Encuentro en los Andes


Llegó por fin a aquella pampa feroz donde asomaban recias las tayancas, unos arbustos que darían nombre a esa comarca empequeñecida por el portento de los andes centrales y que siglos más tarde vestirían con su pequeño verdor la plaza principal, en cuyo centro un círculo pavimentado ilustra lo inevitable que es repetir nuestros propios pasos. Era preciso hacer pascana en ese lugar frío y desolado para arribar después rumbo al Huallaga en plena selva donde otras almas se extraviaban huérfanas de la santa palabra que ese predicador traía consigo y prodigaba en imposiciones de mano y aspersiones benditas. Atrás había quedado el oropel de la Lima virreinal, la suntuosidad de esas primeras carrozas cuyo paso era advertido por quienes desde las discretas celosías de un balcón vestían trajes almidonados con gorgueras de abolengo, y fue evidente para todos que con ese viaje evangelizador la silla del arzobispado de Lima quedaría vacía una vez más.

En su última agotadora jornada Toribio de Mogrovejo atravesó un vado del río Cajas que nace en las punas de la Colorada, allí donde el sol derrama magnánimo sus rayos y funden los hielos en agua cristalina y helada para que este río ondulante en su marcha hacia el Mantaro donde desemboca, dé tregua a la sed de tan desvalidas criaturas que persisten por aquellos invernales parajes. Muy cerca de allí ese solitario sobreviviente de tempestades y barrancos se afincó brevemente entre los lugareños a quienes colmó de muchas obras de caridad con tan profunda huella en esos indómitos corazones que al tiempo quedaría erigida una capilla con el idéntico nombre de Capilla de la Caridad. Entretanto lo precedía su fama de santidad y de ahí es que retomado el viaje rumbo a su próximo destino, Collay, el párroco de este lugar salió a darle la bienvenida junto con otros pobladores, hombres y mujeres que arañaban la tierra para arrancarle sus frutos y quienes hurgaban bajo ella para hacerse del albur enterrado en la forma de mercurio, oro y plata.

El otro nombre del personaje de esta historia se ha extraviado tal vez bajo algún pedrusco huraño a las interrogantes, y las tayancas que medraron por entonces ya fueron arrancadas una y otra vez para barrer con ellas los hornos de pan y los escondrijos de las casas levantadas en arcilla, adobe y otro poco de fe en que se mantuvieran de pie. Solo ha llegado la certeza que las tayancas legaron su nombre al pueblo que pasó a llamarse Tayabamba pero algunos fieles que dieron a perdurar el legendario encuentro señalaron al caserío de Pegoy, a medio camino de Tayabamba y Collay, donde esos hombres de Dios se estrecharon en un abrazo perfecto allende los andes.

Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima capital del virreinato del Perú, entonces ve llegar a lo lejos esa figura diminuta que expectoraron los cerros y que en el transcurso de la distancia fue tomando el vago aspecto de un religioso. Entre ambos se extiende un paraje que libra la batalla para no ser yermo y una cierta inquietud contenida. Pero bajo ese cielo a veces prístino y a veces inhóspito hay algo de extraño en lo que está a punto de pasar. El arzobispo parece no corresponderse a sí mismo y se mantiene imperturbable como si la emoción no pudiera ser mella en él. Otro tanto puede decirse de ese hombre próximo y su andar es ajeno tal cual lo es el de un jinete en una montura que aún no asoma. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca se hizo evidente que la rigidez se les echó encima para despojarles de todo rastro de humanidad. El yeso ha tomado el lugar de las entrañas de ambos; de yeso son sus manos en una irrevocable ademán que no cesa y de yeso son sus labios en perpetuo silencio.

Y es que este fugaz encuentro ya no pertenece más al tiempo que todo lo devora en su mortaja de olvidos sino que ha sido apropiado por la tradición, y la tradición en su noble ingenuidad devuelve a párroco y arzobispo el alborozo compartido, y replicando a cada cual en sendas efigies, los conducen ahora en sus respectivas andas a paso de procesión desde sus lugares de procedencia hasta Pegoy donde vuelven a escenificar el suceso.

Fue nada menos que en 1605 cuando Toribio de Mogrovejo emprendió el tercer y último de los largos viajes de su misión evangelizadora por los rincones más remotos del Perú y más de cuatro siglos después de su paso por aquellas tierras, reanuda el infatigable recorrido. Pero esta vez lo hará con el impulso de unos ocho porteadores que bamboleándose bajo el peso de la nueva existencia del santo, año tras año en el mes de abril emprenden la partida con cientos de devotos y recorren todos juntos los polvorientos caminos, porfían en superar las cuestas, crujen los puentes en lamentos al tránsito de este recargada comitiva mientras debajo las aguas braman su peligro en ciernes, van dejando atrás uno a uno los eucaliptos y los alisos de la ruta cuyas sombras arremolinadas en los vientos pugnan por ser ellas las que resguarden un instante al santo de los destellos del sol, superan el vértigo de un barranco para desafiar a otro, y así, siempre precedidos de un esbelto gallardete que prefigura la Santa Cruz, al coro de una banda de música, el patrón Santo Toribio de Mogrovejo va resuelto hacia su declarado destino.

