Despierto agitada por un mal sueño y enseguida me doy cuenta que es una realidad que no sé cómo encajar, qué no sé cómo cambiar.

Y es que vivimos en una casa donde los techos se componen de un cielo infinito y las paredes de gruesas fronteras. Vivimos en un lugar que quiero llamar mi hogar, en el que sólo siento y veo destrucción.

Mirando a mi alrededor no sé en qué momento se asoció riqueza con elitismo, consumismo con felicidad, deforestación con arquitectura, crecimiento con soledad.

Fábricas a pleno rendimiento, excavaciones faraónicas en busca del oro negro, contaminación de ríos, de mares, polución, contaminación, desertización.

Donde antes había un sendero por descubrir hoy hay una carretera que me gustaría destruir.

Donde antes había bosques frondosos hoy hay bloques de cemento monstruosos.

Donde antes se respiraba aire puro hoy la masa gris nos envuelve y despersonaliza.

Vivimos en un mundo finito como si fuera eterno, como si fuera invencible, pero él ya exhala destrucción, supura decadencia.

Estamos aquí de paso y nos comportamos como inmortales. 

Sin conciencia, sin darnos cuenta que el planeta necesita un respiro….

Y no le damos ni un segundo.

Toma un minuto y recapacita en lo que aún puedes salvar, lo que puedes recuperar.

Aún no es tarde para volver a empezar.

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