“Agentes”, pensó, “proseguimos en diez.”
“¿En diez qué?”, pensé. “¡Nada más que somos cinco y medio!”
Gertrópodo refunfuñó.
“Ya me estás cansando con tantas alusiones a mi estatura”, pensó.
“Yo no te mencioné. ¿Acaso dije: ‘Gertrópodo es una versión a escala reducida de un párvulo típico? Pues no. No dije nada de nada. Menos que menos. Los nombres sobran. Las sugerencias faltan. El exceso de acusaciones es por ende innecesario, infantil e insignificante. Poco apreciado y peor recibido, hasta en los círculos antisociales más pequeños.”
Gertrópodo hizo desaparecer los ojos entre sus párpados muy apretados.
“Colegas, esto se nos está escapando de las manos…”
“Y tu pareces que te has comido diez Gertrópodos. ¿Con qué mezclas tus vitaminas? ¿Con más vitaminas?”
Obelado soltó una carcajada.
“Menos mal que yo no bailo en esta fiesta.”
“En cuanto a ti, ya se me ocurrirá algún ritmo popular relleno de cualidades musicales, aparentemente imprescindibles para el suceso del resto del presente diálogo.”
Él se puso bien serio.
“¿De dónde sacas tantas energías, si no has comido nada?”
“Mi energía proviene del sol enronquecido, el trino de los pajaritos exhaustos, el viento puro de los recintos inhóspitos, el amor por el hábitat perfecto de charquitos resecos en las alturas insondables del espacio celeste durante el desenlace pictórico directo del horario laboral diurno…”
“Esto es lo único que nos faltaba”, pensó Obelado. “Se volvió más loco.”
Yo tampoco comprendía lo que estaba ocurriendo. Pero me importaba mucho menos. Pues las palabras estaban deliciosas.
Insisto: el agua.
—Hoy es un día especial. Tenemos que disfrutarlo hasta el mínimo detalle, incluyendo Gertrópodo. Mañana será otro día. Puede que incluso sea el siguiente.
—¿Eso no sucede todos los días? —interrumpió el aguafiestas de Muspi.— ¿Quién es Gertrópodo?
Gertrópodo levantó una mano, avergonzado.
—¡Eh, hola! —el heráldico sonrió.— Mucho gusto en conocerle. Muspi Merol, corresponsal, por aquí. ¿Y quiénes son ustedes otros?
—Páncreas —respondió Páncreas.
—Obelado —respondió Obelado.
“Agentes”, pensó Xixliab, “listos en uno y quince.”
Aquellos se levantaron a la carrera por orden alfabético, desmantelaron sus tiendas en un santiamén, armaron sus mochilas, recogieron el desayuno, limpiaron el campamento, se peinaron, cepillaron los dientes, le sacaron brillo a los zapatos izquierdos, se lavaron ambas manos, se rasuraron los rostros desde las barbillas y practicaron pasillos de danza clásica romana con influencias griegas en menos de los quince segundos restantes.
El resto de nosotros quedamos impresionados.
—¡Vaya! —dijo Muspi.— Si no lo creo no lo veo.
—Pues a mí —intervine, negándome a quedarme atrás—, si no me lo dicen no lo oigo.
—La mayoría de los miembros de la segunda expedición ya fueron localizados —nos informó Xixliab.— Esa parte de la misión ha concluido. Nos queda encontrar al equipo de científicos. Las comunicaciones reportadas a Unidos los ubica en las proximidades de la mina… Ellos usaban un sistema muy similar al nuestro, de invención francesa…
“Oh, la-lá”, pensé. “Francia de nuevo. Mi país favorito. Ellos están en todas.”
—Desafortunadamente —prosiguió la reina de mi atención—, el procedimiento de intercambio lógico entre ambas interfaces no se encuentra disponible aún, pese a que el departamento lingüístico de la organización internacional se ha dedicado día y noche a buscar una solución práctica…
“Probablemente porque está en Braille onomatopéyico”, pensé. “Pero a alguien tenemos que echarle la culpa. Esa jamás cae al suelo… ¡Y los franceses es lo único que se nos ocurre! Además, teniendo en consideración la desconsideración de los ausentes, presentes y distantes, ¿cómo puede ser posible que nadie me dijo hasta ahora? Yo tengo tanto derecho a no saber lo que sé, como a saborear lo que se sepa…”
“¡Shhhh!”, pensaron todos.
“¡Más ‘shhhh’ serán ustedes!”, pensé yo.
“Jimena, activa el mapa, por favor”, pensó Xixliab.
Y comenzó a apuntar hacia distintos lugares:
—Allí está nuestro punto de inserción original, en línea directa desde la cordillera… A medio camino, hacia el este, encontramos la segunda expedición…
“Y un sembrado de cuellos con nueve pies de longitud, florecientes en profusión de zapatones públicos…”, pensé.
—…casi por mero accidente, pues la locación no se corresponde con las transmisiones recibidas… La entrada de la mina de antracita queda en la otra dirección, al sur del pueblo… No será posible realizar el estudio de los túneles porque los accesos y respiradores han permanecido inundados y sellados por largo tiempo, y la subestructura puede haber sufrido daños…
“¡Ay, qué miedo!”, pensé. “Propongo usar al Gertrópodo de carnada. Vigilemos la extinción de sus burbujas. Y que grite cuando llegue al fondo.”
—…aunque ése no es nuestro verdadero objetivo, sino… aquí… En las últimas imágenes del satélite, el elemento principal fue localizado al final de este complejo de cavernas, que se conecta indirectamente con la mina… en un área próxima a la superficie… donde desapareció… el primer grupo…
“Ninguna de las opciones enumeradas hasta el momento parece aceptable”, pensé. “Mucho menos la de desaparecer. La voy a añadir a mi lista de todas formas. Estoy a punto de concluir el primer volumen.”
El mapa se iluminó, sugiriendo muchísimas posibilidades…
“…posiblemente inspiradas en la obra coreográfica de una araña frenética de atar y sorda de cañón hidráulico”, pensé.
Xixliab me lanzó una mirada eficaz y acusadora.
Juzgué imprescindible apretar el agua, y colocarla bajo control por un rato.
Mi nutria líder siguió el mapa con su dedito precioso y saludable:
—…exactamente aquí. La concentración es mucho mayor que durante el último contacto en Gobi….
—Hace catorce años —la interrumpí en voz alta.— Eso es para que comprueben que yo estoy atendiendo a las lecciones.
—¿Por qué éste sigue con nosotros? —intervino Gertrópodo, evidentemente molesto.— ¡Está peor que antes!
Xixliab se encogió de hombros, e hizo una mueca con sus labios tan lindos y rosados como perlas marinas.
—Es probable que se haya unido a nuevas corrientes de elementos recién llegados al planeta —concluyó.— Nuestra misión final consiste en localizarlos, y realizar determinados experimentos desde la superficie, tratando de establecer un diálogo admisible para ambas especies.
—Carne de cañón —se lamentó el muy criminal.
—Y sopa de pescado —añadí yo.— Con arañitas cartográficas de plátano analfabeto y precoz, criado en invernadero.
Me mordí los dientes culpables y aseguré mi lengua al paladar aprovechando un par de cuerdas vocales todavía libres. Y escondí aquel bulto informe en un bolsillo de mi mochila extraviada, casi resuelto a no traicionar el reciente voto de silencio.
—Las dos expediciones anteriores estaban mejor preparadas de lo que jamás vamos a estar nosotros —insistió el pellizco de persona.
—Bueno, ¡comparado con lo que nos esperaba allá afuera! —reflexionó Obelado.— Por lo menos, a mí…
—¡Nos enviaron para que no volviéramos! —estalló el otro.— Y por si eso no fuera suficiente, también nos endilgaron al bobo del pueblo.
Me ofendí.
—¡Eh, no hables así del pobre Muspi!
Aunque aquel tomaba notas a gran velocidad, cubriendo el papel de jeroglíficos minúsculos.
“Probablemente destinados a linajes de bacterias inclinadas a la recopilación de ruidos”, pensé.
—Con el permiso de los concurrentes —intervino el periodista de tres ruedas—, tengo que hacer un par de llamaditas por teléfono a mi director de Operaciones, y al de Publicidad, y a la secretaria de Desarrollo Global y Administración…
—A no ser que hagas señales de humo —apuntó el delincuente cibernético.— Aquí las unidades de telefonía portátil no funcionan. No existen torres de retransmisión en cientos de kilómetros a la redonda, y el único satélite de comunicación permitido sobre la zona geográfica no es precisamente destinado al servicio civil o comercial. Vas a necesitar una Jimena si quieres hablar con alguien en el exterior.
—¿Quién es Jimena? —se sorprendió Muspi.— ¿Ella es Jimena?
—No, mi nombre es Xixliab —respondió Xixliab.— Jimena, la que escucha, es un sistema neurológico integrado de intercambio de información a nivel intrasensorial. Es exclusivo para operaciones encubiertas, y no se encuentra disponible al público.
