Cada día pasaba por la residencia a la misma hora. En un intento por batir mi propio récord, nunca me había detenido lo suficiente para ver bien su cara: el rostro de uno de los ancianos con los que me cruzaba cada día que iba a entrenar. El hombre dedicaba las mañanas a la lectura de un diario sentado en una mesa, junto a la puerta de la clínica. Alguna vez me había preguntado cómo sería mi vida en una residencia. Me encontraba justo en el meridiano de la vida (algunos dirían que ya lo había sobrepasado), pero no creo que sea tan importante mi edad en la historia que os quiero contar.

¿Por qué tendría tanta prisa?, se preguntaba Miguel, el nonagenario y más veterano de los residentes de la clínica ‘La Esperanza’. Al principio le hizo gracia el nombre del lugar en el que iba a pasar los últimos años de su vida. Muerta su mujer y sus hijos en paradero desconocido, pensó que la residencia era la mejor opción. Hoy no lo tiene tan claro. No por los cuidados que le prestan, no tiene queja. Comparado con el rancho que le servían en la guerra, la comida en ‘La Esperanza’ era manjar divino. Como tenía por costumbre, se encontraba sentado en la pequeña y única mesa que daba a la calle. A pesar de que no dejaba de mirar la sección de necrológicas de La Vanguardia (una de sus aficiones), no perdía de vista al joven (bueno, quizá no tan joven), que pasaba por su lado cada día.

Hacía años que no iba al cementerio a visitar la tumba de mis padres. La muerte siempre había sido una de mis asignaturas pendientes. Me visitaba tanto en verano como en primavera, no esperaba ni a la melancolía del otoño, ni al frío invierno. Ahora que llegaba la Navidad, con ella regresaban ‘los que no están’. Enfilaba la cuesta cuando noté un dolor en el pecho. Lo último que vi antes de caer al suelo fue al viejo, como cada día, ojeando su diario.

La última noche Miguel no había podido dormir. Las pesadillas solían visitarle en aquellos momentos en los que echaba de menos aquello que ahora no tenía. Como el telediario, los sueños le recordaban su vida. Sin mucho alarde tecnológico ni marcada ideología, como si se trataran de los informativos de la 2. Pensaba que este año iba a estar preparado para el gran momento. No le iba a pillar por sorpresa como a su vecino de habitación, que murió sin tener la delicadeza de despertarle siquiera. Las doce y media. Tiene que aparecer en tres, dos, uno… Sus ojos se dirigieron hacia la cuesta que tenía enfrente. Fue entonces cuando sintió el cortocircuito que iba a llevarle a emprender un viaje inesperado.

—No estoy para bromas, Miguel —me dijo la enfermera en tono de advertencia—. Ni se te ocurra morirte en mi turno. ¡Hoy es Navidad!

Empecé a abrir los ojos, pero no sabía muy bien ni dónde me encontraba ni quién era aquella mujer. ¿Estarían faltos de ángeles en el más allá y me recibía aquella mujer de figura tan grotesca?

—Ya sé que no soy tu tipo, Miguel… Pero mis padres rompieron el molde con mi hermana.

Eché una mirada a la cama donde me encontraba. La habitación era tan simple como yo: una cama, una mesita y la edición del 24 de diciembre de La Vanguardia. ¿Estaría soñando? Lo último que recordaba era sentir un dolor agudo en el pecho. Quizá me había esforzado mucho ese día al querer batir mi récord. No sería hasta que la enfermera me preguntó si quería afeitarme, cuando empecé a preocuparme.

Cuando notó que podía caminar, Miguel estuvo a punto de volver a creer en Dios (el pensamiento duró tan solo un momento). No había caminado sin andador desde hacía más de un año, y lo de subir una cuesta era como ser el protagonista de una película de ciencia ficción. ¿Qué le estaba pasando?, pensó mientras dejaba atrás a un mozalbete de menos de veinte años. Los pies iban solos como si alguien los hubiera programado con antelación. Empezó a descubrir el barrio en el que había vivido los últimos cinco años y del que tan sólo conocía la cuesta que se encontraba frente a la puerta de ‘La Esperanza’. ¡Igual la he palmado!, imaginó. A pesar de lo que dicen los curas, el purgatorio no es tan malo como lo pintan. A lo lejos escuchaba el sonido del autobús, el claxon de algún coche y el llanto de un recién nacido. Y siguió caminando.

