El asedio a Cartagena de Indias de 1741

El asedio a Cartagena de Indias de 1741

«Hemos
decidido retirarnos, pero para volver pronto a esta plaza, después
de reforzarnos en Jamaica
».
Misiva del almirante Edward Vernon, comunicando al almirante español
Blas de Lezo, su retirada el 20 de mayo de 1741.

«Para
venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya
otra escuadra mayor, porque esta sólo ha quedado para conducir
carbón de Irlanda a Londres
».
Respuesta del almirante Blas de Lezo a su homólogo, con igual fecha.


La España del siglo XVIII mantenía un
formidable Imperio
al otro lado del océano en una época de gran expansión económica,
en la que las Indias constituían una oportunidad de crecimiento para
la metrópoli y el monopolio de unas riquezas que el resto de las
potencias europeas necesitaban quebrar, para poder alimentar mejor a
la nueva economía mercantilista, cuyo desarrollo necesitaba tanto de
materias primas como de nuevos mercados. Tras el final de la Guerra
de Sucesión
a la Corona española y
la firma del Tratado de Utrecht
en 1713,1
las potencias beligerantes redescubrieron América y sus clases
dirigentes dejaron de ver a aquel continente como un espacio
marginal, poblado sobre todo por salvajes, que hasta entonces sólo
había sido el patio trasero del Imperio español. Las nuevas ideas
políticas que iban a sustentar el absolutismo monárquico, junto con
las exigencias económicas del incipiente capitalismo, determinaron
el
redescubrimiento del mundo americano. Pero lejos de seguir sumida en
la decadencia política, económica y demográfica, que habían
propiciado los últimos Austrias, la España de la nueva dinastía de
los Borbones había vuelto a levantar la cabeza y no estaba dispuesta
a seguir cediendo a sus rivales más territorios ni prebendas en su
Imperio ultramarino.

A finales del largo reinado de Felipe V
(1701-1746), las Indias estaban divididas entre el gran Brasil
lusitano y los inmensos territorios de habla española que,
demográfica, económica y culturalmente, resultaban los más
avanzados de todos. El resto del continente estaba repartido entre
unas pocas colonias francesas, británicas y holandesas, situadas en
la boscosa franja atlántica de Norteamérica; pero cuya rentabilidad
seguía siendo muy escasa y todavía difícil de prever. Todo ello al
lado de unos archipiélagos caribeños muy atomizados por los mismos
franceses, británicos y holandeses, que económicamente los estaban
exprimiendo todo lo que el azúcar de caña y el tabaco podían dar
de sí.

La economía de Hispanoamérica era la más
rica del mundo en posibilidades, por lo que despertó la codicia de
los europeos y en especial
la de los ingleses, hasta el punto que no les importó demasiado a
sus ambiciosos dirigentes y comerciantes de la City
londinense el dar la espalda a los beneficios de la paz, volviendo a
la confrontación armada con España para poder aprovecharse por la
fuerza de los muchos frutos que ofrecían las Indias. A causa de todo
ello, los españoles soportamos
un nuevo enfrentamiento contra la cada vez más poderosa Corona
británica, que además nos obligó
a estrechar las alianzas con los
borbones franceses, tanto por
los Pactos de familia
entre ambas Coronas, como para evitar las mal
disimuladas ambiciones expansionistas británicas
en América.

La política exterior de España resultaba
prisionera además de la voluntad irrenunciable de recuperar las dos
pérdidas más ignominiosas que tuvimos que aceptar en Utrecht: las
del peñón de Gibraltar y la isla de Menorca, que pasaron a la
soberanía del Reino Unido.
Tampoco resultaba menor el empeño de la Corona por situarse de nuevo
dentro del concierto europeo como una potencia de equilibrio entre
las dos grandes naciones que a partir de entonces se disputarán la
hegemonía mundial: Francia y la reunificada Gran Bretaña. Otra
preocupación constante de todos nuestros gobernantes fue la de
establecer una política defensiva, armada y vigilante, que asegurase
por todos los medios posibles la soberanía y el dominio real sobre
nuestras posesiones ultramarinas, dotándonos de unas fuerzas
militares terrestres y navales, capaces de disuadir a nuestros
enemigos de emprender cualquier posible agresión.

Gracias a la recuperación nacional que nos
había propiciado el sagaz primer ministro del rey José Patiño, con
sus grandes logros en política exterior y de defensa (reconquista de
Orán en 1732), Felipe V pudo suscribir con Francia el primer Pacto
de
familia
entre los Borbones (1734). Aquel acuerdo propició nuestra inmediata
participación en el abierto conflicto sucesorio de Polonia, que
España aprovechó para retomar de manos austro húngaras los reinos
italianos de Nápoles y Sicilia, que tan estrechamente habían
compartido nuestra historia desde que fueran ganados en la Baja Edad
Media por la Corona de Aragón. A partir de entonces, el gran mérito
de la nación fue
que resultó capaz de resistir tanto la presión de la permanente
agresión británica como las exigencias de nuestra aliada. Y por si
fuera poco, nuestro país logró crecer en todas sus magnitudes y lo
hizo además combatiendo.

Gran Bretaña por su parte, lograda su
reunificación a comienzos de la centuria y después de haber
conseguido frustrar las grandes aspiraciones del monarca francés
Luis XIV ─que
tras colocar a su nieto Felipe en el trono de España había soñado
con la unión de las dos coronas borbónicas─,
se había tomado un respiro en la ejecución de su agresiva política
expansionista y vivía un tiempo de relativa calma, auspiciado por el
reinado de Jorge II de Hannover y el gobierno de su primer ministro
Robert Walpole, conde de Oxford (1676-1745). Este era uno de los
políticos más significativos del partido whig
─opuesto
a los tories,
que dirigió durante muchos años el Gabinete como recompensa por
haber defendido la causa de los Hannover.2
El primer ministro se tenía a sí mismo por un buen filósofo, pero
en realidad era un cínico que prefería manipular a los hombres con
los halagos de la vanidad y los vicios de la corrupción que
gobernarlos con justicia y apelando a la ética. Por lo que no es de
extrañar que practicara la hipócrita política exterior de la
llamada búsqueda del «equilibrio
de poder europeo»,
consistente en el subterfugio de impedir por todos los medios el
resurgimiento de cualquier hegemonía continental. Atizando de paso,
las enemistades del resto de las naciones respecto a las aspiraciones
borbónicas.

Interesadamente, el Gobierno británico había
optado por mantener formalmente la paz con Francia y España, sus dos
grandes rivales coloniales, porque también necesitaba ganar tiempo
para poder resolver una de sus más acuciantes dificultades: la
consolidación en el trono de su nueva dinastía protestante. Para
ello, resultaba preciso acabar previamente con todas las tentativas
de restauración de la católica saga de los Estuardo, cuyos
partidarios ─sobre
todo en Escocia─
aún no habían desaparecido y seguían siendo apoyados por las
cancillerías borbónicas, con la ayuda de los infatigables jesuitas,
con los que constantemente urdían conspiraciones en la Corte
londinense, o impulsaban el descontento y las revueltas sociales del
país, a menudo auspiciadas por todas las fuerzas ocultas de la
Iglesia romana.

Esta amenaza para la Corona británica
permaneció latente durante casi toda la primera mitad del siglo y
fue utilizada por la inteligencia y la política exterior española
siempre que se pudo. El peligro no fue desvanecido completamente
hasta 1746, año en el que Carlos Eduardo, hijo del pretendiente
Jacobo Eduardo, pudo desembarcar con algunas fuerzas de infantería y
caballería en las costas de Escocia gracias a la ayuda financiera de
los Borbones, tomando incluso la ciudad de Edimburgo. Poco después,
logró penetrar con sus fuerzas escocesas en Inglaterra, pero al no
conseguir un levantamiento popular hubo de retroceder y su pequeño
ejército resultó finalmente aniquilado en los eriales de Culloden.
Las matanzas indiscriminadas de escoceses, las torturas a los
prisioneros, el cadalso para muchos dirigentes jacobitas y las
confiscaciones de todos sus bienes, acabaron con las pretensiones de
los Estuardo por siempre jamás.

Pero aún antes de que sucedieran estos hechos,
Inglaterra ya había optado por la política de confrontación
abierta contra sus enemigos los Borbones, justificada tanto por las
demandas de la City como
por el malestar que provocaba el decidido proteccionismo comercial de
franceses y españoles. Siguiendo el ejemplo de Francia, gobernada
entonces por el cardenal André-Hercule Fleury, la España de Patiño
también había impuesto grandes restricciones al comercio inglés en
todos sus dominios. De ahí que los británicos acabarán adoptando
el desgraciado eslogan del «no
peace with Spain
»
(no a la paz con España) que acuñara uno de sus políticos y
militares más agresivos de entonces: el almirante Edward Vernon.3

Por ser el centro de las comunicaciones del
Imperio español, Cuba era la isla más codiciada por los intereses
británicos, que estimaban que su progresivo dominio naval del Caribe
culminaría con la posesión de los enclaves estratégicos de La
Habana y Santiago. Además de estas dos ciudades, se pretendía
conquistar también Cartagena de Indias,4
capital del Virreinato de Nueva Granada, que después de La Habana
era el centro neurálgico, económico, militar y marítimo, más
importante del dominio español caribeño junto con Veracruz, el gran
puerto del Virreinato de Nueva España, y Portobelo (Panamá), el
otro gran referente del tráfico comercial a través del istmo
panameño. Logrados todos éstos objetivos, el gran pastel del
comercio americano caería mayoritariamente en manos británicas, y
bastarían luego algunos ataques sostenidos a las ciudades de Quito
(Ecuador) y Lima, la hermosa capital del Virreinato del Perú, para
que se derrumbara todo el Imperio español en América.

Estas eran al menos las ambiciones esgrimidas
por la facción política de Vernon, quien también actuaba como
portavoz de los intereses de la City
e instigador de la guerra colonial.
Por desgracia, sus tesis fueron finalmente adoptadas por el ejecutivo
de Walpole, tanto por resultar éste cada vez más presionado por las
demandas de los ricos burgueses y comerciantes, que veían muy
recortadas sus aspiraciones expansionistas en América, como
sorprendido por los éxitos militares y diplomáticos de la Corona
española. El aldabonazo sonó tras la firma en 1738 del segundo
Tratado de Viena,
por el que España y Austria se repartían una buena parte de Italia,
reconociéndose además los derechos a favor del futuro Carlos III
como soberano del Reino de las Dos Sicilias.

El principal artífice de estos logros fue el
nuevo e inteligente ministro José del Campillo y Cossío,5
al que la Corte había elegido para sustituir al desaparecido Patiño,
fallecido apenas dos años antes, y como el mejor continuador de su
política. Alertado el Gobierno español del cambio de postura
británico, Campillo intentó calmar a su homólogo Walpole y enfriar
todo lo que pudo este clima prebélico, convocando para ello la
conocida Convención del Pardo del 14 de enero de 1739. La reunión
estuvo plagada de dificultades y ni siquiera hubiera podido
celebrarse sin los buenos oficios previos del embajador inglés en
Madrid: Benjamín Keene.6

Pese a que nuestro primer ministro estaba
convencido de la necesidad de erradicar el contrabando y los abusos
comerciales de los británicos en Hispanoamérica, causantes de
graves pérdidas para las arcas de la Corona, la delegación española
comprobó desde el inicio lo difícil que se presentaba la
negociación. Acostumbrados los ingleses a practicar el contrabando
sin mayores cortapisas desde Veracruz o Portobelo, no aceptaban que
los aduaneros españoles registraran ahora sus buques o requisaran
sus mercancías, como tampoco que lo hicieran los oficiales de
nuestros guardacostas cuando los interceptaban en altamar. De ahí
que para evitar males mayores, el Gobierno español se plegara a
compensar a los armadores y comerciantes isleños con la elevada
cifra de 95.000 libras esterlinas, indemnizando así los pretendidos
daños ocasionados a éstos por nuestras operaciones de registro.