—¿Por qué me están diciendo todo eso? —se alarmó Muspi.— ¿No me van a dejar ir, verdad?
—Pues no —afirmó Páncreas.
Muspi ladeó la cabeza, casi llorando… ¿de la alegría?
—¡Qué bueno! ¡Ustedes necesitan un escriba, experto en realidades y fenómenos inexplicables! ¡Es la oportunidad del siglo!
—¿De qué siglo? —intervine yo.— ¿Puedes ser más específico? Creo que los escribas pasaron de moda apenas se inventó la rueda.
—¿Qué?
—Sí, la de prensa, quiero decir…
Entorné los párpados y me froté un codo, magullado por su ignorancia.
—Un escriba es exactamente lo que necesitábamos —consideró el criminal de bolsillo.— ¡Más carne para el cañón!
—Más pescado para la sopa —exigí.
—¿Sopa? ¿Cañón? —frunció el entrecejo Muspi.— ¿De qué hablan ustedes?
—Hablamos del inicio de todas las cosas, y el final de las adicionales. Y dos bordes etéreos discontinuos a ambos lados de esas, concentradas en mantener el curso del presente discurso —diserté—, y equidistantes de las superficies inferiores y superiores más trascendentales en pretérito circunspecto máximo.
—¿Qué?
—No le hagas caso. Lleva rato así. Creemos que no es contagioso —apuntó Obelado—, pero no estamos convencidos. Lo único que podemos hacer es ignorarlo hasta que se canse.
—Y se calle por un rato —concluyó Gertrópodo.— Sucede algunas veces.
—¡Y eso que es el responsable de las comunicaciones! —añadió más conclusiones Obelado.— Menos mal que está en la retaguardia.
—Debería estar en la décima retaguardia —sobre-concluyó Gertrópodo.
—La décima nos queda todavía muy cerca —súper-concluyó Obelado.
—Si me van a poner tan lejos, mejor me dan algo de comer para el camino. Pero les advierto que corren el riesgo de sacarme de este cuento —los amenacé.— Y me iré, que de peores lugares ya me han echado antes de que me obligasen a venir con ustedes.
—¿Es posible que yo pueda grabar sus conversaciones para la posteridad? —interrumpió el corresponsal periodístico, mostrándonos el mismo artefacto que había empleado en la era de las piernas y los chispazos.— Son muy interesantes.
—De eso nada —respondió Gertrópodo.— A lo mejor una pueda fingirla, pero dos días de estas es como para saltar de un puente.
—Pues eso mismo le pasó a Enseres —recordé yo.— Aunque, para ser exactos, el puente le pasó por arriba, y fue él quien saltó. Le tuvieron que poner ruedas desde ese momento.
—¿Quién es Enseres? —preguntaron todos ellos.
—¿Al que se le cayó una oreja, le salió humo por el cuello, se le derritió la cara y terminó con una bolsa sobre la cabeza?
—Ahora sí que se le descascaró la corteza cerebral —consideró Obelado.
—¿De verdad que ustedes no saben quién es Enseres? —al parecer, yo tampoco lo podía creer.
—¿Esto es siempre así? —volvió a intervenir Muspi.— ¿Ustedes hablan de algo importante, y éste los distrae hasta que se les olvida lo que estaban haciendo?
—Sí —reconoció Gertrópodo, afligido.
—Importante es peyorativo a la perspectiva particular individual de cada observador intrínseco —filosofé.
—Por eso mismo me necesitan —insistió el corresponsal.— No sólo documentaré la historia para la historia, sino que les recordaré lo que hacían apenas se les olvide.
—Eso es más fácil decir que hacerlo —riposté.
—Pues yo estoy dispuesto a los dos, mientras ustedes prosiguen al resto del tema —canturreó Muspi. Revisó sus notas:— Hablaban de la misión, Sílice, minas…, la concentración bajo la superficie de un tal elemento, y del contacto en Gobi…
—¡Catorce años!
—… y de realizar una serie de experimentos, y de un diálogo entre especies. ¿Qué es ese elemento al que se refieren?
—El elemento principal es un agua que parece agua, pero no es realmente agua. La del “ay” que te conté —seguí informando.— Cayó en el Pacífico durante los años treinta del pasado siglo. Tiene los polos invertidos, sus hidrógenos son rivales, no se puede hervir y tampoco le gusta la música, aunque entona como gato políglota encerrado en una centrífuga electrodoméstica la madrugada del próximo miércoles.
Muspi abrió un ojo y la boca en un intento muy mal sincronizado de mostrar asombro. El otro se le quedó a media asta.
—¡Ah, esa “agua”! Aunque no tengo idea de qué estás tratando de decirme —confesó.— Son palabras humanas, las reconozco e identifico, pero pierden significado cuando las agrupas en la misma oración… ¿De dónde salieron los gatos?
—¡El gato! —precisé, ofendido.— ¡No salió!
Era más que evidente. E incuestionable.
—Pues no has oído todavía nada —intervino el forajido cibernético.— Y no son solamente las palabras. Cada vez que añade algo es una diferente recopilación de extravagancias, ridiculeces y contradicciones… ¡Un verdadero drama! Nos tiene al borde de cometer Fuenteovejuna, y disimular el producto resultante debajo de una piedra.
—Nada original, ¡sólo amenazas y chismes! —apunté, imitando el comportamiento de aquel tripulante esporádico de centrífugas recién mencionado.— ¿No les advertí desde el primer momento que el orden idóneo para garantizar nuestra sobrevivencia era agua, comida, techo y teatro? ¡Pero no! ¡Ustedes me ignoraron, canallas! ¡A mí nadie me respeta!
—¿Techo y… teatro? —Muspi agitó la frente.
—¡Ele-cú-cudé! —concluí mi disertación, desafiándolos a todos.— ¡Y lo que queda demostrado, gente que me escucha!
Me sentía bastante satisfecho. Victorioso. Nada de hambre. Tampoco sed. O cansancio. Sólo entusiasmo. Con una pizca de euforia matutina decisivamente tropical emanando del sabor de los sonidos.
Ignorando mi esfuerzo de mantener el silencio a distancia, nos cercó de inmediato uno largo, tenso, viscoso y asfixiante.
—Ustedes no son del gobierno ni del ejército, ¿no es verdad? —lo destruyó el corresponsal periódico, haciendo un empleo exhaustivo de sus propiedades para-anormales de observación.— Este grupo parece más bien, y disculpen mi candor, una partida de aficionados a la artes plásticas, que un día decidió explorar actividades más atrevidas al aire libre.
—En realidad, sí. Pero tenemos gran libertad artística y poder de improvisación portátil —afirmé.— ¡Somos el batallón inesperado de infiltrados permanentes! ¡Nadie nos sospecha, pues nosotros nos sospechamos solos desde muy lejos!
—Él tiene la culpa —Obelado apuntó en mi dirección, encogiéndose de hombros.
Allí no había nadie.
—Además —consideré, volviendo involuntariamente al tema—, este grupo de aficionados es muy profesional desarmando campamentos en tablas de multiplicación del tres.
—En eso sí te doy la cantidad de razón que quieras —aceptó Muspi, sonriente.— Son unos expertos acabando con todo.
Sentí que me apretaban la cabeza con un tornillo de banco.
“Buenos días, agentes”, pensó Corrido. “¿Durmieron bien? ¿Descansaron?”
“Buenos días, oh, gran líder”, pensé. “Ellos sí, como bellos durmientes soñando con angelitos nocturnos; pero yo no he dormido casi nada. Aunque no importa, porque estamos ya muy cansados de descansar cansados. Necesitamos más aventuras, a ver si alguien se cree que realmente somos los que pensamos que éramos.”
“No se preocupe, agente Ñicos. Diversiones sobran. ¿Cómo está el agente Púlpora Segundo?”
“Está en perfecto estado silencioso. Yo diría, desde un punto de vista objetivo, que es casi un objeto inanimado. Y mudo.”
El teniente coronel sonrió en su imaginación. Eso no me gustó.
“¿Agente Xixliab?”
“¡Ordene!”, pensó la más bella e inteligente del universo.
“El elemento principal ha empezado a escabullirse lentamente hacia el sur. Su progreso ha sido calculado a cero punto setenta y nueve metros por hora a partir de las imágenes recibidas. Adicionalmente, descubrimos nuevas fuentes elementales en trayectoria a Sílice, dos de ellas usando incluso las capas superiores del manto freático, contrario a su costumbre. Pronosticamos que el resultado sea un incremento de entre trescientos al quinientos por ciento del original en los próximos días, teniendo en consideración el escenario hipotético de condiciones favorables y otras fuentes inesperadas.”
“Menos de un metro por hora es alrededor de bastante aburrido”, pensé. “Y a mí se me olvidó traer una almohada.”
“¡Calma, Adeuterio! Ya advertí que no les faltarán actividades. Lo primero que deberán hacer es llegar a la meta, ¿verdad? ¿Y la meta es?”
