Todas las tardes mi mamá iba a la barra de la cocina y amasaba pan, se aseguraba de ponerle miel y adornarlo con flores de colores, yo siempre prendía la leña en el horno, y se me hacía agua la boca con el perfume que salía de él, un día, indignada, le pregunté por qué nunca podía probarlo, a lo que ella me respondió.
– No puedo darte, es pan para las hadas –
Mi papá farfulló desde el sofá y la tomó contra las pobres, diciendo que eran una boca más que alimentar y, encima, no eran tan educadas de mostrar la cara, mi mamá, escandalizada, le dijo que no tenía por qué insultarlas.
– ¡Hay viejo!, ¿Qué no ves que así empiezan todos los cuentos con finales desagradables? –
– ¿Y para qué les dejamos pan? – indagué, ignorando su disputa.
– Para que no se lleven a los niños de sus cunas, para que la cosecha sea buena, y los árboles no tengan muérdago, les dejamos el pan cada noche, para que lleguen con él cuando dormimos, no les gusta que las vean, por eso empezamos a hornear cuando el sol va para abajo–
Recuerdo que desde ese día preparaba el pan de mucho mejor humor, sabiendo que era una tarea tan importante, hasta empecé a hacerles figuras, lo cierto es que cada mañana el retablo en el que lo dejábamos amanecía vacío, empedernido como era, mi papá aseguraba que un pan recién hecho era tentación para cualquiera, algunos días decía que la gente que no tenía que comer se daba un banquete, y si estaba de malas entonces decía que ya tendríamos gordos a los gatos y perros del pueblo, pero sus comentarios nunca nos detuvieron.
Una primavera que hacía un calor espléndido como pocos había experimentado, mi mamá me mandó a recoger agua del manantial que nos quedaba cerca, así que agarré el balde de metal y me fui, pasito a pasito por los pastizales hasta el sonido del agua gorgoteando me llenó la oreja , pero… se oía como… raro, agucé el oído para saber si no me estaba jugando una mala pasada, pero no, por entre el sonido fluido y cristalino del agua reverberaban unas carcajadas dulces como el tintinear de una campana, o como el trino de los pájaros.
Seguí adelante automáticamente, más por la pura sorpresa que por otra cosa, y cuando me asomé por entre los árboles los vi, había un muchacho tan pálido como la luna, con rizos como de trigo maduro, chapoteando allí metido sin ropa, un montón de flores le cubría la cabeza, sus ojos eran completamente verdes, como el musgo de las rocas. A su lado había una chica que se le asemejaba mucho, pero tenía el cabello tan verde y frondoso como la copa de los árboles, y los pájaros se posaban sobre él. Las sonrisas de ambos se vieron de repente interrumpidas por mi perpleja presencia, yo sabía que ahora sí estaba en problemas, porque por hermosas que fueran, a las hadas no les gustaba que las vieran, por algo muchos cargaban sus trozos de hierro antes de salir a sus tierras, esperaba yo alguna trágica consecuencia por mi interrupción, ya me precipitaba a pensar lo peor cuando ella habló entrecerrando los ojos.
– Sigue poniéndonos pan – dijo, esa tarde regresé a casa sin agua, y con una gran historia.
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