No cabe duda que Campillo prefería esta
solución, aún resultando bochornosa, que arrostrar la amenaza de
una nueva guerra contra el Reino Unido, y aunque era consciente de la
humillación que nos imponía la delegación británica, prefería
ganar tiempo. De sobra sabía nuestro primer ministro que a la larga,
nuestros enemigos deseaban consolidar su presencia en el área del
Caribe y solo buscaban la manera de apropiarse del mar de las
Antillas, puesto que ya poseían los significativos enclaves
continentales de Belice y la Costa de los Mosquitos (Nicaragua),
además de la isla de Jamaica y los archipiélagos de las Caimán,
Trinidad y Tobago.

Pero Felipe V y su Gobierno dilataron todo lo
posible el pago de lo convenido, porque la verdad era que la
situación de la Real Hacienda no estaba para grandes dispendios.7
Por su parte, los mandatarios británicos, cansados de esperar y
siempre presionados por los hacendados de la City,
optaron finalmente por la política del enfrentamiento armado y con
fecha del 19 de octubre de ese mismo año, el rey Jorge II declaraba
nuevamente la guerra a España. Pero aunque el origen del conflicto
fue toda esta rivalidad política y comercial, la causa que lo desató
resulto ser el crédito que dieron en Londres a un suceso algo
macabro, acaecido poco antes en las costas de la Florida.

El incidente en cuestión, más propio del
guion de una película de piratas, parece que se originó cuando el
capitán de un guardacostas español, llamado Juan León Fandiño,
interceptó al navío inglés Rebbeca,
que al mando del corsario Robert Jenkins venía practicando el
contrabando en aquellas aguas. Para castigarle, el español le cortó
una oreja; después de lo cual le liberó dándole este insolente
mensaje: «Ve
y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve
».
Esta provocación, que Jenkins relató pormenorizadamente ante los
miembros del Parlamento británico, quizás para poder así
justificar mejor la pérdida de su carga, fue manejada astutamente
por Vernon para enardecer a la opinión pública inglesa en contra de
los españoles, convirtiéndola de paso en un nuevo elemento de
presión para su Gobierno. Así se originó la primera gran guerra
colonial del siglo, que tomó el nombre de la
oreja de Jenkins
para los británicos
y que nosotros conocemos por la
guerra del Asiento,
aludiendo a la
emancipación de las onerosas cláusulas comerciales del Tratado de
Utrecht.

* * *

El Reino Unido tenía la intención
de arrebatarnos toda la América central y para conseguirlo, el
almirante Vernon planeó tomar uno de los principales enclaves del
continente en donde confluían todas las riquezas de las colonias
españolas: la ciudad caribeña de Portobelo. La elección de esta
plaza del istmo de Panamá obedeció tanto a ser la menos guarnecida
como a resultar el inicio de la principal ruta de acceso al Pacífico.
Después de sufrir en 1685 el ataque y saqueo del sádico pirata
Henry Morgan, la Corona española había reedificado todas sus
defensas, haciendo de la fortaleza de San Lorenzo el Real, en la
desembocadura del Chagres, el principal baluarte del llamado Camino
Virreinal interoceánico; pero Vernon sabía por sus espías que con
su escasa guarnición de unos
novecientos hombres, la ciudad no podría resistir el asedio de las
fuerzas con las que se proponía someterla.

Se trataba de una operación combinada con la
escuadra del comodoro Georges Anson,8
hasta entonces un desconocido capitán de navío, que partía
anticipadamente con destino al Pacífico al mando de una potente
flota de cinco navíos de línea y tres buques de apoyo, con el
objetivo de poder realizar una tenaza sobre el istmo panameño. Al
mismo tiempo que Vernon atacaba con su armada en aguas del Caribe,
Anson actuaría con la suya asediando la costa oeste. La reunión de
ambas flotas a derecha e izquierda del istmo panameño suponía tal
amenaza para nuestra Corona, que los británicos esperaban poder
aplastar con su agresión todo el dominio español en Centroamérica.

La campaña que Vernon diseñó conjuntamente
con el Almirantazgo, se inició enviando al comandante en jefe de la
flota del Mediterráneo Nicholas Haddok, a castigar las costas
atlánticas andaluzas y de paso, intentar la captura de las flotas
del Azogue9
y de la Nueva España, que sin embargo lograron eludir su cerco y
arribar completas al puerto de Cádiz. Pero a partir del mes de
noviembre de 1739 tuvieron lugar los primeros ataques contra las
costas de los Mares del Sur y el istmo de Panamá. Y en efecto, tal y
como esperaba la suerte sonrió a Vernon en un principio, que
contando con el elemento sorpresa a su favor pudo, con tan solo una
escuadra de seis navíos de guerra y apenas dos centenares de
soldados, asaltar y tomar la plaza de Portobelo. El suceso tuvo lugar
el 22 de noviembre, apropiándose los ingleses de un cuantioso botín
en metales preciosos y mercancías de lujo, además de 60
cañones de bronce y cuatro grandes morteros, inutilizando alrededor
de 80
piezas de fundición de hierro. Pero consumado el saqueo les abandonó
la suerte, ya que al no encontrarse con la esperada escuadra de Anson
nuestros enemigos fracasaron en su intento de ocupar de manera
permanente la ciudad, y lo mismo les sucedió al intentar desembarcar
en la península de La Guaira (Venezuela), en donde se toparon con
una defensa encarnizada por parte de sus habitantes.

Lo que Vernon no sabía es que la expedición
del comodoro Anson, aún antes de alcanzar el Cabo de Hornos, ya se
encontraba muy mermada de fuerzas a causa del escorbuto y dos de sus
naves de apoyo: Anna e
Industry
, habían tenido que
abandonar la misma en mitad de Atlántico. Días después, cuando
apenas habían accedido sus buques a las aguas del Estrecho de
Magallanes, los británicos tuvieron su primer encuentro con las
fuerzas navales españolas que les salieron al paso. En aquel helado
escenario, los expedicionarios se vieron sorprendidos por la escuadra
del almirante José Pizarro, librando un combate en
el que resultaron derrotados perdiendo
la mitad de sus buques. Uno de ellos, el Wager,
encalló al maniobrar estando muy cerca de la costa, al tiempo que
otras dos unidades: Severn y
Pearl,
con sus tripulaciones muy
mermadas por la enfermedad, rehuían la batalla dando media vuelta
para regresar a Inglaterra. Anson no obstante logró penetrar en el
Pacífico con su navío Centurión,
de 60 cañones, acompañado por el Gloucester
y el pequeño Tryall,
siendo los tres perseguidos de cerca por los rápidos guardacostas de
Pizarro. Frustrados así sus planes, tan solo su capitana conseguiría
regresar a su país, viéndose éste obligado para poder huir, a
realizar su audaz circunnavegación del planeta durante los dos años
siguientes.

Esta travesía, al final de la guerra, serviría
a la propaganda inglesa como estandarte al que aferrarse tras el
fracaso de aquella fallida contienda. Pese a toda la propaganda
desplegada, la verdad fue que la guerra colonial resultaría tan
encarnizada como penosa de recordar para los británicos, además de
reportarles muy escasos beneficios. El principal, fue el hecho de
haber conseguido atravesar el Pacífico por primera vez, capturando
de paso el famoso galeón de Manila,10
considerado como el mejor botín posible de todos los océanos. El
desfile que Anson realizó por las calles de Londres así lo puso de
manifiesto, necesitando de una treintena de carros de bueyes para
exhibir todas las mercancías robadas, pues tal era el volumen de las
fortunas que solían llevar nuestros galeones en sus bodegas.

Igual había sucedido tres años antes con los
bienes que Vernon requisó en su asalto a Panamá. El acontecimiento
despertó tal entusiasmo en Inglaterra, que hasta le acuñaron una
medalla conmemorativa y le dieron el nombre de Portobelo a una nueva
barriada londinense. Aunque de hecho los británicos no habían
podido arrebatarnos ninguna plaza, el fatuo almirante supuso,
equivocadamente, que podía repetir su hazaña en cualquier otra
ciudad costera del Imperio español. Aprovechándose de la euforia
que el saqueo produjo en el populacho, convenció al Almirantazgo de
que con un mayor empeño se podría conseguir la toma de la que
consideraban como la gran perla del Caribe: Cartagena de Indias. De
ahí el extraordinario esfuerzo que la Corona británica iba a
desplegar a lo largo de 1740, para poner bajo sus órdenes la mayor
expedición que hasta entonces había sido capaz de organizar.

La flota estaba formada por 186 naves, que
sumaban nada menos que un total de 2.620 piezas de artillería,
además de transportar en sus bodegas otros 1.380 morteros y pequeños
cañones de campaña, junto con varios cientos de toneladas en
municiones de todo tipo. Se trataba de una verdadera Armada
Invencible
,11
con la que Vernon se proponía sobradamente rendir y ocupar esta
ciudad en nombre de S. M. británica. La escuadra de combate estaba
formada por ocho grandes navíos de tres puentes y 28
de dos cubiertas, escoltados por una docena de fragatas de 40
cañones y 130
transportes de tropas además de ocho brulotes.12
Para conducir toda esta armada se embarcaron alrededor de 15.000
marineros y 9.000
infantes de marina, todos ellos muy bien pertrechados con abundante
fusilería, sables e infinidad de armas cortas. Para acometer sus
planes, Vernon también buscó el respaldo de otras fuerzas,
reclutando sus emisarios a unos 3.000
voluntarios en las Trece Colonias.13

Como sabemos, Vernon tenía la intención de
rendir Cartagena de Indias y ofrecer a sus habitantes «la
gracia» de
convertirse en súbditos del antipático Jorge II, si es que querían
seguir conservando sus vidas y haciendas a cambio de obtener: «el
derecho y el privilegio de comerciar exclusivamente con el Reino
Unido
».
La amenaza iba por tanto más allá del habitual saqueo y muy ufanos,
hasta los embajadores británicos alardeaban, en el resto de las
cancillerías europeas, de la voluntad de arrebatarnos una buena
parte de nuestro Imperio. Lástima que
todos ellos menospreciaran el valor de nuestros militares y el
talento del mejor estratega con el que ha contado la Armada española
en toda su historia: Blas de Lezo y
Olavarrieta.

Dotado de un gran espíritu de superación
personal y de una voluntad de hierro, además de la experiencia de
participar en más de una veintena de batallas, la vida y logros de
este marino español, nacido en Pasajes (Guipúzcoa) en 1689, son
ejemplos de una de las carreras militares más brillantes, valerosas
y menos conocidas de España pese a sus muchos méritos. El almirante
al que sus hombres apodaron Patapalo
o Mediohombre
─siempre
con enorme respeto─,
por sus pérdidas de un ojo, un brazo y una pierna, fue quien de
verdad hizo naufragar los más ambiciosos planes del Almirantazgo
británico en Hispanoamérica.

Nacido en el seno de una familia de la pequeña
nobleza vasca, con marinos ilustres entre sus antepasados, Blas de
Lezo comenzó su formación de guardiamarina a la edad de doce años,
enrolándose en 1701 como guardiamarina en la flota de Alejandro de
Borbón, conde de Toulouse e hijo de Luis XIV de Francia, lo que le
llevó a integrarse en la Armada gala, puesto que la española ya era
casi inexistente al final de la dinastía de los Austrias. Al
estallar la Guerra de Sucesión,
el jovencísimo Lezo comienza a participar en los primeros combates
de las escuadras borbónicas contra las flotas de Inglaterra y
Holanda, que apoyaban al archiduque Carlos de Austria. Por ello, el
24 de agosto de 1704 se encuentra embarcado frente a las costas de
Vélez-Málaga, en donde tiene lugar el más importante
enfrentamiento naval de todo el conflicto.

El medio centenar de naves franco-españolas
que presentan batalla a los casi 70
buques anglo-holandeses, se baten de manera ejemplar frente al
enemigo y al final de la terrible jornada, tras la pérdida de algo
más de 1.500
hombres, los austracistas se retiran sumando casi el doble de bajas.
Entre los muchos heridos que se contabilizan en ambos bandos figura
Blas de Lezo por primera vez, con su pierna izquierda destrozada por
debajo de la rodilla debido al impacto de una bala de cañón. Por el
valor demostrado en aquel combate será el propio monarca Luis XIV
quien le ascienda al grado de alférez de bajel, premiándole además
con el cargo de asistente de cámara de su nieto Felipe V de España.