“¡Un momento! Yo sé la respuesta…”, pensé. “¿El final de cada carrera?”
Esto de adivinar las adivinanzas de Corrido era algo que no pude prever, y mucho menos adivinar.
“No”, pensó él. “El objetivo es… ¿Alguien?”
—La inmolación de Adeuterio —aconsejó Gertrópodo, en un susurro casi inocente.
—¡Shhhh! —intervine.— No nos dejas escuchar al jefazo.
—¿Escuchar a quién? —interrumpió Muspi.
—¡Shhhh! —repetí.
—¡Aaaah! —consideró él.— ¡Están haciéndolo de nuevo! ¡Las telepatías neurológicas informáticas de esas!
—¡Shhhh! —repitieron todos.
“La meta es establecer la posición exacta del elemento principal en las proximidades de la mina”, pensó Xixliab.
“Correcto”, pensó el tenientísimo. “Pero la locación cambió durante la noche. No se trata de mucha distancia, poco más de cinco metros, pero es suficiente para que el margen de error sea mucho mayor durante el proceso de contacto, incrementando exponencialmente las probabilidades del fracaso total de esta tercera expedición. Los nuevos factores han sido incorporados a Jimena, de manera que, ante la menor variación de las condiciones reales, ustedes tendrán información inmediata incluso antes de ser considerada y evaluada por nuestro sistema de mando…”
“Ahora, por favor, en palabras que incluso un idiota pueda entender”, pensé. “No que tengamos uno de esos, pero en caso de que aparezca.”
“En palabras que pueda entender incluso un idiota imprevisto, Jimena tiene independencia operacional completa a nivel individual, porque la complejidad de la situación exige decisiones instantáneas considerando variables locales. La demora de milésimas de segundos vía satélite entre el puesto de mando y Sílice puede ser fatal.”
“¿Fatal?”, pensé.
En otras palabras, “fatal” significaba por debajo de mis estándares de vida como características fundamentales para estar vivo. El primer volumen de opciones inaceptables quedó listo.
“Quiero decir, fatal para los resultados de la expedición, no para ninguno de ustedes”, pensó el Corrido. “Los experimentos serán realizados remotamente.”
“No lo suficiente”, pensé. “Nosotros estamos aquí.”
“Perdón”, pensó él. “Nadie me invitó a la reunión en que discutieron el sistema democrático que sería más aceptable para cada uno de ustedes.”
“A mí tampoco”, pensé. “Y nadie me dijo que era una democracia.”
“¡Me pregunto por qué!”
“¡Yo también!”
“Probablemente porque esto no es una democracia.”
“¿No? ¿Qué de la reunión esa?”
“¿Tienes que tomar todo literalmente?”
“Excepto literatura y literas. Muchas de esas son ficticias, y la otras muy incómodas. Y yo soy alérgico al vértigo. Me produce mareos…”
“Esto no es democracia, sino imperialismo guerrerista mundial, con dos porciones de espionaje planetario y una de colaboración del consejo global de burócratas políticos de las diversas potencias gubernamentales de los países vanguardias. Ya hablamos de los detalles, agente Ñicos. Y de la esperanza del dos por cinco, ¿recuerdas? A mí no me importa quién eres, de dónde saliste, cuánto tienes, ni qué haces aquí…”
“¿Puedo decir algo?”
“¡No! Tú eres propiedad de G-Unidos por la duración de tu reclutamiento, y no es de la otra forma, ¿me sigues? Así que trata de descubrir un lugar en tu mente donde no exista la insubordinación, y quédate allí. Mientras más rápido concluyas tu objetivo, más rápido serás desmovilizado y podrás volver a tu rutina de cada día. Pero si me echas a perder esta misión, ¡va a arder Troya!”
Ahora me desayunaba yo con estos detalles sorpresa. ¿Así que mi mente tenía un lugar especial? Yo nunca me lo hubiese imaginado… ¿Y Troya quedaría allí?
“¿En qué país estamos?”, pensé.
“¡Ya me hiciste olvidar de qué estábamos hablando!”, pensó Corrido.
“Pensando”, pensé.
“No te me hagas más el gracioso. Tú sabes lo que quise decir. O pensar”, pensó él. “Sí, ya recuerdo. Jimena tiene independencia local instantánea para realizar cálculos y considerar probabilidades… Esto significa que el plan ha cambiado a que no existe plan ninguno, y… y…. eso mismo, ¡improvisación! Tengan cuidado. Vayan con pies de plomo.”
—¿Plomo?
Observé mis botas de cordones disimulados. ¡Eso explicaba por qué razón pesaban tanto!
“Bueno, agentes, ¡en marcha! Los contactaré en unas horas, tan pronto recuerde lo que estaba diciendo… Ah, ya me acuerdo…”
“Adiosito y alertas”, pensé. “Saludos a mi tocayo único.”
Tupí las comunicaciones empleando un par de mis razonamientos. No en balde era yo el responsable.
Los cinco y medio quedamos en el valle del pueblo de Sílice con una Jimena ahora rebelde y autodidacta, dibujando un mapa vivo en nuestra imaginación, que se proyectaba directamente ante nuestros ojos.
—Agentes: formación, y en marcha —concluyó Xixliab.
Su voz era cautivadora. La atrapé con delicadeza y la atesoré en lo más íntimo de mis recuerdos, en aquel lugar secreto y apartado donde no existía la desobediencia, decidido a jamás compartirla con nadie, aunque Troya estuviese envuelta en llamas.
Y a caminar se ha dicho, cargas al hombro, Púlpora a la espalda…
“Xixliab”, pensé.
“¿Qué?”, pensó ella.
“Xixliab”, pensé.
“¿Qué pasa ahora, agente Ñicos?”, pensó ella.
“Me gusta tu nombre”, pensé. “Es muy dulce, atractivo, hermoso, perfecto. Tu presencia me trae hormigueos de amor…”
—Alguien por aquí necesita un urgente lavado de cerebro —advirtió Obelado desde la izquierda.— Y quedarse en la retaguardia.
Siempre se me olvidaba que ellos escuchaban nuestros pensamientos.
—Hablando de la retaguardia, Púlpora tiene que ser rotado —les recordé.— Y ya pesa como cuatro mil quinientas libras de papas.
—Rótalo contigo mismo —me aconsejó Gertrópodo desde la derecha.— Nosotros estamos muy ocupados tratando de no cogerte por el cuello.
—Lo único que me falta ahora es que me despierte en mi cama, todo esto haya sido un sueño —recapacité.— Y ninguno de ustedes exista.
—Eso para mí sería un verdadero alivio—aceptó Gertrópodo.
—Para mí también —afirmó Obelado.
“Excepto tú, mi hermosa dama, mi palomita linda, mi ángel de las mañanas, mi nutria flotante de represas inundadas por el amor y el regocijo melodioso…”
—Ay, mi madre —gritó Gertrópodo.— ¡Cállate ya!
“Si quieres hablar conmigo, hazlo en privado”, pensó ella. “Nadie más tiene que oírnos.”
Exactamente lo que yo esperaba: Xixliab me arrebató el aliento. Quedé enmudecido, inmóvil. No se me ocurrió pensar una idea adicional. Y se me trabaron las intenciones en el depósito medio lleno de mi alma.
Muspi tropezó conmigo. Me miró un par de veces de pies a cabeza, tomó algunas notas, y prosiguió su rumbo.
“¿Te asusté?”, pensó Xixliab.
“Tan sólo una barbaridad”, pensé. “No lo esperaba. Es más fácil aceptar el rechazo y la burla, porque ya estoy acostumbrado por la costumbre y otras tantas repetidas repeticiones repetitivas…”
“Yo nunca me burlaría de ti. Eres muy raro, pero me haces reír. Y eres sincero. Dices cosas que todos pensamos, pero que nadie se atreve a confesar.”
“Lo que todos piensan es que eres hermosa, inteligente, dulce… ¿Estás segura de que no nos escuchan?”
“Claro que no. No seas tonto.”
“Por ti, no me importa ser el más tonto de los tontos.”
“¡Dices cosas tan raras!”
“¿Te molesta? ¿Quieres que me calle?”
“No. No es eso…”
“Xixliab, mi vida, ¿te casarías conmigo?”
“¡Tú estás loco!”
“Creo que sí. Loco por bailar de la alegría. Y tú eres la única culpable. El universo se detuvo en el momento que te vi por primera vez. Y allí me quedé.”
“¿Todo el universo? ¡Eres más exagerado!”
“Mi universo.”
“Tu universo no debe ser muy grande cuando se detiene por cualquier cosa.”
“Solamente por la más hermosa de las bellas.”
“¿Y tú crees que yo soy todo eso?”
“Tú eres la luna llena en las noches más tibias, y el sol de esperanza en las mañanas. La brisa del mar al atardecer…”
“Y tú eres como una estrella fugaz. Me iluminas, y desapareces.”
“¿Por qué piensas eso?”
“Estoy segura de que pronto te aburrirías de mí.”
