Honorato descendió del tren con un gesto muy malhumorado; no daba crédito a la situación que desde hacía seis meses se había enquistado en el inicio de su rutina diaria, y que se le había vuelto ya insoportable.
─¡Me cago en el destino! ─balbuceaba─. ¡Yo, Honorato Sánchez Salgado, me cago en el destino, y como que hay dios que lo cambio!
Honorato era un hombre de mediana edad. Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba once cogiendo cada día el mismo tranvía. Ese que partía de la localidad en la que residía a las siete y media de la mañana, y le transportaba después de un trayecto de apenas cuarenta minutos al pueblo en el que trabajaba como operario en una empresa maderera.
Se consideraba agraciado por tener el turno matutino, pues saliendo del trabajo a la 15:30 horas, comía de menú en un restaurante obrero cercano a la fábrica, y aún le quedaba tiempo para sacarle, como él decía, petróleo a la tarde. Disfrutaba plenamente de todas sus aficiones, y como además era un hombre soltero, carecía de obligaciones familiares que le restasen tiempo para poder realizarlas. Sin embargo, ese lunes resolvió dar un giro de 180 grados a su situación.
Todo se inició seis meses atrás, cuando en el mismo convoy que le trasladaba hasta su trabajo comenzó a subir diariamente una mujer vestida de negro, extremadamente anciana. Podría aparentar con facilidad al menos cien años. Su rostro estaba increíblemente arrugado, sus ojos, hundidos de forma exagerada, y sus mandíbulas, desdentadas y en constante movimiento, como si nunca cesaran de masticar, le daban una apariencia de inusitada delgadez. Se la conocía por el sobrenombre de la Manchega, en razón de su origen, y viajaba acompañada de otra mujer muy gruesa, de unos cincuenta y cinco años, que era su hija Jacinta, y por el marido de esta, don Arturo, un sesentón de baja estatura y muy poco agraciado físicamente que casi siempre permanecía callado, como si consciente de su desaliño, quisiera pasar desapercibido. Acudían a trabajar a un pueblo situado dos estaciones más allá de donde descendía Honorato, y llevaban a la anciana a un centro de día para personas mayores situado en dicho pueblo.
Tras tomar asiento al lado de Honorato, la anciana, levantando su mano derecha, masculló de forma ininteligible:
─¡Un chiste, un chiste! ─y de su boca surgió una verborrea casi incomprensible.
Honorato se quedó perplejo. Inmóvil. Sin saber qué hacer ni qué decir. No había entendido absolutamente nada. Ante esto, Jacinta le instó:
─¡Ríase, por favor! ¡Ríase! Sígale el juego, que le hará mucha ilusión.
El hombre, dándose cuenta de la situación, emitió una serie de carcajadas forzadas a las que se unieron a coro las de los dos familiares de la Manchega, que con gran satisfacción ante esta respuesta entusiasta, se apresuró a insistir:
─¡Otro chiste, otro chiste!
La historia se repitió, no una ni dos veces, sino decenas de veces en decenas de días, pues en cuanto le veían subir al tren, acudían presurosos hasta los asientos contiguos al suyo arrastrados por la vieja.
Además, Honorato, no solo debía cargar con eso. Tenía que soportar las indiscretas burlas de un hombre algo más joven que él, trajeado, con aire de ejecutivo, que acompañado de su inseparable maletín negro se sentaba cada mañana muy cerca de ellos, como no queriéndose perder el espectáculo.
Honorato intentó más de una vez, aunque con escaso éxito, desviar la rutinaria dinámica de la Manchega hacia dicho pasajero.
─¡Fíjese en la pinta que tiene el financiero ese!
Pero no obtenía más respuesta de la mujer que su temida proposición.
─¡Otro chiste, otro chiste!
No se pueden ni imaginar el desgaste psicológico que con el paso del tiempo provocó esta situación en Honorato. No era capaz de negarse a seguirles el juego, y la ansiedad que le provocaba el sentirse obligado a fingir aquella risa falsa, había llegado a tal extremo que se le hacían más insoportables los cuarenta minutos de trayecto que las siete horas de su jornada laboral.