Pero tras su recuperación, el joven marino
rechaza quedarse a salvo en la Corte y le pide al rey su regreso al
frente. En 1705, al mando de su primer bajel, aprovisiona con su nave
la asediada localidad de Peñíscola y después hace lo mismo en
Palermo, abasteciendo a las tropas borbónicas que defienden Sicilia.
Formando parte de las escuadras francesas, también hostiga el
comercio de la República genovesa, aliada del archiduque, y combate
a las naves austracistas con algunas tácticas que comienzan a causar
admiración, tanto en sus superiores como en sus subordinados. De ahí
que le premien con el privilegio de conducir a sus presas hasta su
localidad natal, para levantar la moral y exhibirlas como trofeo.

Al año siguiente le confían el mando de una
pequeña flotilla, con la que debe abastecer a las tropas que
mantienen el sitio de Barcelona. Sirviéndose de su aguda
inteligencia realiza su cometido brillantemente, escapándose una y
otra vez del cerco con el que los ingleses tratan de evitar el
aprovisionamiento de víveres, municiones y pertrechos de los
borbónicos. Para ello, deja flotando en el agua balas de paja
ardiendo, con las que crea densas nubes de humo entre las que
desaparece, a la vez que carga sus cañones con ligeros casquetes que
contienen productos incendiarios, que al ser disparados prenden en
las naves adversarias a la manera del fuego griego,
con el que combatían las antiguas trirremes helenas
y romanas, o la poderosa marina bizantina. Los enemigos se ven
impotentes ante tal despliegue de ingenio y el español comienza a
formar parte de sus peores pesadillas, ganándose su ascenso a
teniente de guardacostas en 1707.

Durante ésta época y al mando de una fragata,
apresó a once navíos británicos, entre ellos el emblemático
Stanhope,
de 70 cañones, al mando del comandante John Combs y servido por una
tripulación que triplicaba sus fuerzas. Lezo mantuvo un fuerte
cañoneo con su rival hasta acercarle a la distancia de abordaje. Su
aguerrida tropa pudo entablar así una lucha cuerpo a cuerpo con los
ingleses, logrando reducirlos pese a su mayor número. Durante la
refriega Lezo resultó de herido de nuevo; pero se cubrió de gloria
y fue ascendido por esta hazaña a capitán de fragata.

Destacado de nuevo
en la defensa de la fortaleza francesa de Santa Catalina, del puerto
de Tolón, que era asediada por los saboyanos, el impacto de un
cañonazo en el muro de la fortificación hizo saltar la esquirla que
le dejó tuerto del ojo izquierdo. Pero ninguna de estas desgracias
le arredra y en 1711 pasa a servir en la nueva flota española del
almirante Andrés del Pez, en donde vuelve a ostentar el mando de
algunos buques. Satisfecho de su valía, el almirante promueve su
ascenso a capitán de navío dos años después
y a punto de terminar la guerra, su participación en el segundo
sitio de Barcelona al mando del Campanella,
le cuesta la pérdida del brazo derecho. Precisamente, aquel 11 de
septiembre de 1714 que marca el final de la campaña de Cataluña, se
acerca demasiado a los últimos defensores que combaten en el mercado
del Born y de ellos recibe el disparo de mosquete que le condena a la
inmovilidad de su miembro. Como consecuencia de su arrojo y con tan
solo veinticinco años de edad, el joven guipuzcoano ya queda cojo,
tuerto y manco de por vida.

Pero la guerra no ha terminado y una vez
repuesto de sus heridas, Lezo vuelve a comandar la flota destinada a
reconquistar Mallorca. Viaja a bordo del buque Nuestra
Señora de Begoña,
de 54 cañones,
con el que penetra el primero en el puerto de Palma, rindiendo a
continuación la plaza sin necesidad de disparar un solo cañonazo.
El guipuzcoano lo celebra sinceramente, pues odia derramar más
sangre española. Y terminada definitivamente la Guerra de Sucesión,
al año siguiente inicia su aventura americana, dando escolta a una
flota de galeones con destino a La Habana. En Cuba permanecerá hasta
1720, con el cometido de limpiar de piratas aquellas aguas hasta que
el almirante Bartolomé de Urdizo se fija de nuevo en él, para
asignarle la misma tarea respecto a los Mares del Sur. Lezo
continuará así combatiendo a los piratas ingleses y holandeses en
las costas de Chile y Perú, apresando con éxito hasta una docena de
naves corsarias que le valen su definitivo ascenso a general de la
Armada el 16 de febrero de 1723. Sus taras físicas tampoco le
impiden contraer matrimonio en el Perú, casándose en 1725 con una
guapa limeña llamada Josefa Pacheco de Bustos. Un lustro más tarde,
precedido por su merecida fama de comandante invicto, regresa de
nuevo a España llamado por Patiño, quien ha pensado en él para
ofrecerle el mando de la nueva Escuadra del Mediterráneo.

Con estas fuerzas zarpa el 22 de diciembre de
1731 acompañando al infante Carlos de Borbón (futuro Carlos III)
para tomar posesión de sus primeras plazas italianas, aprovechando
el viaje de retorno para reclamar a la República de Génova la
devolución de los dos millones de pesos pertenecientes a la Corona
que aún retenían los austracistas en el Banco
de San Jorge.
Dinero que Lezo
consiguió de éstos junto con el resarcimiento por los intereses
debidos en forma de un homenaje, que los genoveses rindieron a la
enseña española bajo la amenaza de bombardear su ciudad con toda la
escuadra. Dos años más tarde, a bordo del buque Santiago,
de 60 cañones, comanda la flota de once navíos, siete galeras y una
treintena de naves diversas que transportan a los 26.000
hombres y 168 piezas de artillería que al mando de José Carrillo de
Albornoz, conde de Montemar, reconquistan la ciudad de Orán (2 julio
1732), hasta entonces en poder del temido corsario argelino Bey
Hacen, al que los españoles apodaban Bigotillo.

Dándose a la fuga parte de la flota enemiga,
Lezo la persiguió con cinco de sus navíos hasta que ésta encontró
refugio en la bahía de Mostagán, un puerto defendido por dos
castillos fortificados y una fuerza de unos cuatro mil hombres. El
español penetró con su escuadra en este enclave despreciando el
granado fuego de sus defensas, y logró incendiar con el suyo a la
mayoría de los buques argelinos y causar la ruina de los fuertes.
Rendida por fin la plaza, siguió patrullando durante meses todas
aquellas aguas para impedir que los musulmanes recibieran refuerzos
de los turcos.

Patiño estaba asombrado con los triunfos de
Lezo, que le servían además para respaldar políticamente su empeño
de potenciar la Real Armada. De ahí que en 1734 el primer ministro
firmaba en favor del marino su definitivo empleo como teniente
general de la Armada. Y desaparecido Patiño y haciendo falta en
América un almirante de peso, allá le envía de nuevo el Gobierno
de Campillo, para dar escolta a una de las últimas flotillas de
galeones que parten de Cádiz y hacerse cargo de la Comandancia
General de Cartagena de Indias. El almirante partirá de España por
última vez el 3 de febrero de 1737, a punto de cumplir 42 años, al
mando de cinco de los mejores y más modernos navíos: el Galicia,
de 70 cañones, que será su
capitana, botada en 1731 y una de las primeras unidades construidas
en el nuevo astillero y arsenal de La Graña (El Ferrol); el San
Felipe,
de 80 cañones,
(Guarnizo, 1726);
San Carlos,
de 66 (Guarnizo, 1724);
y los habaneros, Fuerte y
Conquistador,
de 64 (La Habana,
1731). No sabemos si llegó a imaginar que jamás volvería a la
península.

* * *

Poblada por alrededor de 20.000
súbditos de Felipe V y asentada sobre un archipiélago de difícil
acceso, la populosa capital del virreinato de Nueva Granada ya era
por entonces la ciudad portuaria más importante de todo el
continente americano. La plaza estaba amurallada y bien protegida,
con una línea costera de muy escasa profundidad que impide la
llegada de ningún barco desde el mar abierto y al lado de la
pantanosa margen izquierda de la Ciénaga de Tesca (hoy de la
Virgen). Dominando las dos amplias bahías, interior y exterior, que
sirven de antesala para arribar a su puerto y cerrado su mar interior
por la vecina isla de Tierrabomba ─que
solo permite la comunicación con el océano a través de los dos
únicos pasos de Bocachica (izquierda) y Bocagrande (derecha)─,
Cartagena de Indias siempre ha gozado de un extraordinario enclave
natural que de por sí facilitaba mucho su defensa. Potenciada
igualmente con el mosaico de fortalezas y emplazamientos artilleros,
que bajo la advocación de una buena parte del santoral católico
todavía hoy la guardan.

Tales eran las defensas de Santa Cruz de
Castillogrande, ubicada en la Punta del Judío y el fuerte de
Manzanillo, construido al otro lado del canal sobre la pequeña isla
del mismo nombre. Sus restos aún señalan la entrada a su bahía
interior y dentro de ésta, en la que también fue isla de la Manga
─hoy
incorporada a la ciudad─,
todavía se levanta una espléndida fortaleza con nombre de santo
goloso: San Sebastián del Pastelillo. Reedificada después del
asedio que nos ocupa sobre las ruinas del primitivo fuerte del
Boquerón, el primero con el que contó la ciudad para cubrir su
puerto y la entrada a la bahía que entonces se llamó de las Ánimas.
Además de estos baluartes, las defensas continuaban con las
fortificaciones de la Merced, Santa Clara y Santa Catalina; las
baterías de Punta Icacos, apuntando al paso de Bocagrande y sus
vecinas isleñas de Chamba, San Felipe y Santiago, ubicadas en la
costa exterior de Tierrabomba; además de los fuertes de San Luis y
San José, que a su vez guardaban la entrada por Bocachica y la
ensenada de Punta Abanicos, y cuyo fuego cruzado resultaba muy
peligroso para los buques enemigos.

Aunque la fortaleza que habría de resultar
finalmente inexpugnable fue el imponente enclave de San Felipe de
Barajas,14
sito entonces a extramuros de la ciudad. El hoy monumental castillo,
levantado sobre el cerro de San Lázaro, todavía no era en aquel
tiempo de tal magnitud, aunque ya contaba con una buena parte de la
densa red de túneles y galerías subterráneas que permitieron a sus
defensores resistir a todos los bombardeos artilleros. La edificación
es una verdadera obra de arte de la ingeniería militar española del
siglo XVIII, armada entonces con más de medio centenar de enormes
cañones de bronce además de los fundidos en hierro.

Menos determinante para la defensa de Cartagena
resultó el fuego cruzado procedente de las baterías de
Castillogrande, que disparaban alto para desarbolar los navíos y los
cañones de fuego bajo -apuntando a la línea de flotación- del
fuerte de Manzanillo, al ser abandonada la fortaleza de Santa Cruz
por los españoles tras los primeros combates y conseguir derruir los
enemigos las murallas de Manzanillo. En cambio, el sistema de
defensas por zonas que idearía Blas de Lezo, permitió proteger con
éxito cada uno de los cinco barrios en los que estaba dividida la
ciudad: Santa Catalina, el más noble de ellos, con el palacio del
virrey, la catedral y las numerosas casas nobles de estilo andaluz;
Santo Toribio, el distrito comercial y residente de la pequeña
burguesía; La Merced, en el que se ubicaban las viviendas de los
militares y el cuartel del batallón fijo; San Sebastián, el barrio
de los artesanos, con viviendas modestas de una sola planta y por
último; el populoso arrabal de Getsemaní, levantado sobre la que
todavía era una isla, que acogía las chozas de todos los
estibadores del puerto y los antiguos esclavos emancipados.

Sin embargo, cuando Blas de Lezo tomó posesión
de su cargo de comandante general del Apostadero de Cartagena de
Indias no le gustó lo que vio. El almirante encontró todas estas
defensas en un estado que él mismo calificó como “calamitoso”,
pues la plaza, señalaba en sus informes: «contaba
con poca y mala artillería, casi sin municiones y una existencia de
pólvora que apenas llegaba a las 3.300 libras
».15
En consecuencia, su principal preocupación será reforzar todas sus
defensas, junto con el amejoramiento y abastecimiento artillero más
su decidida fortificación de la bahía. Para ello, ordenó cegar
completamente el canal de Bocagrande, ya muy obstruido por los pecios
de anteriores naufragios, construyendo una oportuna escollera con la
que se aseguraba que cualquier ataque por mar tuviera que exponerse
necesariamente al fuego de las baterías de los fuertes del canal de
Bocachica.