“Estás equivocada. Sería como aburrirme de soñar, o respirar… O latir…”
“Creo que eres demasiado.”
“Si quieres, no te molesto más.”
“No, está bien así. Me gusta hablar contigo.”
“Xixliab, eres mi oasis. Acabo de despertar de aquello que creía era existir, pero jamás vida. Si pudiera abrazarte, te atraparía para siempre entre mis brazos con intenciones de hacerte feliz para siempre.”
“Para siempre es mucho tiempo…”
“Ése es mi plan. Para siempre será nuestro. Le pongo riendas y estribos…”
La silueta de Xixliab apareció junto a mí. Nos tomamos de la mano.
“¿Para siempre juntos?”, pensé yo.
“Para siempre juntos”, pensó ella.
Sentí nuestras conciencias unirse en un clamor, como cuando se hunde un hierro candente en el agua estancada…, casi extinguida… de mi vida. El ruido me despertó.
“Ahora, que desaparezcan las montañas, que se desborden los mares, que se incendien los bosques, que se inunde el desierto, y abran paso para mi amada y yo.”
—¿De qué te ríes? —preguntó Muspi.
Él estaba de vuelta, mirándome fijamente con un gesto de asombro. Percibí intenciones de lanzarle algo.
—Es el día más feliz de mi existencia —balbuceé.
—En ese caso tu existencia debe ser un verdadero asco —observó él.— ¿O tú no ves dónde estamos?
—¡Estamos en el paraíso!
—Sí, claro, y no te olvides de la espada encendida, y los querubines…
“Xixliab es mi querubín”, pensé.
“¡Eres más tonto!”
Daba brinquitos neurológicos de alegría espiritual.
—¡Alto! —gritó Páncreas.
El grupo obedeció, excepto por Muspi y yo, que estábamos algo más lejos. Pero él decidió abandonarme, y correr hacia los otros exhibiendo cualidades de atleta espontáneo y fugitivo inútil, lo cual me provocó emociones beneficiosas.
—¿Escuchan eso? —preguntó Obelado.
Un crujido muy armonioso iba en aumento. Brotaba desde la tierra. Sílice empezó a vibrar desde nuestras piernas, trepó a las rodillas y ascendió hasta los hombros.
El grupo retrocedió en mi dirección.
La tierra se hundió entonces a cierta distancia, descubriendo un complejo circular de cavernas interconectadas por pasajes diagonales.
A mí se me pusieron los pelos de punta y la piel de gallina, y sentí la necesidad instintiva de salir huyendo y cacareando en dirección contraria a las manecillas del reloj, de regreso a la seguridad y el aburrimiento de mi techo, o incluso aquel inclinado…
Pero jamás iba a abandonar a mi Xixliab. Así que insistí en no moverme, tan arrojado como un pedrusco.
—¡Hola! —se sorprendió Muspi.— ¿Qué está pasando?
Nadie respondió. Un segundo temblor de tierra reveló más detalles de las cavernas, incluyendo…
—¿Son eso… ventanas… y… columnas…? —prosiguió él.
Tomó más notas a toda velocidad. Consultó su reloj pulsera, observó el cielo, y continuó escribiendo.
“Xixliab, quédate junto a mí”, pensé.
Intenté acercarme a ella, salpicando torpemente. El agua había crecido hasta nuestros tobillos.
—¿Se habrá roto el dique al norte? —se sobresaltó el corresponsal, ejecutando varios círculos muy periodísticos alrededor del grupo.
—Eso no funciona de esa manera —respondió Obelado.— No hemos tenido lluvias ni inundaciones en los últimos días.
—Correcto. Pero quien tenga control de los lagos principales puede inundarnos en cuestión de segundos —consideró Gertrópodo.
—Nosotros ni siquiera sabemos si esta agua es realmente agua —apuntó el otro.
Tomé un sorbo. Lo saboreé por un rato. Ejecuté gárgaras. Y lo empujé garganta abajo.
Sabía a agua, pero no me lo creí.
—Está muy aguada —indiqué.— Sin embargo, y gracias a mi experiencia de militar improvisado de Carrera profesional, todavía puedo distinguir los átomos de hidrógeno disparejos y la polaridad alterada del otro mundo, añeja de casi un siglo en éste.
—¡Qué clase de anormal! —exclamó Gertrópodo, boquiabierto.
—No deberías hacer eso —aconsejó Obelado.— Es muy peligroso.
—Regresemos al campamento —ordenó Xixliab.— Necesitaremos nuevas instrucciones de los órganos superiores.
—Creo que sería mejor de todos los órganos —confirmé, pensativo.— Los superiores no parece que serán suficientes a estas alturas.
Semejante sugerencia pareció adquirir de inmediato tonalidades de desafío cósmico.
Sin más preámbulo, Sílice descendió bajo nuestros pies.
—¡Qué bien! —grité yo.— ¡Ahora sí que se nos rompió el planeta! ¿Alguien tiene uno de repuesto?
Estábamos ahora atrapados en una de las cavernas circulares. Aunque yo sentía bastante agradecimiento por preservar la orientación preliminar.
—Al parecer, los órganos superiores e inferiores todavía son tales —consideré, alarmado y sonriente.— El peligro se está poniendo algo peligroso.
—¿Será una de las secciones de la mina? —me ignoró Muspi, aparentemente con algo más importante que considerar.
—No lo creo —respondió Gertrópodo.— Es muy raro. No fue un derrumbe. Descendimos con mucha delicadeza.
—Es verdad —aceptó Obelado.— Nada natural…
—Es preferible así —objeté.— Los golpes son parte del folclor inaceptable de la región, descrito en el primer volumen.
—Jimena, examina las nuevas condiciones topográficas —ordenó Xixliab.
“Exactamente, mi linda”, pensé. “Para salir de aquí vamos a tener que convertirnos en topos.”
—Colegas, sin pánico —interrumpió Páncreas—, ¿entendido?
—Los que no lo tengan, párense para allá —apunté.— El resto, conmigo.
Nadie se movió.
—¿Estamos todos? —preguntó Xixliab.
—¡Recuento! —añadió Páncreas.— ¡Agente Efímor, presente!
—Agente Llevueno —dijo Gertrópodo—, presente.
—Agente Metelgía, presente —dijo Obelado.
—Agente Xeltro, presente —dijo Xixliab.
—Y el periodista inoportuno —concluí.— Y probablemente yo también, aunque las evidencias indican lo contrario.
—Agente Ñicos, suelta al Púlpora Segundo —ordenó ella.
—¿Que lo suelte? ¿Qué significa que lo suelte? ¿Está amarrado?
—Colócalo en el suelo —apuntó el cibernético.
Obedecí, acomodando aquellas cuatro mil quinientas libras de papas entre nosotros. Lo empujé con la punta de un pie, en busca de una posición más artística desde el punto de vista cinematográfico.
De la mochila crecieron una serie de patas mecánicas, cada una de ellas terminada en colmenas de rueditas. Y comenzó a moverse, deslizándose en ocasiones de manera bastante elegante.
Yo casi me siento de la sorpresa, y me levanto del disgusto.
—¿Ustedes me quieren explicar por qué razón me obligaron a cargar con esa cosa, si puede caminar?
—Tú no participaste en ninguna de las reuniones de orientación, ¿recuerdas? —respondió Gertrópodo, radiante.
Los otros dos también sonreían, igual de divertidos, aunque eso no explicaba absolutamente nada.
Mientras tanto, el agente-mochila examinaba el área con extrema cortesía, produciendo silbidos intermitentes.
—¿Qué se supone que sea eso? —inquirió Muspi, mucho menos intrigado que yo.
—Es nuestro agente biológico Pulp-cero-erre-cuarto-dos-ene-dé —apuntó Obelado.
—Pulp-cero… —Muspi escribió con rapidez—… erre…
—Cuarto-dos-ene-dé —repitió el otro.
—Aparentemente motorizado y patalizado —intervine. E insistí:— Ustedes debieron decirme que podía caminar.
—Oh, perdón —se burló Gertrópodo.— Se nos olvidó ese detalle tan insignificante. Estábamos un poquito distraídos con tu emisora de radio pirata.
—Mencionaron “biológico” —reflexionó Muspi.— ¿Qué significa eso?
—Es un pulpo —comentó el criminal de bolsillo.
—¡Un qué! —grité yo, horrorizado, a punto de tirarme por una ventana metafórica.
—Un octópodo marino —intervino Obelado.— En condiciones naturales, ellos son más inteligentes que el individuo común. Y con adecuado entrenamiento pueden incluso llegar a superar a los seres humanos mejor preparados física e intelectualmente… pues poseen un complejo cerebral descentralizado, o nueve cerebros, que son capaces de actuar de manera independiente.
—Y tres corazones —apuntó el otro.— ¡Y ocho brazos!
—¡O piernas! —rectifiqué, científicamente hablando.
—Yo había leído acerca del uso de delfines para fines militares, pero esto es algo nuevo —confesó Muspi.
