CUANDO EL CORAZÓN ENTONA LA CANCIÓN
Testimonio espiritual desde el umbral del dolor
Capítulo 1: El alba inquieta
Hoy me levanté como todos los días. Pero no era un día cualquiera. La noche había sido larga, como esas que parecen no tener fin, poblada de pensamientos que no se dejaban dormir. Mi cerebro, inquieto como un mar sin luna, se revolvía entre recuerdos y temores, entre voces que ya no están y preguntas que nadie responde. No había silencio, solo un murmullo constante, como si el alma misma se negara a descansar.
Y así, entre susurros de ansiedad y preguntas sin respuesta, llegó el alba. Pero el amanecer no trajo luz. Trajo preocupación. Una luz pálida, sin calor, como si el sol también dudara de su propósito. Mil problemas se agolpaban en mi mente como pájaros sin nido, chocando entre sí, buscando un lugar donde posarse. Me sentí solo. No por falta de compañía, sino por esa soledad que se instala en el pecho cuando uno se da cuenta de que hay cosas que nadie puede entender. Cansado. No por el cuerpo, sino por el alma. Un poco deprimido, sí. Quizás no por lo que me faltaba, sino por lo que no podía soltar.
Los recuerdos de mi madre cantando en la cocina. El olor a café recién hecho en las madrugadas de infancia. Las cartas que nunca envié. Las despedidas que no supe dar. Todo eso pesaba más que el presente.
Y en medio de esa bruma emocional, me pregunté si alguna vez volvería a sentirme ligero. Si el corazón podría volver a latir sin ese eco de pérdida. Si la vida, tan llena de ruido, podría volver a ser música.
Pero entonces… Él me habló.
No con palabras humanas. No con ruido. Su voz la escuché en mi pecho. Más fuerte que el miedo. Más tranquila que el silencio. Y en esa voz, se hizo canción. Y la canción, himno. Y el himno, alegría.
Capítulo 2: El dolor que se disuelve
El cáncer ya no duele. No porque haya desaparecido, sino porque su canción lo ha cubierto. Pero antes de esa melodía, hubo noches enteras en las que el dolor me hablaba más fuerte que cualquier oración. Dolía el cuerpo, sí. Pero dolía más el alma. Dolía la piel al roce de las sábanas, dolía el estómago vacío por los tratamientos, dolía la espalda por estar demasiado tiempo acostado, dolía la garganta por no poder gritar. Y dolía el silencio de quienes no sabían qué decirme. Dolía la mirada de los que me querían, pero no podían acompañarme en el abismo.
Los analgésicos eran mi pan diario. Pastillas que prometían alivio, pero que también traían confusión, somnolencia, olvido. Las palabras humanas, por más bienintencionadas, no alcanzaban. “Sé fuerte.” “Todo va a estar bien.” “Dios tiene un plan.” Y yo pensaba: ¿cómo puede tener un plan que incluya este dolor?
Pero entonces, Él cantó. No con voz, sino con presencia. No con promesas, sino con fuego.
«Mi corazón entona la canción: cuán grande es Él.»
Y esa melodía no me curó el cuerpo, pero me sanó el alma. Me envolvió como un manto tibio en medio del hielo. Me hizo recordar que la vida no se mide por la ausencia de dolor, sino por la capacidad de sentir a pesar de él.
Desde mi suelo, desde mi fragilidad, desde el rincón donde lloré tantas veces sin testigos, me reporto a ti, Señor. Gracias por la vida, incluso cuando duele. Gracias por las estrellas, incluso cuando no puedo verlas desde la cama. Gracias por los sueños, incluso los que se rompieron. Gracias por el amor, incluso el que no supe pedir.
La actitud positiva me llena. No como consigna de autoayuda, sino como llamarada que no se apaga. Constante. Cada vez más grande. Se expande como luz en una caverna. Y ahora ya no siento miedo. Ni dolor.
No porque el cáncer haya desaparecido. Sino porque tú apareciste.
Capítulo 3: Las preguntas que lloran
Hace unos días te pregunté, Señor, con la voz quebrada por la noche, con el alma hecha ceniza y los ojos sin consuelo.
Te hablé desde la orilla del abismo, desde ese lugar donde el tiempo se detiene y el aire pesa como un recuerdo que no se va.
¿Por qué será que los muertos se van sin despedir?
¿Por qué se escapan como viento entre los dedos, como si la vida no tuviera tiempo para un último abrazo, para una última palabra, para un “te quiero” que cierre la herida y no la deje supurando en el alma?
He visto camas vacías que aún conservan el calor de un cuerpo ausente. He escuchado teléfonos que ya no suenan, y he leído cartas que nunca llegaron a tiempo. He sentido el eco de pasos que ya no volverán, y he dormido con la ropa de quien ya no está, como si el olor pudiera engañar al corazón.
¿Por qué las almas quieren volar y el corazón dejar de latir? ¿Será que el cuerpo ya no puede sostener tanto dolor? ¿Será que el alma, cansada de esperar respuestas, decide buscarte sin permiso, sin demora, como un niño que corre hacia los brazos del padre sin mirar atrás?
¿Será que los muertos ya no hablan? ¿O será que nosotros ya no sabemos escucharlos? ¿Será que el cielo no llora, o que sus lágrimas se confunden con la lluvia que nadie mira, porque todos vamos tan deprisa, tan ocupados en sobrevivir, que ya no sabemos detenernos a doler?
¿Será que el silencio es solo ruido,
un eco sin forma que nos grita desde dentro, cuando el dolor y la muerte sollozan en la angustia del alma, cuando se pierde a un ser querido y el mundo se vuelve un lugar sin color, sin sentido, como una fotografía antigua desvanecida por el sol?
¿Acaso no se tiene el dolor en la boca?