También decidió ocultar en las costas más
selváticas algunos cañones de 18 libras, procedentes de sus naves y
de mayor alcance que la artillería de 36 y 24 libras ubicada en los
fuertes, con el objetivo de sorprender con su fuego a cualquier navío
enemigo. Reforzó igualmente las guarniciones de las fortificaciones
de Bocachica con sus infantes de marina y tendió entre las mismas
dos gruesas cadenas, para dificultar aún más el acceso a la bahía
si fuera preciso, patrullando con sus naves todo este mar interior.
No pasaría mucho tiempo antes de
demostrarse lo oportuno que habrían de resultar todas estas
precauciones.

Mientras el Almirantazgo preparaba sus
ambiciosos planes, Vernon se presentaba
por primera vez frente a las costas de Cartagena el 13 de marzo de
1740. Iba al mando de una escuadra de ocho navíos, dos bombardas,
dos brulotes y un paquebote, con los que se proponía amedrentar a la
población y sobre todo, recabar información de la plaza. Tras
bloquear el tráfico portuario, los ingleses comenzaron a bombardear
la bahía por la zona de Bocachica tal y como había previsto Lezo.
El cañoneo enemigo enseguida encontró respuesta en el fuego cruzado
de las baterías de los fuertes y los emplazamientos ocultos en la
selva, por lo que la flotilla británica se vio obligada a retirarse
precipitadamente, poniendo rumbo a Jamaica. Aunque el almirante
inglés volvió a intentarlo casi dos meses después, asomando de
nuevo por Cartagena al mando de trece navíos y una bombarda en la
madrugada del 3 de mayo, sólo tuvo tiempo para amagar con su
presencia antes de darse la vuelta aquel mismo día, tras verse
nuevamente sorprendido por los buques de Lezo.
El español tomó buena nota de todo
ello y a la par que apremiaba con nuevas peticiones de refuerzos de
tropas y material de guerra al Gobierno, con los escasos recursos de
los que disponía preparaba a conciencia la defensa de su
Comandancia, en previsión de nuevas y mayores incursiones enemigas.

Por fortuna, el 31
de octubre de 1740 arriban a Cartagena de Indias diez navíos de
guerra procedentes de España. La flota llegó al mando de su amigo
el almirante Rodrigo de Torres y Morales, otro experimentado marino
dos años mayor que Lezo, al que la Corona había enviado para
reforzar nuestra presencia naval en el Caribe. El recién llegado
conoce a Lezo desde que ambos pelearan juntos en el sitio de
Barcelona de 1714 y trae consigo los primeros suministros en armas y
municiones que tanto se necesitaban. Pero no viene sólo, en la
escuadra también viaja el nuevo virrey Sebastián de Eslava,16
teniente general de los Reales
Exércitos
y con el que Lezo no
congeniará en absoluto.
El virrey era un militar recio y
orgulloso, sin duda un buen patriota, pero quizás también ya
envidiaba el prestigio del marino y nunca le demostrará demasiado
aprecio.

Pese a los buenos oficios de Rodrigo de Torres,
quien permanecerá en la plaza
hasta el 8
de febrero de 1741
, día en
el que abandona su puerto con destino a La Habana reclamado por el
gobernador de Cuba, Eslava manifestó pronto sus discrepancias de
criterio con el almirante vasco en relación con algunas cuestiones
estratégicas. A comienzos de 1741, nuestra red de delatores acababa
de advertir a las autoridades españolas del regreso de Vernon a
Jamaica, esta vez al mando de una poderosa
escuadra. Además de haber enrolado en ella a unos 2.000
esclavos negros macheteros, los informes de un espía nuestro en la
isla, apodado el Paisano,
subrayaban que los ingleses también esperaban el refuerzo de otros
3.000
voluntarios procedentes de las Trece Colonias,
que llegarían al mando de un tal Lawrence Washington, el hermanastro
del futuro
primer presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

Mientras que Lezo no puso en cuestión estos
informes, al virrey le resultaba difícil darles crédito, por la
elevada cifra de tropas de nuestros enemigos que sumaban unos 29.000
efectivos.
Hasta entonces, jamás se había visto en América un contingente
expedicionario semejante y por eso mismo resultaba dudoso, aunque
parecía claro que de ser ciertas tales fuerzas los británicos
podían atacar o asediar cualquiera de nuestros puertos caribeños.
Aún sin conocer con exactitud los planes de Vernon, resultaba
evidente que se cernía sobre Cartagena una gran amenaza, puesto
que La Habana estaba mejor fortificada y su defensa quedaba reforzada
con la escuadra del almirante Torres, mientras que las fuerzas con
las que contaban Eslava y Lezo no superaban los 3.000
hombres.

Echando cuentas, disponían en total de 1.600
soldados veteranos y 400
jóvenes bisoños, que eran los que prestaban servicio en las
fortalezas; más los 300
milicianos, negros y mulatos, que fueron reclutados apresuradamente
entre los estibadores del puerto y entrenados más rápidamente aún
en el manejo de los mosquetes. A estas tropas de tierra se sumaban
los 200
marineros y 400
infantes de marina que servían en la flota de los seis únicos
navíos de guerra que Lezo mantenía fondeados en el puerto, los ya
conocidos: Galicia,
San Felipe, San Carlos y
Conquistador,
más los pequeños
África y
Dragón de
60 cañones. Por último, contaban con poco más de 600
cañones en tierra, repartidos por los fuertes y el recinto
amurallado de la ciudad, además de las baterías navales; pero sería
necesario administrar muy bien las reservas de pólvora y munición.

Consciente del peligro, Eslava despacho una
nave correo hacia La Habana en demanda de ayuda, pero ésta nunca
llegó al ser interceptada por los ingleses, al tiempo que procuraba
buscar otros refuerzos entre los naturales del país. Consiguió la
ayuda de alrededor de 600
indios tairones, que armados con sus arcos y flechas sirvieron para
reforzar los castillos y defensas. Este pequeño contingente estaba
dispuesto, no obstante, a resistir a los británicos hasta morir.
Además del propio Lezo, Eslava tenía bajo su mando a otros dos
jefes militares muy valerosos y competentes que eran de su entera
confianza. El primero de ellos, el riojano Melchor de Navarrete,17
que ejercía como gobernador de la ciudad y a cuyo cargo quedó toda
la intendencia y el abastecimiento de víveres; mientras que el
segundo, era el coronel suizo Carlos Desnaux (Charles Suillars des
Naux),18
un ingeniero militar que actuaba como director de las obras de
fortificación y que también fue el comandante del castillo de San
Luis de Bocachica y finalmente, del fuerte de San Felipe de Barajas.
Estos cuatro hombres serán los que logren orquestar con éxito toda
la resistencia de Cartagena de Indias.

A partir de las 9
horas de la mañana del 13 de
marzo de 1741, justo un año después de
su primera aparición, se vieron por el horizonte de Punta Canoas las
primeras velas de la numerosa armada británica, sembrando la
inquietud entre los defensores de Cartagena de Indias y el temor en
su población. El grueso de la flota viene al mando de Edward Vernon
y de su segundo, el almirante sir Chaloner-Ogle, hasta entonces
gobernador militar de Jamaica, y transporta tanto al ejército del
general Thomas Wentworth como a los voluntarios de Lawrence
Washington. Para completar su despliegue, la escuadra tardó casi dos
días, formando un amplio arco frente a la costa. Al principio, las
naves se mantuvieron fuera del alcance de las baterías españolas,
entretenidas tanto en la acción de bloqueo de todo el tráfico
marítimo de salida o llegada al puerto
como en el cañoneo y reconocimiento del litoral. Las fragatas
comprobaron que la ciudad resultaba inaccesible desde su frente
marítimo y muy difícil de bombardear a la distancia necesaria para
que los buques no encallaran en el fondo marino, dirigiéndose
entonces los navíos de mayor porte a la embocadura de Bocachica.

No fue hasta cuatro días después de su
llegada, al amanecer del 17 de marzo, cuando dieron comienzo los
primeros bombardeos sistemáticos sobre los fuertes y defensas
artilleras de aquella entrada a la bahía. La acción consistió en
el castigo durante varias horas seguidas de los fuertes de San Luis y
San José, este último al mando del capitán de infantería de
marina Francisco de Garray, además de la destrucción de las
baterías de Tierrabomba. Este ataque fue llevado a cabo por 17
buques enemigos y dos bombardas, a las órdenes del tercer comandante
de la flota el almirante Richard Lestock, un antiguo combatiente que
de joven había peleado, al igual que Lezo, en la batalla de
Vélez-Málaga (1704). El intenso cañoneo obligó a las tropas del
comandante de batallones de marina Lorenzo de Alderete y su segundo,
el capitán José Campuzano, que defendían todos estos baluartes
situados en primera línea de fuego, a buscar refugio en el fuerte de
San Luis de Bocachica. De esta forma, los británicos dejaron pronto
fuera de combate a las más avanzadas baterías de costa, lo que
aprovecharon para concentrar su fuego
sobre los fuertes de manera continuada. Era
tan impresionante el despliegue de velas en el horizonte marino y la
intensidad de los disparos, que muchos vecinos consideraron que la
batalla estaba perdida, abandonando precipitadamente la ciudad para
ponerse a salvo.

Los cañones navales disparaban cada hora una
media de sesenta proyectiles y el almirante Vernon se las prometía
muy felices, viendo envalentonados a sus casacas rojas con
los primeros éxitos de su despliegue, mientras que las tropas
españolas permanecían acuarteladas en sus refugios como conejos.
Los fuertes de Bocachica estaban defendidos por poco más de medio
millar de hombres, que ya al mando del propio coronel Desnaux
soportaron el intenso fuego de «6.068
bombas incendiarias y cerca de 18.000 cañonazos, durante los
diecinueve días que duró su asalto…
»,
según las anotaciones que realizó el propio
Lezo en sus partes de guerra. La batalla
de San Luis de Bocachica se convirtió
así en el primer combate de entidad que tuvo lugar durante los 69
días que iba a durar el asedio de Cartagena, con un bombardeo casi
constante: mañana, tarde y noche, de la ciudad y todas sus defensas.

Durante esta primera acción, Blas de Lezo
demostró nuevamente su ingenio, minimizando
los daños en los castillos y sacando el máximo provecho a los
recursos con los que contaba. Para ello, mandó a cuatro de sus
navíos: Galicia, San Felipe, San
Carlos y África,
a
reforzar la entrada de Bocachica con la misión de apoyar el fuego de
contrabatería de las fortificaciones, mientras que los artilleros de
éstas elevaron los cañones sobre rampas para poder alargar los
tiros. Buscaban así la manera de desarbolar los buques enemigos con
sus disparos de balas encadenadas y palanquetas, que se llevaban
consigo todo el aparejo dejándolos inútiles e ingobernables. Solo
en la batalla del 19 de marzo, festividad de San José, los españoles
dejaron fuera de combate a cuatro navíos y al día siguiente, a
cinco. Entre ellos, el Boyne
de Lestock y los tres puentes: Norfolk,
Russell y Shresbury,
todos de 80
cañones, al mando de los capitanes Graves, Norris y Townshend.

Para protegerse mejor de la artillería naval,
Lezo y Desnaux ordenaron reconstruir los merlones de las murallas
entre los cuales se abren las troneras de los cañones, con sacos de
tierra apilados unos sobre otros, minimizando así la acción
mortífera de la metralla y las esquirlas de piedra, que herían a
los defensores tras el impacto de una bala de cañón. Aunque las
tropas de los fuertes peleaban sin descanso para aguantar el
fortísimo envite de los buques de guerra, los británicos se
servían de su superioridad numérica para atacar simultáneamente
por diversos frentes, atreviéndose por fin a realizar los primeros
desembarcos de tropas durante la noche
del 19 al 20 de marzo. La zona elegida
fue la conocida como La Boquilla, la pequeña entrada sobre la lengua
de tierra que da acceso a la Ciénaga de Tesca, situada al noreste de
los recintos amurallados. Afortunadamente, el destacamento español
emplazado en sus márgenes se encontraba muy bien atrincherado y
consiguió rechazar todos estos asaltos, pero la superioridad enemiga
resultaba tan abrumadora que, a la noche siguiente, los británicos
se adueñaron de varias playas y ensenadas del litoral, lo que les
permitió a partir de entonces ir desembarcando tropas y material de
guerra.

