Érase que se era una vez en una tierra muy, muy lejana, y de un pueblo extranjero que había una chicharra galante, bastante erguida con cuello de dos botines forrados y que calzaba un sombrero. Érase pues bien guapa y con talante cerrero nuestra chicharra de marras, la chicharra del cuento, a quien llamaban Pepito, pero su nombre era Pedro.
Pedro la chicharra Ramírez-Gutiérrez Roberto Ricardo de Esmero. Y la llamaban Pepito, repito, como anteriormente dijéramos.
Pues Pepito era zurdo no solamente de un lado, pero incluyendo el cerebro. Y a Pepito le encantaba cantar imitando los ecos que crecen en la distancia enmarañando los cerros.
En la mañana temprano, cuando el día despierta bostezando con sueño, Pepito se encaramaba en lo más alto de un hueco.
Y voceaba estridente, opuesto al juicio de toda clase de insectos:
-Alegría, ¡que viene el día!
Despierten, ¡que ya llegó!
Abran los ojos las ramas,
que el alba nos visitó.
Atentos todos, ¡atentos!
desde el terreno lejano
hasta lo oculto del huerto
y que las alas del viento
repartan divertimento
a todo el que despertó.
Aquello no rimaba ni con cola ni con colina, ni con compresas avícolas de la cocina de su madrina.
Los animales gruñían, insultados y prestos, pero Pepito no se callaba ni por un ratico en su puesto, con grandes deseos de artista tan lisos como un peñasco de mina atravesado en un cesto.
Los osados osos con sus ositos lo observaban con ojos refunfuñones y secos. Los toros atorados con sus vaqueros también mugían, violentos. Y hasta los peces pescados se encubrían de miedo.
Mas los murciélagos se apiñaban batiendo sus palmas contentos, estimulando al Pedro Pepito Ramírez-Gutiérrez Roberto Ricardo de Esmero. Y le atinaban enormes halagos que empalagaban su ego.
Que nunca falta un roto para un descocido, sea chirriante chicharra o pedazo clueco de huevo.
Y colorín colorado, que este cuento no es nuevo.
© 2013; 2020
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