La comida de Navidad en la residencia distaba mucho del pavo y de los langostinos que me mostraban todas las cadenas de televisión. La residencia de ‘La Esperanza’ era pública y a pesar de no perder la ‘esperanza’, el catering no era como para echar cohetes. Estaba sentado en una mesa para seis. Miré a mis compañeros de mesa. Parecían sacados de un documental del National Geographic. Por no mover no movían ni los labios al comer. La palabra no era uno de mis puntos fuertes, pero siempre supe que mi verdadera profesión era la de payaso. Y no me faltaba razón. Desde que me corté las cejas en una clase de primaria, mis hazañas hubieron dado de qué hablar hasta en El Caso. Lo malo era que mi ‘nuevo’ cuerpo no me dejaba muchas opciones para animar la sobremesa, así que empecé por algo sencillo.

—Esta noche ha estado animada la cosa en tu cuarto—le dije a la anciana que tenía enfrente—. ¿Te han traído ya tus nietos el regalo ese que anuncian en la tele?

Margarita estuvo a punto de sufrir un corte de digestión. Miguel no le había hablado en los cinco años que llevaban sentados en la misma mesa. La primera reacción fue la de arrearme un bofetón. Pero lo pensó mejor.

—Si quieres te lo puedo prestar —me dijo Margarita con el iris iluminado por primera vez desde hacía mucho tiempo.

Sin saber cómo, supo hacia donde se dirigía. Su mujer seguro que le mata, pensó. Cuando entró en casa del ‘joven’ le recordaron que hoy recibía a su familia a comer y que llegaba tarde. Como siempre. La comida de Navidad empezaba a las tres y media. La dama se sorprendió cuando Miguel le dio un beso nada más abrir la puerta. ¡Hacía tanto tiempo que no sentía los labios de una mujer! Pensó que la experiencia era un grado. Así que le dijo aquello que tantas veces había querido decirle a su mujer y tan pocas le había dicho.

—Te quiero.

— ¿A ti qué te pasa…? No estarás enfermo, ¿verdad? —le contestó la mujer con cara de no entender nada.

La comida fue inolvidable. Miguel habló poco, recuerda. Pero no dejó de reír en toda la sobremesa. Conoció a uno de ‘sus’ sobrinos. La hermana del joven le llamaba ‘café con leche’, porque tenía un color de piel que recordaba al atardecer. Todos se sorprendieron cuando Miguel quiso coger al bebé. Su hermana le vigilaba creyendo que se le iba a escapar de entre los dedos. Pero la artritis le había dejado de doler hacía tiempo. Miguel lo abrazó de la misma manera que recordaba haber abrazado a sus hijos al nacer.

Las campanas de la Puerta del Sol anunciaban los cuartos que preceden al fin de año. La gente, en la plaza, celebraba la entrada del nuevo año. 2019 había sido un año duro, pensaban muchos. En el amor. En el trabajo. La primera campanada que anunciaba el cambio de año sonó y el rugir y la fiesta se hicieron todo uno.

Miré a mi mujer sin saber bien cómo explicarle dónde había estado los últimos seis días, aunque quizá ella ni lo notó…, pensé. Mientras retransmitían el cambio de año a través del televisor, la abracé con fuerza.

Miguel y su nueva amiga Margarita brindaron con sus copas de limonada (el médico de guardia es a lo máximo que accedió sabiendo que ambos eran diabéticos).

—Seguro que será un gran año —dijo Miguel mientras brindaban.

—Va a ser un año alucinante —le susurré al oído a mi mujer. Ni qué decir tiene que ni Miguel ni el joven se hubieran ganado la vida como adivinos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS