LA SEÑAL (relato de humor negro)

En la cama de un centro hospitalario, Venancio se dirigía suplicante a su moribunda madre:

─Madre, usted no se olvide de mandarme una señal. Por favor se lo pido. De lo contrario no podré quitarme este miedo tan horroroso que tengo a morirme.

─¡Que sí, hijo, que sí! Tú, tranquilo, que yo te mando las señales que sean necesarias. Bueno, si me dejan. A saber cómo está organizado todo aquello…

─No empiece a poner pegas, madre. Usted me manda la señal sí o sí. Que aquí siempre se las arregló para salirse con la suya.

─¡Ay, dios mío! ¡Déjame morir en paz, Venancio! Yo te mando lo que sea, de verdad te lo digo, pero déjame en paz. ¡Ay, qué sufrimiento con este hijo! ¡Hasta el último minuto dando por saco! ¡Qué bien estabas cuando no estabas! ¡Si algo voy a ganar con esto, es perderte de vista! ¡Atontado, que estás atontado! ¡Ay…!

─Usted insulte lo que dé la gana, pero sobre todo no se olvide de la señal. Tenga un poco de compasión. Recuerde que antes siempre me decía que yo era su príncipe, su Borbón…

─¡Pero qué príncipe ni qué Borbón! Lo que te decía era que eras mi borrón, ¡MI-BO-RRÓN! ¡A ver si te enteras de una vez…!

─¿Y qué más da, madre? Se lo suplico, no me deje así en este trance.

─¡Me quieres dejar morir en paz, o no me muero, leche! ─amenazó la madre, incorporándose con vehemencia de su lecho.

─¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Usted cumplió noventa y ocho años, y llegó su hora de descansar. Yo ya tengo setenta y seis. A mí tampoco me queda  mucho tiempo, y tiene que mandarme la señal antes de que eso suceda. Faltaría más. Ni se le ocurra morirse después que yo. Antes…

─¿Antes, qué…? ¿Qué ibas a decir? ¡Mal hijo! ¡Que eres un mal hijo!

─Antes, nada, madre. Que antes he visto que llevaban por el pasillo a una mujer con un biombo.

─¡Con un biombo no, imbécil; con un bombo!

─Muy bien, madre, con un bombo; pero vuelva a acostarse y quédese tranquila. No la molestaré más con la señal que me tiene que mandar. Porque no me joda…, me la tiene que mandar.

─¡Que sí, que sí! ─repitió la madre, mientras se volvía a introducir en la cama─. ¡Santo dios, dame paciencia con este hijo! ¡Pero qué he hecho yo para merecer este castigo!¡Si me lo hubieran dicho antes de ir a parir…!

─¡Ah! ¿Pero ha estado usted también en París? Nunca me lo había dicho, madre.

─¡A París, no, a parir! ¡Que no te enteras de nada, zopenco!

─Bueno, madre, dejémoslo, y repita conmigo: La señal, la señal, la señal… Que su último pensamiento antes de morir sea la señal que me tiene que mandar. La señal, la señal, la señal…

Y así, repitiendo esa palabra, a los pocos minutos, Severiana, la madre de Venancio, expiró en la cama de aquel hospital.

Durante los días siguientes al fallecimiento de su madre, Venancio andaba con los cinco sentidos puestos en todo cuanto acontecía a su alrededor, a la espera de la ansiada señal que confiaba recibir de su madre.

Una mañana, antes de levantarse, oyó desde la cama un timbrazo en la puerta de su casa. Se levantó tan rápido como pudo, y tras calzarse y ponerse un albornoz por encima del pijama, se dirigió hacia la puerta, abriéndola con sigilo. Sin embargo, no encontró a nadie al otro lado.

«¿Pero cómo puede ser?», se preguntó a sí mismo. «Si he oído el timbre con toda claridad…».

De pronto, se acordó de la promesa hecha por su madre, y razonó en voz alta:

─¡La señal! ¡Tiene que tratarse de la señal! ¡Gracias, madre! ─gritó mirando al cielo─. ¡Me ha quitado usted todos mis miedos de un plumazo!

Pero no le duró mucho esta seguridad, pues según iban pasando las horas, comenzó a poner en duda sus propios convencimientos:

«Tal vez haya sido algún vecino o algún comercial que se haya ido por haberme demorado yo demasiado en abrir la puerta. No. Esta señal no me sirve. No es concluyente. Tendré que seguir atento. Mi madre no me fallará».

Otro día, yendo en el autobús junto a una pareja de enamorados, escuchó cómo él le repetía a ella:

─¡Ay, vida! ¡Ay, vida!

De pronto se encendió una luz en el intelecto de Venancio: «¡Hay vida! ¡Hay vida!», se repetía mentalmente. «Claro, es la señal de mi madre: ¡HAY VIDA! Esto sí que es concluyente», intentó convencerse. Aunque según pasaba el tiempo, este convencimiento, tal y como le sucedió la vez anterior, comenzó a resquebrajarse con el peso contundente del pensamiento lógico: «No me sirve. Lo que ese muchacho enamorado decía a su amada es: «¡Ay, vida!». Algo lógico entre enamorados. No. Definitivamente, esto tampoco es una señal. Tendré que seguir atento a los pequeños detalles».

Así, y según pasaban los días, fue desechando una tras otra todas las presuntas señales, que si en un principio le parecían tales, el tiempo y una nueva reconsideración más racional de los hechos, le llevaban siempre a descartarlas como la prueba concluyente de la vida eterna que esperaba obtener de su madre.

Una tarde, Venancio recibió en su casa a través de una empresa de transportes un gran paquete sin remitente. Después de firmar la nota de entrega, se dirigió extrañado a la sala de estar. No podía ni imaginar de qué se trataba, pues no recordaba haber hecho recientemente ningún pedido a ninguna compañía. Tras rasgar, no sin dificultad, con una tijera el envoltorio de cartón que lo protegía, descubrió muy sorprendido su contenido.

Aquello, indudablemente, sí que se trataba de una señal con todas las de la ley. Una señal de dimensiones reglamentarias, incluido su poste de sujeción. Esta:

                                                                                                                                                          

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