Lavanda, añil y azul cieno

El día estaba especialmente caluroso para lo que solían ser los veranos de Grignan, en la Auvernia francesa.

Apenas dos semanas antes el ruido de las cosechadoras en los campos recordaba a los habitantes del pequeño pueblo que de nuevo era época de recolección.

Desde el primer domingo de julio ya se celebraban en los diferentes cantones las Fiestas de la Lavanda, en honor a la flor conocida por todos como el oro azul.

El color violáceo característico de los campos había dado paso a los colores ocres y rojizos propios de las tierras que bordeaban la población.

Fuera de ésta se alzaba solitaria una casa antigua de dos plantas, construida en piedra, que se comunicaba con las otras del pueblo por algo más de un kilómetro y medio de camino comarcal. Era conocida por todos como Maison Constance.

La casa había sido reformada no mucho tiempo atrás por su único inquilino, y disponía de un interior muy cómodo y despejado y un pequeño montacargas al lado de la escalera que llegaba hasta la azotea de la vivienda.

La parte trasera daba a un amplio patio empedrado, bordeado a los lados y al fondo por una leñera, una pequeña bodega y un cobertizo de techos altos y suelo de cemento donde el hombre pasaba muchas de las horas del día desde hacía tres años

Raramente se dejaba ver por el pueblo en el que era conocido como Jean Constance aunque ese en realidad había sido el nombre de su abuelo materno ya fallecido.

Hubo otro tiempo en su vida en el que usaba su nombre compuesto y el apellido de su padre con orgullo. Firmaba cualquier informe policial como Jean François Nevent con las letras bien marcadas y ascendentes, dando fe de su dinamismo, su eficiencia y profesionalidad, feliz en su papel de buen hijo y buen esposo.

Había estudiado la carrera de escultura, pero no llegó a tener su propio taller. Desde siempre había deseado ser policía como su padre, muerto en acto de servicio cuando él contaba diecisiete años.

Superadas las pruebas oportunas le destinaron a la comisaría de Lyon donde prestó sus servicios durante seis años. Hasta el aciago día en que toda su vida sufrió un dramático cambio.

La angustia de tal recuerdo le secó la boca. Se dirigió al cobertizo deseando tomarse una cerveza fresca de las que tenía guardadas en la pequeña nevera. En unos días esperaba la visita de un amigo español al que no conocía más que de hablar por videoconferencia pero que tenía un papel fundamental en los últimos tres años de su vida.

Esa misma mañana el cartero le había traído un paquete de una compra hecha por internet.

El amigo español fanfarroneaba de tener los mejores jamones de bellota de la zona. Un buen jamón exigía un buen cuchillo jamonero. Así que había comprado uno de una página de ventas online. Y ahora se encontraba en su taller del cobertizo para afiliarlo en condiciones.

Dio un trago largo a la cerveza fría. Pero solo le supo a tierra. Como aquellas que tomaba en los días oscuros cuando nada tenía sentido.

El año que todo ocurrió tenía treinta y dos años y una buena forma física fruto de una vida de deporte. Ahora debía desplazarse en silla de ruedas con la mitad inferior de su cuerpo paralizado y un muñón en su pierna derecha a la altura de la rodilla.

Paseó la vista por el cobertizo buscando la piedra de afilar. Era amplio, con un banco de carpintero arrimado a una de las paredes y todas las herramientas colgadas a media altura. Conservaba una pequeña fragua que había sido de su abuelo y un horno de leña donde su abuela Henriette horneaba pan cuando él era niño. Por su parte se había hecho con un torno de alfarero.

Desde que se había convertido en un artista con cierto renombre todo lo que creaba se vendía con facilidad, incluso las pequeñas piezas de cerámica. La vida sencilla, sin estrés le había dado algo del sosiego que necesitaba.

Recordó que los dos primeros años tras el accidente habían sido terribles. Después del intento de suicidio sentía que estaba acabado.

