Saco a pasear al perro, no termino de dar la vuelta al parque y ahí, suspendido de lo alto de una casa, encuentro un letrero político de Eduardo Bless. Enseguida olvido ese apellido que de haberlo visto en otra parte creería estar enterándome de una nueva marca de pasta dental, cuando algo más allá doy con una idéntica propaganda y el mismo rostro con aire de devoto elevado a los altares.
La coincidencia del mensaje repetido en mi mente en poco más de un par de minutos de marcha con la mascota, me dio la perspectiva de un pez que acaba de girar en su estrecha pecera. Al fin el vuelo de algún pájaro o un vecino trotador me rescatarían de esa realidad elemental y me abandoné una vez más en el sopor de mis pensamientos, o de ese puñado de ideas que te acompañan cuando pretendes caminar por la ciudad y en verdad eres tan solo un sonámbulo con suerte de no tropezar en los baches del camino.
El perro olisquea una vez más algún arbusto. La correa se arrastra tras de él como una criatura empeñada en ser parte suya. El ritual de buscar la llave en el bolsillo ocurrirá muy pronto. Pero antes de llegar a casa, la promesa del desayuno pendiente anunciándose en mis entrañas cede su lugar al letrero que por tercera vez sale a mi encuentro en la breve ruta mañanera. Bless, el redundante, lo había hecho de nuevo.
Los tentáculos de este márquetin se extendieron todavía más allá. El día de mi cumpleaños creí estar a salvo de los saludos de rigor desconectando el teléfono y sin salir de casa para evitar que algún memorioso diera conmigo en esa fecha que mi conducta solitaria prefiere evitar, cuando se anunció un mensajero. Creí que el remitente podía ser cualquier burócrata cumpliendo su trabajo mecánicamente, pero en lugar de eso terminé recibiendo una irresistible barra de chocolate al tiempo que del otro lado de la reja quien me lo alcanzaba, con una sensualidad que casi competía con la golosina, me deslizó la frase: “De parte de Eduardo Bless”. Aquella vez el ancestral sabor del chocolate llenando de fiesta mi paladar apaciguó mi convicción de que ese pertinaz candidato me hallaría incluso debajo de las piedras.
Otro tanto sucedió en los actos de celebración por la fundación del barrio donde crecí. A todo a quien me encontré, sabía quién era, o recordaba haberlo visto, o en el largo tiempo transcurrido tuve un indicio personal de su existencia o lo tuvieron de mí. Así anduve hora tras hora en esa fiesta barrial redescubriendo lo ya conocido, hasta que se acercó una vecina para presentarme al fin un rostro nuevo en mi limitado círculo social.
Podía en efecto ser cualquier alma del ancho y ajeno mundo, desde la veneca descomunal con la que fantaseo en mis noches de macho solitario, hasta un boticario que gusta de enumerar los ingredientes de mejunjes aun fuera de las páginas de la medicina oficial. Pero no. De toda esa impredecible granja de personajes con sus interrogantes por ser reveladas, la vecina que se acercaba hacia mí para presentarme a un perfecto desconocido terminó, cómo no, trayéndome a… Eduardo Bless.
Y sí pues, dicen que el mundo es un pañuelo. Pero hasta ahora nadie me había advertido que ese pañuelo podría tener el desenlace de esos «thrillers» en que por más que la víctima se escabulla de su persecutor terminará por encontrarlo, salvo que esta vez la hospitalidad de un parque y la multitudinaria compañía de los míos disimularon en algo tan ineludible trance. Bless, el redundante, y ahora también el ubicuo, había brotado de los letreros publicitarios para aparecer en cuerpo y alma como si la perpetua sonrisa donde aparecía sereno e inmóvil no fuera suficiente de convencerte personalmente que en verdad, sí tiene buen dentista.
Tal ha sido hasta ahora la historia entre este contribuyente del distrito de San Miguel y el candidato a la alcaldía porfiado en acompañarte con una implacable presencia que ya quisieran tener muchos novios tóxicos. Pero desde luego el suyo es un acompañamiento que si bien tiene la impunidad del spam en tu bandeja de correo, en algún momento terminas devolviendo una mirada compasiva a ese par de ojos de los avisos que no son otra cosa que una discreta súplica ciudadana. De pronto una parte de ti alcanza a solidarizarse con tan onerosos gastos de la campaña publicitaria y lo obsceno que sería ver cómo esos fajos de billetes de origen dudoso van al tacho junto con todos los demás esfuerzos estériles.
En cuanto a mí, supongo que he de caer bajo ese influjo y por tanto es probable que en adelante pasee a mi mascota sin los sobresaltos que he narrado, y llegue a tomar como natural que Dios y el candidato con apellido de marca de pasta de dientes contemplen mis pasos, aunque considerando la cantidad de letreros a su favor, quizá el orden para citar el tamaño de esta actitud contemplativa sea en primer lugar el de la autoridad en ciernes antes de aquel que todo lo ve.
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