Era éste uno de esos días que invariablemente se repiten desde las ocho de la madrugada, cuando todo se echa a perder y el descanso finge incompetencia, y yo no encuentro motivos lo bastante adecuados para evitar la obligación de despertar e irme al trabajo. Encima de esto, era un lunes, como si aquella semana estuviese preparándome a hurtadillas rutinas de las que es imposible escapar.
Abrí un ojo, y sin atreverme a pensarlo un momento más, salté del trampolín de mi cama al remolino de aquel día impertinente con un brusco movimiento mecánico y un bostezo a media asta.
Pero no llegué lejos.
Las manos me resultaron indiferentes y largas. Las envié por correo a rascarme una oreja del otro lado del rostro, resistiendo apenas la intención.
Tenía árido el cabello, una mejilla desalentada, dolores en ambas frentes, los costados impresos con los pliegues arqueológicos de las sábanas, el cuello encabritado a sotavento, y no alcanzaba a descifrar el dialecto habitual de mis sandalias domésticas, aparentemente revueltas en un rincón con entusiasmo de emparedados de paredes reforzados con alfombras…
Me senté a los pies del lecho y estudié los míos desde ambas rodillas, intentando persuadirlos a obedecer mis obligaciones. Y sonó el idiota del reloj despertador una segunda ocasión.
Reabrí el mismo ojo de un poco antes.
En realidad, a mí no me importa. Que suene hasta que pierda las cuerdas, y no le voy a hacer más caso, y va a tener que ir al psicólogo del tiempo.
Le di pues un codazo cómplice a las ocho en punto, y entreabrí el otro ojo aún no muy convencido.
Mi perro enarcó las orejas. Se estiró categóricamente al noreste atravesando varios husos horarios.
-Buenos días, feroz Sabroso –musité, fingiendo estar vivo.
El atroz perro pequinés salchicha, mezcla prematura de una pizquita de bichones y fricasé occidental de pomerania ratonero calvo y saluki de dos tonos, inclinó la nariz y crujió interrogante.
-Es lunes, Sabroso –protesté.- Tengo que irme al trabajo, pero te voy a llevar con la dueña de la panadería hasta la tarde, al igual que siempre. Y no me mires más con esa cara de perro, que tú debieras estar agradecido del sacrificio que estoy haciendo por ti y no por mí…
Indudablemente, aquel sinvergüenza era un oportunista.
-¿O prefieres cambiar de oficio conmigo? -intenté convencerlo.- ¿Yo me rasco y duermo de vago el día entero, y tú vas a trabajar? ¿A contestar teléfonos y a soportar los caprichos de esos clientes? Te garantizo que no van a notar la diferencia si no muerdes a alguien, ¿de acuerdo? Creo que hasta tengo una camisa de tu talla, microbio.
Recibí una nueva sorpresa al llegar al baño, pero no tan mala como este día. Sabroso se había comido otra vez todo el papel higiénico, y le había dado una tremenda paliza a la puerta de un armario.
Es posible que la puerta se lo mereciera. Sin embargo, el papel desempeñado por el otro en aquel altercado eludió satisfactoriamente la reducida capacidad de mi discernimiento matutino.
-Por eso no podía dormir –rezongué, recostándome en sentido perpendicular a mi agotamiento.- Con la serenata que me diste anoche, y yo creyendo que era una pesadilla… ¡Te voy a hacer caldo, Sabroso, te lo prometo!
Me enjaboné los dientes tan pronto pude encontrarme la boca. Luego me despeiné, dividiendo el pelo de un solo lado por un cero bien engominado, y me vestí lo mejor que supe, ignorando las leyes habituales de la simetría clásica y estableciendo nuevas normas de estética, un poco imaginarias… Y me detuve entre la puerta abierta y el resto del universo, a un salto de aquel lunes atravesado en el fin de semana.
-¡Sabroso! –llamé.- ¡Apaga y vámonos!
Mi perro ridículo se subió a la silla de un brinco, empujó el interruptor de la luz y me siguió afuera haciendo gestos con la cola de que iba a doblar derecha.
-Se me olvidó desayunar –recordé.- Pero no importa, que hoy es lunes. Y los lunes son a lo que salga.
Él me miró con un lado de lado, todavía sin comprender nada. Volvió a crujir.
-¡Que es lunes, perro insípido! –exclamé, perdiendo los estribos.
Sonó el despertador por última vez.
-¡Es tu culpa! –le grité.- ¡Así que te callas!
Aquel mecanismo era bastante obstinado, y me ignoró completamente.
-Vámonos pues sin desayunar –sugerí-, antes que despierte y cambie de alguna idea.
Tropecé con el auto casi en el mismo lugar en que lo había dejado la noche anterior, no obstante alguien había colocado la puerta del lado contrario.
Exhibiendo elaborados despliegues de habilidades inútiles, que me dejaron muy descontento, hice coincidir el extremo más distante de la llave con la abertura del cerrojo automovilístico, pero casi me quedo dormido reclinado a la ventanilla.
Sabroso subió de un salto y repitió el mismo chirrido misterioso.
-Cállate –aconsejé, siguiéndolo con los dos pies por delante y con la cabeza bien erguida.
“Parece que hoy va a llover”, pensé, entrecerrando las cejas.
Perseguí la calle con bastantes buenas intenciones en dirección a la panadería, aunque siempre se trataba de escabullir de tramo en tramo.
Exactamente al final del proceso de despertar, sorprendí a mi auto detenido en el borde de la Avenida Central en dirección al infinito. Unas luces muy enigmáticas, azules y rojas, corrían en círculos como enloquecidas, bastante mareadas y a punto de tropezar hasta conmigo.
-¡Pero de dónde salió este policía! –recapacité, incidentalmente.
¡Para colmo de males en este día lunes ya muy largo y enredado, aunque todavía eran nada más que las ocho y media de la mañana!
-¡Apúrate! –le gruñí al espejo retrovisor, secundado de inmediato por los crujidos del Sabroso.- ¡Que ya se me hizo tarde hasta para llegar tarde!
Sin embargo, se me ocurrió una idea en extremo elástica. Coloqué al Sabroso canino en el asiento del conductor y me escabullí al del pasajero, derrochando la mirada por la otra ventanilla y fingiéndome distraído mientras observaba con el rabillo del perro al policía preparando sus documentos, bajándose de su auto coronado en brillos, y caminando en nuestra dirección.
-Buenos días, ciudadano –dijo él, inclinándose con ética de marsupial público y haciendo una mueca aprisionada tras sus espejuelos de eclipse solar.- Usted ha estado obstaculizando el tráfico por los últimos diez minutos en una zona donde está prohibido detenerse… ¿Ve ese hidrante allí? ¿Y ese aviso de no aparcar? Además, es la entrada de una escuela.
Disimulé mucho más, prestándole gran atención al universo a través de mi agujero, apenas alcanzando ya a respirar de las carcajadas. Aunque permanecí tan contenido como un búcaro de vidrio en un festival internacional de amasadores de manteca celebrado al borde de un barranco.
-Permítame el registro de su automóvil –enumeró él-, su permiso de conducir y la prueba del seguro en caso de accidentes del tránsito.
Sabroso me examinó con interrogación canina, repitiendo los crujidos acostumbrados. No pude contener la risa por un segundo más:
-¡Es un perro! –exclamé, ahora emitiendo estertores en forma audible.- Disculpe la broma, señor policía, ¡pero esto es muy divertido!
-¿Su animal muerde? –el oficial dio medio paso atrás.- ¿Es agresivo?
-¡No sea cobarde! –grité, dándome palmadas en las manos con ambos muslos y perdiendo el aliento debajo del asiento.- ¡Si es un perro enano!
Sabroso pesa menos de siete libras con los zapatos puestos. Y eso que está bien gordo de tragar tanto papel higiénico.
-¡Basta! –ordenó el agente del orden público.- ¡Controle su animal, o me lo voy a llevar detenido!
-¡Al animal o a mí! –repliqué, casi al borde de llorar de la alegría.
No obstante, decidí sofocar mis carcajadas y cambiar de actitud ante semejante amenaza, pues no tenía deseo alguno de descubrir razones para llorar de verdad.
-Entrégueme de inmediato el registro de su automóvil, su permiso de conducir y la prueba del seguro en caso de accidentes –repitió el policía, bien serio.- No se lo voy a repetir de nuevo, ciudadano.
Busqué en la guantera del auto con evidente nerviosismo. Encontré muchísimas cosas extraviadas desde hacía un par de semanas, incluyendo un tubito de adhesivo líquido para pegar la gorra, una cuchara de tomar sol y un paraguas subacuático, pero ninguno de aquellos documentos exigidos por el agente público.
-Ya le advertí que controle a su animal –chilló de nuevo él, observando a Sabroso con un gesto de pánico disfrazado de horror.
-No se preocupe, que no muerde –insistí, agitando los brazos y poniendo mis nervios todavía más nerviosos.
Cerré y abrí la guantera repetidas ocasiones, pero aquellos documentos no aparecían ni por arte de magia. Y la semana se estaba cuarteando bastante apenas en lunes.
-¡Aquí estaban! –grité, fuera de mí, tirando un conejo por la ventanilla.- ¡Ay, mi madre, en que lío me he metido!
Todo por intentar hacerme el gracioso.
Le di un puñetazo a la guantera como si se tratase de una piñata.
-Ay –dije.- Me dolió. Este carro está muy duro.
El policía salió corriendo a unos ciento veinte kilómetros por segundo, de regreso a su linternamóvil. Y antes de que yo pudiese contarlo, estábamos rodeados de un grupo de cazadores de la reserva de animales salvajes.
-Eh, ¿qué les pasa a ustedes? –pregunté, un poquitín intrigado.
Uno de ellos abrió la puerta del lado del pasajero, quiero decir, el mío, y gritó, conservando la distancia:
-¡Sale, coso! ¡Sale!
“¡Ah, qué chistosos son estos tipos!”, pensé, otra vez de buen humor. “La gente de la oficina se van a morir de la risa cuando les cuente, aunque llegue tarde”.
Levanté los brazos.
-¡Me rindo! -admití.- Estoy muy desarmado y soy pacífico de la costa del Atlántico. Y no me pellizquen los dientes, por favor, porque tengo costillas en el cielo de la boca.
Abandoné el asiento con las intenciones de demostrar mi buena naturaleza de lunes en la madrugada, y di un elegante giro, que ni un bailarín de tango en la popa de un bergantín a pique.
-¡Cuidado! –dijeron ellos, apartándose un burujón de pasos.- ¡Se está preparando para atacar!
-¡Pero ustedes se han vuelto locos! –chillé, ahora receloso.
Alguien se acercó con rapidez y un fusil neumático, apuntándome a la espalda.
-Eso sí que no –dije, e intenté volver a mi asiento de un brinco mal calculado.
El disparo sonó un poco hueco. Percibí el dardo en mi esquina derecha y un cansancio repulsivo.
Estaba algo oscuro debajo de mi automóvil inmóvil, pero aún conservaba sus cuatro ruedas bien engomadas al suelo.
-Enhorabuena –las felicitó un zapato del policía, acercándose de a uno en dos.
“Ahora sí que voy a llegar tarde al trabajo”, concluí un segundo antes de quedarme profundamente entumecido de ideas.
Desperté bastante dócil en el interior de una furgoneta bamboleante y espaciosa. Pude observar a la ciudad retrocediendo con entusiasmo a través de la multitud de diminutos agujeros en los paneles laterales, aparentemente concebidos con la definitiva intención de marchitar aquella realidad similar y distante.
Eran ahora las nueve menos cinco, y por primera ocasión consideré que mi diversión matutina, cual mariposa que se transforma en oruga, había definitivamente extraviado sus cualidades primarias.
Nos detuvimos.
La puerta del vehículo se abrió. Una rampa metálica rodeada de paredes y matizada de olores penetrantes apareció frente a mi tan pronto mis ojos se acostumbraron a la luz.
-¡Dale, coso, bájate! –gritó alguien, atinando golpes a los lados de la furgoneta.- ¡Que no tengo todo el día!
Obedecí a tumbos hasta el final del pasillo, con una pierna todavía soñolienta y sin poder creer lo que sucedía. La reja se cerró a mis espaldas.