La noche en que un tipo pasado de copas se había saltado el control y lo había arrollado para luego huir, se reproducía en su mente como una película a cámara lenta. El despertar a una nueva realidad en la cama del hospital donde estuvo dos meses. Los difíciles tres meses en un centro de Terapia de la Movilidad donde le dieron una silla de ruedas nuevecita y una prótesis que solo se había puesto en la fiesta homenaje que sus compañeros del Departamento habían organizado para él. Allí seguía guardada en una de las estanterías del cobertizo, en su embalaje original. No sabía ni por qué la había traído.

Recordaba a Viviene con su vestido rojo y su cintura fina. Con la mano apoyada en el suave arco de su cadera la veía sonreír a todos como una buena actriz cuando ya sabía que un mes más tarde lo iba a abandonar. Resultó que el para siempre que le había prometido tenía una fecha de caducidad de sólo siete meses. No la culpaba. Una mujer como ella no podía estar atada a la piltrafa humana en la que él se había convertido.

Su madre puso en alquiler el pequeño apartamento en el centro de Lyon y se mudó con él a uno más grande con pocos muebles y adaptado para la silla de ruedas.

François, consumido por la amargura, había empezado a fumar y a beber. A menudo en las madrugadas acababa cruzado en la cama, sin sentido a causa del consumo de alcohol o las pastillas para dormir. Hasta que su madre enfermó. En menos de un año la enfermedad se la comió por dentro y hubo de ser él, un maldito inválido, quien tuvo que cuidar de ella. Tras el funeral sentía que se asfixiaba. Se despertaba en la noche bañado en sudor y con el corazón a punto de infartar.

Con el transcurrir del tiempo, los compañeros de la comisaría, los amigos, fueron espaciando las llamadas telefónicas replegándose de vuelta a sus rutinas diarias y a los problemas de sus propias vidas.

Ya no le quedaba nada. Una mañana se levantó, recogió sus cosas y después de casi tres horas de viaje en tren se encontró en la estación de Grignan.

Fue como volver al inicio de todo. Los espacios abiertos, el olor a lavanda, el cielo intensamente azul….La casa necesitaba tantos arreglos que se fundieron todos sus ahorros. Pero el taller en el cobertizo lo llevó a retomar su interés por la escultura. Empezó trabajando en pequeñas tallas de madera, relojes de pared y delicados cofres decorados. Solo para ocupar el día y no pensar. Con cada golpe del martillo, con cada herramienta, golpeaba también su rabia y su dolor.

Contrató como asistenta a Marie Chantal, una mujer recién llegada al pueblo y que necesitaba trabajar. Marie Chantal venía tres veces a la semana, limpiaba, hacía la comida y se encargaba de los suministros y medicamentos de François. Lo mejor de ella era que no le miraba con lástima, no le daba consejos. Se limitaba a hacer su trabajo con eficiencia y discreción. Tampoco era habladora, lo que François agradecía infinitamente.

En los casi cinco años transcurridos desde el accidente François había seguido investigando para dar con el cabrón culpable del atropello. Pero tanto al tipo como al coche se los había tragado la tierra. No pensaba rendirse. Era, había sido un buen policía. Acabaría por cazarlo.

El último lunes del mes de Agosto, su amigo español se comunicó con él para avisarle que ya iba de camino. Era media tarde cuando el ruido de un motor de muchas revoluciones atrajo su atención. A mediodía una tormenta de verano, con aguacero incluido, había dejado el camino comarcal embarrado e intransitable.

Al mirar por la ventana no dio crédito a lo que veía. Un deportivo rojo de alta gama, se acercaba por el camino rugiendo de desagrado por el barro que se le incrustaba en las llantas y los bajos de la carrocería. Se detuvo frente a su puerta. En el corto espacio de tiempo que François se tomó para llegar a la entrada,  ya el conductor se había bajado del auto y tocaba con energía la pequeña aldaba de la puerta.