En dirección opuesta, otros fieles han hecho lo propio con las andas que traen al resurrecto párroco de Collay en igual ceremonia y boato que los andantes de Tayabamba, de modo que sus fervientes marchas coinciden al unísono en Pegoy tal como aquella vez a siglos de distancia ya hicieran en carne propia los ahora precariamente representados en yeso. Una vez encontrados en cierto punto se apela al recurso de que los porteadores de adelante inclinan su lado de las andas hasta casi tocar el suelo con lo cual las imágenes reproducen una reverencia hasta repetirla unas cuantas veces. Entonces con destreza los de Collay giran completamente de modo que dan la espalda a sus pares y emprenden el camino de regreso seguidos muy de cerca por Santo Toribio y los suyos para juntos rememorar el viaje hacia Collay.

Y así con la parda inmensidad de los Andes como fondo, poco a poco el gentío avanza con la sumisión propia de quienes jamás quisieran llegar al final de sus pasos por entre cultivos de trigo, maíz y arvejas, por entre las papas y las ocas sepultadas en la tierra como una esperanza a punto de ser desenterrada por el conjuro de su rezos, con las calabazas y zapallos a diestra y siniestra, rodeados de ollucos milenarios, y aquí y más allá, las vacas y ovejas que pastan a su albedrío les lanzan una enigmática mirada que jamás habrá de ser descifrada por el devenir de los siglos.

Cuenta la leyenda que un puma se arrojó a devorar la mula que trasladaba el equipaje del santo varón y sus bultos quedaron así huérfanos del lomo firme que le ayudara a trepar por esas abruptas serranías. Al enterarse de la desgracia nuestro personaje montó en cólera y demandó que el salvaje fuera llevado ante su adusta presencia. Alguna fuerza sobrenatural doblegó entonces el instinto del felino quien acudió a la cita y allí con similar mansedumbre recibió la reprimenda de Mogrovejo por estropear su misión pastoral que era en consecuencia una voluntad divina. Para reparar tamaño estropicio quedó el puma condenado a tomar el lugar de la mula que yacía descuartizada en sus entrañas, y con un garbo impropio a su condición hubo de arrastrar como pudo el peso de la carga asignada siempre bajo la atenta mirada de su sereno pero inflexible castigador. Solo al llegar a la meta original el puma se libró de tan inaudita tarea y sobre alguna peña elevada con privilegiada vista al cielo tal vez hubo de rugir para increparle a quien correspondía por haber protagonizado ese inverso orden en las leyes de la naturaleza.

Haya sido o no este un extraño privilegio de quien en efecto fue elevado a los altares y por tanto hacedor de prodigios, el hecho es que hay un genuino milagro en la procesión de Santo Toribio y ese es el desborde popular que congrega a cientos de devotos a más de 3200 metros de altura en torno a las sagradas imágenes. Durante el resto del año el tedio se apodera de esas casas románticas que el viajero descubre por la noche desde la serpenteante carretera como luciérnagas que titilan en las faldas de los cerros para resistirse a ser apagadas por la anónima negrura que les cae del firmamento. Pero cuando sobreviene el mes de abril, Tayabamba despierta de la melancolía a la que ha sido arrojada por los torrenciales aguaceros que castigan sus efímeros techos a dos aguas y por el hechizo de sus paisajes que exaltan la contemplación.

La pequeña ciudad entonces se despereza y entra en el frenesí de los preparativos para la fiesta del patrono que a su modo reposa también desde el altar de la iglesia matriz donde unas manos reverenciosas lo depositaron un año atrás de regreso en su visita a Collay. Allí ostenta a modo de corona la mitra arzobispal con esa cúspide triangular erizada al cielo como una plegaria y que en su momento cederá su lugar por un sombrero de ala ancha más propicio para los avatares de la marcha. Igualmente un modesto poncho ocultará en parte del trayecto procesional la majestad de sus prendas que sí conserva en la intimidad del altar, la capa magna que lo empequeñece en tamaño al extenderse bajo los pies y demás ornamentos propios de su jerarquía eclesiástica. Pero de lo que jamás se desprende es de su báculo pastoral, recto en su parte vertical para dirigir a las almas débiles, y enroscado sobre sí mismo en su extremo superior cual señuelo para atraer a los pecadores de regreso al rebaño del Señor.

La mano a punto de sentenciar cuáles cuyes serán sacrificados y cuáles habrán de postergar su terror frente al implacable cuchillo; los penúltimos remiendos a las orlas del vestido multicolor; el escuálido esqueleto del castillo de artificios que pronto olvidará su pudor con los primeros estallidos; ese saxo que se estropeó en un incómodo silencio y se afanan en buscar su reemplazo con el compadre de aquisito no más; la impaciencia que se hunde en los bolsillos del mayordomo; el torero a quien le inquieta un sueño premonitorio; la máscara que acaba de falsear la identidad del danzante en el espejo; el niño pequeño que aprieta la cara en el cristal de la ventana; los chicotes justicieros inmóviles aún en manos de huaris y pobres diablos; los panes y demás ofrendas que van acumulándose para ser llevados en las andas del patrono en un augurio de abundancia; repique de campanas al vuelo pregonando novenas. Despunta el abril en Tayabamba. Y como aquella tierna vez llegó, una vez más, la hora de un formidable encuentro en los Andes.

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