Consideré los muros, bastante ennegrecidos hasta la altura de la cintura y perseguidos de inmediato por una secta de barrotes muy religiosos y bien fundados. Un cerrojo rancio y deprimido intentó desafiarme desde el otro lado de la única puerta. Le di un puntapié mal calculado, que me dolió más a mí. En solidaridad, muchos perros ladraron por todos partes, roncos de entusiasmo.
Un rato después apareció un tipo vestido de azul, arrastrando un haz de hierbas. Me extendió un manojo entre los barrotes con recelo y una mano temblorosa.
-Cálmate, coso –dijo.- ¿Tienes hambre? ¡Claro que tienes hambre, pobrecito! ¡Si nada más hay que ver lo desmejorado que estás! ¿O eres feo por gusto?
-Buenos días –expliqué con atino, ignorando sus burlas.- Yo no he desayunado todavía, pero no hay problema con eso. Los lunes siempre desayuno tarde, o no desayuno. Y cuando lo hago no como hierba. Tan sólo ábreme la jaula y déjame irme en paz, porque ya estoy llegando tarde al trabajo, y esto no hay quien se lo crea.
-¿Pienso para el coso feo? –insistió el tipo de azul, agitando aquella brujería en mi dirección.- Por favor, no me muerdas, ¿eh?, mira que yo te voy a dar comidita bien sabrosa…
Le enseñé mi reloj de pulsera marcando fragmentos del tiempo a equilibrados salticos. Él dio un paso atrás, precavido.
-No te disgustes por mi oposición, pero éste no es un buen momento. Ya son pasadas las nueve de la mañana y estoy muy apurado -insistí.- Si quieres, y es absolutamente necesario, puedes enviarme el desayuno por correo eléctrico. Ahora déjame ir, por favor. Te prometo que yo no le voy a decir nada a nadie. O algo a alguien… O algo a nadie… O nada a alguien. O sea como sea. Es decir…
-Cálmate –me interrumpió él.- Toma.
Me lanzó el puñado de hierbas, que se deshizo en el aire. Se echó a reír.
-¿De verdad? –pregunté, impaciente.
Atrapé el bulto lo mejor que pude, y se lo tiré de vuelta con aún menos eficacia.
-¿Pienso no? –insistió él.- ¿Eres carnívoro?
Regresó con una cubeta aparentemente muy pesada:
-¿Y esto otro?
-No tengo hambre –consideré-; pero si insistes, tráeme un café con leche bien caliente y un pan con mantequilla bien fría.
-¡Vamos!
Aquel tipo me lanzó ahora un trozo de carne crudo por la cabeza, que casi me da en un ojo.
-¡Qué clase de anormal! –exclamé.
Busqué alrededor algo que tirarle, pero mucho más contundente y menos nutritivo.
-Parafraseando a aquel famoso filósofo de las cartas, pienso, luego carne –afirmé, deteniéndome desanimado.- Pero nada crudo.
-¿Tiene que estar vivo? –insistió el azulado.- Claro, pues es evidente que eres un depredador…
Sacó una pelota verde de uno de sus bolsillos, y me la tendió con la mano abierta.
-¿O prefieres jugar? –preguntó, curioso.
Muy disgustado ya, le di una nueva vuelta a aquella jaula en busca de bólidos hirientes.
-¡Esto es inaudito! –puntualicé.- ¡Qué se habrá creído este individuo!
-Toma –dijo él, y me lanzó la pelota a través de la reja que nos separaba.
Yo la atrapé en el aire, y se la lancé de vuelta con todas mis fuerzas.
Obedeciendo el veredicto de mi suerte de lunes, la pelota rebotó en uno de los barrotes y me dio violentamente en la frente, lanzándome al suelo.
-Vaya, qué bestia –exclamó el azulado, repleto de carcajadas.
Aquello ya pasaba de castaño oscuro, así que me levanté de un salto y abrí el cerrojo pasando la mano a través de los barrotes, lo cual no representó gran desafío a mi inteligencia.
-Ya, ¡se acabó la diversión! –rugí, con los brazos tan abiertos como mi jaula.- ¡Muchas gracias por todo, pero me voy ahora mismo!
El tipo de azul echó a correr.
-¡Auxilio! –gritaba.- ¡El coso se escapó!
Lo perseguí por el pasillo hasta las oficinas. Pero pude observar desde lejos como aquellos cazadores se organizaban, armándose de nuevos dispositivos con todos tipos de dardos e instrumentos puntiagudos.
Decidí volver sobre mis pasos en busca de otra vía de escape, cuando descubrí un teléfono abrazado a una columna.
-Buenos días, es La Salival, un servicio de especialidad -contestaron.- ¿En qué le podemos servir?
-Abudemio, ¡qué bueno que estás ahí! –exclamé, aliviado.
-¿Evergisto, dónde estás? –preguntó él.- El jefe está bien molesto contigo.
-No me digas nada, Abudemio, que estoy en tremendo lío.
-¿Qué te pasó?
-No estoy muy seguro todavía. Un policía me mandó para la Sociedad de Animales Salvajes de la Alameda de Los Mártires por estar mal parqueado…
-¿Para la perrera? –noté incredulidad en su tono.- Eso está muy raro.
-No es una perrera –aclaré, incómodo-, sino una reserva temporal de vida salvaje…
-Llámala como quieras, es una perrera -insistió él.
-Necesito que vengas a buscarme ahora mismo, pues estoy sin vehículo.
-¿Es ése Evergisto? –preguntó una voz adicional en el otro extremo del auricular.
“¡Ay, mi madre, parió Catana!”, pensé.
-¡Evergisto! –gritó la voz.- ¡Evergisto Acindino Punzón!
-A la orden –respondí.- Buenos días, señor Istriomeneo, ¿cómo está usted? ¿Y la familia?
-Evergisto, no te me pases de listo, que aquí el único listo soy yo –me interrumpió él.- ¿Dónde estás? ¿Por qué no estás aquí? ¿Cuándo vienes? ¿Sabes qué día es?
-¿El día de hoy?
-¡Son las nueve y cuarenta!
-¿Las cuarenta y nueve? ¡Cómo vuela el tiempo! –disimulé.
-¡Dónde estás!
-En la perrera, quiero decir, en la reserva temporal de animales salvajes del municipio, que está en la Alameda de Los Mártires…
-¡Pero qué clase de excusa es ésa! –vociferó el auricular.- ¿Qué haces allí?
-Es que yo… -intenté añadir.
-¡No, no me digas nada! –me interrumpió él.- ¡Estás despedido! ¡Para siempre!
-Pero, señor Istriomeneo, yo no puedo ir a trabajar hoy porque…
-¡No me vayas a decir que tienes otro empleo y que llamaste para renunciar! –el tono de la voz cambió.
-Istriomeneo, en realidad yo…
-De eso nada, ¡te prohíbo que renuncies!
-Istriomeneo, es que usted no entiende…
-Pues te voy a dar una última oportunidad, Evergisto Acindino Punzón, y no abuses de ella ni de mi paciencia, ¿bien? Escucha ahora con sumo cuidado, porque si no te voy a despedir, y va a ser definitivo, ¿entiendes? ¡Dime que entiendes!
-Pero, Istrio…
-Pero ningún pero que valga. Ven para acá de inmediato, que estamos como chiflados con todos esos clientes que no hay quién los entienda y no saben qué quieren ni de qué color.
-Pero usted me despidió hace un rato, Istriomeneo –afirmé.
-No, de eso nada.
-Pues sí, que usted lo hizo.
-Yo no fui.
-Ya no trabajo para La Salival, ¿recuerda?
-Por favor, Evergisto, mira que te subo el salario… al doble… Por el día de hoy nada más, claro.
-Es que…
-¡Al triple, y es mi última oferta, por tu madre!
-Bueno… en ese caso…
-¡Apúrate!
-¿Evergisto?
-¿Abudemio?
-Creo que Istriomeneo se ha vuelto loco de la desesperación, pues en media hora se nos ha caído la casa arriba.
-Ven a buscarme ahora mismo –y colgué el teléfono.
Justo a tiempo, porque los vestidos de azul ya habían concluido sus maniobras de organización y ahora se preparaban para el primer asalto.
Regresé a mi jaula lo más aprisa posible, y la cerré de inmediato. Desde lejos, los cazadores aseguraron mi puerta con toda clase de mecanismos de sitio y modernos parapetos de lujo.
Exactamente una hora después, a las diez y algo de aquella mañana dislocada de un lunes, Abudemio se acercó a la entrada de mi celda con cara de muy pocos amigos. Por supuesto, pues venía sólo.
-No digas ni una palabra –dijo, haciendo un gesto de frenar.
-¿Qué pasa ahora? –pregunté, agarrado a los barrotes por los pelos.
-Ellos creen que eres algún tipo de animal salvaje –confesó.- Tuve que comprarte.
-¡No seas ridículo!
-Te van a vacunar ahora contra la rabia y otras enfermedades tropicales de índole severa para garantizar de que estés al día. Y a poner en una jaula pequeña, en la parte de atrás de mi camioneta.
Bueno, cualquier cosa era mejor que continuar allí encerrado.
-¿Qué pasó con Sabroso? –recordé.
-¿Qué es sabroso?
-Sabroso es mi perro.
-¡Ah, claro! Al parecer está en la cárcel, según lo que me han dicho, porque le falta alguna documentación… o algo… Verá al juez en la tarde.
-¡Tenemos que rescatarlo! –aventuré.
-¡De eso nada, Evergisto! ¡La cárcel no es como la perrera! ¡De allí no se sale ni con las vacunas al día!
-Pero tenemos que hacer algo… ¡Los amigos nunca se abandonan, Abudemio, aunque sean unos perros!
-No cuentes conmigo. Ya yo hice demasiado, y me has costado bien caro.
-¿Cuánto? –parpadeé sorprendido.
-Cinco mil, pues creen que eres algún tipo de animal exótico.
-¡Cinco mil, Dios mío! ¡Están locos!
-Locos o no, a mí se me fueron los ahorros de dos años, Evergisto. Esto no resulta para nada simpático. Y si es una broma, te voy a dar una tremendísima paliza, que hasta tus nietos se van a enterar.
-No te preocupes, Abudemio. Yo no tengo nietos.
-Por eso mismo –insistió.- Hasta los que no tienes, incluyendo los futuros.
-¿Los qué?
-Espero que me devuelvas mi dinero –concluyó él.
-Claro. No faltaba más –respondí, con temor de que mi amigo cambiase de idea.
Uno de los cazadores se acercó en silencio.
-Las vacunas –me recordó Abudemio, echándose a un lado.
-¡A mí no hay quién me ponga una vacuna de animales, exóticos o no! –declamé, reconsiderando mis deseos de libertad al observar aquel sinónimo de tortura apuntando en mi dirección.
Demasiado tarde. Un dardo en la otra esquina, el planeta se balanceó, y a dormir como el vello durmiente en camisón de espumas.
Un frenazo aderezado con sacudidas de variados matices me obligó a regresar a la realidad pendiente por una oreja.
-Déjalo en el recuerdo –musité musicalmente, y reboté hasta el otro lado.
-Evergisto, despierta –profirió un aparatoso hermético, sonrosando sus párvulos impertinentes.
-Ya dije que no me digan que está debajo de ese consabido pupitre de buitres –recité en sueños.- Por favor, reenvíelo de nuevos con huevos redondeados.
-¡Evergisto, qué pupitres ni huevos de qué! –protestó la voz.- ¡Ahí viene Istriomeneo! ¡Despiértate!
-¿Dónde está ese inútil? –exclamó el primer visillo, dando efímeras zancadas de aburrimiento.
Me recosté a una pared muy estrecha, la cual insistía en permanecer en un ángulo repleto de diagonales, inadecuado al resto de las circunstancias.
-No me siento bien –declaré, sin alcanzar a descubrir el interior de mis párpados.- Tengo mareados.
-Pues siéntate bien –me aconsejó Abudemio, con una mueca.
Abrí los ojos, enceguecido por la luz de aquel mediodía prematuro. Estaba embutido en un rectángulo enrejado en la parte de atrás de una camioneta, con la mitad del cuerpo entontecido y la otra mitad aguardando una amnistía.
