El reloj de la mesilla marca las 12 del mediodía. Lo miro con recelo. Me acerco para observarlo más detenidamente. Me agacho, pliego los brazos sobre la mesilla y sobre ellos apoyo la barbilla, así me pongo a su misma altura. Lo miro de hito en hito, incluso aprieto un poco los ojos para intensificar el escrutinio. Debo ponerlo algo nervioso, porque una de las manecillas, la más cobarde, se ha movido casi imperceptiblemente.
Me incorporo de un suspiro. Pongo los ojos en blanco y decido ignorarlo. Me paseo ante él distraídamente, hasta silbo un poco la Marsellesa esperando que se relaje y coja confianza. ¿Cuál será el modo más eficaz de sonsacarle la verdad a un reloj? Porque mentir, está claro que miente. Me resulta imposible quitarme ese run— run de la cabeza. Y pensándolo bien, el despertador no ha podido actuar en solitario, lo más probable es que tenga algún compinche. Quién sabe, quizá el reloj de la cocina se ha unido al enemigo, o esas alimañas de los relojes de pulsera, pensaba que estaban a buen recaudo en el joyero, pero tendré que hacerles una visita, hacer algunas preguntas aquí, allá…
Justo cuando comienzo a trazar un plan maligno repleto de tuercas retorcidas, roscas extirpadas y pilas arrebatadas, llaman al timbre. Un timbrazo. Dos timbrazos. Tres timbrazos… ¡y subiendo! Me dirijo de un respingo hacia el telefonillo de la entrada y escucho en silencio. ¡Nada de dar ventaja al enemigo! Pero sólo se oye tráfico y barullo al otro lado. Un nuevo timbrazo, justo encima de mi cabeza, casi me mata del susto.
Me aferro al pomo de la puerta de la entrada, intentando recobrar la compostura y trago saliva, tomo aire y me asomo a la mirilla. Al otro lado una sonrisa sardónica invade todo el perímetro visual, igual podría ser una hiena como un tiburón, lo que es seguro es que alberga más dientes de lo humanamente posible. Habla. Pide que le abra, “en nombre de Jehová.” Venga, va.
Cinco a uno a que es un violador. ¡Pero un violador con el reloj en hora, no sería tan malo! Podría calcular la magnitud de mi tragedia horaria. Le abro. Mmmmm… no, no le abro. ¿Le abro? Venga, va, sí.Descorro tres cerrojos, una cadenilla, dos vueltas de llave, y ahí está.
— Buenos días tenga usted, hermana en la vida presente, y si me permite pasar, ¡en la futura! —hace ademán de haber escuchado un «pase» en su cabeza, y se dispone a avanzar, cuando mi pregunta corta en seco su gesto.
—¿Tiene hora? Me vale cualquier cosa, hasta un reloj Casio con calculadora, aunque preferiría un reloj de bolsillo a cuerda, a poder ser. —Y ya puestos a preguntar, no voy a andarme con rodeos—. ¿Tiene previsto violarme, verdad?
—Eh… sí ¡Perdón! ¡No! —se está poniendo cada vez más rojo, ahora morado, ¡y llega al violáceo! No deja de parpadear a una velocidad que asombraría a un colibrí adulto.
—En primer lugar, son las doce y diez. Y en segundo lugar, jamás pasaría por mi mente tal atrocidad. Me condenaría por toda la eternidad. Mi única misión en esta vida es conducirle por la vía de la salvación, para que pueda gozar de la contemplación divina del dios creador. — sonríe ampliamente, su sonrisa ocupa el rellano de la escalera al completo, y me mira expectante.
Siento un mortal aburrimiento y procedo a cerrarle la puerta en las narices, con mi valiosa información todavía retumbando en la cabeza. Cuento los Mississippis que pasan, para poder comprobar la desincronía de mis relojes caseros, pero el cloc sordo que produce la puerta me hace perder la cuenta.
La puerta ha dejado de cumplir su función primordial. El zapato cuyo pie pertenece a la sonrisa del tiburón con reloj, se interpone entre mi intención y su consecución. Eso me pone muy nerviosa. Me altera. Me ansia. Me pasma. Dejo caer todo mi peso sobre la puerta y presiono.
—¡Espere! –en un esfuerzo sobrehumano por lograr mi atención, y salvar un miembro útil de su anatomía, se la juega a una carta.
—Si tiene a Dios cerca, ya nunca más necesitará artilugio alguno. Le bastará con mirar en su interior, y la luz del creador marcará los minutos del reloj de su alma inmortal —relame cada una de las palabras, saboreándolas, como si de una verdad universal se tratase y yo estuviese ciega para no verla.
—El fin se acerca y yo sólo busco su salvación y la de todos los puros de corazón, como usted, o como yo —habla calmadamente, inmune al dolor que infrinjo sobre su pie, que sigue atrapado en la tenaza creada por el binomio marco-puerta. El forcejeo continúa.
— ¡No le creo, me violará a la menor ocasión! — pero no puedo acabar la justificación kantiana que me viene a la mente, elaborada y contundente.
El maldito teléfono, se confabula también contra mí y empieza su soniquete impasible. Sé que no va a parar hasta que conteste. No va a parar, no va parar… ¡¡¡no va aparar!!!
—¿No piensa cogerlo? Podría ser importante.
El tiburón sonríe satisfecho ante mi apuro, sabiéndose vencedor de la refriega y le falta tiempo para colarse en casa, en cuanto la duda y el agobio me hacen aminorar la fuerza y la presión de la puerta. Para demostrarle que todo lo que hay aquí es de mi propiedad, me abalanzo sobre el auricular.
