Esto va a ser difícil. Seguro.
Porque antes de explicar cómo me siento y por qué, necesito dar algo de contexto.
Hace unos meses saqué a la superficie historias, anécdotas, cosas no demasiado bonitas que pasaron en mi adolescencia. Y lloré mucho. Estuve mucho tiempo pensando en cómo enfocar ese tema en mi vida, y cada vez que lo pensaba, lloraba. Concretamente, un lunes lloré mucho fregando los platos. Simplemente por pensar en «lo que pasó aquella vez que…». Hace unos meses le conté a una persona todo aquello. Y cómo, por unas cosas o por otras, escribir me salvó de un abismo muy oscuro.
Porque, y creo que es la primera vez que me atrevo a publicar algo así (si es que al final le doy al botón de «publicar»), hubo una época en la que tan solo era «la gorda que escribía en los recreos», o «la friki a la que le gustaba escribir».
Escribir fue durante muchos meses mi salvoconducto. No tenía ilusión por nada más, aunque creo que si leo textos de aquella época, la principal ilusión era que todo acabase de una vez y empezar de cero en cualquier otro sitio.
Fueron unos meses muy jodidos. Llegaba al instituto, me sentaba en mi mesa al fondo de la clase para pasar desapercibida. Y cuando la cosa desmadraba y no se daba clase, me metía en mi burbuja, arrancaba un papel del cuaderno y empezaba a escribir.
Tuve miedo. Joder, tuve mucho miedo. De que esa fuera la tónica de mi vida para siempre. Sentarme en un rincón, pasar desapercibida salvo cuando aquellos que me odiaban, o eso creía yo, se daban cuenta de que estaba ahí y me insultaban y se reían de mí.
Si no has vivido algo así, algo parecido o algo peor, dudo que entiendas el miedo que se pasa cuando ese es tu rol en un grupo social: el blanco de los insultos, la impopular, la solitaria… la friki.
Ese año me sentí realmente sola. Aunque no me gusta decir que me sentía sola porque eso puede tener una connotación de culpa que, sinceramente, me gusta más bien poco. Ese año estuve sola.
Han pasado la friolera de diez años desde que pasó todo aquello. Así que si ibas a clase conmigo hace diez años y estás leyendo esto, ¡sorpresa! Puede que me refiera a ti en alguna de estas líneas. Porque, aunque tú no hicieras nada, no basta con insultar para ser cómplice de esto. Verlo y callar, ver sufrir a una persona y no hacer nada. Hostia, eso es algo muy cobarde. Y puedes pensar que la cobarde era yo por no levantar la voz, pero (y esto lo pienso ahora y solo ahora) fui muy valiente por aguantar con la cabeza gacha, sonriendo cuando alguien me preguntaba cómo estaba e intentando salir por mí misma de ahí. Pero durante cuántos años me habré culpado por esto.
A lo que iba.
Que han pasado diez años de aquellos días en los que sufrí tanto. Y mi vida… madre mía, mi yo de entonces no habría sido capaz de soñar mi vida de hoy.
Uf. Puedo jurar que me tiemblan las manos al escribir, ¿cómo se hace esto?
Para empezar, estaba escuchando música y he tenido la obligación de parar. Sentarme en silencio y seguir escribiendo.
¿Que por qué te cuento lo que hago, cómo escribo o en qué punto del texto quito la música? ¿Para que empatices? Por ejemplo.
Que mi vida ha dado un vuelco. Mirar atrás da vértigo por haber vivido todo lo que he vivido. Y por haber llegado hasta aquí diez años después.
Hace unos meses tuve la suerte de encontrar mi lugar. Ese que parecía no existir hace diez años, que no era capaz de imaginar sentada al fondo de la clase y escribiendo una historia en la que la protagonista era querida por quienes la rodeaban. No era capaz de imaginarlo hace diez años, pero desde hace unos meses estoy rodeada de un grupo de gente maravillosa que me quiere. (Parada para respirar, beber agua y limpiarme un par de lágrimas).
Hace unos meses hice un viaje en coche que me cambió la vida. Más allá de lo que puede cambiar una vida en diez años, lo que pasó el fin de semana de ese «hace unos meses» me hizo dar un giro tan brutal que acojona. Hace unos meses, después de más de un año soñándolo, viví un fin de semana sin ser «la friki», sino siendo «una más» dentro de un grupo de frikis. Un grupo de frikis que resuelven cubos de rubik en todas sus modalidades y versiones. Y esa es una de las cosas frikis más frikis que te puedes encontrar.
Vuelvo al pasado un momento. Diez años atrás. Cuando eres «la friki» dentro de un grupo de personas normales, eres «la friki» y ya está. En mi caso, era la que escribía en los recreos. La que escribía en los recreos y la gorda. Suelo recordar con cariño a un profesor que se reía de sus defectos (¿acaso hay mayor virtud?), y la verdad es que le admiraba más de lo que en su momento me hubiera gustado admitir. Pero yo, a pesar de dedicar mis ratos libres a hacer lo que más me gustaba (y, ojo, lo que más me sigue gustando), me sentía un poco culpable y lo veía un defecto. ¿Un defecto? ¿El qué, encontrar una pasión con dieciséis años? ¡Si es todo un logro!