-¿Qué es esto? –Istriomeneo se inclinó sobre mi rostro inflamado por el descanso obligatorio.
-Buenos días, señor precursor fortuito –balbuceé-, ¿el colmo ronca en intervalos?
-¡Tú no pensarás soltar a esa bestia aquí! –el jefe apretó los ojos, revoloteando por toda la ciudad.
-Pero ése es Evergisto –respondió Abudemio, hundiéndose hasta la nariz en el pavimento soleado.
-¡Llévate esa bazofia de aquí ahora mismo! –me apuntó el jefe, estirando sus dedos hasta el próximo municipio.
-Pues yo espero que te hayas arrepentido del aumento que me prometiste por teléfono, porque ya me estoy disgustando muchísimo de tanta gente con salideros de ideas medicinales y planes destinatarios tan perdidos como Sabroso –exclamé, también molesto.
-Ay, mi madre –Istriomeneo se acobardó, el muy cobarde.- ¡Llévatelo! ¡Llévatelo!
Y se alejó flotando horizontal en el vaho de la ciudad insomne.
-¿Qué fue donde eso te lo advertí? –pregunté, asentándome del otro lado.
-¿Qué te pasa, Evergisto?
-No me siento bien –repetí.- El cuerpo me da vueltas… y la cabeza la tengo trabada al final del cuello…
-Los veterinarios de la perrera te pusieron una dosis extra de calmantes –explicó mi amigo.- Es muy posible que estés sufriendo los efectos secundarios.
-Nada de efectos secundarios –recosté la cabecera en los rodillos de las piernas de la mesa.- Estos efectos son universitarios y graduados con sabores honoríficos… Y es una reserva temporal de animales casi salvajes –recordé-, no una perrera.
-¿Puedes caminar? –insistió él.
-Ya dijeron que no me siento bien –Abudemio estaba sordo como una bola de bolos.
Pero abrió la jaula de todas maneras.
Empujé mis piernas una a una hasta que las tres encontraron escapatoria; y luego una mano, y luego la otra, haciendo muecas de inspiración entrecortada.
-¡Ay, pero que cosita más linda! ¡Yo quiero uno! ¡Cu-ru-cru-cru cucú! –exclamó una señora muy elegante y vestida de amarillo dental, inclinándose hacia mí con candor.- El animalito no muerde, ¿verdad?
Observé que Abudemio estaba tan sorprendido como yo por la intromisión de aquella transeúnte inesperada. Pero yo estaba también molesto, aunque apenas me podía mover.
-¡Arrrrrgghhh! –rugí.- ¡Yaca-yaca! ¡Qué me la trago de un brinco imaginario!
Y aquella mujer salió huyendo a todo correr en zigzagueos muy inteligentes:
-¡Auxilio! ¡Auxilio! –gritaba.- ¡Qué me muerde!
-¡Evergisto, me vas a meter en un lío a mí también! –admitió Abudemio, tiznado.- Ahora alguien va a llamar a la policía, y ya no me queda dinero para pagar más multas.
-Perdón –me reí al extranjero.- Vamos, pues se me hace la boca agua por entrar en La Salival.
Intenté levantarme, aunque la tierra se balanceaba en dirección oblicua a mis intenciones sin alcanzar a evadir los detalles inimaginables de mi propia anatomía. El buen amigo me ayudó a encontrar la puerta.
-¿Abudemio? –preguntó la recepcionista, columpiando sus perspicacias detrás de una gigantesca barricada de excusas y opiniones impresas.- ¿Dónde está Evergisto?
Él me arrastró a tirones hasta el centro del receptáculo a pesar de que uno de mis zapatos se arrepintió y decidió permanecer del otro lado de la puerta cerrada.
-Bueno días, bellísima Loida Mapulada, tan hermosa como casi siempre –saludé ceremoniosamente a la dama, despegándome un turbante imaginario.
Ella dio un salto, desde su asiento hasta detrás del mismo.
-Ay, Abudemio, ¿no lo puedes dejar allá afuera, amarrado a uno de los postes del alumbrado público?
-Pues que me amarren a uno de tus tobillos bien torneados –insinué, galantemente-, y voy a salir corriendo y a arrastrarte por todo el edificio para que aprendas a burlarte de mi desgracia.
-¡Te dije que te lo llevaras! –Istriomeneo volvió a aparecer, congelado de coronilla a portafolio confidencial.
-Vámonos –decidí.- Que de peores lugares me han echado hasta con la policía.
-Cálmense –replicó Abudemio.- Sé que puede ser algo difícil de creer, pero éste es Evergisto.
-Y yo soy la madre superiora del convento de Los Vientos –contestó Istriomeneo con los brazos en jarras de bizcochos.
Me eché a reír.
-Pues buenos días, señora abadesa de Los Vientos –hice una reverencia en un ángulo agudo, todavía bastante mareado.
-Permítanme demostrarlo –rogó Abudemio.
-¿Qué pretendes?
-Voy a llevar a Evergisto a su oficina, y ya verán cómo él es realmente él.
-¡Estás loco! -afirmó la recepcionista, intrigada.
-¡Te advierto, Abudemio! –lo desafió Istriomeneo.- ¡Como se trate de una broma, te va a costar el puesto!
-Mejor nos vamos –admitió mi buen amigo, cambiando de rumba con una mueca a lo Dalí.- ¡Esto no hay quién se lo crea!
-Eh, calma pueblo, que son cien años y yo tampoco –me resistí al desánimo.- Tan sólo ayúdame a encontrar mi despacho y a sentarme donde corresponde, y ya verás lo que va a pasar.
-Eso es lo que más me preocupa, Evergisto –lloriqueó él.- ¡Me van a despedir por tu culpa!
-No te preocupes, buen amigo, que más se perdió en la gorra… quiero decir, en la guerra. Yo pago.
-¡Evergisto, por tu madre, por favor!
-¡Abudemio, por la tuya! Ahora ayúdame con la otra pierna esa, que no sé dónde la puse…
-¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo? –intervino Istriomeneo.
-¡Eso mismo iba a preguntar yo! –apuntó Loida.
-Estaba tratando de convencerlo de que nos fuéramos pero él insiste en que lo dejen pasar a su oficina para hacer no sé qué –explicó Abudemio, apuntando en mi dirección.
-¿Con quién tú te crees que estás hablando?
-¡Con Evergisto!
-¡Ay, mi madre, es una epidemia de anormales! –se lamentó Istriomeneo.- ¡Y precisamente un lunes!
-¿Pero usted no se da cuenta, señor Istriomeneo, que él se está burlando de nosotros? –intervino Loida.
-Yo no me estoy burlando de nosotros –repliqué.- Y tú, Abudemio, ¿te estás burlando de nosotros?
-Cállate –respondió él, no muy elocuente.
-Cállate tú –concluí.
-No, tú te callas –se resistió.
-De eso nada, cállate tú primero.
-Pues si te callas tú, entonces me callo yo.
-Yo no me callo, pero tú te callas ahora mismo.
-¡Qué me voy a callar yo antes de ti, de eso nada!
-¡Qué te calles!
-¡Que no me callo!
-¡Que basta ya!
-¡Que tú primero!
-Voy a llamar a la policía –amenazó Loida Mapulada, descolgando el auricular.
-Un momento –dijo Istriomeneo.- Abudemio ya se va.
-Pues espero que sí –consintió él.
Empujé mis pies con exasperación en dirección a mi oficina. Abrí la puerta de un tirón, y me derrumbé detrás de mi escritorio cubierto de notas.
-¿Ven? –dijo Abudemio, algo inseguro.
Loida e Istriomeneo tenían los ojos como faros de invernadero, atravesados en la puerta.
-Esto es fácil –comenté.- Lo primero que hago cada lunes es revisar los apuntes del viernes anterior, confirmar las citas para la semana, verificar que el Departamento de Secreciones tiene los suministros necesarios para nuestros clientes y…
Sonó el teléfono.
-¡Y contestar cada llamada con suma prioridad y cortesía!
Descolgué el auricular.
-Buenos días, La Salival, un servicio de especialidad al alcance de su boca, mi nombre es Evergisto Punzón, ¿en qué le puedo servir?
-Buenas tardes…
-Buenas tardes, sí por supuesto, que son las doce del mediodía con cinco minutos…
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
-Muy buenas, ¿cómo dijo que se llamaba?
-Evergisto Punzón.
-Vaya, ¡ése sí que es un nombre bien raro!
-De eso nada, usted no se puede imaginar cómo se llaman el resto de los que trabajan conmigo –afirmé sonriente.- En fin, dígame, en qué lo puedo servir en esta mañana… quiero decir, en esta tarde.
-Pues bien, señor Punzón, tengo un problemita…
-Dígame su nombre.
-Pues mi nombre es Vladimiro Arturo Normal, pero me puede llamar Arturo Normal.
-¿Usted tiene una cita con nosotros esta semana? ¿Llamó para cancelar?
-No, no tengo cita ninguna, por lo menos que yo sepa… pero tengo un problema con mi colchón.
-¿Con su col…? ¡Qué!
-No, no con mi colqué, sino con mi colchón… ¡Colchón!
-Nosotros no ofrecemos servicios de colchones, señor Normal.
-No me llame señor.
-Sí, señor.
-Pues no señor.
-Muy bien, Arturo Normal, nosotros ofrecemos servicios glandulares, pero no tenemos nada qué ver con colchones. No los vendemos, ni tampoco los compramos, aunque los usamos –un poco de humor nunca viene mal.
-Creo que me dieron el número de teléfono equivocado.
-Sí, usted está equivocado.
-Pues más equivocado está usted.
-Sí, los dos estamos equivocados –admití, mirando de reojo a Istriomeneo.
-Pero usted más.
-Por supuesto que sí –me mordí un labio, ya que el cliente siempre tiene la razón, incluso cuando no la tiene.
-¿Usted sabe el teléfono de la colchonería?
-No, disculpe, no conozco el teléfono de ninguna colchonería… ni tampoco conozco alguna colchonería aunque no tenga teléfono.
-¡Vaya calamidad!
-Llame al número de información. Quizás ellos le puedan ayudar a comunicar con la empresa que desea.
-¿Cuál es el número de información?
-No tengo idea.
Nunca se me había ocurrido llamar a información a preguntarles su número de teléfono.
-¿Usted sabe quién lo sabe?
-Un momento, señor Normal.
-¡Arturo!
-Sí, un momento, Arturo Normal, por favor.
Me volví hacia Abudemio:
-¿Cuál es el número de información?
-Yo que sé, Evergisto –se zarandeó él.
-¿Cuál es el número de información? –grité a los espectadores.
Loida e Istriomeneo se sobrecogieron de espanto.
-¿Nos va a atacar? –inquirió la recepcionista.
-Sirve para algo, y pregúntales –le indiqué a Abudemio.
-¿Cuál es el número de información? –repitió él, incómodo.
-¿El número de información?
-Sí, el número de información.
-¡Pero para qué quieres el número de información! ¡El número de la policía es el que nos hace falta!
-Un cliente lo necesita.
-¿Un cliente?
-¡Esto es absurdo!
-¿Pero ustedes lo saben o no? –rugí, poniéndome en un solo pie.
-¡El cero-cero-cero, esperar por la señal de tono y marcar uno! –gritó Loida Mapulada.- ¡Pero si se trata de una emergencia, marcar el uno-uno-uno-uno-nueve-dos-tres-uno!
-Cero-cero-cero-uno –repetí.
-¿Cómo dijo, señor Punzón? –preguntó Vladimiro Arturo Normal desde el otro extremo de la conexión eléctrica.
-Dije cero-cero-cero, o tres ceros, luego espere por la señal de tono y marque el uno…
-¿Tres, cero?
-No, tres veces cero.
-Pero tres veces cero es igual a cero. ¿Quiere usted decir un solo cero?
Aquello me empezó a disgustar.
-¡No, señor Normal! –grité.- Cero, entonces cero, y otra vez cero, y por último uno.
-Ah, cero, cero, cero, uno. Lo hubiera dicho desde el principio.