Y allí, impecablemente vestido con pantalones claros de lino, camisa abierta casi hasta el ombligo y el pelo engominado recogido en una pulcra coleta estaba su amigo Romualdo. Había salido aquella misma mañana de París. Era su intención quedarse una semana con François, pues le encantaba la Provenza y quería concretar con él los detalles para una nueva exposición.

Romualdo Adelpho Sandini era oriundo de Trujillo, Cáceres, aunque para los que lo conocían era simplemente un ciudadano del mundo.  De padre italiano y madre extremeña, su infancia y su juventud habían transcurrido a caballo entre Portugal, Italia, España y el sur de Francia. Hablaba varios idiomas, incluido el francés.

Su padre había sido propietario de una pequeña empresa de eventos que se dedicaba a la organización de fiestas populares, ferias, bodas y bautizos. Hombre de negocios respetado, cuando falleció dejó en herencia a su único hijo una empresa saneada y próspera.

Actualmente, a sus cuarenta y dos años, Romualdo había quintuplicado sus beneficios. Tenía una casa solariega con una amplia extensión de dehesa donde criaba su ganado porcino, varios hoteles y restaurantes de renombre, una empresa de catering y eventos, y acciones en otras muchas a nivel europeo. Tras dos relaciones sentimentales fallidas y un sin fin de aventuras, se encontraba en el presente solo y preso de sus propios demonios. Los mismos que lo obligaban a comer y beber en exceso. Desde hacía cinco años su vida iba cuesta abajo. Y buscaba desesperadamente una forma de redención.

Pero François solo vio a un hombre sonriente de mediana edad y buena estatura, vestido con ropas de marca que no conseguían disimular del todo su sobrepeso. Todo esto lo suplía con un cierto aire de seguridad, casi de chulería, como un hombre de negocios acostumbrado a mandar.

Se lo había imaginado más bajo y más atlético. Pero cuando alargó la mano para saludarlo supo que lo más valioso del español era su carisma.

—Jean François, amigo mío. Por Dios que vives en la derrière du monde!!

— Mon Dieu, Romualdo !¿Qué le has hecho al deportivo?.

—¿Te gusta?. El cacharrito es un Jaguar F-Type, descapotable, 380 CV,  pero demasiado sensible para estos caminos. Tienes que decirle al alcalde que hay que asfaltar este trayecto. Haz valer tus derechos de movilidad.

François se rió mientras franqueaba la puerta para dejar entrar al español. Traía solo una pequeña maleta de viaje que sostenía con la mano derecha. El reloj de oro de esfera grande y la sortija con su inicial brillaban al sol de la tarde.

Este era el hombre que lo había contactado por correo electrónico tres años antes. Que había sido el primer comprador y promotor de sus obras. El que por una comisión insignificante había organizado con tanto éxito sus dos exposiciones, la de Lyon y la de Perpignan. El que le había puesto en contacto con sus amigotes podridos de pasta y deseosos de comprar todo lo que oliese a arte moderno.

—Ah, espera— dijo Romualdo— que olvido el jamón.

Y se volvió atrás para sacarlo del auto. Que curioso. Se había hecho a la idea de encontrarse con un artista paralítico, paliducho, enclenque y amargado.

Pero François estaba en muy buena forma. Parecía alto y debido a su trabajo, sus brazos y su tórax eran musculosos. No llegaba a los cuarenta años, y lucía una barba corta algo desaliñada que le tapaba una pequeña cicatriz que tenía en el mentón.

François le indicó su habitación y le esperó en la cocina mientras servía dos copas de un Chateau Brizard blanco y ponía un plato con quesos variados en la mesa. La conversación fue fluida y se alargó hasta pasadas las diez de la noche. Después Romualdo se disculpó por el cansancio del viaje y se retiró a su cuarto.

François subió a la azotea de la casa. La noche despejada permitía ver un cielo cuajado de estrellas. Corría una brisa suave y fresca pero se notaba que ya el verano tocaba a su fin. Pronto vendrían los días ventosos, cargados de bruma, en los que la soledad y el insomnio harían sus noches aún más largas. Pensó con tristeza que el español le acababa de recordar un mundo, una vida, que había perdido para siempre. El de los viajes, los amigos, los espectáculos, las mujeres guapas y deseables y el disfrute de un trago en buena compañía. Media hora más tarde se retiró a su cuarto sin hacer ruido.

Romualdo no conseguía dormir. El ruido de la silla de ruedas por el pasillo le dio a entender que François tampoco. Se acercó a la ventana abierta para fumar .La aislada desolación de la campiña sin los colores de la lavanda, le hizo preguntarse qué clase de vida era la que llevaba el hombre francés en este sitio. Si él supiera…Si sólo las cosas en su vida hubieran sido de otra forma…

Finalmente apagó el cigarro y hacia la madrugada cayó, por fin, en un sueño profundo.

Le despertó el olor a pan casero tostado y la pieza de música clásica que sonaba de fondo en la planta baja. En la cocina una mujer preparaba el desayuno. Se saludaron cortésmente. Le preguntó por el dueño de la casa y ella le dijo que llevaba desde las seis trabajando en el taller.

Lo encontró allí, dando fuertes golpes con el cincel a una pequeña escultura que aún era apenas un esbozo. Desayunaron juntos con apetito y Romualdo decidió tentarlo con un viajecito en el Jaguar, convencido de que no diría que no. Y así fue.

Mientras François subía a acicalarse, Romualdo aprovechó para dar unos buenos manguerazos al embarrado deportivo y bajó la capota para disfrutar del día soleado. Acordaron acudir a la Feria de Digne-les-Bains, donde el desfile de la Lavanda y las fiestas duraban cinco días. Iban a ser menos de tres horas de viaje, lo que les permitiría parar para comer y llegar para los eventos de la tarde y noche en la villa.

Era la primera vez que François se montaba en un Jaguar, pero sobre todo era la primera vez en mucho tiempo que iba a abandonar su pequeño universo para ver algo más del mundo en la compañía de alguien parecido a un amigo. Charlaron y rieron. El tipo le gustaba. Derrochaba simpatía y buen humor y era muy generoso. Pararon a comer en un pequeño restaurante familiar donde Romualdo comió con hambre y bebió con mesura consciente de que tenía que conducir.

A las cinco llegaron a la villa, en la que los bailes regionales y los desfiles ya estaban en pleno auge. La afluencia de turistas de todas partes, el bullicio, los olores y la música, hicieron que François se sintiese un poco descolocado. Además no era fácil desplazarse con la silla de ruedas entre tanto gentío. Pero Romualdo era paciente y no dudaba en abrir paso con su corpulencia, como el que abre un sendero por la selva.

Durante tres días disfrutaron como niños de todos los espectáculos. El último día, cansados pero contentos cenaron en un pequeño bistró apartado del centro. Fue una cena exquisita regada con un vino suave y rematada por varias copas de licor de Genciana y de pastis.  Se les unieron luego otros comensales que el carisma de Romualdo había atraído a su mesa y juntos siguieron la fiesta.

Cuando fueron a levantarse ya estaban en un nuevo día, el suelo daba vueltas y no recordaban dónde habían aparcado el deportivo. Amanecía. Los dos iban muy borrachos y no era conveniente estar en la calle por miedo a sufrir un robo. Se acomodaron en una acogedora cafetería para desayunar un café cargado y croissants y allí Romualdo le contó que tenía un hijo de su primera esposa. El chaval iba a cumplir dieciocho años de los que apenas había pasado con él una semana al año por culpa de la mala relación con su ex mujer. Se llamaba Luis, pero él siempre lo llamaba Junior. Era un buen chico, si.

Sin quererlo sus demonios salieron a flote y le confesó a François que unos cinco años atrás, al volver de una fiesta, había atropellado a un policía dejándolo medio muerto. Que había sido un cobarde y se había dado a la fuga. Desde entonces vivía con esa culpa, con ese dolor. Le habían dicho que el hombre se había quedado paralítico y se había suicidado un año después.

François sintió que la borrachera se le caía al suelo como una piedra pesada.

—¿Y en dónde te ocurrió eso?, le preguntó con voz seca.

—Fue en la ciudad de Lyon. Si, en Lyon, hace cinco años. Ya ves, no soy el tipo guay que piensas.

Haciendo acopio de todo su control, François volvió a preguntar.

—¿Y cómo conseguiste librarte de la Policía, de ir a la cárcel?

—Amigo mío, un hombre como yo tiene amistades y recursos. Un colega trajo un camión de gran tonelaje donde metimos el coche accidentado y lo trasladamos a un taller clandestino en Marsella. Allí lo reparamos, lo pintamos de otro color y se lo vendimos a precio de ganga a un millonario en Dubai. Para su hijo, que estaba aprendiendo a conducir. Todo eso en menos de cuarenta y ocho horas.

Maldito, maldito fuese. François estaba en shock. Este hombre, con el que tenía negocios y al que consideraba un amigo, era el tipejo que le había arruinado la vida .Y el fils de pute estaba hospedado en su casa.

Sintió el impulso de echarle las manos al cuello, ahora que estaba sentado y atontado por el alcohol y apretar y apretar hasta asfixiarlo. Matarlo allí mismo como a un perro. Pero eso no era suficiente castigo, eso no lo iba a resarcir de su dolor de tantos años. Decidió hacer un esfuerzo y aparentar que no pasaba nada mientras su cabeza ya maquinaba una mejor forma de venganza.

El viaje de vuelta lo hicieron casi en silencio. Romualdo estaba resacoso y cansado por la falta de sueño y el francés iba muy pensativo.

El empresario repasaba en su cabeza la noche anterior, pero había bebido tanto que no recordaba que habían hecho ni de qué habían hablado. Temía que su problema con el alcohol le hubiese dejado la lengua suelta y puesto al descubierto ciertos secretos de su vida que no quería contar. Su presencia en la casa de François obedecía sólo al deseo de hacer por él lo que en su día no había tenido agallas de hacer por el hombre que había atropellado. En ningún momento se le había ocurrido pensar que François pudiera ser, por cosas del destino, el policía al que había atropellado en el control a las afueras de Lyon.

Ya en casa decidieron dormir una larga siesta para reponerse de la juerga. François ardía de la furia. Aprovechó el rato de la siesta para planificar su venganza. Era tarde para entregar a Romualdo a la justicia, pero no para aplicar su propio castigo. Prepararlo todo le tomaría poco tiempo. Mientras tanto sería un buen actor.

Organizó una cena fría en la mesa de la azotea, con fruta, queso, canapés y una botella de buen Burdeos que guardaba para una ocasión especial.

Poco después apareció Romualdo, al que le había mandado traer para la cata el jamón de bellota y el cuchillo jamonero.

Por una vez estaría bien invertir el procedimiento— pensó François con sorna— Primero se comerían el jamón y después él mataría al cerdo.

El jamón estaba exquisito, pero a François la comida no le pasaba de la garganta. Y no podía apartar la vista del largo y afilado cuchillo que imaginaba clavado hasta la empuñadura en la bien alimentada barriga de Romualdo. Sabía que en una pelea cuerpo a cuerpo él llevaba las de perder. Pero la idea del asesinato se iba afianzando con más fuerza en su cabeza. Recordó entonces que las pastillas que tomaba cuando no podía dormir podrían ayudarle a dejar a Romualdo noqueado. Una parte de él le recordaba lo mucho que el empresario le había ayudado, y que le tenía aprecio. Pero no era suficiente.