Cuando, el verano pasado, hablé con esta persona sobre aquella época de mi vida, durante la charla olvidé absolutamente todo lo demás. Y me sentí igual de pequeñita que me sentía con dieciséis años, sentada al fondo de la clase y arrancando páginas del cuaderno para escapar. Y me sentía juzgada aunque en sus ojos lo último que se podría ver eran los ojos de alguien juzgando. La empatía y la comprensión con la que me trató esta persona al hablar de mi yo de dieciséis años que escribía en los recreos no es comparable a nada, y creo que en parte me quitó una losa muy grande que llevaba diez años a mi espalda. Aunque ahora lo recuerdo y vuelvo a llorar (sí, estoy llorando) y me arrepienta un poco de haber comenzado a escribir, porque me empieza a dar miedo publicar esto. Así que mejor vuelvo a lo bonito.
El cubo de rubik. Un juguete de menos de 6 centímetros por 6 centímetros. Ese es mi lugar. Un juguete que me ha dado una casa y una familia que me quiere tal como soy, sin filtros, sin los miedos que tenía hace diez años pero con la pesada carga de haberlos tenido.
El cubo de rubik es una cosa realmente pequeña, pero que a mí me ha dado algo muy grande. Un lugar seguro. Un lugar al que volver cuando las cosas van mal, cuando todo parece estar desmoronándose, un álbum de recuerdos y de abrazos, y de gente dedicándome sonrisas sinceras (a mí, a la chica gorda que escribía en los recreos y en las clases de matemáticas), y un lugar de luz cuando todo está oscuro. Eso es para mí el cubo de rubik.
Y hace tan solo unos días, no sé si han pasado ya un par de semanas, hice una reflexión que me hizo un poco de daño. ¿Y si hace diez años hubiera sabido resolver el cubo de rubik? ¿Y si hace diez años ya estuviera en mi vida toda la gente que está hoy día y que, para mí, es ese faro que lo ilumina todo? ¿Qué habría sido de la chica solitaria, de «la friki» que escribía en los recreos?
Puede que esa chica hubiera tenido un lugar seguro al que volver de vez en cuando. Puede que hubiera ganado seguridad y confianza en sí misma, que hubiera levantado la voz en lugar de bajar la cabeza. Esa chica sabría que fuera tenía una familia que la esperaba.
Pero (y esta fue la parte de la reflexión que más daño me hizo) para toda aquella gente para la que era «la friki, la gorda y la que malgasta sus recreos en la biblioteca escribiendo», tan solo habría sido «la friki, la gorda, la que escribe en los recreos y la que hace cubos de rubik».
No he dejado de temblar. Casi no he sido capaz de dejar de llorar. Y aún tengo un nudo en la garganta desde la primera vez que escribí la palabra «gorda» a lo largo de este texto (y lo he escrito seis). Quizá porque es una palabra con una connotación muy dañina, aunque no es más que un adjetivo descriptivo, y porque a lo largo de los años ha sido uno de los grandes insultos que he recibido. Uf, duele, eh. Es la primera vez que escribo esto en crudo y duele (mucho).
Creo que la conclusión de este texto es que algo tan bonito y tan mágico como es mi familia cubera no habría cambiado nada de mi vida en el instituto. No me habría hecho sentir más popular (¿para qué?) ni menos invisible (no, gracias), ni me habría hecho sentarme en primera fila e intervenir en los debates absurdos que se generaban día sí, día también. No. Aun con esa familia, aun con la vida tan maravillosa que tengo ahora, habría sido la rara, «la friki».
He parado y he releído el texto dos veces antes de seguir, porque odio repetirme y creo que lo voy a hacer si no paro un minuto a recapitular.
Que tampoco sé qué tiene de malo ser «la friki». Yo era friki porque escribía. Escribía, ¿y? Escribía y leía porque era lo que me daba alas, lo que me hacía imaginarme fuera de ahí. A día de hoy, siendo «la friki» en muchos de mis grupos sociales pero sintiéndome una más en mi grupo de frikis, ya no siento que necesito escapar. No voy a decir que han sanado todas las heridas porque, uf, sería mentira. Esas heridas no van a sanar nunca, por muchos abrazos sinceros que reciba una vez cada dos meses. Pero lo que sí puedo (y quiero) conseguir es dejar de sentir que la palabra «friki», y lo mismo me pasa con la palabra «gorda», es un insulto. Porque cuando una cosa tan pequeña te da algo tan grande, no veo el carácter peyorativo que puede tener una palabra que, simplemente, te asocia a una pasión.
Dos de mis grandes pasiones son escribir y los cubos de rubik. Una de ellas me salvó la vida hace diez años. La otra, me la salva cada día cuando miro a mi alrededor o cuando echo un vistazo a mi pasado. Así que sí. Sigo siendo «la friki». Y a mucha honra.
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