En la selvática Tierrabomba se
produjo el primer despliegue con éxito de medio millar de hombres,
que cercaron las baterías del baluarte de Santiago a la vez que los
buques británicos continuaban bombardeando permanentemente las
fortalezas de San Luis y San José de Bocachica, tanto de día como
de noche, con una escuadra de ocho navíos que se turnaban de cuatro
en cuatro hasta agotar sus municiones.
Ya en la madrugada del 30 de marzo, estas tropas enemigas toman las
baterías de Varadero y atacan las de Punta Abanicos, asentando allí
mismo su principal campamento, en unos terrenos tan próximos al
fuerte de San Luis que la posición quedó al alcance de sus cañones.
La única explicación para este error fue el deseo de los mandos
ingleses de poder bombardear a su vez dicho baluarte desde una corta
distancia y de paso, acostumbrar a sus tropas al fuego enemigo. Lo
que no dejó de resultar increíble para los defensores de Bocachica,
que aprovecharon la oportunidad que se les brindaba para causar
estragos en estas fuerzas. Lezo mandó disparar a sus hombres a
cubierto de las sombras y fuertes contraluces que por el día
ofrecían todas estas defensas encaladas, por lo que los asaltantes,
deslumbrados por el sol, tenían muchas dificultades para verlos y
responder a sus tiros de mosquete, mientras que por la noche, los
españoles y sus aliados tairones realizaban arriesgados golpes de
mano con los que inutilizaban las baterías enemigas y mataban al
degüello a los centinelas.

Al amanecer del 3 de abril y al mando del
cuarto comandante de la flota, Charles Knowles, se alinearon un total
de 18
navíos frente a la entrada de Bocachica. Aunque la resistencia de
los fuertes resultó heroica, con Desnaux, Garray y el propio Lezo
combatiendo en primera línea de fuego, los enemigos consiguen
penetrar con sus naves en la ensenada de Abanicos, seguidos a
primeras horas de la tarde por los buques de Lestock. De ahí que
ante la abrumadora superioridad enemiga, los defensores tuvieran que
ser evacuados dos días después. Pero antes de retirarse, el
almirante hizo barrenar e incendiar sus propias naves para intentar
obstruir lo más posible el paso por el canal, cosa que consiguió
solo parcialmente, ya que el robusto Galicia
no prendió fuego, o no se dispuso del tiempo necesario para
lograrlo, siendo capturado por los ingleses.

El mismo almirante Vernon nos dejó el relató
de lo sucedido en una carta que envió a su mujer: «Animados
con este éxito
-la
toma de Bocachica-,

mis oficiales encontraron a los españoles quemando y hundiendo sus
barcos. Parte de los botes fueron separados para intentar salvarlos;
y abordaron y tomaron la capitana del almirante español, el Galicia,
con la bandera izada y con su comandante dentro, el capitán de los
infantes de marina, la insignia y 60 hombres, quienes, no teniendo
botes para escapar, nos dieron la oportunidad de salvar este buque,
el cual tenían órdenes de hundir igual que los otros. Además del
barco del almirante tomado, de 70 cañones, quemaron el San Felipe,
de 80 cañones, y hundieron el San Carlos y el África, de 60 cañones
cada uno, en el canal; y ese mismo día los únicos soldados que
quedaban aquí habían hundido el Conquistador y el Dragón, de 60
cañones cada uno, ya que ellos habían hecho que todos los galeones
y otras naves yacieran debajo de Castillo Grande cerca de cinco
leguas más arriba del puerto.

Solo
tengo tiempo de añadir que ha complacido a Dios Todopoderoso
preservar mi salud para llevar a cabo estas gloriosas fatigas, y
tenerme en una buena disposición para comenzar con todo el posible
vigor, para humillar a los orgullosos españoles, y llevarlos al
arrepentimiento por todas las heridas y las depredaciones llevadas a
cabo sobre nosotros durante mucho tiempo…
»

Después
de la toma de Bocachica, Vernon envió a la fragata
Spence
a Jamaica para dar cuenta del suceso, llevando a bordo a los dos
capitanes de navío capturados en el
Galicia
junto con su estandarte como prueba de la inminente derrota española.
Cuando la noticia llegó a la capital británica se dispararon salvas
de honor en la Torre de Londres, acompañadas por las campanadas de
todas las iglesias, celebrando el gentío anticipadamente y hasta con
fuegos artificiales aquella victoria que ya se daba por segura.
Incluso el Parlamento mandó acuñar las famosas medallas
conmemorativas,
19
que representan a Lezo arrodillado y humillado entregando al inglés
su espada junto con las llaves de la ciudad y la leyenda:
«El
orgullo español humillado por Vernon
».
Pero la realidad era otra y la ambición del almirante inglés le
llevaba a cometer sus primeros errores, decidiendo por ejemplo, el no
enterrar a los más de mil quinientos cadáveres que yacían en la
selvática Tierrabomba, por la fútil razón de no entretenerse
demasiado en el que suponía inminente asalto a la ciudad. Esta
impiedad la iban a pagar muy caro.

La
difícil situación en la que quedaron los sitiados tras la caída de
esta primera línea defensiva, se hizo patente con la presencia de
los buques británicos en las aguas de la bahía interior. Al
estrecharse el cerco sobre Cartagena los bombardeos navales de las
escuadras de Lestock y Knowles se multiplicaron en número y
eficacia, lo que hizo pensar al virrey Eslava en la conveniencia del
abandono de la fortaleza de Santa Cruz de Castillogrande ante la
imposibilidad de su defensa. En contra de la voluntad del almirante y
del capitán de navío Francisco de Ovando, comandante del Dragón,
que trataron de evitarlo hasta el último momento, los días 10 y 11
de abril también se hundieron por orden suya los dos únicos navíos
que restaban:
Dragón
y Conquistador,

con el ilusorio objetivo de tratar de impedir el paso por el más
amplio canal de Bocagrande, cuya escollera ya habían logrado
barrenar los zapadores ingleses. Pero el sacrificio resultó en vano,
pues los enemigos remolcaron el casco del Conquistador,
que se mantenía solo medio sumergido hacia mar abierto,
restableciendo así
la navegación por dicho paso, solo
amenazado
por las baterías del fuerte de Manzanillo, logrando desembarcar poco
después a sus tropas en las islas de la Manga y Gracia.

Como
el fuerte de Manzanillo seguía resistiendo, defendido por las tropas
criollas y de indios tairones que soportaban
estoicamente el bombardeo brutal e inmisericorde de los grandes
navíos enemigos, Vernon conminó al general para que se dispusiese a
tomarlo al asalto con sus infantes de marina, puesto que ya estaba
casi en ruinas. Era la tarde del 11 de abril cuando los defensores
aguantaron aquel
último envite antes de abandonarlo, pero
cuando los ingleses estuvieron a tiro dispararon a bocajarro sus
piezas de artillería cargadas de metralla, causando una gran
carnicería entre los dos batallones de casacas rojas a los que se
les había encomendado esta misión. Al parecer, cayeron alrededor de
dos centenares de hombres tan solo con la primera descarga, lo cual
desmoralizó tanto a las tropas del general que a partir de entonces
sus hombres se mostraron reticentes a seguir exponiéndose
abiertamente contra ningún baluarte o muralla por fácil que
pareciera su asalto, desistiendo igualmente de intentarlo con los
defensores del Boquerón.

Tras
este pequeño éxito, los criollos se refugiaron para pasar la noche
tras las defensas amuralladas que aún quedaban en pie, taponando
cuantas brechas pudieron con más sacos de tierra tal y como se había
hecho en Bocachica. Mientras tanto, el grueso de las tropas españolas
optó por replegarse a la gran fortaleza de San Felipe de Barajas,
conducidas por Carlos Desnaux, aunque
no se pudo evitar que los ingleses tomaran posiciones en el
abandonado fuerte de Santa Cruz.

Las
decisiones de Eslava le acarrearon no obstante graves desavenencias
con Lezo, quién le pidió ser relevado de su cargo puesto que no las
consultaba con él. El virrey no dudó en aceptar su renuncia, pero
48 horas más tarde, al dar comienzo el primer asalto de la ciudad a
partir del 13 de abril, resultó precisa la presencia del almirante
ante sus tropas para impedir su desmoralización. Lezo permanecía
recluido en su propia casa, en compañía de su mujer, pero no dudó
en acudir a la llamada de su fiel comandante Lorenzo de Alderete,
quien le reclamaba para frenar el acoso de los enemigos en las
inmediaciones del cerro de La Popa. Este ataque suponía una grave
amenaza para el castillo de San Felipe de Barajas y todo el recinto
amurallado de la ciudad, cuya situación se tornaba desesperada.
Incluso comenzaban a faltar los alimentos para la población, pese a
las medidas de racionamiento llevadas a cabo por el previsor Melchor
de Navarrete, sin que los atacantes dieran ninguna tregua para salir
a buscar nuevos suministros o siquiera permitir el sueño de los
cartageneros.

La
intensidad de los combates y los disparos artilleros eran de tal
calibre, que las familias que se habían quedado sin techo compartían
con los heridos las iglesias habilitadas como hospitales de sangre y
muchos cadáveres, tanto propios como de los enemigos, yacían
insepultos en las aguas pantanosas de los canales y las ciénagas de
Tesca, amenazando la salud de la población. Aunque peor suerte
corrían los británicos, acumulando a sus muertos en las playas de
Tierrabomba y a los heridos en los improvisados barcos hospitales, en
donde los cirujanos trataban de salvar como podían la vida de los
muchos marineros y soldados heridos, quemados o mutilados. Ante esta
situación, que comenzó
a resultar caótica, también Vernon, Ogle y Wentworth, reproducían
entre ellos parecidas desavenencias a las que afectaban a los
nuestros, reprochándose mutuamente la lentitud de su avance. Sin
embargo, los colonos norteamericanos lograron
al
final
ganar el cerro de La Popa en la mañana del 17 de abril, consolidando
así una posición cercana al castillo que resultó
idónea para emplazar las baterías con las que hostigar a conciencia
el gran bastión de la resistencia española.

Ante
la crítica situación, Blas de Lezo ordenó evacuar de inmediato a
todos los civiles que aún defendían la fortaleza, sustituyéndolos
por sus 200
marineros reservistas aún a costa de debilitar las defensas de la
ciudad. Luego mandó que se desbrozaran las inmediaciones del fuerte
para no dar ninguna cobertura al enemigo, y excavar un foso alrededor
de todo el perímetro de sus muros para que las escalas de asalto se
quedaran cortas. También obligó a cavar una trinchera zigzagueante
situada a lo largo de la ladera sur,
por donde resultaba más fácil que se aproximasen los morteros y
cañones del enemigo, evitando así que pudieran acercarse demasiado.
Por último, voló el puente de acceso al castillo y dispuso que un
total de 500
hombres, entre artilleros y marineros, quedaran dentro del mismo,
mientras que los restantes miembros de la guarnición, quizás unos
650
soldados e infantes de marina, esperaban atrincherados el ataque
británico. Su última artimaña fue enviar a dos voluntarios que,
fingiéndose desertores, tendieron una celada a los enemigos
engañándolos con supuestas debilidades en la fortificación para
conducirlos precisamente hasta un flanco de la muralla muy bien
protegido, en donde fueron
masacrados
sin piedad. Tal y como sabemos, el ardid del almirante funcionó a la
perfección.

Lezo era consciente que pese a todas las
circunstancias adversas y las discutibles medidas de Eslava, sus
tropas habían logrado replegarse con un número muy reducido de
bajas, mientras que los británicos habían sufrido grandes pérdidas
de hombres en sus ataques a Bocachica, Manzanillo y su forzada
entrada en la bahía. Contaba igualmente con el discurrir del tiempo
como su mejor aliado en la tenaz resistencia que había planeado. El
español buscaba el desgaste del enemigo con el auxilio del calor, la
humedad y las enfermedades tropicales, para llegar a un combate final
con posibilidades reales de salir airoso, o cuando menos quedar en
tablas, algo que ya de por sí supondría un éxito frente a unos
atacantes tan numerosos. El almirante había visto como sus propias
tropas peninsulares habían sido diezmadas por los rigores del
trópico antes de poder aclimatarse, y no en vano era cuestión de
semanas que los británicos cayeran víctimas del paludismo, la
fiebre amarilla, la disentería o la misma corrupción cadavérica.
Así lo reflejaría en su famoso Diario20
señalando como: «En
Cartagena se estimaba un plazo de seis a ocho semanas para que las
huestes tropicales llegasen invisibles a defender la plaza
».

Sin embargo,
Vernon no parecía darse cuenta de ello y obsesionado por lograr la
rendición española, restaba importancia a los primeros contagios de
enfermedades entre sus hombres y despreciaba,
una y otra vez, los abultados recuentos de bajas que cada día le
comunicaba sir Chaloner-Ogle, el único que ya se atrevía a darle
malas noticias y que abiertamente se sentía alarmado al ver cómo
sus buques se estaban transformando en auténticas enfermerías
flotantes. Neciamente, el enriquecido
azucarero todavía creía posible su triunfo militar, por lo que
seguía mostrándose arrogante frente a sus subordinados. Una
actitud que traería funestas consecuencias para los expedicionarios,
al acentuar su sufrimiento y ahondar en la gravedad de su derrota.

El almirante se atrevió incluso a enviar
algunas cartas a su homólogo Blas de Lezo ─redactadas
en inglés─,
en las que con tono desafiante le recordaba su éxito en el saqueo de
Portobelo, conminándole a la inmediata rendición de sus tropas si
es que quería evitar su cólera. Éste, como buen militar y español
de su tiempo, no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y muy
ofendido por las bravuconadas del inglés, que con tanto desprecio
ponían en cuestión su valor y dignidad, le respondió en castellano
y de forma escueta con estas palabras: «Si
hubiera estado yo en Portobelo, no hubiera Usted insultado
impunemente las plazas del Rey mi Señor, porque el ánimo que faltó
a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardía…
»
A pesar de los desafíos de Vernon, la
verdad es que Lezo estaba ganando un tiempo precioso a su favor, y al
lograr retrasar el avance de los británicos de forma tan evidente,
iba a conseguir exponerlos a la pronta llegada de la estación de las
lluvias, con las que se favoreció el rápido desarrollo de todas las
epidemias.

* * *

Pese
haber tomado la fortaleza de Santa Cruz de Castillogrande y ocupado
la ensenada y el puerto de Cartagena de Indias, junto con algunos
barrios periféricos de la ciudad, las tropas británicas no habían
conseguido progresar lo suficiente a lo largo de las tres primeras
semanas de abril y aún permanecían estancadas en la zona de la
bahía, comenzando a soportar el calor con una humedad extrema del
90%,
más las primeras lluvias primaverales que embarraban sus
asentamientos y empapaban tanto la pólvora como sus ánimos. Los
combates se sucedían a intervalos de los aguaceros, sin que los
sitiados cedieran en sus posiciones ni los sitiadores lograran alguna
ventaja significativa. Por fin, en la noche del 19 al 20 de abril,
tras más de cinco semanas de bombardeos constantes sobre la ciudad y
sus fuertes, nuestros enemigos se deciden a emprender una acción
decisiva para cambiar el curso de los acontecimientos. El asalto al
principal núcleo de la resistencia española: el castillo de San
Felipe de Barajas.

Tras
soportar una vez más el fortísimo cañoneo acostumbrado, a eso de
las tres de la madrugada, los centinelas de la fortaleza dan la voz
de alarma: las tropas asaltantes se acercan a las murallas por los
cuatro puntos cardinales. Se trata de un ataque coordinado en el que
participan alrededor de diez mil doscientos hombres, entre tropas de
asalto, marinería y los macheteros jamaicanos. Los que vienen por la
cara norte de la fortaleza, en realidad solo pretenden hacer una
maniobra de distracción, que debilite las defensas del resto del
perímetro, ya que el ataque más fuerte procede justo del lado
opuesto. Tal y como había previsto Lezo, por las laderas sur y este
avanza el grueso de los enemigos, mientras que por la cara oeste se
aproximan las milicias coloniales. La ladera este, que es la más
empinada y supuestamente la peor defendida, según el engaño de los
desertores, concita el mayor número de los atacantes que
fatigosamente ascienden por ella, poco antes de recibir el fuego de
artillería más concentrado. Para colmo de males, los diezmados
soldados que consiguen llegar al pie del recinto se encuentran que
las escalas de asalto les quedan cortas, para poder alcanzar los
merlones amurallados en unos seis pies (1,85 metros). Los mismos que
tiene el foso mandado excavar por el ingenioso almirante español.

En
la cara oeste la situación tampoco es mejor, y los voluntarios
coloniales se ven sorprendidos por el mismo problema, sufriendo en
ambos frentes una verdadera carnicería. Los hombres se ven incapaces
de escalar las murallas y tampoco pueden avanzar ni sus mandos les
dejan retroceder y en consecuencia, sobre todos ellos se precipita un
verdadero infierno. Igual les sucede a los que llegan por el lado
sur, con el agravante de las cerradas descargas de mosquetería que
reciben procedentes de los soldados atrincherados, que gozan de una
posición ventajosa en la ladera y se benefician de la cobertura que
les prestan sus camaradas del fuerte. La artillería británica de La
Popa se ve obligada por ello a repartir su fuego entre las murallas y
las posiciones atrincheradas, impidiendo así un eficaz ablandamiento
del fuerte. El propio diseño de la trinchera permite cubrir varios
flancos a la vez, resultando imposible desbordarla con los primeros
ataques. Ignorantes de la desgraciada suerte que corren sus
compatriotas de los otros frentes, la noche discurre en una
encarnizada lucha de cuerpo a cuerpo con los atrincherados, matándose
los hombres unos a otros con gran ferocidad.

Al
amanecer, el cerro de San Lázaro está sembrado literalmente de
cadáveres y la desesperación se apodera de los británicos, cuyos
oficiales hacen los primeros recuentos sumando por miles el número
de bajas y conscientes de no haber logrado tampoco arrollar a los
debilitados defensores del fuerte del Boquerón, prácticamente
reducido a escombros. Lo suyo, hubiera sido dar el necesario apoyo
naval a la operación; pero al tener que internarse los buques en el
estrecho canal que rodea los cerros de La Popa y San Lázaro, Vernon
y Ogle lo desestimaron desde el principio, haciendo recaer en las
tropas del general Wentworth todo el peso del combate. Por esta
cobarde decisión de los marinos, el general no dejaba
de mostrarles su irritación y disgusto, muy agravados tras conocer
los partes de guerra en los que le comunican tanto la gran mortandad
de sus tropas como la fuerte resistencia española. Aún así, vuelve
a ordenar el envío de otros 400
hombres al matadero.

Pese
al alivio que suponen estos refuerzos, el combate continúa a lo
largo de la mañana igual de trabado, sin que ninguno de los
contendientes muestre los primeros signos de flaqueza, y así
prosigue hasta que al mediodía los españoles, fieles a sus
costumbres, dan un toque de oración y una tregua a su fuego. La
medida es secundada por los británicos, tanto para darse un breve
respiro como en señal de respeto por la bravura y determinación con
la que pelean los defensores del castillo. Aunque algunos llegan a
pensar en la posibilidad de una rendición española, concluido el
rezo de estos
a viva voz la pausa termina con un nuevo toque de asalto a la
bayoneta, ordenado por sus ya denostados oficiales.

Peleando
los nuestros en una desproporción de cuatro a uno en favor de los
enemigos, Lezo manda salir a luchar a los mermados 200
marineros reservistas que todavía le quedan. Pero los españoles
retroceden por el empuje de los atacantes y llegan justo a los pies
de la fortaleza. La trinchera que tan eficaz se ha mostrado hasta
entonces, por fin ha sido rebasada y el combate cuerpo a cuerpo es
tan encarnizado que los defensores muestran claros signos de fatiga.
El almirante se dio cuenta del momento decisivo que atravesaba la
batalla, ordenando a todos los artilleros que aún servían en las
baterías del fuerte y eran su única guarnición, que también ellos
salieran a luchar en apoyo de sus compañeros. En el momento más
crítico del combate, los también muy fatigados ingleses se vieron
de pronto desbordados por el ímpetu desesperado de aquellos escasos
300
hombres, siendo rechazados y poco después perseguidos a la carrera
por los artilleros, marineros e infantes españoles. En esta
desbandada general, los que corrían colina abajo arrollaron incluso
a los nuevos refuerzos que subían por ella, contagiándose todos del
pánico que producía aquella
huida desordenada en la que los más rezagados morían tiroteados o
traspasados por las bayonetas de sus perseguidores.

Lezo
nos describe en su Diario
el
final de esta jornada del modo que sigue: «rechazados
al fusil por más de una hora y después de salido el Sol en un fuego
continuo y viendo los enemigos la ninguna esperanza de su intento…
se pusieron en vergonzosa fuga al berse fatigados de los Nuestros,
los que cansados de escopetearles se avanzaron a bayoneta calada
siguiéndolos hasta quasi su campo…
»
El descalabro ante el castillo de San Felipe resultó tal, que los
españoles llegaron en su persecución de los huidos hasta el cerro
de La Popa, en donde mataron a un buen número de artilleros y
capturaron todas las baterías y morteros que allí había
desplegados. Corriendo como la pólvora, la noticia de su triunfo
animó tanto al resto de nuestras guarniciones que todas se
juramentaron en no desistir en su resistencia por ninguna causa ni
motivo. Por contra, la derrota desmoralizó profundamente a los
británicos, quienes habían atizado más fuegos de los que podían
sofocar.

Algunos
autores de la época cifran el número de fallecidos en aquella
terrible jornada en más de 7.000
hombres sumando ambos combatientes; pero lo verdaderamente importante
es que a partir del fracaso
del asalto
enemigo, los sitiados acrecentaron su moral de victoria al tiempo que
los sitiadores la perdían. Si sumando las cifras de los marineros y
soldados caídos hasta entonces en los combates de Bocachica, los
enfrentamientos del interior de la Bahía, los asaltos a otros
fuertes y el fatal desenlace de San Felipe, los británicos
contabilizaban por encima de los 10.000
hombres entre muertos y desaparecidos, a todas estas pérdidas pronto
tuvieron que sumar las bajas causadas por las epidemias. Las peores
de todas fueron el cólera, la disentería y la malaria, que brotaron
a bordo de muchos buques con la llegada de la estación húmeda, sin
contar con el escorbuto, la fiebre amarilla y el gran temor que todas
estas enfermedades inspiraban en sus tropas. De ahí que cuando los
defensores empezaron a ver como los ataques enemigos disminuían, e
incluso muchos de aquellos hombres no se sostenían ya de pie y caían
al suelo sin que les hubiera alcanzado ninguna bala ni metralla,
fueron demasiados los que se envalentonaron por todas partes
contribuyendo a elevar la moral de victoria.

Los
oficiales españoles tuvieron incluso dificultades para contener a
tantos milicianos locales que querían arriesgarse saliendo a
perseguir enemigos en retirada. Como militares disciplinados que
eran, algunos con gran experiencia en las guerras europeas, sensatos
y juiciosos, sabían que esto no aportaba nada bueno a una victoria
que ya resultaba tan clara. Por el contrario, su deber era proteger a
sus hombres tratando de evitar el peligro del contagio de las
enfermedades que tanto diezmaban a los británicos. Por
desgracia,
en los combates esporádicos de estos últimos días, resultó
muerto el valiente y esforzado capitán José Campuzano.

El 26 de abril,
enrabietado y deseoso de humillar el honor de su rival, Vernon ordenó
a sus artilleros que se pusieron a disparar los cañones del Galicia
sobre los edificios más nobles de la ciudad. Los cartageneros
respondieron al desafío concentrando el fuego de algunas piezas
sobre la
capitana, hasta lograr incendiarla. Sin posibilidad de gobernar la
nave, el viento y las corrientes arrastraron el navío en llamas
hasta toparse con otras embarcaciones fondeadas, algunas todavía
cargadas de pólvora y explosivos, produciéndose con
rapidez el contagio a éstas de su fuego
y la destrucción de las mismas con graves pérdidas para
los asaltantes. En
la hoja de servicios del almirante, esta fue
la única nave a sus órdenes ganada por los enemigos.

