Érase que se era, y es una vez, en el justo centro del antes de ayer de los cuentos y las historias jamás contadas, cuando ni siquiera existía la palabra “nada”, y el espacio y el tiempo estaban sujetos en espera de significado, y dónde es absurdo y cuándo inesperado, en este término recóndito y discreto, perdido en la memoria y aún muy cerca en el recuerdo, del que nadie ha hablado pero muchos han creído en silencio, Dios estaba.
Solo, en el inicio del todo al que luego Él dio comienzo.
Nadie sabe cómo o cuándo llegó a este lugar que jamás existió, ni de dónde provino, o tal vez sus razones porque allí no había quién preguntase, o quién escuchase su respuesta, si la dijo.
En fin, en este término, Dios no era Dios. Es decir, no era el ser supremo, inmortal, y sobrenatural que conocemos.
No era supremo, porque no existía otro en este tiempo.
No era inmortal, porque no existía la muerte, ni el concepto.
No era sobrenatural, porque no existía naturaleza ni universo.
Pero Dios era también Dios. Y único en su género.
Y en este término, arriba y abajo poseían sentido idéntico, aunque conducían al mismo lugar dónde solamente Él se encontraba sin adjetivos, descripciones ni argumentos.
Allí la verdad no poseía adversarios, porque no se podía ocultar.
Y no existía la luz, porque Dios lo llenaba todo, sin dejar espacio a oscuridad; es más, no existía espacio ni todo, así que hasta la oscuridad brillaba por su ausencia gracias a Dios, y a su presencia.
Dios era todo en sí mismo, y la luz y la verdad.
En fin de cuentas, éste es «El cuento de Dios solo», porque en este cuento no cabe nadie más, de tan grandioso que Dios era, y siempre será.
Sin embargo, no estaba solo, porque también Él era la mejor compañía en soledad.
Entonces dijo la primera palabra. Y ésta retumbó en busca de oídos que jamás habían existido, estableciendo ecos al crear distancias, formando ondas que se expandieron en una sola dirección al tiempo decretando un futuro que siempre fue perfecto.
Dios era tan fuerte, que hasta la fuerza se lanzaba agotada a sus pies.
Tan rápido, que esperaba en el final desde el inicio cada vez.
Tan magnífico, que la luz no alcanzaba a reflejar su perfección, ni los ojos a percibir su brillantez.
Y su amor tan grande, que un día enseñó a las golondrinas el vuelo.
Dios congeló el frío, derritió el calor, amasó el sol, y ordenó constelaciones con un gesto.
Escondió secretos, decretó colores y dispuso sonidos en variedad tan espléndidamente dispuestos, que crecen en combinaciones eternamente al infinito sin esfuerzo.
Y nos colocó como un grano de arena en su gran lienzo.
Dios es un artista.
Y colorín colorado, este cuento no ha terminado porque el amor del Dios nuestro es inmenso.
© 2014; 2020
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