Después de la cena sirvió dos cafés a la crema. El de Romualdo contenía los somníferos suficientes para tumbar a un caballo. Charlaron de cosas intrascendentes, hasta que en medio de una frase la cabeza del hombre cayó hacia atrás, y empezó a roncar suavemente.

Aprovechó François para atarlo de pies y manos a la silla con la cuerda que usaba para el embalaje de las esculturas. El cuchillo jamonero estaba sobre la mesa. Con él en la mano espero a que Romualdo volviese en sí. Los ojos le picaban por la falta de sueño y le dolía la cabeza Se decía a sí mismo que era una buena persona. Que no era un asesino. Pero al mismo tiempo sujetaba el cuchillo con más fuerza.

El despertar de Romualdo fue accidentado. No le hicieron falta muchas explicaciones para comprender en qué situación lo había puesto el destino.

—¿Vas a matarme?

—Eso es evidente, sabandija. Reza si sabes.

—Nunca tuve la oportunidad de pedir perdón. Aunque no me creas te considero un amigo y pase lo que pase no lamento haberte conocido.

—Maldito seas— respondió François furioso mientras alzaba el brazo para apuñalarlo.

Romualdo se movió poniendo el hombro como escudo. El golpe desvió el cuchillo que acabó haciéndole un corte profundo en el antebrazo. Los ojos de François, de un azul frío, miraban desenfocados a un punto en la pared.

La segunda puñalada le resultó a Romualdo imposible de esquivar y le provocó una herida profunda en la cadera. Tomó impulso y con los pies atados propinó una fuerte patada a la silla de ruedas que rodó cuatro metros hacia atrás, golpeó un aparador de bambú junto a la pared tirando un pesado frutero de bronce que estaba encima. El objeto cayó  sobre la cabeza de François dejándolo inconsciente en el suelo,.
Aprovechó Romualdo para liberarse de las ataduras. La herida de la cadera sangraba profusamente. Debía acudir a un hospital cuanto antes. Comprobó que François solo estaba inconsciente y por segunda vez en su vida lo dejó tirado a su suerte.

El hospital más cercano estaba a cuarenta kilómetros. No sabía si conseguiría llegar. El trayecto de la autopista se le hizo interminable. Los oídos le zumbaban. Se le nubló la vista. A menos de tres kilómetros del hospital perdió el control del Jaguar. Las ruedas pisaron la línea del arcén para seguir por el desnivel de un terraplén. En el último minuto tuvo un pensamiento para su hijo. Después todo fue oscuridad.

Cuando François volvió en sí vio mucha sangre por toda la azotea. La cabeza le dolía de forma horrible y tenía una brecha cerca de la frente que probablemente iba a necesitar puntos. No se veía a Romualdo por ningún lado. Se arrastró hasta la silla. Desde la ventana pudo comprobar que el deportivo no estaba. Como pudo limpió la sangre, se puso un apósito en la herida y bajó a quemar en el taller la ropa y objetos que el hombre había abandonado en su huida. La policía no tardaría en llegar. Sin embargo no fue así. A las doce de la noche no había habido ningún cambio. Así que se tomó dos calmantes para el dolor y se acostó vestido sobre la cama.

Marie Chantal lo encontró por la mañana en mal estado y lo bajó con su coche al pequeño dispensario del pueblo dónde una enfermera le desinfectó la herida y le puso cuatro puntos.

Se había mareado y se había caído de la silla de ruedas, le dijo a la enfermera. Si, su amigo español se había marchado. Un asunto urgente, le dijo a Marie Chantal.

No se atrevió a indagar nada. A medida que los días pasaban se fue tranquilizando. Nadie llegó a molestarlo. No sonó el teléfono, no hubo mensajes amenazantes en su correo. El verano dio paso al otoño y este al invierno. Marie Chantal lo invitó a cenar con su familia el día de Navidad.

