Este relato se me ocurrió haciendo un ejercicio de un curso de escritura creativa. Si no lo habéis hecho os lo recomiendo: se trata de asomarse a la ventana recién levantados y escribir lo que veáis. Luego, de nuevo lo mismo por la noche. Y como muy bien dijo la profesora, no vale la excusa de: «Solo veo oscuridad». Aquí somos todos escritores, nosotros vemos en la oscuridad.
Una nube pasajera
Las mismas personas que caminan estas aceras acuden a mis madrugadas insomnes, en reminiscente comitiva del día, de todos los días, tras los visillos. Impresiones invisibles congregándose distraídas frente a la cancela coja de mi casa: la chica joven cuyo hijo aprende a caminar al intermitente son de sus propios grititos de júbilo; el hombre de la gorra negra, prematuramente jubilado, que orbita a sus nietos por el barrio cual planeta de dos inquietos satélites parlanchines; el padre de la vecina de al lado (el cual vive dos casas a la izquierda) portando, con paso resoluto, cubo, listón de madera o herramienta para hacer algún arreglo en casa de su hija; ese señor tan grande, de sonrisa amabilísima —y que me recuerda tanto al Snowman de los dibujitos para niños— acompañado fielmente por bastón y perrito ínfimo (pulguita nerviosa a sus pies) con el apodo redundante de Tiny. Repaso sus nombres y alguno se queda atrás. Irritada por mi agujereada memoria trago la píldora que lleva ya rato esperando en mi mano. El automatismo de la acción es tal que es como si ni siquiera hubiese ocurrido.
Phil esperó hasta las diez para llamar. Se había hecho el encontradizo trabajando en el jardín de su hija por ver si la pillaba tendiendo la ropa o barriendo las hojas del patio. Sabía que la anciana solía levantarse bastante temprano. Debían de habérsele pegado las sábanas. Las díez le pareció una hora decente. Todo lo que podía hacer en la valla estaba hecho, pero los puntales descansaban en el lado del jardín de Carmen y necesitaba permiso para entrar a reforzarlos. Una palabra muy formal, «permiso». Sabía que la vecina de su hija estaría encantada de dejarlo pasar y que, probablemente, aquello se convirtiese en una mañana de café y charla. A Phil no le importaban aquellas mañanas; de hecho, disfrutaba escuchar las historias de la mujer mientras podaba el árbol o arreglaba los macetones. Un día le contaba que había sido periodista en Holanda, otro profesora de español en Inglaterra, recepcionista en Portugal o adiestradora de caballos en Francia. Phil dudaba si se estaría inventando la mitad de las cosas que le contaba. «He tenido muchas vidas», le decía ella con su inglés marcado a golpes de tes y erres. Carmen hablaba alto. Parecía estar invitando a todo el vecindario a su conversación. A veces casi lo lograba y se la podía ver (y oír) agrandando su círculo con cada transeúnte que osase desafiar la inercia de aquella voz. Además, sufría de una “conveniente” sordera que —Phil había observado— mejoraba o empeoraba según la velocidad del discurso del emisor. Carmen atendía a las travesuras de los niños con un: «ay, ay, ay» cantarín y acostumbraba a saludar a los perros en su idioma natal, «en inglés no me entienden, por el acento», explicaba a sus desconcertados dueños. Phil se imaginaba que debía ser duro vivir sola, a su edad y en un país extranjero. Ella le había contado que, a estas alturas, el suyo era un país tan extranjero como cualquier otro; que, de todas formas, familia con vida no le quedaba (o al menos nadie que la tratase como tal) y que tampoco llovía tanto en Irlanda, que los irlandeses eran unos exagerados.
El timbre sonó dentro de la casa tres veces antes de que Phil recurriese a los nudillos. La llamó por su nombre, luego otra vez separándose de la puerta y mirando al segundo piso. Esperó. Se acercó a la ventana de la derecha. Una cortina gruesa cubría el visillo. Probó la de la izquierda, primero con los nudillos, luego con la voz. Empezó a ponerse nervioso y la llamada le salió demasiado alta, urgente. Su hija salió de su casa para reprimirle el alboroto, «Dad!». Phil hizo un túnel con las manos y pegó el rostro al cristal de la ventana; las cortinas gruesas se abrían en una grieta de inmaculado visillo bordado, detrás una luz tenue, en el suelo un bulto inmóvil. Sus gritos alertaron a todo el vecindario.
El sol nos da de lado. Me molesta en los ojos. Me levanto y acerco la silla a la valla de madera en busca de algo de sombra. Mi marido se queda donde está, a plena luz. «Aprovecha el calorcito», dice él y yo sé que es otro el sol que echa de menos, pero no digo nada. Bebemos vino y jugamos a las cartas sobre la mesa de plástico que acabamos de colocar en el jardín de atrás. «Ahora que empieza el verano, para aprovechar los días buenos que salgan», le había dicho yo en la tienda. La idea le pareció tan buena que lo cargó todo en el coche silbando y haciendo bromas. Una nube cubre el sol. Siento frío. Le voy a decir que seguro que es una nube pasajera, pero su silla está vacía. Imagino que ha entrado a por algo de comer, pero entonces recuerdo y entiendo que no va a volver. Me quedo allí un rato, mirando la silla vacía. No dejo de pensar en lo equivocada que estaba sobre la dichosa nube.
—Carrmeenn Gaarrrciiiiaaa, ¿cómo se encuentra Carmen? —la enfermera le habla en un cuidadoso inglés ralentizado.
Carmen la mira confusa, no se atreve a responder.
—Me temo que se excedió usted con las píldoras que le recetó el médico.
Los ojos de la paciente captan un reflejo brillante y colorido flotando detrás de la enfermera. “Get Well” en letras doradas. Es un globo.
—Nos ha dado un buen susto —continúa la mujer mientras revisa el gotero.
Unido al globo, con un cordelito azul, un ramo de flores envuelto en celofán brillante. A su derecha un oso de peluche, con un ojo vendado, sostiene una tarjeta entre sus patas delanteras. Dos folios, garabateados con una fiesta de colores y formas indeterminadas, cuelgan de la pared firmados orgullosamente por sus autores: Sean and Patrick. Carmen mira a la enfermera intentando escoger el idioma adecuado para formular la pregunta. Ella le sonríe.
—Tiene usted muy buenos vecinos Carmen.
Cristina Falcón
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