¿No se siente como un nudo que no se traga, como una palabra que no se pronuncia, como un grito que se queda atrapado entre los dientes porque nadie quiere oírlo?
¿Acaso el corazón no siente? ¿No se encoge, no se rompe, no se desangra en silencio cuando el amor se queda sin destinatario, cuando el nombre que solíamos pronunciar con ternura se convierte en un susurro que duele?
¿Acaso los ojos no lloran? ¿No se llenan de mares que nadie ve, de despedidas que nadie entiende, de memorias que duelen más que el olvido porque siguen vivas, porque siguen latiendo en cada rincón de la casa, en cada canción, en cada taza de café que ya no se comparte?
¿Será que la muerte es solo un fútil disparo de sangre? ¿Una interrupción abrupta, una página arrancada sin permiso, una historia que se quedó sin epílogo?
¿Será incertidumbre? ¿Será no existencia? ¿O será, Señor, una forma distinta de estar, de amar, de esperar, de acompañar desde el otro lado del velo?
Yo no lo sé. Pero tú sí. Y aunque no me lo digas, aunque no me respondas con palabras, yo me quedo aquí, con la pregunta abierta, con el pecho desnudo, con la fe temblando como una vela en la tormenta, esperando que tu silencio, algún día, se convierta en consuelo.
Capítulo 4: El mundo que fabrica miedo
También me pregunté, Señor: ¿Por qué será que los hombres no saben sino pelear? ¿Por qué prefieren acabar el mundo, romperlo en pedazos, en vez de detenerse a forjar, a construir, a sembrar esperanza?
¿Por qué nos cuesta tanto mirar al otro como hermano, como reflejo, como posibilidad de encuentro? ¿Por qué elegimos la violencia como lenguaje, la indiferencia como escudo, la prisa como forma de vida?
Y entonces lo entendí. No fue una respuesta lógica, fue una revelación silenciosa, como cuando el alma se da cuenta de algo que el cuerpo aún no comprende.
Comprendí que el mundo es el que crea los miedos. Que nacemos limpios. Humanos. Con la capacidad de amar sin condiciones, de perdonar sin cálculo, de cantar incluso en medio del dolor. Pero el ruido nos ensucia. La prisa nos desfigura. La guerra nos deshumaniza.
Nos olvidamos de lo esencial. De la ternura que habita en una caricia. Del milagro que es respirar sin dolor. Del privilegio de tener a alguien que nos diga “te espero”. Nos olvidamos de que la familia no es solo sangre, sino presencia, cuidado, memoria compartida.
Y tú, Señor, me limpias. No con agua, sino con fuego. No con castigo, sino con presencia. Tu fuego no quema: purifica. Tu presencia no exige: consuela.
Me limpias cuando me detengo a mirar el rostro de mi hijo. Cuando escucho la risa de quien aún cree en el amor. Cuando abrazo a quien llora sin saber por qué. Cuando agradezco el pan, aunque sea poco. Cuando entiendo que la salud no es solo ausencia de enfermedad, sino capacidad de agradecer cada latido, cada paso, cada día que comienza.
Por eso, hoy te invito, lector, a detenerte. A mirar tu vida con ojos nuevos. A valorar tu cuerpo, incluso si duele. A cuidar tu familia, incluso si está rota. A bendecir tu historia, incluso si tiene sombras.
Porque el mundo seguirá haciendo ruido, pero tú puedes elegir el silencio que sana. La fe que abraza. La gratitud que transforma.
Y cuando lo hagas, cuando te limpies en el fuego de su presencia, descubrirás que no estás solo. Que nunca lo estuviste. Y que aún hay tiempo para construir, para amar, para cantar.
Capítulo 5: La canción que no se apaga
Hoy sigo aquí. No como quien espera la muerte, sino como quien ha aprendido a vivir con ella al lado, como quien le ha ofrecido una silla en la mesa y ha dejado de temerle para empezar a comprenderla.
La canción sigue. Mi corazón la entona. Y cada nota es un paso hacia ti, Señor. Un paso que no me aleja de la vida, sino que me acerca al misterio. Un paso que no me roba el presente, sino que me enseña a habitarlo con más hondura.
Gracias por no responder con lógica, porque la lógica no abraza. Gracias por no calmar mi mente, porque aprendí que no todo debe entenderse para ser amado. Gracias por encender mi alma, como quien enciende una lámpara en medio del naufragio.
Gracias por enseñarme que la fe no es certeza, sino confianza en medio del abismo, una cuerda invisible que me sostiene cuando todo tiembla, una voz que canta cuando el mundo calla, una luz que no se apaga aunque el cuerpo se apague.
Hoy sigo aquí. Con mis cicatrices, con mis preguntas, con mi cuerpo que a veces duele y a veces danza. Sigo aquí, no como sobreviviente, sino como testigo de tu ternura.
He aprendido que la vida no se mide en años, sino en instantes de gratitud. Que la salud no es solo ausencia de enfermedad, sino presencia de sentido. Y que la familia no es solo sangre, sino amor que permanece, aunque el cuerpo parta, aunque la voz se apague.
Y si mañana no despierto, si esta canción llega a su última nota, que no se diga que fui vencido, sino que fui llevado en brazos por la melodía.
Porque tú, Señor, no me prometiste días sin dolor, pero sí presencia en cada herida. No me prometiste respuestas, pero sí una canción que me acompaña hasta el final.
Y mientras dure el aliento, seguiré cantando. Aunque sea con voz quebrada, aunque sea desde el lecho, aunque sea en silencio.
Porque mi corazón entona la canción: cuán grande eres Tú. Y en esa canción, ya no hay muerte. Solo vida que se transforma. Solo amor que no termina. Solo Dios… que canta conmigo.
Amén
OPINIONES Y COMENTARIOS