Cuatro
días después hubo un canje de prisioneros y los comandantes
españoles supieron de primera mano la situación real que aquejaba a
los británicos. Los soldados liberados suministraron información
sobre la magnitud del desastre sufrido por los enemigos y entre
ellas, una de capital importancia: que se había proyectado dar un
nuevo asalto al castillo de San Felipe, pero que se desistió de él,
en vista de que las tropas se negaron a secundar a sus mandos, por lo
que hubo necesidad de castigarlas, pasando por las armas a medio
centenar de hombres por rebeldía
y desobediencia.

La
noticia de los motines y el abandono de cualquier ofensiva se
confirmaron con las declaraciones de otros testigos, que presenciaron
los preparativos de embarque de tropas y el abandono de sus
campamentos en tierra, lo que equivalía al final de su trágica
aventura. Aunque todavía mantuvieran el sitio durante las dos
primeras semanas de mayo, los británicos lo hacen sin objetivos
bélicos claros, dedicándose a quemar cadáveres y tratando de
contener las epidemias a bordo de sus buques y abastecerse de
alimentos frescos. El escorbuto y la malaria estaban castigándoles
con gran dureza al carecer de estas provisiones, y Melchor de
Navarrete había organizado numerosas partidas de milicianos para
evitar que las consiguieran. Estas partidas sí aprovisionaban en
cambio a Cartagena, burlando el bloqueo enemigo gracias al laberinto
de canales y ciénagas que rodeaban la plaza.

A
partir del 8 de mayo comenzaron a zarpar de la bahía los primeros
buques británicos cargados de heridos con dirección a Jamaica,
levando anclas los últimos navíos el 20 de ese mes. En uno de
ellos, el Princess
Carolina,

viaja herido grave el curtido comandante Lestock, quien tres años
después volverá a saborear la amargura de la derrota peleando en el
asalto a la fortaleza de Tolón (11 de febrero de 1744), defendida
por una escuadra franco-española. En los días previos a su partida,
los británicos quemaron hasta una cuarentena de sus naves, tanto por
su mal estado como por la falta de tripulaciones.21
Frente a las pérdidas españolas, cifradas en unos 2.000
hombres y seis buques de guerra, además de la ruina de muchos
baluartes, el contingente naval que abandona Cartagena es la viva
imagen de la derrota, con unas tropas expedicionarias en las que
faltan la mitad de los hombres alistados y los supervivientes se
debaten entre las fiebres y sus propios odios y recelos.

Divididos
por sus sentimientos nacionales, ingleses, escoceses, galeses,
irlandeses, jamaicanos y colonos norteamericanos, se culpan unos a
otros de aquel desastre. A veces, incluso se insubordinan frente a
sus jefes o se asesinan mutuamente en fuertes reyertas. Así lo
relata John Pembroke, un joven oficial inglés que fue testigo
presencial de estos sucesos, denunciando cómo la bahía de Cartagena
se había convertido en un pudridero de hombres debido a las
ambiciones y delirios del almirante Vernon. El inglés da unas
estimaciones muy elevadas respecto al número de muertos y
desaparecidos,22
afirmando
que la mitad de ellos fueron víctimas de la artillería y fusilería
española y era falso culpar solo
a las enfermedades del alto número de bajas. El propio Vernon había
elogiado el comportamiento valiente y heroico de aquel oficial, por
lo cual resulta difícil desacreditar al que además fue un rico
heredero de las plantaciones de caña de azúcar de Jamaica. Los
Pembroke gozaban de tan buena posición social y económica que
estaban presentes en el Parlamento y a sus mansiones acudían los
primeros ministros de la Corona.

Otros muchos testigos presenciales coincidieron
en esta apreciación, tal y como Tobias Smollett ─quien
llegaría a ser un notable novelista─,
calificando el asedio de Cartagena «como
un terrible desastre de la marina británica
»,
además de enjuiciar el comportamiento de sus oficiales «como
el propio de unos canallas
».
Por último, la deslavazada escuadra intentó resarcirse de su
derrota, orquestando un nuevo desembarco frente a la ciudad de
Santiago de Cuba el 29 de julio de 1741. También allí la obstinada
resistencia de las tropas españolas logró frustrar el envite y
levantar el sitio, cosechando los británicos un nuevo fracaso. Pese
a todo ello, Edward Vernon fue recibido como un héroe a su regreso a
Inglaterra y disfrutó de muchos honores inmerecidos, por
tener poderosos aliados políticos
interesados en ocultar e impedir que se supiera la verdadera magnitud
de su derrota.23

Hoy hemos olvidado
que con esta victoria española la Royal Navy cosechó la mayor
humillación que hasta entonces había recibido, solo
comparable con el desastre que más de siglo y medio después tendría
de nuevo con su aciago desembarco en 1915 sobre la península de
Gallipoli, a la entrada del estrecho de los Dardanelos. Tras el
frustrado desembarco en Cartagena de Indias España lograría retener
por más de medio siglo su Imperio americano, evitando que su enemiga
asentara en él su soberanía, tal y como les ocurriría dos décadas
después a los franceses con la pérdida del Canadá. La guerra
enseñó igualmente a los británicos dos certidumbres: la primera,
el manifiesto rechazo de la población hispanoamericana a convertirse
en súbditos de su Corona, por el abismo que los separaba en cuanto a
religión, lengua y costumbres; la segunda, que España resultaba
temible en los combates en su terreno, además de que económicamente
podía resistir los asedios a sus plazas fuertes y el retraso que
esto implicaba en el envío a la Península de sus remesas de oro y
plata, al tiempo que sus militares eran capaces de proteger
eficazmente esos recursos en tierras americanas.

Con todo, la guerra del Asiento supuso el final
del modo comercial tradicional y la paulatina desaparición del
sistema de flotas, que daba paso a los navíos de registro suelto
autorizados por la Corona, lo que representaba la innovación más
importante introducida durante los dos últimos siglos en el comercio
ultramarino. Los ataques de Vernon a Portobelo también implicaron la
ruina de su afamada Feria, y todo el comercio del Mar del Sur se
desvió de sus rutas tradicionales cambiándolas por la travesía del
estrecho de Magallanes. Con ello, Portobelo quedó sólo como una
ciudadela militar, desapareciendo como centro económico del istmo de
Panamá y lugar de reunión de las flotas que partían hacia España.

De haber vencido en Cartagena, la historia
habría dado un vuelco para todos: Gran Bretaña se habría hecho
fuerte en Nueva Granada y España, en apuros, se habría visto
obligada a ceder terreno en América y tal vez en la propia Europa.
Por lo mismo, la victoria de 1741 reforzó la hegemonía de la Corona
en el continente y desalentó por un tiempo las aspiraciones de
Inglaterra en el área del Caribe, aunque resultara sólo el
preámbulo de los nuevos combates que con motivo de la Guerra
de Sucesión
austriaca
protagonizarán franceses, británicos y españoles cuatro años más
tarde. Se volvió así a pelear sin descanso a lo largo de las muchas
fronteras americanas, hasta que con la Paz de Aquisgrán (1748) se
estableció un nuevo paréntesis, que sirvió para reponer las
fuerzas de unos y otros en la pugna por el total dominio del
Atlántico y las colonias de América del Norte.

Por último, la guerra también supuso la
desaparición de Blas de Lezo, que fallecía el 7 de septiembre de
1741 a consecuencia de sus nuevas heridas o quizás de la epidemia de
peste que se desató en Cartagena como consecuencia de su asedio.
Nuestro héroe no tuvo una buena muerte y pese a la victoria,
Sebastián de Eslava no olvidó sus desavenencias con el almirante,
denunciando sus supuestas insubordinaciones en los informes que envió
a la Corona, atribuyéndose él mismo junto con su favorito, el
coronel Desnaux, el mérito de la derrota británica. Llegó incluso
a retener las pagas del marino y pedir al rey su castigo, cosa que al
final logró, hundiéndole social y económicamente en la miseria.
Lezo intentó conservar su prestigio y el honor de toda una vida
sacrificada al servicio de Felipe V, escribiendo a sus amigos y
remitiéndolos su Diario
con la versión de lo sucedido.

El ministro Campillo, convertido en su nuevo
valedor, intentó mediar a su favor ante el monarca quien, ya muy
enfermo y envenenado por las insidias de Eslava, ignoró sus
argumentos. La situación llegó a ser tan injusta y cruel, que ya en
su lecho de muerte Josefa, su abnegada mujer, le ocultó que había
sido confirmada su destitución como comandante del Apostadero y
ordenado su traslado a España para ser sometido a juicio, acusado de
los delitos de insubordinación e incompetencia. Y fallecido el gran
almirante, su mujer y su hijo Blas de Lezo, tuvieron que recurrir a
la caridad de sus amigos para costear hasta su deslucido entierro. De
ahí que los restos del almirante incluso se perdieran al ser
depositados en una fosa común.

Sin embargo, es de justicia señalar que su
subordinado el comandante de Infantería de Marina Leopoldo de
Alderete, cuya admiración y lealtad a Blas de Lezo resultaron
proverbiales y a quién éste confió sus últimas voluntades, tomó
bajo su protección a la viuda e hijo de su amigo. Gracias a su
insistencia, también acabó sabiéndose poco a poco lo injusto que
había sido el virrey. Veinte años después de estos hechos, el
propio Eslava, arrepentido, solicitaba a Carlos III la restitución a
Blas de Lezo de todo su prestigio y empleos. Aunque la rectificación
de la Corona llegaba tarde, en 1762 se le concedió a título
póstumo, para él y sus descendientes, el marquesado de Ovieco, la
pequeña localidad de la que era oriunda su esposa tal y como era su
deseo.

También en la fortaleza que defendió se
colocó una placa conmemorativa, que hoy sigue figurando en el
monumento levantado a su memoria con la siguiente inscripción: Ante
estos muros fue humillada Inglaterra y sus colonias.
Aunque
para nuestros compatriotas la existencia del
gran marino todavía resulta poco conocida, la Armada española
mantiene en cambio muy vivo su recuerdo, considerándole como uno de
los mejores estrategas con los que ha contado en toda su historia.
Como tal le honra, junto a otros muchos nombres, en el Panteón de
Marinos Ilustres de San Carlos (Cádiz), en donde el visitante puede
leer este evocador epitafio: Omnes
isti in generationibus gentis suae gloriam, adepti sunt et, in diebus
suis babentur in laudibus.

Notas al pie:

1
Utrecht fue una paz de comerciantes basada en la explotación del
comercio atlántico, y cuyas consecuencias económicas iban a dar a
Europa su definitiva fisonomía moderna. El impermeable imperio
español de los Austrias se abría por fin a los navíos ingleses,
gracias a las cláusulas del Tratado que imponían la extraordinaria
invención del Navío
de permiso
,
por la cual se concedía a éstos autorización para enviar al
ultramar español un barco de unas
500 toneladas, cargado con mercancías para comerciar anualmente en
la Feria de Portobelo. Se trataba de un solo buque; pero los
británicos lo hacían seguir por toda una flota que lo reabastecía
cada noche, aumentando así extraordinariamente el volumen de las
mercancías con las que se comerciaba y los males del contrabando.
Utrecht conlleva además el gran premio del monopolio del tráfico
esclavista conocido como Asiento
de negros,

por lo que serán también los británicos los más beneficiados al
introducirse en el monopolio comercial español y por ende, en toda
la economía del continente americano.

2
La casa de Hannover era de origen alemán. La estirpe se inició con
Ernesto Augusto (1629-1698), duque de Brunswick-Luneburgo y príncipe
elector de Hannover, quien se casó con una nieta del rey Jacobo I
de Inglaterra. El hijo de ambos, Jorge I (1660-1727), heredó el
trono inglés en 1714. La actual casa de Windsor es una rama de este
tronco dinástico.

3
Además de marino, Edward Vernon (1684-1757) era un rico azucarero
del Caribe y sagaz político, el mayor impulsor y ejecutor de la
política del West
Indian Lobby

en el Parlamento, que aprobó
una ley por la cual todos los marineros destinados al Caribe
recibían a
diario
una ración de grog
(agua mezclada con ron y zumo de lima), lo que suponía unos
ingresos millonarios para los plantadores y destiladores ingleses.
Con la ley Vernon extendida a toda la marina británica se fomentó
el alcoholismo de sus tripulaciones, lo que explica en buena parte
la deshumanización de
la marinería, haciendo necesarios los rigores disciplinarios que
ocasionaron motines tan conocidos como el de la Bounty.

