Mi mayor defecto pequeño burgués han sido los relojes. El primero que me gustó, y del cual guardo un nítido recuerdo, fue el de mi padre. Era marca Election y a cuerda, con malla metálica. Lo había comprado cuando fue empleado de la municipalidad de Córdoba, en su juventud. Lo usó durante muchos años. Aquellos relojes no estaban afectados por la “obsolescencia programada” y los suizos eran los grandes fabricantes. Cuando entraron los japoneses y chinos al negocio relojero, las reglas cambiaron para siempre. No sé cuál fue el destino de aquel Election porque en los últimos años, mi padre, usaba un reloj más barato. Quizá por algún apuro económico terminó en el banco de empeños.

A mis 15 años, mi padre me regaló mi primer reloj, marca desconocida, que yo usaba con orgullo. Era cuadrado y con cuadrante blanco. No recuerdo que destino tuvo. En aquellos años, los sesenta, tener un reloj pulsera era una pequeña marca de hombría y más en un púber de mi edad.

En 1974, y cuando había terminado mi servicio militar, entré a trabajar en la municipalidad de Córdoba. Gobernaba el peronismo y Perón había asumido su tercera presidencia. Eran tiempos de alegría, militancia y también de violencia. Según he leído hace poco, la desocupación era del 4 por ciento y los sueldos rendían muy bien. Mi sueldo municipal era bueno. Aportaba a mis padres un 30 o 40 por ciento de mi sueldo y con lo que me quedaba podía almorzar y cenar todos los días en el centro de Córdoba. Iba a bailar y salía con chicas, compraba libros, ropa y una vez por semana iba al cine. Estaba cómodo. En ese momento, no tenía reloj y me rondaba la idea de comprarme uno que me gustara. Un día pasé por una relojería de la calle Deán Funes, no recuerdo si a la altura de Tucumán o Sucre. Me paré en la vidriera y me quedé prendado de uno de los tantos relojes exhibidos. Dudé algunos minutos y entré a preguntar el precio. Me atendió el dueño. Le indiqué en la vidriera cual era el que me gustaba. El hombre sonriente, lo trajo a su mostrador y me informó el precio. Creo que equivalía a la mitad de mi sueldo. Pensé al instante que era inalcanzable y una locura gastar esa plata. Mi enano burgués me susurró al oído: “Cómpralo”. Era un Orient automático. Estaban de moda porque eran una novedad para la época.

Le dije al dueño la verdad sobre el precio y mi ingreso. El hombre me estudiaba paciente y sin perder su sonrisa vendedora. Le dije: “Voy a ahorrar y se lo compro”. El Orient me miraba desde el mostrador, dentro de una caja de terciopelo negro. En esa época no existían tarjetas de crédito ni cajeros automáticos. El hombre me preguntó donde trabajaba. Le dije que en la Municipalidad. El hombre se puso serio y me aclaró: “Como veo que le gusta mucho, se lo puedo vender en cuotas”. Una pequeña esperanza me carcomió la cabeza. “Tráigame su recibo de sueldo y vemos”.

Lo saludé y salí a la calle exultante. Al día siguiente fui a la relojería con mi recibo de sueldo. El Orient seguía en la vidriera. El relojero analizó el recibo de sueldo un largo rato. Al final se decidió: “Se lo vendo en cuatro cuotas, ¿está de acuerdo?”

Yo escuchaba atento. “Me entrega la primera cuota y se lo lleva y cada mes me trae la cuota que sigue”. El hombre tomó nota de mi número de legajo, la repartición en la que trabajaba y obvio, del monto del ingreso. Su relojería estaba a tres cuadras del municipio. Me tenía a mano. Una cuota que no pagara y el tipo iría a mi trabajo con su reclamo. Entregué la primera cuota y firmé un pagaré sin fecha por las tres restantes.

Me preguntó si quería llevarlo puesto. Le dije que no pero me lo probé y el Orient me sonrió. Lo llevé en la elegante caja aterciopelada y forrada por dentro. Estaba contento como chico con juguete nuevo.

Lo estrené al día siguiente y lo consultaba cada cinco minutos. Al segundo día, un compañero de trabajo me advirtió: “Tené cuidado, es un reloj caro, los choros te pueden cortar la mano para robártelo”. Lo dijo con buena onda y solo atiné a sonreír.

Lo usé diez años y andaba a la perfección. Un día, cuando vivía en Resistencia, Chaco, me detuve en una relojería y me atrapó otro reloj Orient cuadrado, dorado, con malla de cuero negra y con pila de cuarzo. Eran los ochenta y el cuarzo era la vedete. Entré, pregunté el precio y lo compré de contado. Yo ya era gerente y me podía dar ese lujo. Mi Orient automático pasó al baúl de los recuerdos pero con los cuidados pertinentes ya que tenía muchos recuerdos y momentos vividos en mi muñeca.

Han pasado más de cuarenta años y compré varios relojes de distintas marcas. En 2000, compré un Citizen Eco Drive, esos que funcionan con la luz solar o artificial. Tenía los medios y lo pagué con tarjeta. Lo usé 11 años y se lo había prometido a mi hijo que cuando se recibiera de abogado, se lo regalaría. Así fue. Mi hijo lo usó apenas unos meses y me dijo que no andaba bien. Fui a la relojería donde lo había comprado. Me dijeron que podía ser falla del “capacitor”. Nadie me lo había dicho cuando lo compré. La revisión y el arreglo salían una fortuna. No decidí pagar ese monto y lo guardé con otros relojes que había comprado antes en plena sed relojera. Ahí estaba el Orient automático. Tal vez llevaba treinta años sin uso. Lo moví un poco y empezó a funcionar. Lo probé unos días y volvió a la vida como si nada. Pasaba por una estrechez económica y lo llevé a vender. El relojero, en un local del centro, me dijo que  me pagaría poca plata porque ya era una pieza de coleccionistas y no sabía cuándo lo vendería. Me aconsejó que podía venderlo más caro por internet y así lo hice. En dos meses recibió 200 vistas pero nadie lo compró. Le bajé el precio y nada. Un día dejé de publicarlo. Se ve que se quiere quedar en mí poder, como un amuleto.


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