-Dos claves: Una, si me sigues, revientas. Dos, si te alejas, me pierdes- Eso me dijo luego de estar tres horas charlando en “Broches Rock”. Se había tomado prácticamente todo lo que aparecía en la cuenta. Por el contrario, yo, peligrosamente sobrio, me devanaba el cerebro intentando comprender su sentencia. Me hacía falta lo que no había tomado. Ella, mientras tanto, dejaba ver la mitad de su rostro limado por el poder que tenía. Sabía que controlaba la situación y que sin importar cuál fuera mi decisión, estaría buscándola nuevamente en el antro cultural la semana siguiente.

Por un momento, sentí que entre el placer y el dolor no había mucha distancia. Que el primero te enfiesta y te embriaga para luego revolcarte en la misma cochera de tu desorden emocional. Y el segundo, te revuelca primero y luego te tortura haciéndote buscar placer para olvidar. Las dos serpientes que se muerden la cola mutuamente en La Historia Interminable de Ende, se hacían majestuosamente evidentes para mí.

-Bueno, me voy. El que piensa, pierde- me dijo mientras palmeaba su cola, un tanto sucia por el andén donde aguardaba mi respuesta.

-No, relájate.- le contesté, poniéndome de pie y llamando con mis ojos a los suyos. Como asaltado por un sentimiento, le pregunté: –¿Qué diferencia hay entre el comienzo y el final? Los dos son umbrales que conducen a lo desconocido ¿no? Antes del inicio está la nada y en ella no sabemos, no conocemos. Al final, estamos igual. Entrando a lo incierto. ¿Qué diferencia puede haber entonces entre reventar o perderte?-

Algo cambió en su mirada en ese momento. Lo que parecía poder se había transformado en curiosidad. Quizá le llamó la atención el hecho de que no cayera desesperado a su boca, pausando el juego de los labios y la lengua para decir: “reviento, llévame contigo”. Tal vez viera en mí a un ser raro, frenético, muy cercano a la locura o a la estupidez, porque ¿quién demonios habla del comienzo y el final en el lúdico y placentero momento previo al sexo?

Media hora más tarde, me encontraba caminando por las desoladas calles del centro, viendo el pálido amanecer tras los edificios mugrientos. El frío me hacía rechinar los dientes y maldecir la respuesta que hacía un rato le había dado a ella y que me había privado de estar en una cama, con sábanas blancas, sudando junto a ella las gotas de un placer ocasional y doloroso por la misma naturaleza efímera de los sentimientos. Dolor, Dolor. Eso viene después- Me dije, como un acto de extremar y justificar mi respuesta – pero qué frío tan hijueputa.

Su mirada seguía clavada en mi curiosidad. No. Eso no significaba. No le había producido decepción. -Pensé en voz alta. Me estaba convenciendo de una nueva versión de los hechos. Ella se había ido alejando, lentamente, después de mi respuesta que también era una pregunta. Quizá, cuando vuelva encontrarme con ella, habría posibilidad de hablar sobre el asunto. –Es más, puede que quiera responderme o decirme algo– concluí.

Dos semanas más tarde, fastidiado por el humor del trabajo y las carreras inútiles, volví a “Broches Rock”. Tenía la corazonada de encontrarla. Había pedido una canción de Queen y una cerveza, cuando la silla solitaria que acompañaba mi mesa se vio ocupada por una mano que la halaba:

¿Está libre, hermano?-. Frente a mi estaba de pie un tipo de unos dos metros de altura que venía de la mano de una mujer y que necesitaba una silla de más.

-Claro viejo, llévesela– le contesté. Las cosas deben ser de quién las necesita. Sin embargo, la mesa donde me encontraba, ahora sin silla para que alguien más se sentara, auguraba soledad. Hacía mi mejor esfuerzo por no caer en la interpretación de las señales de la vida. No obstante, sucumbí. Me invadía el sin sentido y la certeza de que ella no vendría.

Apenas terminó la canción, afané la cerveza y salí a la calle. Caminé hasta una panadería cercana y opte por sentarme. El lugar era delicioso. El horno despedía las últimas horneadas del día acompañadas por un calor reconfortante. Pedí un tinto y me senté. Frente a mí, cerca al techo, estaba encendido un televisor. Transmitían las noticias de la noche. Casi me desbarato de la sorpresa cuando vi la imagen de la mujer en la pantalla. Era una noticia sobre ella. Aparecía con su rostro poderoso, el cabello cubriendo la impetuosidad de sus ojos. Caminaba acompañada por una multitud de policías. La señalaban como una terrible delincuente, perturbadora del orden público y del estado de paz general. Sólo en ese momento entendí todo lo que había pasado. Sus dos claves, no eran, como me lo había imaginado, la invitación a un amanecer de sexo y dolor. O por lo menos, no se refería a ello únicamente. Era mucho más que eso. Era una declaración de vida y la conciencia pura de la muerte. Era la dualidad e inevitabilidad de los caminos. Era la cachetada para entender que cualquier cosa que decidimos hacer o llevar a cabo exige todo de nosotros, porque la humanidad es lo que hace y en ese hacer está puesta la condición completa de su ser, su vida y su muerte. Si decidía seguirla, era tomar un camino seguro de mí, de estar dispuesto a avanzar con ella sin importar lo que pasara. Si me alejaba, era porque no estaba dispuesto a llegar lejos, por eso la perdía. Todo era evidente y sincero y yo lo había visto como un juego, como una de esas cartas que buscamos cuando vas y te revuelcas en un bar, esperando que el dolor se esfume por la fogosidad del placer. El sacrificio de tu vida, puesta en el altar de cualquiera de los dioses de la resaca.

Mi respuesta no fue clara. Fue un abismo. ¿Quién se queda a seguir hablando? No tenía nada más que escuchar de mí, por eso se fue. Se alejó, lentamente, dejando ver una que otra vez el filo de su rostro tranquilo y poderoso, segura de sí y con sus dos claves en la mirada.

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