—¿Qué? — le espeto a mi futuro interlocutor sin más contemplaciones, a ver si hay suerte y cuelga. No es mi día de suerte. La risilla nerviosa que escucho al otro lado es suficiente para saber que es la abuela.
La abuela Julia, jubilada, extremeña, y como una regadera. Sufre una variante del síndrome de Tourette que le impide contener la risa, en cualquier ocasión. Es la más sana de la familia, con diferencia.
—¿Ha oído hablar del paraíso? —impaciente por seguir captando mi atención, el tiburón comienza a merodear cerca de su presa (o sea, yo) y convierte mi comedor en un vasto océano en el que nadar a sus anchas.
— ¡Aaah! —suspira dramáticamente—. ¡El paraíso! ¡Yo lo he visto! ¡He estado allí! Un gran vergel en el que despertaremos a una nueva vida. ¡En el que la enfermedad será sólo un recuerdo lejano, una mala racha! Y en esa visión, estábamos usted y yo —mientras habla gesticula exageradamente, intentando pintar a brochazo limpio esa visión febril del futuro.
No se le puede negar, le pone pasión. Su parloteo sigue incesante, hasta entrar en trance, hablando de tigres mansos y pajarillos comiendo en sus manos. Si empieza a hablar en lenguas muertas, empezaré a preocuparme. Veo al muñeco que en realidad es ese tiburón de pantano, una mera marioneta regida por su discurso, que le gobierna y le hace vivir a sus órdenes. Se me ha colado un mitómano en casa. ¡Premio!
Mientras, al otro lado de la realidad, y de la línea, la risilla de la abuela se ha convertido prácticamente en un graznido histérico, y eso me devuelve al presente, a un aquí y ahora desconcertantes, donde alguien le encuentra la gracia a esta situación de locos.
— ¡Nena! ¡Óyeme! ¿Has comido ya? —carcajada, estertor, risilla— . Mira, si no comes bien, te bajarán las defensas y eso… ghhmm… —está haciendo esfuerzos inhumanos por acabar la frase.
— ¿Y quién me defiende a mí de los tiburones mansos, de los relojes entrometidos o de la salvación eterna? ¿Los glóbulos blancos? —ella tiene la solución.
— ¡¡¡Tómate un Actimel cada mañana, te subirá los elcaseinmunitas!!! –la carcajada que sigue a esta frase es ontológica, pobre abuela, ya no puede más.
Con mi abuela toda conversación es una broma infinita, el próximo minuto, con sus sesenta segundos y todas sus milésimas, lo consumirá íntegramente riéndose de mí, de ella, del tiburón y de nada en particular.
Ya está, el minuto se ha ido, y sigo escuchando a través del auricular telefónico su risa, inconfundible, como un río, burbujeante, con rápidos, cascadas y remansos de tranquilidad. La podría reconocer entre un millar de carcajeantes ancianas amantes de las enzimas lácteas microscópicas.
—¿Iaia? ¿Hola? Eooo. ¿Abuela? —nada, la risa sigue su curso.
Lo dejo por imposible, dejo el auricular sobre la mesa y acciono el botón de manos libres, si hay violación, al menos alguien le verá la gracia. Fijo mi atención en el tiburón, que sigue enumerando las bondades del tal Jehová, quien además de poder sincronizar todos los relojes del mundo, tiene amor para dar y repartir.
—Oiga, ¿cómo sabe que esa hora es la correcta? —al fin el tiburón enmudece y me mira.
Me ve, frente a frente, le cambia la cara, se le agría la expresión, como cuando en lugar de un helado de nata te das cuenta de que te han dado helado de yogur. Sienta mal, vaya.
—¿Co-cómo dice? —no sale de su asombro.
La risa de la abuela sigue acompañando la conversación de fondo y me siento como la protagonista de una serie de televisión, en la que suenan risas enlatadas cuando alguien dice algo gracioso. Eso me hace muy feliz, y me decido a echarle una mano a mi nuevo amigo.
—¿Cómo sabe que nadie le ha cambiado la hora a su reloj? Ahora mismo podría estar viviendo engañado, ajeno al verdadero devenir del mundo y de los acontecimientos. ¡Imagínese que se produce el advenimiento de Jehová y a usted le pilla con la hora cambiada! No creo que Jehová, en su eterna sabiduría, aprecie a los impuntuales. Le toca un mal asiento en el paraíso, fijo.
—¡Ah! Pues, eeeh, vaya… Ummm —medita profundamente la respuesta.
El peso de la verdad lo aplasta y se derrumba, cae pesadamente sobre mi sofá Lyon de IKEA, que tengo colocado estratégicamente junto a la ventana, para leer en las tardes de invierno. Su semblante se ha oscurecido por el esfuerzo deductivo y se frota la barbilla insistentemente, como si de ella fuese a salir la respuesta, cual genio de la lámpara maravillosa.
—Eso no podría pasar, porque… ¡porque Jehová vela por los relojes de todos los puros de corazón! ¡Él en su infinita sabiduría, no permitiría que viviésemos en el engaño ni la farsa!
— No, claro, para nada —le reconforto, al fin y al cabo, somos amigos, y tiene un reloj sincronizado con el mismísimo Jehová.
Sonríe, triunfante, esperanzado. La risa de la abuela, un tanto más aguda en este punto de la conversación, le hace perder esa seguridad rápidamente.
—Y en ese paraíso suyo —la risa ahora únicamente un hilillo, parece prestar atención también a mi pregunta— ¿Tienen Actimel?
El inconfundible tut-tú de la línea telefónica me confirma que la conversación ha terminado.
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