-Eso fue lo que yo dije, señor.
-No, usted dijo “tres veces cero”… Y no me llame más señor.
-Usted tiene razón, Arturo Normal –me mordí los dientes.- Le deseo un enorme éxito en su empresa.
-Yo no tengo ninguna empresa. Por lo menos que yo sepa.
-Me refiero a su misión de encontrar una colchonería.
-Ah, muchas gracias. Le deseo éxitos en su empresa a usted también…
-Buenas tardes, Arturo. Ha sido un verdadero placer hablar con usted.
-Buenas tardes, Pun…
Colgué el teléfono con rabia y a punto de ahorcar a alguien.
-Cálmate, que nos están mirando –me aconsejó Abudemio.- Recuerda que ya estás vacunado.
Evidentemente.
-¿Quién era? –preguntó Istriomeneo.
-¿Quién era? –repitió Abudemio.
-Un equivocado.
-Un equivocado.
-¡Qué suerte!
-¡Qué suerte!
-Basta ya, Abudemio. Yo entiendo lo que ellos dicen. No tienes que repetirlo.
-Dijo: “Basta ya, Abudemio”. Él entiende lo que ustedes dicen. No tengo que repetirlo.
-¿Quién entiende?
-¿Tú entiendes?
-No, él.
-¿Quién?
-¿Quién es quién?
-¿Yo?
-Él.
-¿Pero quién es él?
-¡Pues yo!
Aquello era absurdo, y no tengo que recordar que ya estaba bastante molesto.
-Muy bien –concluí.- De vuelta a mi rutina, y de la forma que ya había establecido, lo primero que hago cada lunes es revisar los apuntes del viernes anterior, confirmar las citas para la semana, verificar que el Departamento de Secreciones tiene los suministros necesarios para el servicio a nuestros clientes y… ¿Dónde están mis apuntes?
Yo sabía que debían estar sobre mi escritorio, como era mi costumbre durante años. Sin embargo, se habían extraviado en el momento más inoportuno.
-¡Mis notas, todos mis apuntes, mi calendario, la hija de mis ojos! –exclamé con mareos de desesperación.- ¡Dónde están!
Saltando de un lado al otro, revolví las gavetas al alcance de mis manos, volqué los contenedores en cada archivo, y barrí la superficie de mi escritorio.
-¡Dónde! ¡Dónde! –gritaba con ansiedad, sabiendo que de ese paquete de apuntes dependía la eficiencia de la semana, y probablemente del resto del mes.
Loida Mapulada e Istriomeneo salieron de mi oficina a la carrera, gritando como almas en pena sin vergüenza alguna.
-¡Auxilio!
-¡Ya sabía yo que esto iba a terminar mal! –exclamó Abudemio con angustia.- No te muevas de aquí, y ahora vuelvo.
Permanecí encerrado en mi cubículo por espacio de casi una hora, dedicando mis energías a la búsqueda de aquellas notas como si se tratase de un asunto de vida o muerte.
Abudemio regresó cabizbajo.
-¿Recuerdas a la señora del estacionamiento?
-¿La señora amarilla? –pregunté distraído, aún revolviendo papeles.
-Sí, la señora “amarilla” llamó a la policía.
-Ayúdame a encontrar mis apuntes -rogué.
-Cálmate, Evergisto. Haz acabado con la oficina.
-¡Cómo me voy a calmar, Abudemio! –grité.- ¡Tengo que encontrar mis notas!
-Te dije que la señora que atacaste en el estacionamiento llamó a la policía –repitió.- Está aterrada.
-Yo no ataqué a nadie. Fue una broma –definí-. Y ella no está aterrada, sino muy madura.
-Pues la señora muy madura y no aterrada a la cual tú no atacaste sí llamó a la policía por tu broma.
-¿Y qué?
-Pues hay un oficial de la policía allá afuera…
-¡Ajá! –vociferé, pleno de alegría.- ¡Eunice! ¡Lo encontré!
-Es Eureka.
-¿Quién es qué? –lo ignoré, sosteniendo mis apuntes en alto con un gesto de triunfo victoriano.
Abrí la puerta de un golpe, corrí hasta el centro de la recepción y grité a todo pulmón:
-¡Mis apuntes! –y bailé en una sola pierna hasta que me caí sobre una silla, todavía mareado y con las pupilas dilatadas de la satisfacción.- ¿Ustedes ya ven que yo soy yo?
-¡Auxilio! –gritó Loida, escondiéndose detrás de su escritorio y seguida de cerca por Istriomeneo.- ¡Haga algo, por favor, que nos come!
-¡Controle a su animal, Abudemio! –alertó un enorme policía, con la mano derecha en la cintura y casi sentado en una banqueta imaginaria.
-Buenas tardes, Eureka –dije, sonriente.- ¡Encontré mis notas!
-No te muevas, Evergisto –me aconsejó Abudemio.- O nos van a entrar a tiros a todos, empezando por ti.
Obedecí, poniendo mis apuntes en el suelo lentamente y levantando los brazos, pero negándome a perder mi alegría:
-¡Aleluya! –exclamé en la punta de los pies.
E hice una ola.
-Controle a su animal –aconsejó el policía Eureka.- O lo controlo yo, y lo pongo a dormir definitivamente.
-Eso no va a ser necesario –intervino Abudemio, acercándose.- La bestia no es agresiva.
Y me puso en el cuello un collar con una traílla de eslabones metálicos.
-Esto me lo dieron en la perrera –explicó.
-¿Abudemio? –pregunté, intranquilo.
-¿Sí, Evergisto?
-¿Qué animal se supone que yo sea?
-No tengo idea, pero no creo que se trate de un conejito.
-Eso sería ofensivo –me ofendí.
-Bueno, si eres un conejo, entonces eres un conejo gigantesco y salvaje, con unos dientes enormes y garras como una máquina excavadora, pues supongo que nadie se asusta así de uno normal –prosiguió él.- Aparentemente, ellos ven en ti a un ser monstruoso.
-¡Qué bien! –una lagrimita de satisfacción y orgullo resbaló por mis cejas.
Abudemio se volvió hacia el resto de los espectadores:
-¡Ya! –dijo.- Está bajo control. Les prometo que no va a atacar a nadie.
-¿Y el bozal? –insistió Loida, desde lo profundo de su cueva.
-Y el bozal –repitió Eureka, a punto de sentarse en el piso.
Abudemio me mostró una cesta de recoger papas con un asa roto.
-¿Qué es eso? –pregunté intrigado.
-Tengo que ponerte “eso” en la cabeza –dijo, lleno de vergüenza.
-¡De “eso” nada!
-Mira, Evergisto, por tu madre, ¡que nos van a entrar a tiros!
Observé al policía, a la recepcionista y al jefe.
-Bueno –consentí-, por tu madre, y por amor a la conciencia racional y a la necesidad de sobrevivir esta aventura…
Y me puse el casco.
-¡Ta-dá! –exclamé, extendiendo los brazos en ángulos rectos bien perpendiculares.
Eureka sacó la pistola y apuntó al suelo. Inútilmente, pues el planeta siguió su ritmo.
-Eso no es gracioso -afirmó.- Controle a su bestia.
Yo estaba algo confundido.
-¿Pero qué les pasa a ustedes? ¿No les gusta mi sombrero?
-Es un bozal –definió Abudemio.- Se usa sobre la boca, no en la cabeza. No seas anormal.
-¿Sobre la boca?
Bueno, en fin de cuentas, obedecí. Que de la cabeza a la boca no hay tanta distancia ni diferencias.
Eureka pareció calmarse un poco. Abudemio tiró de mi cadena.
-Vámonos –dijo.
-¿A dónde vamos? –inquirí, todavía acomodándome aquella cesta.
-A otro lugar que no sea aquí.
-Tengo hambre, pues aún no he desayunado –recordé.
-Comemos por el camino, Evergisto.
-Muy bien.
Mi amigo abrió la puerta.
-Lo voy a dejar en casa, y vuelvo enseguida -afirmó.
Istriomeneo suspiró con alivio.
-Hasta luego y tengan un feliz día –afirmé, recogiendo mi zapato huérfano.- Y no se olviden de que los estoy vigilando, y si se portan mal los voy a esperar debajo de la cama cuando apaguen la luz… ¡Arrrrrgghhhgrrrr!
Abudemio tiró de mi cadena y me sacó a empujones de La Salival.
Nos montamos de nuevo en la camioneta. Yo, por supuesto, en el lugar que me corresponde, de pasajero.
-Estas gentes necesitan un reconstructor de nervios, incluyendo por supuesto a Eureka –comenté, cerrando lo portezuela.- ¡En qué lío me has metido!
Él me dedicó una mirada misteriosa.
-¿Quieres que maneje yo? –aventuré.
-De eso nada –y apuntó al día de ayer.
-Yo viajo adentro –aseguré.
Tomé un periódico tirado en un rincón, y me puse a leerlo.
-Aquí dice que la tasa de discriminación racial es diez veces menor entre los jugadores de ajedrez que se mantienen activos –señalé.- Y que los mejores animales domésticos son aquellos que no saben abrir el frigorífico durante la noche.
Me rasqué la cabeza, tratando de recordar qué animales se encontraban en esa categoría. Pero me trabé en la definición de hijos.
“¡Menos mal!”, concluí. No corría peligro con Sabroso.
Abudemio colocó ambos codos sobre el timón, negando vigorosamente con la quijada.
Yo proseguí mi lectura.
-¡Ya lo sabía yo! –grité, atónito.- Dice: los zapatos son la causa más importante de los problemas emocionales modernos. ¿Qué piensas de eso? ¿Tú también le tienes odio a tus zapatos?
Él insistió en ignorarme.
-Dice también que son responsables de gran mayoría de dolores de espaldas, de hombros y de cuello. Bueno –consideré-, algunos zapatos son más cómodos cuando te los quitas, pero a mí nunca se me ocurriría ponérmelos en la espalda. O en el cuello. A lo mejor todos deberíamos andar descalzos y ser felices…
-Evergisto, no te hagas el loco, y siéntate allá atrás –él volvió a señalar el pasado.
-Vamos, Abudemio, vamos a comer algo –apunté al día de mañana.- Recuerda que no desayuné, y que tengo un hambre que me trago una división de ajedrecistas con zapatos y todo, aunque me dé dolores de espalda.
-¿No íbamos a buscar al sarnoso ése tuyo? –recordó, cambiando el curso de la conversación, tal vez a propósito.
-Sabroso –rectifiqué-, su nombre es Sa y bro y so. Hay que esperar a que vea al juez, ¿recuerdas? Nos queda tiempo.
-A ti nada más se te ocurre ponerle ese nombre a un perro.
-¿Ah, sí? –objeté.- Pues, ¿qué clase de mascota es una tortuga?
-Evergisto, siéntate allá atrás si quieres volver a ver a tu perro ese –amenazó él.
-Mira –argumenté-, yo sé cuándo Sabroso está feliz. Y cuándo está triste. Y cuándo duerme. ¡Pero una tortuga! ¡Con su cara que no muestra emoción ninguna!
Abudemio me observó desafiante.
-No me mires ahora con esa cara de tortuga tú también –agregé.- Dime, ¿cómo se llama tu animalucho?
-Deja eso, y acaba se sentarte allá atrás.
-¿Cómo se llama? –insistí.
Él pareció vencido por la avalancha de mis tonterías. Después de todo, yo no quería viajar afuera ni amarrado.
-Se llama Madelin…
-¿Y de dónde salió ese nombre?
-Basta, Evergisto –dijo, no muy convincente.
-¡La tortuga asiática! –solté una carcajada.
Abudemio comenzó a perder la paciencia.
-La tortuga se la regalaron a mi hija en una caja de zapatos –se justificó él.- Ella apenas había aprendido a leer, y pensó que el letrero en el interior de la tapa era el nombre del animalito. Cuando nos dimos cuenta, ya nos habíamos acostumbrado a llamarla así.
-¡Madelin China! –sonreí, vencedor.- Bueno, en comparación, Sabroso es mucho más decente. Y me defiende con sus chirridos.
Abudemio salió del auto. Abrió la puerta de mi lado y apuntó al día de hoy.
-Bájate ahora mismo.
