Llega un momento en que uno se cansa de las mentiras simples, las sonrisas comprometidas, el decir sin recibir respuestas acordes y de palabras tiradas al viento como si no fueran a causar la más mínima repercusión.
La soledad tiene un precio muy difícil de pagar, es un camino que no tiene un destino concreto, quizás sólo se trate de caminar hacia adelante esperando llegar a alguna parte, tal vez es la simple verdad de que no hay verdades, ni soluciones, ni respuestas a algunas preguntas. Es muy doloroso aceptar los errores, hacerse cargo de que si muchos han dado la espalda, los errores son propios, la falta de empatía y de resiliencia la puso uno mismo y no hay nada que reclamar.
Hay dolores de cabeza que calman únicamente dejando de perder el tiempo, ese tesoro inmenso que pocos saben valorar. No buscar una carcajada en palabras del otro ni quererlas provocar, sino sacar una mínima mueca en un rostro querido que demuestre presencia.
Llega un momento en que los pies se cansan de ir a ningún lado y aunque las manos vayan tranquilas en los bolsillo, el frío se siente con más intensidad; la mirada pasa de ir fija en la línea amarilla de esa ruta zigzagueante y se mira a los costados, aunque descubriendo que lo único que existe son algunas manos que saludan mientras te ven pasar (algunas muy conocidas, otras no tanto). Algunos no se limitan a decir “adiós”, pues se animan a acompañarte algunos kilómetros a la par e intentan convencerte de volver, de cambiar el horizonte por otro que quizás es tan infinito e incierto como el anterior. Te toma del brazo, hace fuerza para llevarte, pero no lo logra porque la tozudez no tiene límites a veces.
Pero quien se cansa de tirar, de pedir, de sugerir y hasta de suplicar, ya no vuelve y se va a vivir su propio camino.
Lo más duro del olvido no es sentir que te olvidaron, sino lograr olvidar.
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