La gota que colmó el vaso se produjo esa misma mañana, cuando Honorato vio a Jacinta en el andén de la estación hecha un mar de lágrimas y vestida de riguroso luto. Recibía las condolencias de algunos conocidos. Honorato se acercó a ella.
─Lo siento mucho. Reciba mis condolencias. Consuélese con la idea de que la pobre vivió más de lo que vamos a vivir nosotros.
─No ─respondió Jacinta─. Si el que se murió el sábado de forma repentina fue mi marido. Mi madre está sentada en el tren. Suba y hágale un poco de compañía.
Honorato accedió al vagón convencido de que aquel sería el último viaje en el que tendría que aguantar a la Manchega, a su hija y al financiero.
Llegó a la empresa decidido a cambiar su suerte con aquella resolución que había ido madurando por el camino. Subió a las oficinas y solicitó que se le tramitara a la mayor urgencia un cambio de turno.
─A partir de mañana mismo, si puede ser ─suplicó.
No hubo problemas en satisfacer su petición, pues los candidatos a trabajar en el turno de mañana eran bastante más numerosos que los de tarde, y aunque tendría que reorganizar su vida e incluso renunciar algunas actividades, al menos acabaría definitivamente con esa pesadilla que le estaba atenazando durante los últimos meses.
«Todo será cuestión de acostumbrarse», se consoló.
Honorato subió al tren el primer día de su nueva jornada. Le parecía increíble la paz que se respiraba en el interior del convoy. Apenas una ocupación del 25% y un silencio casi absoluto. El trayecto se le hizo extremadamente corto en comparación con el de los días precedentes. Algo más pesada se le hizo la jornada de trabajo.
«Será cuestión de acostumbrarse», se volvió a repetir a sí mismo.
Tomó el tranvía de regreso sobre las 22:30 horas, pero entonces: «¡Santo dios! ¡No puede ser verdad! ¡Tiene que tratarse de una pesadilla!».
Del otro extremo del vagón escuchó la inconfundible y execrable voz de la vieja que jalando de su hija se acercaba hasta él gritando:
─¡Amigo, un chiste, un chiste!
─¡La concha de la madre que las parió! ¡Mire! ─¡respondió encolerizado─. ¡Ni soy su amigo ni me interesan una mierda sus horribles chistes! ¡Vayan a amargar la vida a otro imbécil! ¡Que haya tenido que cambiar mi turno para esto! ¡A la gente como ustedes no tendrían que dejarle ni salir de casa!
La Manchega y su hija se quedaron atónitas ante la volcánica reacción de Honorato. Tras unos segundos de confusión, la anciana balbuceó con jocosidad ─¡otro en el bote, otro en el bote!, ─y desaparecieron de la vista de Honorato.
No tardaron mucho en recuperarse anímicamente de su rechazo, pues dos días más tarde Honorato oyó cómo a unos metros de él su misma historia se repetía con algún otro infortunado.
Los días transcurrieron sin mayor novedad, hasta que pasados tres meses Honorato escuchó una fuerte algarabía, no exenta de palabrotas y juramentos, en otro vagón contiguo al suyo. Giró la cabeza y reconoció la detestable voz de la Manchega gritando con aire victorioso:
─¡Otro en el bote, otro en el bote!
Una vez bajaron al andén, se acercó a ellas y les espetó:
─Ya veo que tienen otra pobre víctima en su haber─. ¡Quién habrá sido el desgraciado…!
La Manchega rompió en una impresionante carcajada, mientras se jactaba llena de alborozo:
─¡El financiero! ¡El financiero!
Honorato esbozó su primera sonrisa sincera desde hacía mucho tiempo, y desde lo más hondo de sí, pensó: «¡Que le den por culo al financiero! Por hijoputa!».
Entra en mi Web: https://angelmenduinapoesia.webnode.es/
OPINIONES Y COMENTARIOS