-Mejor vamos al banco primero, y te devuelto tu dinero. Luego vamos a comer algo, que me estoy muriendo del hambre. El final de la ruta es Sabroso.
-Te bajas tú, o te bajo yo –dijo él, con voz de hombre, tomándome violentamente del bozal.
Eureka se acercó.
-¿Tú estás aquí todavía? –dijo, mordisqueando las letras.
-Muy bien, ganas –acepté, tratando de evitar nuevos contratiempos.- Me bajo de aquí y me siento allá, pero no porque tú lo dices, sino porque no me queda más remedio. Y ni pienses que me meto otra vez en la jaula ésa.
Me llevé el periódico.
-Su bestia está muy bien entrenada –reconoció el policía.- ¡Qué gracioso, hasta finge leer!
-Aquí dice que el noventa y nueve por ciento de los oficiales de la policía se creen que son humoristas. Y el otro uno por ciento está convencido que el otro por ciento está equivocado –apunté a la página abierta.- Ahora bien, ¿sabes a qué grupo tú perteneces? ¿Al por ciento que no lo sabe, a al que lo sabe?
-Cállate, Evergisto, que nos vas a meter en otro lío –me alertó mi amigo. Y volviéndose respetuosamente hacia Eureka:- Muchas gracias, oficial. Tenga un buen día.
-Usted también –respondió el otro, algo desconcertado.- Y maneje con cuidado, no se le vaya a escapar ese tareco.
Desafortunadamente, Eureka olvidó definir a qué clase de cuidado se refería.
Y Abudemio casi obedeció, manejando con el cuidado prenatal de un troglodita en medio de una pesadilla, frenando bruscamente, acelerando con precipitación, y doblando en todas las direcciones que podía descubrir. Yo perdí el periódico al viento, más preocupado en conservar la vida y evitar ser aplastado por aquella jaula que se deslizaba de un lado a otro que por las noticias del lunes.
Hasta que finalmente llegamos a nuestro destino.
-Bienvenidos al Banco Público Urbano, dónde su beneficio es nuestro provecho –nos recibió una muchachita muy feliz y sonriente.- Mi nombre es Felicidad. ¿En qué le podemos servir?
Hasta que reparó en mí. Y se le acabó toda la alegría.
-Perdone, pero no se permiten animales en la sucursal… -dijo, mirándome fijamente desde bien lejos.
-Abudemio, espera afuera -indiqué.
Pero mi amigo me ignoró.
-Son solamente cinco minuticos, por favor –explicó él respetuosamente.- Se lo suplico. Mire que no puedo dejar a mi animalito inocente e inofensivo allá afuera, en ese mundo tan cruel y perverso. Me lo pueden robar, ¡y después qué me hago!
La muchacha me observó de nuevo con evidente repugnancia. Yo traté de fingir una inocencia y un candor sumamente no agresivos.
-¿Usted se refiere a “eso”? –apuntó en mi dirección.
Me volví, algo asustado. Pero allí no había nadie más.
-Le aseguro que el animalito no va a molestar a nadie. Además, la sucursal está vacía –insistió Abudemio.- Tan sólo queremos hacer una ligera transacción monetaria, y nos vamos enseguida.
-¿Cuán ligera? –trató de definir ella, con cierta sospecha.
Él se volvió hacia mí:
-¿Cuán ligera? –repitió.
-Cinco mil de vuelta a ti, y cincuenta para mí, que no tengo dinero en efectivo ninguno –respondí.- Y vamos a almorzar para festejar el hambre que tengo. Yo pago.
-¿Y Sabroso?
-Sabroso no necesita dinero. Además, él comió cantidad de papel higiénico esta mañana.
-Probablemente hay que pagar alguna multa para sacarlo de la cárcel.
-Bueno, en ese caso, que te den unos… doscientos extra…
-Cinco-mil, y cincuenta, y doscientos extra también –tradujo Abudemio.- Y dicho sea de paso, usted está muy hermosa esta tarde.
La muchacha se sonrojó.
-Cinco mil doscientos cincuenta –repitió.- ¿Tiene su tarjeta del banco?
Él se volvió en mi dirección.
-¿Tarjeta del banco?
-No estoy sordo –respondí.- Y no, no la tengo, porque no todos los días necesito doscientos pesos para sacar a mi perro de la cárcel y otros cinco mil para pagarle a mi mejor amigo por rescatarme de la perrera, quiero decir, de la Sociedad de Animales Salvajes de la Alameda de Los Mártires, ni tampoco cincuenta extra para invitarlo a almorzar. Pero recuerdo el número de mi cuenta, si eso sirve para algo.
-¿Sería suficiente el número de la cuenta bancaria? –tradujo él.
-Muy bien, dígame, por favor.
-Tres-treinta-y-siete-doce-dieciocho-cinco-cuatro-veinticuatro-tres-veintiuno-seis-cero… -empecé, con un dedo en la sien y los ojos en blanco.
-Tres-treinta-y-siete-doce… dieciocho-cinco… cuatro-veinticuatro… tres-veintiuno-seis-cero… -repitió el traductor.
-…siete-cero-cinco…
-…siete-cero-cinco…
-…veintiséis-treinta-y-tres.
-…veintiséis… treinta-y-tres.
-Sí, aquí la tengo, señor… –exclamó la muchacha-, señor Evergisto Acindino Punzón y Tajada.
-Tajada –se rió Abudemio.
-Madelin China –le recordé.
-Necesito su identificación –solicitó la muchacha, sonriente, sin quitarme la mirada de encima.
-¿Tú identificación? –me preguntó mi amigo.
-La suya, por favor –rectificó ella-, no la de su ani… mascota…
Le tendí el documento solicitado al traductor. Y él se lo entregó a la empleada del banco.
-Pero éste no es usted –advirtió ella, observando la foto.
-Claro que no –Abudemio se cruzó de brazos con evidente nerviosismo.- Esa foto es de…
Y tendió dos índices en mi dirección.
Traté de sonreír amigablemente, como que era un día precioso y todos andábamos jugando ajedrez sin zapatos ni dolores emocionales de espaldas. Pero Felicidad no estaba muy feliz.
-Discúlpeme –musitó-. Yo no puedo entregarle ningún dinero de la cuenta del señor Punzón y Tajada sin que él se encuentre presente y apruebe la transacción. Y se trata de una suma bastante considerable.
Abudemio volvió a apuntar en mi dirección, empleando en esta ocasión todo el cuerpo.
-Esto es absurdo –gruñó, confundido.- ¡Quién me lo va a creer!
-Yo me lo creo –dije, levantando una mano.- Y mejor nos vamos.
-¡Yo exijo mi dinero! –insistió Abudemio, cambiando de tonalidad.
Gesticulé ávidamente, intentando tranquilizar a mi amigo.
-¡Su animal se ha vuelto loco! –exclamó la muchacha.- ¡Auxilio!
Dirigí mis pisadas hacia la puerta, cautelosamente, arrastrando la cadena.
-Bueno, ha sido un verdadero placer, mucho gusto, y hasta luego –manifesté, en retirada.
-¡Vuelve acá ahora mismo! –bramó el traductor, traidor.- ¡De aquí yo no me voy sin mis cinco mil pesos!
De la puerta en el otro extremo de la sucursal bancaria apareció una mujer enorme y con intenciones carnívoras.
-Buenas tardes, mi nombre es Leida Fortuna, y soy la directora de esta agencia. Dígame, ¿en qué le podemos servir? –preguntó, en un tono de voz que significaba una amenaza.
-Abudemio, vámonos de aquí antes de que esto se ponga peor que feo, que ya está feo. Recuerda que estamos en un banco, y no en uno de los de sentarse. Y si en La Salival casi nos entran a tiros, aquí nos van a torturar hasta que se aburran, y después nos van a entrar a tiros.
-¡Evergisto, en mala hora te seguí la corriente!
-Vaya, ¡qué no se diga, mi amigo! ¿Te vas a poner así por un par de pesos?
-No un par, sino cinco ¡mil! ¡Esos eran todos mis ahorros!
-¿Qué hace? –inquirió la señora enorme, confundida.
-Creo que está comunicándose con su animal –respondió Felicidad, cautelosamente.
-Pero el animal se marcha, así que no llamen a la policía, ni al ejército, ni tampoco a la Sociedad de Animales Salvajes de la Alameda de Los Mártires, que esos tipos son muy aburridos y ponen a dormir a cualquiera –les grité, aun sonriendo amigablemente mientras realizaba maniobras de despedida en muchos idiomas por señas.
Aquellas dos mujeres huyeron espantadas.
-¿Y ahora quién me va a dar mi dinero? –Abudemio deambuló de un lado al otro subiendo y bajando los brazos como si intentase aprender a volar.
-No te preocupes, mi buen amigo –traté de consolarlo.- Tu dinero está en el mejor lugar posible.
-¿El mejor lugar?
-Sí, en mi cuenta bancaria…
-¡No, el mejor lugar es mi cuenta, la mía, que en tu cuenta no cuenta!
-¿Cómo puedes decir que en mi cuenta no cuenta? ¡Claro que sí cuenta!
-¡No cuenta en tu cuenta porque ese dinero es mío, y debe estar en la mía! ¡En mi cuenta!
-Claro que es tuyo, y yo te lo voy a devolver apenas pueda hacerlo sin alertar a las fuerzas represivas del gobierno –reconocí.- Cálmate, por favor. Madelin se va a poner nerviosa.
-¡No te burles!
Regresamos a la camioneta. El traductor fracasado estaba a punto de echarse a llorar.
-¿Escuchas eso? –pregunté, alerta, deteniéndome.
-¿Qué? –Abudemio se llevó las manos a la cabeza:- ¿Vienen los policías? ¿De nuevo?
-No, ese ruido es mi estómago. No te asustes si me caigo desmayado del hambre. Es normal.
Abudemio se metió las manos en los bolsillos, muy triste.
-¿A dónde vamos? –rechinó.
Cavilé con inteligencia.
-Es evidente que mi invitación a almorzar ahora no es sólo anacrónica, sino también obsoleta –enumeré, filosófico.- Yo no puedo volver a La Salival…
-¡Se me había olvidado Istriomeneo! –exclamó él.- ¡No te muevas de aquí, que tengo que hacer una llamada telefónica! ¡Vuelvo enseguida!
Y entró de regreso al banco.
Me senté en la acera a meditar acerca del significado de la vida, la fugacidad de la existencia humana y la repercusión universal de nuestras experiencias sociales fortuitas. Y me quedé profundamente dormido, no sé si por causa del hambre o del aburrimiento.
Me despertó un golpetazo en la espalda.
-Vámonos –dijo Abudemio, arrastrándome hacia la camioneta.
-¿Me siento atrás? –aventuré.- ¿O puedo sentarme delante, por favor?
-Siéntate dónde te dé la gana, pero apúrate.
Por supuesto, me coloqué de pasajero. Y salimos tan disparados, que a mí se me corrió el cerebro una cuadra.
-¿Qué pasó? –pregunté, sospechando lo peor.
Abudemio se sacudió la cara.
-Acabo de hablar con Istriomeneo –comentó.- Cerró La Salival hace media hora, y se sentó a llorar en la oficina. Allí estaba todavía cuando yo llamé. Estamos en tremendo lío, Evergisto.
-¡No me digas! –exclamé.- Pues no lo había notado.
-Encima de eso, la gente de ese banco son muy poco amigables. Creo que yo no les caigo bien.
-¿Tú volviste a pedirles dinero? –me agité en mi asiento.
Abudemio me dedicó una mirada de pollo deshuesado.
-Nada más como último recurso –lloriqueó.- ¿Pero qué más podía yo hacer? ¡Todos mis ahorritos!
-¿Y qué pasó? –insistí.
-Esas dos mujeres son muy violentas -confesó.
Me resistí a preguntar nada más, porque no quería ser su cómplice. Pero pude imaginar a Felicidad y a la Leida reina de los caníbales de vuelta a su tribu festejando la victoria en medio del Público Urbano.
-¡Las aventuras de Abudemio, Eureka y Madelin China! –solté una carcajada.
El traductor me observó con tristeza.
-Cinco mil… -musitó, con limitada afabilidad.