—En realidad, los pulpos han sido empleados por más de treinta años en estudios multidisciplinarios —explicó— para completar cálculos y encontrar soluciones a escenarios hipotéticos a partir de cientos de miles de variables, que tomaría décadas con la tecnología actual de ordenadores industriales. Y eso que emplean métodos tan primitivos como ábacos.
—¡Es… fantástico!
—Y no sólo son capaces de realizar análisis abstractos sumamente complejos, sino que también poseen un lenguaje muy sofisticado. Y por si esto fuese poco, entrenar un pulpo con una habilidad básica equivale a adiestrar otros diez casi instantáneamente, quienes la desarrollan en cuestión de horas a niveles impredecibles. Claro, nosotros no sabíamos nada de esto antes de que fuésemos reclutados por la organización.
—¿La organización? —Muspi me abrió los ojos, cómplice.
—A mí ni me mires —lo amenacé.
—El primer grupo de pulpos entrenados en laboratorio consistió en un total de cinco especímenes —prosiguió Obelado.— Uno de ellos fue separado del resto, permitiéndosele acceso a una cerradura mecánica y un amasijo de llaves diferenciadas por colores. Le tomó pocos segundos asociar la forma dentada del metal con la apertura, y a simple vista localizar la llave correcta. Y apenas fue reincorporado a la comunidad, los otros cuatro lograron reproducir los resultados sin siguiera considerar el resto de las opciones. El grupo escapó del cautiverio esa misma noche. Al siguiente día, cuando los científicos a cargo del experimento regresaron, los pulpos habían ya desarmado todas las cerraduras, las puertas, las ventanas y el sistema de seguridad electrónico del laboratorio, creado nuevos dispositivos a partir de los pedazos resultantes, y deambulaban por la facilidad sugiriendo mejorías muy prácticas.
“Esto no se lo cree ni el que asó la manteca”, pensé. “¡Pulpos inventores, fugitivos y nómadas!”
—Sin lugar a dudas algo inesperado —consideró Muspi.— ¿Dices que treinta años? ¡Asombroso!
—Los cincos originales fueron enseñados normas de convivencia, y añadidos a comunidades mayores, lográndose así una extensión de su promedio de vida —insistió Obelado.— En la actualidad, tres miembros del grupo original todavía viven, lidereando centenas de otros involucrados en la aerodinámica, la astronomía y el cálculo de probabilidades aplicado a la cohetería espacial y a la logística interplanetaria…
—Eso significa cohetes que explotan a mucho espacio de distancia entre planetas —añadí yo, pues no quería parecer un rezagado ignorante.— Probablemente bastante fatales e ilógicos.
El periodístico semanal me miró como si el pulpo fuese yo.
—¡Eh! —se me ocurrió algo.— ¿Ustedes saben cómo se le llama en las zonas tropicales a la esposa del pulpo cabeza de familia?
—Ay, mi madre —respondió Gertrópodo.— ¡Se soltó el loco!
—¿Nadie?
No hubo respuesta.
—¡Pues pulpa! Y si es de mango, mucho mejor, claro. ¿Y a los bebitos?
Realicé una pausa dramática adicional.
—Vamos, ¡digan algo!
—¿Pulpitos? —se atrevió Muspi.
—No —exclamé triunfal.— ¡Son dos, y se llaman Hinés y Marya!
—Creo que no entiendo nada —confesó él.
El Púlpora soltó una serie de silbidos entrecortados.
—Colegas, ¿eso fue una carcajada? —se sorprendió Páncreas.
La mochila con patas se inclinaba hacia un lado mientras continuaba con aquellos chirridos aterrorizadores.
—¿Qué estará haciendo? —intervino Gertrópodo, perplejo.
—Parece que va a explotar —afirmé, convencido.— Recuerden los cohetes y el espacio. Deberíamos alejarnos por precaución. Una década será suficiente.
El diminuto agente acrecentó el ritmo de sus chasquidos.
—Ja-ja-já —dijo con voz sumamente mecánica.— ¡Pulpa… y de mango!
—O de tamarindo, si no te gusta el mango —enumeré opciones.
—Ja-ja-já —repitió.— ¡Tama… rindo!
Me sentí inspirado:
—¡O pulpa de pulpitos!
La carcajada llegó a su fin.
—Eso no es gracioso —dijo.
Me sentí avergonzado.
—Se puede hacer pulpa con casi todo —intenté justificarme.— Alguien ayer me contó que a mí casi me hacen pulpa cuando tenía once años.
—Tú no eres una pulpa muy atractiva —señaló abruptamente el pulpo mecánico.
Ahora el resto del grupo se reía a carcajadas de mí, excepto el amor de mi vida.
Bueno, si me atrevo a ser sincero, ella contuvo la sonrisa, enmascarándola tras su belleza enceguecedora.
Decidí forzar el giro de la conversación:
—Para ser tan inteligente y tener nueve cerebros, tu pronunciación no resulta muy estilizada.
—Hablo de esta manera porque mi tono regular resulta poco atractivo para tu especie —explicó aquello.
—¿Es acaso muy estridente? —intenté determinar.— ¿O como los llantos de las ballenas? ¿O el crujir de los delfines? ¿O los rugidos de los leones?
—No, más bien es así…
Presté atención. Nada.
—Nada —dije.— Sólo silencio.
—Probablemente ultrasónico, igual que las ratas… —sugirió Obelado.
—No, perdón —aclaró el Púlpora.— Estoy preparándome… Un momento… Es… así…
Más silencio.
—¡Hola, amigos! Les habla su humilde colega el servicio de las relaciones diplomáticas entre el reino cefalópodo y la comunidad científica internacional —dijo con voz muy profunda, de locutor de radio—, graduado con honores de la Universidad Marítima Superior de la Comunidad Protectora del Medio Ambiente, en el Golfo de México, en la especialidad de Ética y Filología Oceánicas, y Patrones de Emigración Estelar Aplicados a Tripulaciones Heterogéneas Biológicamente Incompatibles… ¿Qué les parece?
Ahora éramos nosotros los que no podíamos decir nada audible.
—Tienes una voz muy agradable —confesó al fin Xixliab.
—Siendo una representante hembra de la especie humana, aceptaré esa declaración como un halago —afirmó el esposo de la pulpa de mango.— ¡Gracias, linda!
—¡Eh, eso no es ninguna gracia! —protesté yo.— Esta linda representante hembra de la especie humana es mía. Vas a tener que enfrentarte a mí en una justa de pugilato clásico en el restaurante más cercano. Yo estaré en desventaja, pero lo que me falta de cerebros y protuberancias, me sobra en convicción, dedicación y amor…
—¡Ñicos! —gritó Xixliab, roja como un tomate al sol del desierto justo al mediodía.
Nadie más se atrevió a añadir una palabra, estupefactos e inmóviles.
“No te preocupes, mi bella dama”, pensé. “Ningún molusco se va a burlar de nosotros. ¡Yo defenderé tu honor con el mío!”
“¡Un momento! Yo me puedo defender sola”, pensó Xixliab. “Eso no fue un insulto, pero tú lo has vuelto todo al revés.”
—¿Qué está pasando? —preguntó el Púlpora de vuelta a su voz mecánica.— No comprendo.
—Le ruego perdone al agente Ñicos —dijo Xixliab, perforándome el alma con su mirada.— Ha sido un malentendido. Y, por favor, no tema usar su propia voz. Es muy placentera.
—Oh, muchas gracias —respondió el agente mochila.
“Esto no lo esperaba”, pensé. “Me has traicionado… ¡Y nada menos que con un pulpo!”
“No te pongas así, Adeuterito, mi vida”, pensó Xixliab. “No es lo que crees…”
“¡Pues estoy muy disgustado contigo!”, pensé. “Pero ya se me olvidó, pues a mí no me han llamado así desde… bueno, desde nunca… Nunca me han llamado así. Y con tanto cariño. Creo que me estoy derritiendo.”
“¿Está entonces todo bien entre nosotros?”
“Tanto, que siento deseos de cantar”, pensé, “y bailar, y saltar, y brincar por el aire. Tú eres mi alegría.”
Xixliab lanzó un suspiro de alivio.
Mientras, el resto de nuestro grupo había rodeado a la mochila, acribillándola con interrogantes:
—¿Qué comen los agentes Púlporas?
—¿Tienes distintas personalidades en cada uno de tus cerebros?
—Si sientes indecisión o inseguridad, ¿se repite nueves veces?
—¿Hay también baño ahí adentro?
—¿A dónde viajas cuando vas de vacaciones?
—¿Tienes novia? ¿O esposa? ¿Y suegra?
—¿Ustedes se han olvidado de que estamos metidos en un hueco? ¿Literalmente? —nos aguó la fiesta Muspi.