Su confusión mental y su intranquilidad le llevaron a crear increíbles figuras en el taller. Retorcidas y macabras unas, sufrientes y derrotadas otras. Ya se decía en Redes que era lo mejor que había creado.

Una mañana al comienzo de la primavera, se despertó con el ruido de obras delante de su casa. Al asomarse vio que un grupo de obreros con maquinaria pesada estaban agrandando y asfaltando el camino comarcal. Al preguntar a Marie Chantal, ésta le contó que una empresa extranjera había dado un importante donativo para que el camino fuese arreglado. Se le puso tal nudo en el estómago que no pudo comer en todo el día. Era la confirmación de que Romualdo estaba vivo.

A finales de junio aún seguía esperando que ocurriese cualquier desastre. Entonces, cierto día a la hora del vermouth, llamaron a la puerta. Esperaba la visita del cartero, pero al abrir lo que se encontró lo dejó impactado.

Sólo pudo decir con su acento francés la única expresión en español que había aprendido de Romualdo.

—Hay que joderse!!

Las palabras le salieron tan cómicas que la risa le nació en el estómago le fue subiendo por la garganta y se le convirtió en carcajada al llegarle a la boca.

Delante de él, con los mofletes desinflados y la barriga aplanada por la pérdida de peso, en trabajoso equilibrio sobre dos muletas, estaba Romualdo.

El recién llegado también se echó a reír. Después lo miró a los ojos y le dijo,

—Francés cabrón, mira que perjudicado me dejaste el cuerpo.

—No se te ve tan mal. Está claro que tienes más vidas que un gato ¿Cómo has venido hasta aquí?.

—Bueno, en mi pequeño Fiat adaptado, por esa pedazo de autopista comarcal que he financiado para ti.

—¿Así que fuiste tú?

— Cierto. Ya que planeo ser tu vecino, resultará más fácil si te puedo visitar con comodidad. Como yo lo veo, tenemos dos opciones ahora mismo. O un combate a muerte entre minusválidos aquí en la propia puerta o hacemos las paces y me invitas a pasar.

François reflexionó un momento. El tío era un crack, de eso no había duda.

 —Bueno, tu casi me matas y yo casi te mato a ti. Estamos en paz. Aunque no comprendo como por una puñalada torpe con un cuchillo jamonero has acabado sujeto con muletas.

—¡Ah, eso!, me desmayé camino del hospital y estrellé el Jaguar. Por suerte estaba cerca de Urgencias y pudieron salvar mi vida. Algunos, cher ami, hemos nacido con una flor en el culo.

François volvió a reír. Por primera vez en meses se sentía aliviado. No era un asesino después de todo
Lo demás se podía atribuir a la justicia Kármica.

—¿Todavía tienes el jamón?— le preguntó Romualdo.

—No. Me lo he ido comiendo. El pobre no tenía culpa de nada.

—¿Y el cuchillo jamonero?

 —Ese lo tengo en la cocina— contestó François.

— Comprenderás que para que esta amistad prospere el cuchillo debe desaparecer.

 —Estoy de acuerdo. ¿Qué tal si lo enterramos en el jardín como un acto simbólico de conciliación entre naciones?

— Eres un sabio. Y ahora que volvemos a ser colegas tienes que venir un día a mi casa. Soy el flamante inquilino del palacete Servé. Vivo con mi asistente personal, mi masajista, mi dietista, mi cocinera y mi ama de llaves, todas mujeres y de edades diferentes. Vas a alucinar tío.

—No has cambiado .¿Qué tal si hacemos una carrera de obstáculos hasta el taller? Quiero que veas lo que tengo para la nueva exposición. El que pierda paga una cena.

— Trato hecho —contestó Romualdo.

Y los dos hombres se dieron un apretón de manos contundente y echaron a correr… A su manera. 

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