4
En 1502, Rodrigo de Bastidas, un notario de Sevilla, descubrió toda
la costa atlántica de la actual Colombia y, con ella, la bahía de
Barú, a la cual bautizó como Cartagena de Indias, por encontrarla
tan cerrada como la de la Cartagena española. Bastidas había
participado en uno de los primeros viajes de Cristóbal Colón y
conocía bien al cartógrafo y marino Juan de la Cosa, que con tal
nombre, la incorporó a sus mapas. Más tarde, el 1 de junio de
1533, el conquistador madrileño Pedro de Heredia, fundó en este
enclave la ciudad del mismo nombre. El lugar elegido fue la isla
Calamarí, procediendo a nombrar su primer Cabildo y trazar los
planos de la ciudad. Gracias a su protegida bahía, su cercanía con
Panamá y la ausencia de huracanes, su
puerto fue convirtiéndose en uno de los más importantes de
América, hasta el extremo de acabar siendo el mayor enclave del
comercio de esclavos llegados desde el continente africano. De ahí
que la plaza fuera asaltada numerosas veces por piratas (Francis
Drake, 1586), o tropas inglesas, francesas y holandesas, a lo largo
de su historia.

5
José del Campillo y Cossío (1693-1743) era un político y
economista asturiano que había sido uno de los más estrechos
colaboradores de Patiño, al que este había nombrado precisamente
como intendente general de Marina. Pero el ministro, que se hallaba
imbuido tanto de las ideas de Colbert como del pensamiento de uno de
los mejores economistas españoles de entonces, el navarro Jerónimo
de Ustáriz, también resultó ser demasiado inteligente y combativo
para hacerse perdonar por su talento, tal
y como quedó reflejado en las tres importantes obras que escribió:
Lo
que hay de más y de menos en España

(1741), su continuación en España
despierta

(1742) y Nuevo
sistema de gobierno económico para la América

(1743), que sirvieron de ejemplo reformador.

6
Benjamín Keene fue sin duda el mejor diplomático y espía con el
que contaron los británicos en España durante toda esta centuria.
Embajador en Madrid a lo largo de dos decenios distintos, primero
desde 1729 a 1739, con Patiño y Campillo en el Gobierno, y
finalmente desde 1748 hasta su muerte en 1757, con Enseñada,
Carvajal y Ricardo Wall en el poder, supo influir siempre a su
conveniencia en la política exterior española y rendir a su país
excelentes servicios.

7
Aquel año la Real Hacienda no tuvo más remedio que suspender sus
pagos, produciéndose la primera gran crisis financiera de la
Monarquía borbónica.

8
Al mandar más de tres buques de guerra, los capitanes de navío
ostentaban el cargo de commodore
(comodoro) en la Royal Navy. George Anson se convirtió además en
el único héroe de esta guerra para sus compatriotas, al haber
realizado esta primera expedición por aguas del Pacífico y su
posterior victoria frente a los franceses en Cabo Finisterre (1747).
Por ello, al firmarse la paz en 1748, el comodoro Anson fue
recompensado con el empleo de almirante y tres años más tarde le
nombraron la máxima autoridad del Almirantazgo, cargo que ostentó
hasta su muerte en 1762.

9
El azogue o mercurio se necesitaba para el beneficio de la plata
americana. Aunque el Perú se auto abastecía de este producto
gracias a las minas de Huancavelica, no ocurría lo mismo con
México, que dependió siempre de los envíos peninsulares. El
mercurio procedía de las minas de Almadén, y se transportaba en
unos odres de piel que viajaban en unos buques mercantes especiales,
llamados por ello azogueros. Esta mercancía era un monopolio de la
Corona.

10
El 20 de junio de 1743, Anson interceptó el galeón Nuestra
Señora de Covadonga

y procedió a capturarlo. El comercio del Pacífico era muy
rico a lo largo de sus costas y los galeones de Acapulco y Manila
eran los encargados de llevar las mercancías entre América y
Filipinas, o de unir a Valparaíso con Callao, Guayaquil, Paita,
Panamá o Acapulco. A bordo de estos buques viajaban el oro en polvo
y las barras de plata, el marfil, la porcelana china, la seda, las
maderas lacadas, la quina, la coca, el cacao o la lana de vicuña,
cuando no las ricas especias de todos los mercados orientales.

11
Como es natural, la flota de Vernon era muy superior a la Felicísima
Armada

de Felipe II, que en su tiempo fue capaz de reunir hasta 126 naves
entre galeones de combate y barcos de transporte. Por mencionar solo
los navíos de 90, 80 y 70 cañones, los británicos disponían de
un total de 14 buques, que llevaban por nombres: Russel,
Torbay, Cumberland, Boyne, Princess Amelia, Chichester, Norfolk,
Shresbury y Princess Caroline

(90 y 80), Suffolk,
Buckingham, Oxford, Prince Frederick y Prince Orange,

los de 70.

12
Los brulotes eran barcos mercantes cargados de materias combustibles
y productos inflamables, que servían para incendiar a las flotas
enemigas amarradas a puerto.

13
Según las fuentes consultadas, la cifra de estos expedicionarios
discrepa entre los 2.700 a 4.000 colonos. Por nuestra parte, los
españoles les devolveríamos lindamente la visita a los
norteamericanos dos años más tarde, asaltando y arrasando sin
escrúpulos casi todas las plantaciones algodoneras de Georgia.

14
Después del fallecimiento de la reina católica María Tudor,
primera esposa de Felipe II, y el acceso al trono de la protestante
Isabel I de Inglaterra, la rivalidad anglo-española se desata. A
partir de entonces, y por la presión del extraordinario incremento
de la piratería inglesa sobre todo nuestro tráfico marítimo, la
Corona española se emplea a fondo en la construcción de grandes
fortificaciones para proteger a las principales plazas del
Imperio, tratando así de prevenir o paliar en lo posible los
desgastes de la guerra del corso. Con esta finalidad se envió al
Nuevo Mundo a dos grandes ingenieros militares: Flores de Valdés y
el italiano Juan Bautista Antonelli, que a partir de 1586 proyectan
los baluartes ─hoy
Patrimonio de la Humanidad─,
de La Habana, Cartagena de Indias y Portobelo. El
castillo
de San Felipe de Barajas
es una de las fortificaciones más importantes de todas las
realizadas en América, construido
en el siglo XVII, volvería a ser restaurado y ampliado tras el
asedio de Vernon por los ingenieros militares: Juan de Herrera y
Sotomayor y más tarde, por Antonio de Arévalo, quien lo
convertiría en la fortaleza actual.

15
La libra era una medida de peso que se utilizaba en toda la
península, aunque la Real Armada utilizaba la libra castellana,
equivalente a unos 460 gramos y dividida en 16 onzas.

16
El navarro Sebastián de Eslava (1684-1759) fue comendador de
Calatrava, gentilhombre de cámara de Su Majestad, teniente-ayo del
infante Felipe y teniente general de los Reales
Exércitos.

Comenzó su carrera con modestia, siendo un joven militar que se
distinguió por su valor sirviendo en el bando borbónico durante la
Guerra de Sucesión. En 1740, Felipe V recompensó sus servicios
nombrándole virrey del restituido Virreinato de Nueva Granada. Tomó
el mando en medio de una difícil situación internacional, puesto
que España se encontraba ya inmersa en la guerra del Asiento contra
Gran Bretaña. Junto con la defensa militar del Virreinato, Eslava
promovió varias campañas de pacificación y conquista contra los
indígenas que aún no habían sido reducidos, como en el caso de
los chimilas que atentaban continuamente contra la seguridad de los
viajeros del cauce del Magdalena. En su gestión, también adoptó
las
medidas para erradicar el contrabando y controlar mejor el pago de
impuestos a la Corona, sobre todo en lo tocante al comercio,
transporte y circulación de metales preciosos. Cuando regresó a
España en 1748 el ministro Ensenada le nombró capitán general de
Andalucía y más tarde, Ricardo Wall le ascendió a secretario de
Estado del Despacho de Guerra, cargo en el que se mantuvo hasta su
muerte.

17
Además de participar en la defensa de Cartagena, Melchor
de Navarrete
y Bujanda (1693-1761) también se distinguió como gobernador de La
Florida (1749 a 1752) y el Yucatán (1754-1758), defendiendo con
éxito de todas las agresiones británicas tanto las costas de la
península como el golfo de México. Por ello fue recompensado
llegando al empleo de mariscal.

18
El coronel Charles
Suillars des Naux
fue
un ingeniero militar suizo al servicio de la Corona. Tras
un periodo como teniente de suizos, en 1719 ingresó en el Real
Cuerpo de Ingenieros y al año siguiente fue nombrado por el rey
como ingeniero
ordinario de Exércitos,
Fronteras y Plazas
,
concediéndosele el grado de oficial de infantería, lo que a partir
de entonces le daba capacidad para mandar tropas españolas.

19
Las medallas
tienen fecha de abril de 1741 y en ellas se puede ver a un Blas de
Lezo arrodillado ante Vernon, sin saber que al almirante español le
faltaba una pierna. Las
célebres medallas resultaron pues un trofeo buscado por los
españoles, ya que en una cara se festejaba el saqueo de Portobelo
de 1739 y en la otra la desfachatez de «la
arrogancia
española vencida por el almirante Vernon
»,
tomada a chanza y convertida en un motivo de

escarnio para el orgullo inglés. También en la conocida Historia
de Colombia,

de la enseñanza secundaria, los autores José María Henao y
Gerardo Arrubla se refieren al frustrado trofeo señalando que: «en
una sola batalla naval, la de Cartagena de 1741, Inglaterra perdió
la oportunidad de hacerse en América con un sólido bastión en
Tierra Firme, y languideció el proyecto marítimo más ambicioso de
su Historia
».

20
El Diario
de lo acaecido en Cartagena de Indias desde el día 13 de marzo de
1741 hasta el 20 de mayo del mismo año,

que remite a Su Majestad don Blas de Lezo, se custodia actualmente
en el Museo Naval de Madrid. El libro describe la decisiva batalla
que tuvo lugar durante la noche del 19
al 20 de abril de 1741,
cuando los británicos trataron infructuosamente de tomar al asalto
el Castillo
de San Felipe de Barajas
y sufrieron pérdidas muy graves.

21
En el camino de vuelta a Jamaica también se hundieron otros buques
por su mal estado, y cada nave era una desgraciada enfermería. El
dato de los barcos quemados por falta de marineros, más las
informaciones sobre las reclutas forzosas en Jamaica para poder
volver a Inglaterra, indican que la cifra de muertos y desaparecidos
sería superior a los 15.000 hombres.
Refuerzan
este punto de vista informaciones fragmentarias y confusas acerca
del caos reinante en la flota británica, en la que se emplea a los
milicianos coloniales como azotadores de la marinería británica
más rebelde, lo que genera mucho odio hacia los norteamericanos.

22
En el informe que redactó John Pembroke en 1741 sobre el asedio a
Cartagena de Indias, titulado True
Account of Admiral Vernon’s conduit of Cartagena,

el autor ofrece el siguiente balance: 8.000 hombres muertos y
desaparecidos en combate, más 2.500 fallecidos por epidemias y
7.500 heridos. En
total 18.000 bajas. Y
seis navíos de tres puentes y trece de dos, hundidos, además
de
cuatro
fragatas y 27
transportes
perdidos, con una cifra aproximada de 1.500 cañones destruidos o en
poder de los enemigos.

23
Un viejo documento redescubierto nos proporciona nuevos datos sobre
el acontecimiento. En 1741, el mismo año del asedio, se publicó en
París el Méthode
pour étudier la géographie,

escrito por Nicolas
Lenglet-Dufresnoy,
en seis tomos. En el último de ellos, con la advertencia
justificativa de que tal relato ayudaría a conocer “que la nación
española conserva siempre igual el mismo coraje que ha demostrado
en todas las guerras”, se publicó íntegro un Diario
del sitio de Cartagena en América,

escrito anónimamente por un español y traducido al francés por el
embajador de España en Francia Luis Rigio y Branciforte, príncipe
de Campoflorido.


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