“Agentes”, pensó Corrido, “el satélite registró un deslizamiento de tierra y movimientos tectónicos intensos, de quinto grado, coincidiendo con el encuentro del elemento principal con tres de los afluentes que monitoreábamos. Ha ocurrido mucho antes de lo previsto. El dique superior inmediato sufrió daños. No son graves, pero la jefatura ha decidido cancelar los experimentos y abortar la operación, coordinando la extracción del grupo para las once-cero-cero, hora local. La recuperación de las dos expediciones anteriores está cancelada, ¿me siguen?”
“No lo creo”, pensé.
“¿Qué no entiendes?”
“No podemos seguirle, mi capitán. Estamos en un hueco.”
“Ya te dije que yo no soy capitán de nadie… ¡Qué! ¿Qué es eso de que están en un hueco?”
“Verá usted, la tierra se abrió, y nosotros, que no hemos aprendido a flotar todavía, nos caímos en el hoyo. No otra incidencia ha sido reportada, y no es tan profundo como parece a simple vista. O a algunas más complejas. Aunque la culpa la tiene la gravedad, claro, pues nos obligó a la fuerza. Y los franceses del Braille.”
“¿Podrán estar en el punto de extracción a las once-cero-cero? Les quedan todavía dos horas.”
“Lo dudo mucho. A no ser que nos envíe una escalera de mano por correo instantáneo. O un ascensor en polvo.”
“No se desanimen. Vamos a encontrar una solución a este nuevo problema. Tengo que consultar con la jefatura y un par de asesores…”
“Ah, capitán, que sean asesores acuáticos. Tenemos los pies mojados.”
“¿Pies qué? ¡No puede ser!”
“Pues sí, mi capitán.”
“Ahora les hablo. ¡Y yo no soy capitán, Ñicos! ¡Ponte las pilas!”
Él colgó sus pensamientos.
—Era el capitán —dije.— No está muy contento. No le gusta que le llamen capitán.
—¿Capitán? ¿Qué capitán? —preguntó Gertrópodo.
—El mismo de antes —aclaré.— Redondito, de espejuelos para cazar microbios, ¿saben? Y un sombrero de lo más simpático. Creo que yo no le caigo muy bien…
—¿Quieres decir el teniente coronel Carrera? —definió Obelado.
—¿Carrera es ya teniente coronel? —apenas lo podía creer.— El tiempo pasa tan rápido cuando no prestas atención, ¿no es verdad? Lo dejas de ver un día, y al siguiente es casi otra persona…
Gertrópodo hizo un gesto de contrariedad.
—Seguimos cayendo en la misma trampa.
—¿Piensan salir de aquí? ¿O vamos a tener que acostumbrarnos? —nos recordó Muspi.
—No te preocupes, colega. Estas condiciones no nos pueden detener —calculó Páncreas, agitando ambos brazos y estirando una pierna.— Tenemos los instrumentos apropiados.
—¿Una catapulta? —aventuré.— ¿O musicales?
El agente Efímor tensó todos los músculos, empezando por el interior de sus orejas, y tan radiante como un pargo vespertino, sacó un objeto de su mochila. Realizó una serie de gestos incomprensibles en un lenguaje de mimos histéricos atrapados en un dos por cinco imaginario, y convirtió aquel objeto en una cuchara enorme. Golpeó con ella las paredes de nuestra caverna, prestó atención al eco de las rocas, y nos observó victorioso.
—¿Ves? Es muy práctico —afirmó.— Tiene quince funciones.
—No tengo idea de cómo nos va a servir ninguna de esas —balbuceé.— Ni me interesa.
—Porque no participaste de ninguna de las clases de orientación —me recordó Gertrópodo.
—¿Tú no sabes para qué sirven las palas? —se asombró Obelado.— ¿Saliste de debajo de una piedra?
—Si son para trabajo manual, entonces no tengo idea —admití.— Y yo no salí de debajo de ninguna piedra, aunque tengo planes de esconderme en el mismo lugar de dónde no vine…
Páncreas desistió de permanecer en la conversación, y comenzó con gran entusiasmo a realizar esculturas siguiendo la dirección de las paredes.
—Colegas, ¿me ayudan? —insinuó.
—Debes dejar de hacer eso —le aconsejé.— Estás desordenando el planeta.
—En realidad, lo que estoy haciendo es preparando una escalinata para que podamos ascender a la superficie —describió él.— ¿Ves? Busco las áreas que nos ofrecerán mejor soporte.
Sentí el suelo vibrar nuevamente.
—Es aconsejable no continuar con la excavación —intervino el agente mochila.— La caverna parece muy inestable. Arriesgamos otro derrumbe.
—Sería mucho mejor permanecer en un hueco vacío —advertí—, que en el fondo de uno relleno.
Evidentemente, el referido fondo se sintió aludido. Y desistió de soportarnos una segunda ocasión, pero ahora con bastante disgusto.
Y nos fuimos todos abajo, deslizándonos intermitentemente de falla en falla. Cada vez que pensábamos que habíamos llegado a alguna parte, el viaje volvía a reanudarse con algo más de entusiasmo telúrico.
A mí en realidad me pareció muy entretenido, y tanto disfruté el deslizamiento por aquella canal llena de agua tan apurada, que sentí desilusión cuando al final nos detuvimos en la oscuridad.
Xixliab permanecía abrazada a mí. Su rostro se encontraba hundido en mi cuello, revelando su agitada respiración. Mis brazos rodeaban su espalda.
Si podía recordar acertadamente, yo había tratado de protegerla desde el primer instante del terremoto. De alguna forma misteriosa e inadmisible, eso parecía justificar ahora mi júbilo.
Decidí continuar en la misma postura, ansiando que ella estuviese dormida, y no hubiese advertido mi atrevimiento.
—¡Auxilio! —tosió Muspi.— ¡Creo que he quedado ciego!
—Descendimos casi doscientos metros por debajo del nivel del mar, al sureste de Sílice —apuntó el agente Púlpora.— Contrario a lo esperado, aquí las condiciones atmosféricas son muy similares a la superficie…
—Excepto que no llega nada de luz —afirmó Obelado.— No puedo ni verme la mano delante de la cara.
—Y hace frío… —dijo Xixliab, ladeando su cabeza y apretándose más contra mí.— ¿Estamos todos bien?
“Detente, tiempo, en este momento para siempre”, pensé.
—Agente Efímor —respondió Páncreas—, con algunos golpes, pero el resto parece funcional.
—Agente Llevueno —dijo Gertrópodo—, igual.
—Agente Metelgía —dijo Obelado—, aquí.
—Agentes Xeltro y Ñicos —dijo Xixliab—, presentes.
—Y yo—terminó Muspi.— ¿Están seguros de que está oscuro?
No me atreví a decir nada. Lo único que se me ocurrió fue besar a Xixliab en la cabeza, y llenarme la boca de pelos.
Ella me dio un pellizco.
“No es oportuno”, pensó.
Pero no abandonó mi abrazo. Y yo seguí bailando en mi imaginación con las neuronas rebosantes de sonrisas.
Páncreas derramó una luz muy tenue de unos tubitos de pasta de dientes, frotándolo en las paredes.
“Luz en conserva”, pensé. “Lo jamás visto, hasta que se abren.”
Ése es también el nombre de algunos seres humanos. Aunque su almacenamiento no resulta tan codiciado como el otro.
—¡No estoy totalmente ciego! —gritó Muspi con alegría.— Veo muy mal, pero todavía veo.
—Aquí no hay mucho que ver —afirmé yo.— No te pierdes nada nuevo, sino mucho de lo mismo. El mismo planeta, la misma tierra y el mismo hueco.
—Claro, pudiera ver mucho mejor si no hubiese perdido mi linterna —se lamentó él.
Usé los rústicos giroscopios escondidos en mis orejas para determinar que estamos muy horizontales. El techo hormigueaba, casi vivo.
—¿Qué es eso allá arriba? —apunté.
El agente Púlpora escaló las paredes de la caverna con mochila y todo. Sacó un grupo de apéndices apretados y los introdujo con delicadeza marítima en la superficie en movimiento.
Una ola recorrió el techo, y rechazó las maniobras del Pulp/0/R4-II-ND, lanzándolo lejos.
—Ahhh… —gritó el locutor de radio, casi aprendiendo a volar.
—Es el elemento de ustedes —concluí, convencido.
—¿No creen que sería mejor considerar la retirada? —aventuró Muspi.
—De retirada nada —dije, con entusiasmo, pues semejante decisión no me convenía.— ¡Aquí no se rinde nadie!
Xixliab me dio otro pellizco.
“¿Qué hice ahora?”, pensé.
“¿Ahora?”, pensó ella. “Probablemente nada, aunque contigo nunca se sabe. A mí me gusta pellizcarte.”
Era bien claro que el universo se había vuelto en mi contra.
“Vamos para mi casa”, pensé. “Tengo un ventilador de techo como para chuparse los párpados y marearnos por horas.”
“¿Ventilador? ¿Para tu casa?”, pensó Xixliab. “Tú eres muy raro.”
“Si no vienes, te voy a secuestrar a besos”, pensé. “Como estrategia, usaré pétalos de rosas y serenatas constantes; y mi amor para hechizarte y mantenerte atrapada para siempre en mi vida.”