Consideré que su presente estado emocional no me era nada favorable. Después de todo, él era el único que veía en mí al verdadero yo, y no a un animal horrible.
-No te preocupes, Abudemio –intenté consolarlo.- Tú eres una gran persona, un amigo extraordinario…
-¡Una gran persona y un amigo extraordinario –me interrumpió él- menos cinco mil pesos!
-Yo te estaré agradecido toda la vida por haberme sacado de la perrera –proseguí.- Quiero decir, de la Sociedad de Animales…
-¡Dos años! –me volvió a interrumpir.
-No, no sólo por dos años, sino durante toda la vida –insistí.- ¡Hasta mis hijos te lo agradecerán! ¡Y mis nietos, los futuros y los pasados…! ¡Y mis vecinos también! ¡Qué extraordinario servicio le has hecho a la humanidad!
-¡Dos años ahorrando cada centavito, tomando sopa, trabajando como un esclavo energúmeno! ¡Y para qué! ¡Para la perrera!
-Gracias, mi amigo –le miré fijamente a los ojos. Y le apreté un hombro, controlando las intenciones de tomarlo por el cuello y traerlo a patadas de regreso a la realidad.- Eres en verdad más que un amigo. Eres como un hermano, un padre, o una madre, una abuela…, o una prima lejana…
Abudemio pareció conmoverse. Una lagrimita apareció en su ojo derecho.
-Evergisto… -dijo, con voz trémula.
-Sí, mi hermano predilecto.
-Evergisto, tú… -vibró de la emoción- ¿Tú me vas a devolver el dinero, verdad?
-¡Pues claro que sí! –afirmé.
-¿Todo?
-Sí. Tan pronto yo deje de ser lo que no soy, y sea yo. ¡Te lo juro por tu madre!
-¿Por mi madre?
-¡Por tu madre! –asentí.- Recuerda que somos hermanos.
El traductor pareció resbalar en su imaginación.
-Bueno, en ese caso tiene sentido –admitió.- Gracias.
-No, gracias a ti, mi gran amigo y hermano del alma.
-Gracias por ser tan agradecido, Evergisto.
-Pues gracias por agradecerme por ser tan agradecido, y agradecerme que te agradeciera con agradecimiento lo que hiciste por mí –insistí, renuente a perder.
Estábamos ya casi a punto de echarnos a llorar los dos, cuando advertimos que también estábamos perdidos. Literalmente.
Para entonces habíamos atravesado media ciudad. Abudemio manejó en círculos por un rato.
Hasta que yo me cansé.
-Basta ya, que me estás mareando. ¡Déjame manejar a mí!
-De eso nada –se resistió él.- Recuerda que eres algún tipo de engendro exótico. Tú deberías estar encerrado en una jaula de acuerdo a las normas de nuestra sociedad, así que tranquilízate y compórtate como es debido.
Esas insinuaciones no me agradaron para nada.
-¡Quiero mi auto de vuelta ahora mismo! –exclamé.- Vamos a buscarlo.
-¿Qué hora es? –preguntó él, algo lejano.
-Son casi las dos y media.
-Pues Sabroso debe presentarse delante del juez hoy a las tres en punto…
-¡Entonces vamos para la cárcel! –lo interrumpí.- ¡A rescatar a Sabroso!
Él me miró de reojo.
-Al paso que vamos, no vamos, sino que nos van a llevar –dijo, con pesimismo.
Faltaban diez minutos para las tres cuando llegamos a la prisión del municipio.
Había policías por todas partes trabados en sus automóviles patrulleros, así que decidí actuar como un animal cuadrúpedo bien educado y aparentar la mayor docilidad posible con la intención de evitar más contratiempos en mi contra. Descendí de la camioneta ronroneando como una palomita de maíz.
Y me apreté el bozal hasta que me puse verde.
-¿Qué te pasa? –preguntó Abudemio, preocupado.
-Soy un apacible monstruo que ni siguiera se atreve a ofender verbalmente a una pulga con malas moscas –definí.- Soy doméstico, obediente y disciplinado. No grito ni dormido. Ayudo a las ancianas a cruzar la calle, le doy limosnas a los pobres, caramelos a los niños, socorro a los inocentes, y siempre cedo el asiento.
-Mejor te quedas aquí afuera –me aconsejó él, observando en derredor.
-Pero yo quiero rescatar a Sabroso –riposté.- En fin de cuentas, él es mi perro.
-De eso nada. Te quedas aquí.
Y me amarró a un poste del alumbrado público.
-¿Tú te crees que yo no puedo deshacer el nudo de esa cadena? –me reí en todas direcciones.
Pero recordé que estábamos rodeados de policías, y ronroneé de nuevo.
-Soy un inocente y pacífico monstruo universitario –repetí.- Mis morales son tan elevados que ya ni los puedo ver, y soy tan cándido como un niño infantil, y tan angelical como el pez.
-No te muevas de aquí para nada –indicó mi amigo.
-¿Y de aquí para allá? –intenté definir, desafiante, aunque bien sigiloso.
-¡Para nada!
Y se perdió dentro del edificio con un entusiasmo poco envidiable.
Ya eran las tres de la tarde en punto. Al parecer, había casi logrado sobrevivir aquel lunes. Así que sentí gran alegría y deseos de danzar por un rato. Pero me contuve con gran esfuerzo, recordando mi función en un extremo de la cadena alimentaria que me sujetaba el poste eléctrico.
-¿Qué haces aquí? –preguntó Eureka, acercándose cautelosamente.- ¿Dónde está tu dueño?
Era evidente que a la mala suerte del lunes le quedaban algunas horas.
-¿Quieres leer el periódico? –el policía se tanteó los bolsillos.
Hizo aparecer mágicamente un pedazo de algo que alguna vez había sido comestible.
-¿O prefieres papita? –ofreció, amigable.- ¡Claro que sí! ¿Papita para el animalito feíto?
Agitó aquello de un lado al otro.
-Tú te salvas –le dije, ronroneando- que yo soy un monstruo intelectual.
Eureka pareció adquirir confianza.
-¡A ver, dame una pata! –gritó.
-Lo que te voy a dar es una pedrada, anormal –dije, tratando de usar mi voz de biblioteca. Y añadí, en un tono más bajo:- ¡Qué falta de respeto! ¡Y nada menos que un funcionario del orden público!
-¿Quieres la papita o no? ¡Una pata!
Decidí ignorarlo.
Él pareció desanimado.
-Bueno, a lo mejor no eres tan inteligente y no entiendes nada de lo que digo… Lo cual es muy probable, porque estás bien antiestético…
El observó en derredor con precaución.
-Mira, no me muerdas, que yo soy tu amigo… ¿No te acuerdas de mí, feíto?
Y acercó su mano peligrosamente hacia mi cabeza. Lo único que se me ocurrió hacer entonces fue dar un salto atrás, y me enredé los dos pies con la cadena amarrada al poste.
Caí de cara contra el pavimento.
“Soy un animal dócil, soy un animal muy dócil”, repetí. Todavía ronroneaba, pero ahora de dolor.
-Ay –dije- de sobra.
-Oficial, por favor –apareció entonces Abudemio-, no toque a… al animal, que es muy sensible.
-Muy sensible –repetí, agradecido-, pero no me siento la cara.
Intenté recobrar mi postura bípeda tan pronto pude recordar cómo hacerlo. Me revisé la cabeza por todos lados.
-Su animal está bien feo, Abudemio –añadió Eureka, insistiendo en ser amigable.- ¿De qué raza es?
-Bueno, esta horrible bestia de persona… –empezó mi buen amigo, y le brillaron los ojitos con picardía mientras acomodaba disparates en fila india y tono doctoral-, quiero decir, esta bestia salvaje es un engendro exótico que me debe cinco mil pesos… es decir, ¡que me costó cinco mil pesos!
Resoplé disgustado, casi a punto de perder la paciencia.
-Estas bestias atroces crecen exclusivamente en las penínsulas más frías e inhumanas del Amazonas, lo cual explica su excesivo mal genio. Se considera asimismo que se obtienen por la mezcla abstracta de un baburto común de azotea con chincilote senil de grano y alzada, aunque algunos científicos han llegado a la conclusión de que en realidad pertenecen al género multicelular de algún tipo de tubérculo parásito. Por supuesto, estos animales nunca se han logrado reproducir en cautiverio porque no se llevan bien ni siquiera entre ellos mismos. Éste espécimen que ahora usted puede apreciar aquí es el primero descubierto por nuestra civilización moderna.
-Ya veo -exclamó el policía, frunciendo el entrecejo, absorto.- ¡Qué interesante!
Y me observó con mayor obstinación.
-Vete a trabajar, que los crímenes están muy apurados –advertí, molesto.- Y tú, Abudemio, no te creas que no te estoy oyendo. Pero todavía soy una criatura doméstica.
Ronroneé de mal humor.
-¿Por qué ruge así? ¿Está asustado el animalito feo?
A Eureka casi se le pegan los ojos de la curiosidad, pero su nariz se interpuso, intransigente. Estiró su mano en dirección a mí una segunda vez:
-¡A ver, pobrecito…!
-¡Cuidado, oficial, le advierto que no se le acerque! –vociferó Abudemio.- Este animal es sumamente energúmeno, y considerado muy peligroso por sus ocurrencias de mal gusto. Especialmente los lunes.
-Hoy es lunes –exclamó el otro, asombrado.- ¡Qué casualidad!
-Claro, qué casualidad –acepté-, y sucede aproximadamente un día cada semana.
En verdad, mi amigo parecía preocupado por la estabilidad mental de aquel agente uniformado.
-Si cambia de color y muge, tendremos que mudarnos de inmediato para otro continente. Además, su pelambre es venenosa.
-¿Venenosa?
-Sí, a mí me da alegría, quiero decir, alergia de tan sólo mirarlo. Pero en ocasiones, el contacto puede ser fatal.
Eureka retiró la mano con rapidez.
-¿Qué pasó con mi perro? –intervine.- ¿Dónde está?
-Lo van a dejar ir –respondió mi amigo, en un susurro.- Ya viene. En un minuto.
-¿Cómo se llama el animalito? –preguntó Eureka, tenso como un tambor de plátano maduro.
-Ever… -pero lo pensó mejor:- Rústico… Rústico Pastoso –continuó él.- Sarnoso… quiero decir, Rústico Sabroso… ¡Sabroso! –llamó.
Mi perro apareció a la carrera. Me saltó arriba y abajo, y empezó a tratar de identificarme.
-¡Cálmate! –vociferé con voz inaudible.- ¡Basta! ¡Siéntate, perro autodidacta!
El feroz pomerania ratonero calvo y pequinés salchicha con rastros de saluki embutido de bichones y una pizquita de fricasé de dos tonos crujió con júbilo mientras deambulaba por encima de todo mi cuerpo hasta que se cansó, y decidió regresar.
Eureka nos observaba, casi a punto de desmayarse.
-¡Lo va a matar! –gritaba, desesperado.- ¡Qué hago! ¡Qué hago!
-No se preocupe, oficial –intentó calmarlo Abudemio.- Evergisto es un especialista en esa clase de alimañas e inmune al pelo. Duele mirarlo, aunque en realidad los dos se están divirtiendo como los animales que son.
-¡Ahora que lo dices! –admitió el oficial, boquiabierto.
Probablemente mi amigo estaba viendo doble, pues veía a “dos” divirtiéndose, pero yo no era ninguno de ellos.
-¡Basta ya, Sabroso! –ronroneé en voz tan alta como me era legal.- ¡Basta!
Tomé al perro por el cuello, y lo lancé lo más lejos posible. Pero el muy idiota pensó que estaba jugando, y volvió hacia mí repetidas veces agitando su colita y chirriando de la satisfacción. Y a mí se me cansó el brazo, el antebrazo, y el cuello; y los dolores de espalda me llegaron a los zapatos.
-¡Qué lindo! –admitió Eureka.- Es verdaderamente inspirador.
-Sí, mucho –añadió Abudemio, no muy convencido.
-¡Yo quiero una de esas bestias! –confesó el policía, emocionado.- ¿Dónde puedo comprarlas?
