La tarde venía cargada con la lluvia y en el reflejo de aquella ventana me sentí rendido, con los codos en la mesa, las manos aferradas a la cara y con la mirada queriendo abrazarla.

Ocultando mi sonrisa idiota tras el vapor del café, como una suerte a contraluz, te observaba con la paciencia de quien ha sido criado para esperar siempre lo peor.

Tras esos labios que escondían un deje de tristeza y aquellos ojos cansados pero brillantes como granate caí perdido en un abismo de mariposas. 

¿Qué nos llevó a estar en la misma mesa, cuantos segundos lleva a una persona a recuperar su cordura y sentir su lado mas humano?

Los comensales ingresaban uno a uno, llenando el vacío de aquel bar. El ruido a estática que recorría mis oídos solo aminoraba con cada palabra de su azarosa lengua.

Deseando lo imposible revolví el café hasta ahogar cada una de mis intenciones, el dulce aroma de lo inevitable aceleraba las agujas al compas de mis latidos.

«Quince segundos, es todo lo que necesito para que sientas este mar de júbilo que encierra mi garganta, en cada pausa, en cada esquina donde las luces de las farolas alumbran nuestras heridas abiertas, quiero cerrar, cicatrizar cada uno de tus sueños y que entiendas, como las lágrimas solo sirven para salar la tierra»

Como cadenas a un pobre perro tensé mis labios y los dirigí hacia nuestra partida, cargado con un silencio abrumador, tendí mi sueños en tu adiós y me dirigí a la parada del colectivo. Asolando cada rincón de mi cabeza, pacté a mis adentros mientras palpaba mi locura.

 No quiero ser como el resto.

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