“¡Ah! De seguro le dices lo mismo a todas”, pensó a ella.
“Lo dudo”, pensé. “Se me acaba de ocurrir. Además, yo no las conozco a todas.”
Resultó evidente que el resto de su lenguaje se había degradado a pellizcos.
Yo respondí como ella se merecía. Fue el inicio de una conversación muy animaba, estimulante y dolorosa, aderezada con sus carcajadas poco discretas.
—Eh, tórtolos —nos interrumpió Gertrópodo—, ¿se han olvidado de nosotros? ¿Podrían concentrarse en poco en la gravedad de nuestras presentes condiciones? ¡Estamos en un hueco!
—Sí, por supuesto —Xixliab me dio un último pellizco, y me empujó con brazos y piernas hasta que me aplastó contra la pared.
Luego se levantó, se acomodó la cabeza, sacudió su ropa, y tosió con un poquito de culpabilidad.
La cueva se estremeció ligeramente, interrumpiendo sus intenciones.
—¿Qué fue eso? —preguntó Muspi.— ¿Ustedes también lo sintieron?
Claro que sí. Aunque nadie se atrevió a responder, previendo alguna nueva sorpresa.
Esperamos en vano.
—La reacción defensiva del elemento principal no tiene precedentes —explicó el agente Pulpo, quebrando el silencio.— El volumen que ha alcanzado resulta peligroso para el planeta. Aunque ahora las condiciones son mucho peores, pues ha incrementado agresivamente su nivel de resistencia a estímulos externos.
—¿El planeta completo? —se sorprendió Muspi.— ¿Qué va a pasar entonces? ¿El ejército va a bombardear Sílice con ojivas nucleares?
—Por supuesto que no. Eso no serviría para absolutamente nada. El agua es inteligente, no reacciona a los campos gravitaciones, no se congela y no hierve —enumeró Obelado.— Lo único que podemos hacer es intentar establecer comunicación.
—Ése era mi propósito —aclaró Púlpora.— Pero ya no es posible. El elemento principal ha manifestado una definitiva aversión a mi proximidad, y las posibilidades de diálogo han desaparecido. Por lo menos, en lo que a mí respecta.
Abrí la boca para decir algo quizás interesante, y la caverna nos sorprendió con un nuevo estremecimiento.
Y de la manera que suele ser acostumbrado en situaciones como estas, seguimos viajando en sentido vertical.
Me sentí disgustado, pues ahora nunca me iba a enterar de lo que había estado a punto de decir.
Mientras tanto, llegamos a otro descanso sin grandes contratiempos.
—Debemos estar ya a más de mil setecientos millones de miles de gotas náuticas con kilómetros terrestres bajo el nivel del mar acuático —consideré.— Probablemente en el hemisferio contrario del planeta más próximo.
—Así no es cómo funcionan los números —denegó Obelado.— ¿Tú nunca fuiste a la escuela?
—Claro que sí —dije.— Pero no me dejaron entrar. Porque era el fin de semana.
—Nos encontramos aproximadamente a la misma profundidad, aunque parece que hemos descendido cientos de metros en pocos minutos —intervino Púlpora.— El elemento principal controla la gravedad.
—¡Eso es muy grave! —me ofendí yo.— ¿Qué vamos a hacer ahora, si ni siquiera podemos caernos para abajo como Dios manda? Esa agua tiene que ser atea.
—Lo único que nos queda es esperar —dijo Xixliab.— El teniente coronel siempre tiene un plan.
Páncreas nos deleitó con más luz en tubos.
Xixliab se me acercó.
—Tengo mucho dolor aquí, en el costado. Creo que se me ha clavado algo —me susurró.— ¿Puedes ver qué es?
Se levantó un poco su chaqueta repleta de arbustos.
—Sí, con mucho placer —obedecí, entusiasmado.
Abrí los ojos lo mejor que pude, y toqué una protuberancia sobre su piel.
—Me arde —se quejó ella.
—Es… ¿una uña?
—¿Uno de tus pellizcos? —sugirió ella.
—No —respondí, confundido.— Te está creciendo una… una uña…, al pie de la letra. Aunque parece del pulgar de las extremidades superiores, no del pie.
Ella se revisó, pero estaba lejos del alcance de sus ojitos preciosos.
—Déjame ver… No te muevas tanto…
Palpé un poco más, aguzando los pocos sentidos que me quedaban después de tantas caídas.
—Aquí tienes otra, pero es muy pequeñita —dije.— Y otra más…
—¡Qué raro! —susurró ella.
—¿Raro? —me sorprendí.— ¿No te alarma? Yo estaría mordiéndome las uñas, aunque estuviesen en la espalda.
—De nada vale preocuparme en este momento. Primero tenemos que salir de aquí.
—Bueno, eso es verdad… Paso número uno, preocuparnos por salir. Paso número dos, continuar saliendo; y paso número tres, no volver a entrar… ¡Jamás!
—¿Qué hacen ustedes? —preguntó Muspi, acercándose.
Xixliab se cubrió rápidamente, aunque allí ninguno de nosotros podía distinguir más del dieciocho por ciento del exterior de nuestros cerebros. ¿O era quince?
—Nada —respondí.— Simplemente considerábamos la gigantesca posibilidad de no lograr escapar del tercer sótano de Sílice, y que ni le podamos hacer el cuento a los dos matrimonios que conviven aquí. Y no olvidemos la fracasada publicación de aquel artículo periodístico fenomenal pronosticado en las profecías para anormales. ¿Y tú, cómo te sientes?
Pude adivinar una nube de hollín y pesadumbre formándose sobre la cabeza del corresponsal truncado.
—No tienes que decirme la verdad. Al menos, dame alguna esperanza —exigió, molesto.
—Muy bien. Vamos a salir muy pronto, probablemente en las noticias del fin de semana. Y tú, vas a ser más famoso que el chugarú. Por lo menos, en nuestro círculo y hasta que suba la marea. ¿Contento?
—Pensé que tú eras mi amigo —dijo.
—Yo nada más que te he visto una vez y media —recordé.— Esta clase de amigos no cuenta.
—¿Cómo que “y media”? —se sorprendió él.
—Porque ahora casi no te veo —expliqué.
—Tú y tus cosas —enumeró.— Ya me lo dijeron. Una lluvia de granizo verde, eso es lo que eres. Interesante desde lejos. Pero en realidad vulgar, ineducado, torpe, irrespetuoso. Necesitas crecer espiritualmente, a ver si se te pega algún sentido común, madurez y responsabilidad. Y un poco de decencia tampoco te vendría nada mal. O ética civil. Y modales. Andas por ahí, haciendo cosas y hablando con la gente sin detenerte a considerar lo que dices, ni cuán ofensivo eres, como un papagayo histérico; y entonces me metes en problemas que ni siquiera vale la pena mencionar.
—No tengo idea de qué me estás acusando —confesé.— ¿No querías un mamut de noticias? ¿Y ahora te quejas de que es demasiado peludo?
—¡Qué mamut ni qué mamut! —gritó él.
—Parece que el corresponsal se puso nervioso —comenté.
—¡Más nervioso serás tú!
—Un momento —intervino Xixliab.— Estás siendo muy injusto. Ninguno de nosotros es culpable de lo sucedido. El deslizamiento de tierra fue completamente accidental.
—Todos ustedes son los responsables, incluyendo ese orangután con la pala, dándole golpes a la montaña de fango sin pensarlo dos veces… Así que el ejército, ¿no? Vamos a ver que van a ejercitar ahora.
“¿Qué le sucede?”, pensó Xixliab. “¿Por qué está tan irritado?”
“Tiene los nervios nerviosos”, pensé. “Alguna gente se pone así cuando quedan bajo tierra.”
“¿Agente Efímor?”, pensó ella. “Es muy probable que necesitemos tus servicios.”
“Sí, jefa”, pensó Páncreas. “Pero tengo un pequeño problema. Creo que me rompí la mandíbula izquierda.”
“Yo no sabía que había una izquierda”, pensé. “Creí que era una nada más, pero ahora tú tienes tres, si incluimos también la derecha.”
—¿No vas a pedir disculpas? ¿Ni a decir nada? —gritó Muspi.— ¿Tú también me vas a ignorar?
“Aquí todos nos estamos volviendo locos de atar por correo”, pensé. “A mí, por ejemplo, me parece que el corresponsal se ha reducido. Ya no es un periódico, sino un boletín informativo de sábados alternos…”
—¿Crees que voy a permitirte semejantes faltas de respeto? ¡Déjate de telepatías, y habla como un hombre!
“Es verdad”, pensó Xixliab. “Él parece más pequeño.”
Extendí mi mano. Muspi estaba muy cerca, sin embargo, no lo alcancé a tocar.
“Es un efecto óptico”, pensé.
—Eh, periodista, ¿dónde estás? —clamé.
—¡No te hagas el gracioso, que tú no eres gracioso!