-Ya le dije que Rústico es el único en cautiverio. Probablemente también el último, porque su raza se encuentra en peligro de extinción de lo irrazonables que son.
-Extinción te voy a dar yo a ti –le dije, empujando a Sabroso con un pie.- Deja que el policía se vaya.
-¿De verdad? –dudó Eureka.
-Claro. ¡Este ejemplar me costó cinco mil pesos!
-¡Cinco mil!
-Eso mismo digo yo –Abudemio casi se echa a llorar.- ¡Cinco!
-Bueno… en ese caso –el oficial se miró los pies, indeciso. Aunque no por mucho tiempo:- ¡Se lo compro!
-¿No…?
-¡Le doy cinco mil pesos ahora mismo! ¡Contante y sonante!
Los ojos de mi gran amigo del alma brillaron nuevamente, pero en esta ocasión no era picardía.
-Rústico Pastoso está vacunado contra enfermedades exóticas, respeto y buen gusto –enumeró, haciéndose de rogar.- No, de ninguna manera: me dolería mucho deshacerme de él por solamente cinco mil pesos…
-Más te va a doler cuando Eureka se vaya –alerté.
No obstante, el policía decidió continuar con aquel juego.
-¿Cinco mil quinientos?
-Además… le tengo tanto apego emocional, porque Rústico es… bueno, él es mi amigo… ¡No puedo ni siquiera imaginar lo feliz que mi vida sería sin él! Quiero decir, lo infeliz, claro.
-¿Seis? ¿Siete?
Deduje que estaba aprendiendo a contar, porque continuó:
-¿Ocho? ¿Nueve? ¿Diez?
Al parecer él había faltaba algunos días a la escuela, probablemente por alguna enfermedad psiquiátrica, porque añadió, muy terco:
-¿Doce? ¿Quince? ¿Dieciocho?
-Después del diez va el once, y luego del doce, el trece, y el catorce… -sugerí, no muy convencido.
-Bueno –musitó Abudemio, con los ojitos rellenos de lágrimas de avaricia.- ¡Es que yo quiero tanto a Rústico!
-¡Veinte! –gritó Eureka.- ¡Eso es muchísimo dinero por un animal, exótico o no! ¡Ni que se haya tragado una pepita de oro puro!
-¡Veinte! –aceptó él.- ¡Vendido por veinte mil pesos!
Abudemio se volvió hacia mí, llorando:
-Evergisto, mi gran amigo del alma –dijo-, ¡te voy a extrañar tanto! ¡Te lo prometo!
Yo no podía creer lo que estaba viendo.
-¿Tú sabes que esto que estás haciendo es tráfico humano? –pregunté.
-Sí –admitió él.- Tráfico humano de animales. Pero no me importa.
-¡Traidor! –grité, tirándole el perro.
Sabroso pensó que el juego había empezado otra vez, y regreso a mí crujiendo con energía.
-Además, a ti nadie te ve como una persona –se justificó él.- Legalmente hablando, yo estoy vendiendo un animal. Y encima de eso, estoy vendiendo un animal a un policía, lo cual lo hace mucho más lícito.
-¿Con quién hablas? –lo interrogó el aludido, desorientado.
-Con Evergisto –respondió Abudemio, señalando a mi perro.
-¡Ah! –dijo el otro.- Pero esto es entre tú y yo, deja al tipo ese afuera.
En eso se acercó otro policía. Creí reconocer al de la aventura de esta mañana. Y decidí permanecer tan incógnito como inocente.
-¿Qué pasa, Santana? ¿Tú conoces a éste? –y apuntó a Sabroso con la barbilla.
Me alejé dos o tres pasos, por si se me ocurría hacerme otra vez el simpático.
-Nah –respondió Eureka, apuntando hacia Abudemio.- Es negocio.
-¿Pues de qué, si se puede saber? –insistió el otro.
-No seas chismoso, Carrera. Esto es asunto mío. Circula.
-¿No me digas?
-Entonces no preguntes.
Carrera se volvió hacia mi amigo-traductor-mercader:
-Usted, ciudadano, dígame ahora qué le está vendiendo a mi colega, o lo meto preso por comercio a escondidas con representantes gubernamentales.
El comerciante no supo qué hacer. Dejó de respirar.
Me eché a reír.
-¡Te lo mereces! –susurré, desde lejos.- ¡Eso es para que aprendas que es un delito vender a tus amigos!
Eureka-Santana intervino:
-¡Pues si hablas entonces el que te va a meter preso soy yo por divulgación de información confidencial!
-¡No le hagas caso! –insistió el segundo.- Puedes confiar en mí. A ver, dime.
-Pues si confías en él, significa que me has traicionado a mí –dijo el primero.- Y vas preso también, sin negocio y dos meses de privación de libertad.
-Mejor llamas a un abogado ahora mismo para que te represente, porque de aquí no te vas sin hablar.
-O a dos abogados, porque somos dos, y los delitos que estás a punto de cometer son dos también.
-Mira, es mejor que hables ahora mismo, antes de que sea muy tarde…
-No mires nada, sigue en tus trece.
-¡Habla!
-¡No hables!
-¡Confiesa!
-¡No digas nada!
La tensión de aquel momento había crecido tanto, que hasta yo sentí deseos de salir huyendo a esconderme.
Pero de pronto los dos policías cambiaron de actitud.
-Nah, no te preocupes, que estábamos tomándote el pelo, Abudemio –dijo Santana, con una carcajada.
-Tenías que verte la cara –exclamó Carrera, haciendo una mueca.- Parecías un serrucho con dolor de dientes, o un ciempiés con juanete.
No obstante, a mí no me agradó para nada la idea de que en aquella ciudad los oficiales de la policía se comportasen como payasos voluntarios en su tiempo libre, así que decidí no irme con ninguno de ellos aunque me comprasen.
“Creo que estoy aprendiendo a pensar como un animal”, deduje, impaciente.
-Bueno, Santana, todavía no me has dicho qué estás haciendo.
-Estoy comprando un animal exótico –y señaló hacia mí, vanidosamente.
-¿De verdad? ¿Y para qué tú quieres eso?
-Pues “eso” es el último ejemplar que queda en todo el mundo de una especie en extinción. Y también el único capturado hasta la fecha. Está muy bien entrenado, y hasta lee el periódico.
-¡No me digas! ¿Así que lee y todo, eh? ¿Y está en extinción?
-Anjá, como oyes. Totalmente.
-Pues yo casi lo extingo esta mañana del tremendo susto que me dio –recordó Carrera, pensativo.
Aquel súbito interés empezó a preocuparme.
-¿Y por cuánto lo estás vendiendo? –preguntó el oficial matutino, dirigiéndose a mi amigo.
Lo amenacé con el puño.
-Bueno, realmente… -musitó Abudemio, acobardado-, yo no lo vendo…
-¡Yo te ofrecí veinte mil pesos! –añadió Eureka, victorioso.- ¡Es mío!
Carrera estaba aún más sorprendido.
-¡Veinte mi…! ¡Pero tú estás loco, Santana! ¡Esa basura no vale cien pesos!
-¡Qué! –grité, ofendido.- ¿Basura?
Bueno, al parecer todavía quedaba un poco de sensatez en alguno de los policías de esta ciudad. Aunque no muy agradable. O tal vez no, porque…
-¡Te doy esos veinte, y otros mil por encima! –exclamó el último entrometido.
-¡Qué! –repetí, ahora sin poder apenas creerlo.
-No te atrevas, Carrera –indicó Eureka.
-Yo… -musitó Abudemio, también sorprendido.
-Pues te doy veintidós mil…
-¡Veinte, y tres!
-¡Y cuatro!
-¡Cinco!
Aquellos dos continuaron contando por un rato. Abudemio se me acercó sigilosamente.
-Evergisto, por tu madre, no te pongas bravo –me rogó.- Déjame venderte.
-Será por la tuya –respondí, muy disgustado-, porque ya te dije que somos hermanos. Pero hasta ahí.
-Sí, por nuestra madre, Evergisto.
-¡Parece mentira, Abudemio!
-Mira –el apuntó a los dos policías-, yo te vendo, les tomo el dinero, entonces tú te vas con ellos, y dentro de dos o y tres semanas te escapas y…
-¡Dos o tres semanas! –gruñí, afligido.
-… y entonces nos repartimos el botín de…
Eureka-Santana y Carrera ya iban por los cincuenta mil trescientos.
-Abudemio, no sólo eres un traficante, sino también un estafador.
-No, Evergisto, no es una estafa –insistió él.- Yo te voy a vender de verdad.
A los setenta mil, novecientos cincuenta y siete pesos con dieciocho centavos exactos, Eureka decidió preguntar:
-¿Pero qué come Rústico Pastoso?
Abudemio trató entonces de hacerse el misterioso, quizás con la intención de añadir más leña a aquel fuego monetario:
-Bueno –explicó, luego de un largo silencio en el que me salieron algunas canas-, Rústico tiene una dieta muy estricta de cuernos de anguila analógica, paramecios secos en almíbar granulada y amígdalas de moscardón daltónico en celo…
-¿Qué? –exclamaron los dos policías al unísono.
-¿No se le puede dar arroz con chicharos y huevo hervido? –intentó definir Carrera.
-¿O pan con guayaba? –agregó Eureka.- ¿Y limonada? ¿Igual que a los gatos?
-¿Tú le das pan con guayaba y limonada a tus gatos?
-Yo no tengo gatos.
-Por supuesto que no. Deben haberse muerto.
-No, de eso nada –denegó mi amigo traidor.- Recuerden que es un animal casi extinguido. Si le dan arroz con chicharos o pan con guayaba se va a poner bien bravo, y es probable que se extinga más rápido…
-Pan de arroz con chicharos de guayaba –repetí, alucinando del hambre.- Y limonada.
-¿Y dónde se puede comprar todo eso que mencionaste? –preguntó Eureka, mirándose fijamente.
-No tengo idea –confesó Abudemio.
Eureka y Santana lo pensaron mejor al mismo tiempo.
-En ese caso, mejor lo compras tú, Carrera.
-No, Santana, tú lo ibas a comprar antes de que yo llegase. Es tuyo.
-Pero tú fuiste el que lo viste primero. Es tu responsabilidad legal. Por favor.
-De ninguna manera. No quiero que esto afecte nuestras relaciones profesionales –insistió el otro.
-Tienes razón. Yo tampoco…
Al parecer, aquellos dos se habían puesto finalmente de acuerdo.
-Mira, mejor volvemos al trabajo, que se nos está haciendo tarde.
-Sí, el crimen nunca duerme.
-¡Se lo vendo por diez mil! –les gritó Abudemio.
Total ignorancia fue la respuesta.
-¿Nueve? ¿Ocho? ¿Siete?
Los dos oficiales se alejaron sin despedirse.
-¿Seis? ¿Cinco? ¿Cuatro…?
Ellos entraron en el edificio, conversando afablemente.
-¡Qué mala suerte! –consideró Abudemio, a punto de despegar y con las manos en la cintura.
-Ahora mismo tú me vas a explicar qué fue eso de querer venderme –lo interrumpí.- ¡Yo creí que tú eras mi hermano!
Abudemio estaba muy triste.
-Y lo soy, Evergisto, pero no todos los días aparece la oportunidad de venderte por casi ochenta mil pesos. ¿Te puedes imaginar lo que yo podría hacer con todo ese dinero?
-Mejor te imaginas qué harías sin cinco mil, y con dos protuberancias en la cabeza –le sugerí.- ¡Traidor!
-Me compraría una motocicleta, de las de tres ruedas. Esas cuestan como veinticinco mil. Sí, es verdad que son un poco caras, pero creo que pondría de manifiesto mi belleza interior y mi naturaleza temeraria y aventurera… Y me mudaría para un mejor apartamento… O hasta me compro una casa en la Avenida Central, con patio y con balcón, para mi familia, y allá se van otros cincuenta. Y también una mascota –enumeró con los dedos estirados, ignorándome.- Una que parezca un perro de verdad, bien grande, y no un hazmerreír. Y le pongo un nombre de hombre, como Campeón, Sartén, Bárbaro, Comando, Hataka, con hache, o algo así… Eso es japonés. O alemán… ¡Qué sé yo!