Me acerqué a él, e intenté tocarlo una vez más.
Mi mano… atravesó… su cuerpo.
“Vaya”, pensé. “Eso no lo esperaba.”
Muspi reaccionó con cierta demora, dio un paso atrás e intentó protegerse levantando ambos brazos.
—¿También me atacas, cobarde analfabeto?
Se disolvió por un segundo, pero pronto readquirió su apariencia acostumbrada.
Xixliab se apretó a mi costado hasta que no pude respirar.
“¿Qué está pasando?”, pensó.
“A mí me da la ligera impresión, teniendo en cuenta los acontecimientos y la trayectoria vertical simulada”, pensé, “que no tengo ni siquiera la menor intención de imaginarlo. Aunque lo único que se me ocurre es que Jimena se rompió.”
“Jefa”, pensó Páncreas, “¿dónde están los otros?”
—¿Agente Metelgía? —llamó ella.— ¿Agente Llevueno? ¿Agente Púlpora?
Ninguno de ellos respondió.
“Estaban aquí hace un momento”, pensó Xixliab.
“Pues ahora no”, pensé. “El tiempo pasa, y todo desaparece, incluyendo esos dos y medio.”
“¡Vengan acá! ¡Pronto!”
Yo no quería ir a ninguna parte. Y con tanta urgencia mucho menos que menos. Pero Xixliab me arrastró como si estuviese pegada a mí.
Páncreas sostenía su luz en tubitos cerca de la pared.
Xixliab se apretó más contra mi costado, envolviéndome el corazón.
Allí estaban ellos dos, inmóviles, casi dentro de las rocas. Silenciosos. Nos miraban fijamente, congelados en expectación infinita.
—Sopa de carne de cañón… —recordé.— Sin mucha sopa. Menos pescado.
—¿Qué les ha pasado? —susurró Muspi junto a mi oreja izquierda.— ¿Están vivos?
Lancé un salto mental, y di tres vueltas psicológicas y ocho psiquiátricas.
—¡Qué clase de susto me diste! —grité.— Pon tu nube más allá del horizonte.
Realmente, eso es lo que era. No un horizonte, sino una nube. O más bien una neblina inoportuna.
Páncreas tosió ruidosamente.
—Creo que me siento muy mal —dijo, con una voz irreconocible.— Tengo mareos y náuseas. Me duele mucho la cara…
Se nos acercó, arrastrando las piernas. Colocó el tubo de luz muy cerca de su propio rostro.
Yo afirmé mis dos pies en el suelo, alerté a mis rodillas y las amenacé con castigarlas duramente si me fallaban ahora, cuando más las necesitaba.
Sobre su frente, a ambos lados de su cabeza y en diagonal a sus ojos acostumbrados, habían aparecido aberturas diminutas, con pupilas y pestañas de lo más cordiales. Adicionalmente, tenía hileras de dientes extras, y su mano izquierda estaba dividida hasta el codo en una extremidad superior complementaria.
Contuve la respiración.
—¿Qué pasa con ustedes? —preguntó Páncreas, con aquellos ruidos que recordaban su voz.
—Es verdad —confirmó Muspi.
Xixliab me había abrazado y se había apretado tanto contra mí, que ahora éramos una sola persona, compartiendo el mismo costado.
“Cuando dije que nunca te dejaría ir”, pensé, “no imaginé que fuese de esta forma.”
“No importa”, pensó ella. “Está bien así. Me gusta. Estás muy calientito.”
Se me corrió un poco el entendimiento de la sorpresa.
“Pero si ahora me pellizcas”, pensé, “probablemente te duela tanto como a mí.”
“Es verdad”, pensó ella. “¿Podemos comprobar tu teoría?”
“La respuesta es: ‘no, gracias’”, pensé.
Los zapatos me apretaban terriblemente. Conté y repasé mis dedos, moviéndolos en la imaginación. Llegué a once. Volví a empezar. Once otra vez. Trece la tercera ocasión. Aunque realmente nada de aquello me inquietaba en lo absoluto, pues imaginé que el final estaba muy cerca.
Obelado abrió la boca, apuntó desde la pared con un dedo hacia el corresponsal y dijo en perfecto lenguaje casi humano:
—Yiiirrr…
Y a mí se me volvieron a poner todos los pelos que pude encontrar de puntitas de pies, como bailarinas despavoridas al descubrir aquella arañita frenética de atar escondida en la bolsa de los maquillajes.
Mientras, Gertrópodo sonreía en silencio, con media dentadura color dorado.
Los límites de nuestro hueco particular se extendieron, transformándose en un recinto de paredes pintadas de azul hasta la mitad, y de un amarillo tenue hasta el techo transparente. Bajo nuestros pies fluían corrientes de agua pura, muy brillantes y traslúcidas; y sobre nuestras cabezas el universo batía sus galaxias en una danza hipnotizadora, veloz, en dirección a lo desconocido.
“¿Me estaré volviendo loco?”, pensé. “¿O será Jimena?”
“Yo también lo veo”, pensó Xixliab.
“Esto es mucho mejor que mi ventilador de techo.”
Intenté contar sus revoluciones. Llegué a tres, cuando aquello decidió cambiar de rumbo, y mostrarnos una esfera familiar, repleta de remolinos blancuzcos y fragmentos desordenados de azul sobre un escenario completamente inexistente. Junto a ella, una lluvia viva y brillante. De la lluvia apareció el contorno de alguien amarillento. Ese alguien perdió la cabeza. Y la lluvia se detuvo, llenando la esfera azul. Más lluvia la siguió.
“Creo que nos muestra algo”, pensó Xixliab. “Es una lástima que el agente Segundo no esté aquí. Esta es su especialidad.”
“A él le gusta el agua, de la forma que suele suceder con casi todos los pulpos”, pensé. “Pero parece que al agua no le gusta mucho él.”
Nuevas formas aparecieron. Conté un grupo de doce, y otro de cinco. Ambos se mezclaron. Los doce se disolvieron, y los otros cinco descendieron abruptamente, siendo arrastrados lejos de la imagen principal por un torbellino inesperado.
Ahora otras siete siluetas. Una de ellas, redonda y diminuta…
“Púlpora”, pensé.
… y otra algo estirada, también diminuta.
“Gertrópodo.”
La redonda y diminuta rodó lejos del grupo, y los seis se volvieron tres. Y los tres se volvieron uno.
“Este pronóstico no me gusta para nada”, pensé. “No debí haberme bebido al elemento principal.”
“Adeuterio”, pensó Xixliab.
Sentí una oleada de un sentimiento desconocido, entre amor, esperanza, ansiedad y pánico. Y ella desapareció dentro de mi costado.
El infinito se abrió alrededor de nosotros.
“¿Xixliab?”, pensé.
“Para siempre, juntos”, pensó ella. “Hasta la eternidad.”
Una profunda paz me inundó. Recordé las imágenes anteriores.
“Me parece que en esa eternidad vamos a tener bastante compañía. Afortunadamente, es posible que nuestras distintas personalidades lo hagan mucho más interesante y entretenido.”
“¿A dónde iremos?”, pensó Muspi.
“¿También tú estás aquí?”
“¿Dónde mejor? De todas formas, el futuro del Heraldo Nativo Investigativo no resulta muy luminoso, ahora que existe conectividad internacional, las noticias viajan instantáneamente de uno a otro lado del mundo, y cualquiera con un mínimo de acceso al sistema y dos centímetros de intelecto se trasforma de inmediato en un especialista en noticias locales. Aquí nada más estamos nosotros.”
“Continuaremos viajando, de regreso a las estrellas”, pensó Páncreas. “Nuestro destino será la naturaleza del agua.”
“Y yo tengo mucho que hacer”, pensó Obelado. “Los mapas no crecen en los árboles. Afortunadamente, la memoria de este nuevo sistema no sólo ofrece los detalles hasta el momento, sino también una exageración de información adicional. La eternidad será muy estimulante.”
“Ustedes se encargan de eso”, pensó Gertrópodo. “Y yo voy a estudiar el sistema de propulsión. Parece sencillo. No creo que me demore mucho.”
Era totalmente absurdo que ninguno de ellos cuestionara las últimas horas, o los últimos días. Aunque a mí tampoco me preocupaba.
Estaba con mi amada, y mi amada estaba conmigo, ofreciéndole a esta nueva aventura del agua algo que jamás había experimentado, pero que sin dudas garantizaría su éxito.
Nos disolvimos en una marejada de ilusiones, arrastrados por millones de años a la deriva entre estrellas precoces y galaxias moribundas, hasta el mismo borde de la realidad, donde se mezclan todos los cielos.
“El agua no es tan boba como la pintan”, pensé.
Bueno, al final de esta historia, ni siquiera mi nombre era Adeuterio.
(Domingo, 28 de Noviembre del 2021, 11:45AM al Sábado, 12 de Marzo del 2022, 2:35 PM)
(Última revisión: Viernes, 28 de Octubre del 2022, 12:43 PM)
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