-¿No sólo has traicionado a Madelin y a mí, sino que también ahora insultas a Sabroso?
¡Habrase visto tamaño descaro!
-¡Qué Madelin ni Sabroso de qué, Evergisto! Imagina que estamos en el patio de mi nueva casa: Hataka, ven acá. Dame la pata, échate, ¡rueda! ¿Qué pasa, Hataka? –susurró, misteriosamente.- ¿Hay alguien allá afuera?
-Abudemio, te mordió el virus de la avaricia –concluí.
-¿Tú te imaginas qué vas a hacer si alguien entra a tu casa a robar? -fantaseó.- ¡Sabroso, defiéndeme! ¡Y el ladrón se desmaya de la risa!
Le tapé los oídos al perro Sabroso.
-No le hagas caso a Abudemio, que la ambición lo ha trastornado. Tú eres un perro salvaje, y el valor lo llevas por dentro y bien disimulado.
-Pero con Hataka es muy diferente. Yo le digo, “¡Ataca, Hataka!” ¡Y Hataka ataca!
-Espero que tu perro tenga un bajo nivel académico, porque de lo contrario no entendería esas faltas de ortografía –no sabía si reírme de sus tonterías, o retirarle los privilegios familiares.
-¡Y lo mejor de todo! –prosiguió él, muy contento.- ¡Se acabaron las sopas! ¡Y me voy a tomar un par de semanas de vacaciones! ¿Pero a dónde iría?
-A estas alturas nada más que te quedan cinco mil de los ochenta. Pero todavía no sabemos cuánto te costó el Hataka con hache.
-Mar del Puerto sería un buen lugar, o a la Villa Turística Internacional de Palita, que parece muy linda en la fotografías…
-Digamos que el perro te cuesta quinientos. Te quedan cuatro mil quinientos. Entonces, lo vacunas, le compras comida, porque los perros tampoco comen sopa, y mucho menos limonada, y son unos cien más. Y tienes que comprar tu comida también, a no ser que quieras comer lo mismo que Hataka con hache. Eso es aproximadamente unos… ciento setenta más al mes. Y el combustible para la “tricicleta”, que son otros treinta mensuales… Y te quedan ya menos de cuatro mil doscientos.
-Mi “tricicleta” no consume tanto combustible, pues yo nada más voy con ella al trabajo –rectificó él.- Y me quedan nueve mil doscientos.
-¡Qué!
-Acuérdate de los cinco mil que me debes –cantó triunfal.
-Abudemio, tú estás grave. Si me vendes no te devuelvo nada. Es más, vas a tener que compartir conmigo… ¡Qué contrariedad, ahora yo también tengo que hacer planes!
-Evergisto, este es el lunes más feliz de mi vida.
-El mío no. Pero se te olvida un detalle insignificante…
-¿Sí? ¿Cuál es?
-Recuerda que poseemos exactamente ningún dinero con nada centavos. Y la esperanza de tener un aumento del resultado con el doble de ninguno.
Mi gran hermano del alma pareció tirarse de la nube a regañadientes.
-Evergisto, ¡qué clase de amigo tú eres! ¡Le matas el entusiasmo a cualquiera!
-Debieras estar más agradecido, que te salvé de tu egoísmo planificado.
-¡Y yo te salvé de la perrera!
-¡De la Sociedad de Animales Salvajes de la Alameda de Los Mártires!
-¡De la perrera!
-Sabroso, tápate las orejonas tú solo.
El perro mi miró directamente a los ojos, ladeó la cabeza y me hizo el caso del perro.
Pero comprendí súbitamente que le estaba siguiendo la corriente a la locura de mi amigo, y me sentí tan desatinado como él.
-Abudemio, ¿qué estamos haciendo como un par de idiotas? ¿Destruyendo nuestra amista de años por algo que nunca sucedió, y no va a suceder jamás?
-Evergisto, yo quiero mi dinero –insistió él.
-Yo te voy a devolver los cinco mil –le garanticé.
-¡Pero yo quiero venderte!
-¡Eso es absurdo!
-Alguien tiene que querer comprarte, como esos dos policías. Mira, desde ahora en adelante les dices a todos que tú también comes arroz con chicharos, pan con guayaba y huevo hervido –añadió con resolución.- Voy a poner un anuncio en el periódico.
Me encogí de hombros.
-Estás enfermo.
Me volví hacia el verdadero animal:
-¿Verdad, Sabroso, que Abudemio está tan desequilibrado como un pedrusco loma abajo?
El mejor amigo del hombre saltó en el lugar, interpretando el repertorio de la rejilla de un calabozo.
-¿Cómo te fue en la cárcel, perro retrasado? –le pregunté.- ¿Te hicieron algún tatuaje? ¿Perteneces ahora a la pandilla de los Perros Penitenciarios Domésticos?
Él ladeo la cabeza y chirrió intrigado.
-¿Por qué no respondes? ¿Entiendes algo?
Abudemio seguía con su cantaleta, pensativo:
-“Exótico animal salvaje del Amazonas. El último en su especie. Tiene todas las vacunas vigentes por dos años. Es muy obediente, simpático, agradable y educado. Escribe poesía, lee el periódico antes de dormir, tierno con los niños y afable con otros tipos de animales; hace ejercicios regularmente, conoce de horticultura, es mecánico aficionado y filatélico erudito, posee marcadas habilidades gastronómicas, y se sabe de memoria la tabla de conversión de cíceros a pulgadas… Y, claro, se traga todo lo que le ofrezcan, incluyendo arroz con huevo y guayaba hervida…”. No borra eso último. “El animal come de todo, incluyendo arroz con chícharo y pan con guayaba. Y está garantizado contra escape por dos semanas. Pidiendo veinte mil…”, no muy agresivo, mejor decir: “Implorando por veinte mil pesos en efectivo. En fin, cómprelo hoy y conquiste la envidia de los envidiosos y la admiración de los admirados: Rústico es un verdadero animal, y lo hará un respetable dueño. No lo lamentará.”
Los ojos de Abudemio comenzaron a brillar nuevamente.
-¿Qué te parece?
-¿Dónde está mi automóvil? –pregunté, caminando en dirección al edificio de la prisión del municipio.
-Tenemos que ir por la parte de atrás –me siguió el comerciante. Y añadió, tendiéndome una serie de papeles:- Hay que presentar este documento…, no, éste, antes de las cinco de la tarde…
-Pues para luego es tarde, que ya es bien tarde.
Nos recibió un hombre enorme con cara de tener muchos enemigos. Tomó los documentos de mis manos con vacilación, y entró en el área de estacionamiento casi a la carrera, mirando alarmado hacia mí repetidas veces.
-Evergisto, no te me alejes mucho –volvió Abudemio a la carga.- Hasta que te venda.
-¡Basta! –perdí los estribos.- ¡Aquí nadie va a vender a alguien!
-Pero, cálmate…
-¡No me calmo, que te pasaste de equivocado!
-No te pongas así, Ever…
-Pues no me hables del anuncio del periódico ni del dinero nunca más.
Mi automóvil apareció finalmente. El gigante se sacudió las manos y dijo:
-Aquí está.
Y se quedó a la expectativa, balanceándose de un pie al otro.
Observé el carro por todos lados con un microscopio. La puerta del conductor tenía un arañazo.
-Mi auto no tenía la puerta en esas condiciones –advertí, dirigiéndome al enorme individuo.- ¡Y tú todavía esperas una propina! ¡Canalla!
El hombre dio un paso atrás, espantado.
Me volví hacia Abudemio, el traductor.
-Dile que mi automóvil tenía la puerta de ese mismo lado, pero no en esas condiciones –repetí.
-Él dice que esa puerta no es suya –obedeció él, encogiéndose de hombros.
-Eso no fue lo que yo dije.
El gigante también se encogió de hombros.
-Yo lo único que hago es entregar los autos. Vaya por la entrada principal si tiene algo que decir, llene un formulario, y deposítelo en el buzón de quejas y sugerencias que está en la parte de afuera, junto a la reja.
Sabroso crujió, aludido.
-¡Tamaño descaro! –consideré.- ¿Hay que pagar algo?
-No, no te preocupes. Tu agencia de seguros se ha encargado de todos los gastos –respondió Abudemio, todavía distraído en sus cálculos.- Incluso envió un abogado en defensa de Sabroso, quiero decir, en tu defensa… Por eso lo dejaron ir sin problema alguno. O te dejaron ir, porque ellos creen que él es realmente tú, y tú eres…
-¡Qué bien! –confesé.- ¡Por fin una buena noticia!
-¿En cuál agencia estás asegurado? –preguntó él, algo curioso.
-En Doble Cuidado Automovilístico –dije con orgullo.
-Pues nunca había escuchado de ellos. Parecen ofrecer un buen servicio.
-La Doble C. A. está anunciada en todas las autopistas importantes. Tienes que haber visto sus carteles.
-A lo mejor… No recuerdo.
-Hora de cerrar –nos alertó el gigante.
Miré al arañazo con consternación.
-Yo no me voy a llevar mi auto en estas condiciones… ¡Ese arañazo no estaba ahí! –insistí, bastante irritado.- ¡Traduce!
-Ese arañazo no estaba ahí –obedeció Abudemio.
-A mí qué me importa. Lárguese, que ya son las cinco. Y si tiene algo que decir, dígaselo a otro que está en otra parte, que éste que está aquí se va para su casa.
Aquella actitud acabó con la escasa paciencia de lunes que me quedaba.
-¿Qué tú dices? ¿Qué no te importa? ¡No! ¡Te equivocaste, mamífero!
Abudemio me tomó por un brazo:
-Cálmate, Evergisto, no te pongas así…
-¡Pues me pongo y me despongo como me dé la gana, que para eso soy un exótico animal salvaje del Amazonas! –vociferé sin poder ya contener mi enojo, gesticulando en todas direcciones mientras sentía que la piel me cambiaba de color.- ¡Y tú no digas nada, que te tengo en remojo, gran amigo vendedor de sus amigos! ¡Traidor hermano!
El enorme individuo echó a correr.
-¡Auxilio! –chillaba.- ¡Socorro! ¡El monstruo me mata!
-¡Eh, no se preocupe, que el monstruo tiene bozal! –le chilló el traductor traidor.- ¡Por favor, no se ponga así! ¡No le va a hacer ningún daño!
Sin embargo, el gigante decidió confiar más en sus piernas que en la promesa, y prosiguió la carrera con gran entusiasmo.
Abudemio me empujó hacia el auto.
-¡Vamos, Evergisto! ¡Antes que terminemos todos en la cárcel! ¡Que estamos aquí mismo, por tu madre!
-Por la tuya, que éramos her…
-Sí, por mi madre también…
Él abrió la puerta de mi automóvil. La del arañazo.
-¡Vamos! –suplicó.
Sabroso dio un salto, y se acomodó en el asiento del conductor con una cara muy larga y seria.
-De eso nada, que yo no cambio de lugar más nunca contigo, malagradecido –le dije, espantándolo en dirección al siguiente.
Abudemio me echó en el auto sin miramiento alguno.
-¡Este es el peor lunes de la historia completa de las semanas! –aullé, arrancándome bozal y cadena.
-Ever… -escuché un leve quejido a mis espaldas.
El traductor estaba lívido, tan inmóvil como un poste del tendido telefónico.
-Tú no eres tú… -susurró.- Pero eres… eres horroroso. No me ataques, por favor… Eso de venderte era una broma… Recuerda que yo soy tu amigo…
-¡Déjate de boberías, y acaba de subirte al auto! –rugí.
Intenté tomarlo del brazo, pero entonces él también salió corriendo a gran velocidad, mientras gritaba:
-¡Auxilio! ¡El animal se soltó!
Sabroso le ladró con entusiasmo de despedida.
-Se volvió totalmente loco –consideré, cerrando la puerta del vehículo.- Ya no le quedaba mucho espacio a la cordura después de tantos recuentos monetarios.
Eché a andar el automóvil y perseguí la calle hasta mi apartamento. Y asimismo, todavía sin desayunar y completamente desorientado por aquella desquiciada cadena de acontecimientos, me lancé en la cama y quedé profundamente dormido.
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