El otro día conocí a un tipo llamado Manolo. Manolo era menudo, ancho, y tosco —muy tosco—.Tenía la cara ancha, llevaba una boina negra deshilachada y mascaba de forma enfermiza un mondadientes.
Verán, yo conocí a Manolo de forma accidental. Por avatares del destino, me vi el día de la boda de un conocido, en un pueblo perdido de la mano de Dios andando yo con unas greñas de palmo. Como quise ir medianamente presentable y no tenía demasiado tiempo, decidí buscar rápido una peluquería —la que fuese; no estaba yo para elegir—. Total, que busqué en Google Maps y encontré una abierta a doscientos metros de la iglesia. Allí que fui.
La peluquería estaba abierta y entré —en qué momento—. Verán, todo aquello era un templo a la tauromaquia: cuadros de toreros, recortes de prensa enmarcados rememorando viejas faenas, varias monteras colocadas en las estanterías, e incluso un traje de luces, que —según el letrero— había pertenecido al mismísimo «Manolete». ¡Ay Dios! —pensé—, dónde cojones me he metido. En fin, como ya había metido la pezuña en el interior no había vuelta atrás; «siempre puedes hacer un moonwalking» —dicen—, pero para mí, ya no era posible.
Pasé hacia el interior, di mi nombre y me senté. Calculé que no tendría que esperar demasiado; eran dos peluqueros y sólo había una joven esperando —que probablemente estuviera, como yo, pensando que qué cojones hacía ella allí—. Yo, para hacer ameno el rato, saqué el móvil y me puse a mis cosas. Al cabo de unos minutos, entró un señor menudo en escena, pidió turno y se sentó —cómo no— a mi vera. Yo seguía a lo mío, abstraído a golpe de dedo viendo lo que se cocía por Twitter cuando no sé en qué momento la pantalla se me puso en negro y vi la cara del tipo de al lado reflejada en mi teléfono móvil. Por un momento, cuando nuestros ojos se encontraron a través del cristal, se me heló la maldita sangre. Acto seguido, el tipo soltó un sonido ininteligible dirigido a mí —por supuesto—, por lo que no tuve más remedio que enfilarle. Le enfilé y con una media sonrisa, me dijo: «Ea, zoy Manolo, encantaó de conocerle». Yo, educadamente, le di la mano y me presenté. Automáticamente y antes de que me diese tiempo a bajar la cabeza me soltó: «Ira, la shiquiya qu’ehtá sentá n’aquel sitio, lo mihmo canta por alegría’ que por soleare’». No supe muy bien que decir, la verdad. A responder a esto no te enseñan en las escuelas; yo me quedé frio, pero disimulé lo que pude, es decir, mueca de idiota y asentimiento de cabeza como marca el protocolo. Como se pueden imaginar, a partir de ese momento no tenía yo ya escapatoria alguna; el tipo era un cazador y ya tenía a su presa. Manolo tenía palique, pero no se le entendía un carajo; yo, por suerte, estoy versado y al menos sé por donde iban los tiros de lo que me venía diciendo. Me habló de fútbol, de su madre, de la juventud y hasta de política. Para él, España se estaba yendo a la mierda: «Ehpaña ehtá mú malamente; la muhereh ze noh revelan» —decía—, «ya verá tú, en un año shavá, ehtate preparaó». Mis calculos no fueron muy buenos porque así me tiré lo que para mi fueron infinitos minutos. Luego tras tocar varios temas, Manolo empezó con los toros; que le llamaban terrorista —decía—, que no puede ver ni una corrida sin que le pongan de hijoputa para arriba. «¡Que vivan loh toroh!» —gritó—. Yo, con cautela, le pregunté que qué era lo que le gustaba tanto de los toros y me dijo lo siguiente: «Ira, shvá, ¿qué quie’eh que te diga? Ehto é una tradizió de mah de cinco sigloh. La fiehta’l toro eh arte y curtura, incruzo eztá en la literatura; ademá, er toro ehtá destinaó a morí, oiga uhté». No pude añadir nada porque el peluquero me llamó; y yo lo agradecí porque sinceramente no supe qué decir ni cómo salirle al paso a Manolo ante tan casposos, rancios y arraigados argumentos. Estaba en su terreno, él ganaba.
Ahora tocaba dejar la cabellera en manos del peluquero. Por fortuna, la trasquilada no duro mucho, apenas veinte minutos, y transcurrió con normalidad; el peluquero no dijo palabra, cosa que yo agradecí profundamente. Al terminar, pagué y me despedí, especialmente de Manolo, y después, me marché. De vuelta a la iglesia estuve pensando en los argumentos que me había dado Manolo pero no terminaba yo de encontrarles el sentido. ¿Tradición?, —me dije—, el garrote vil, tajar las manos a los chorizos e incluso la esclavitud eran también «tradiciones» y hoy a nadie se le ocurre hacer nada de eso. ¿Arte y cultura? —me pregunté— Yo veo humillación, sufrimiento, ira, cobardía, vileza y muerte; no, no puedo encontrar arte ahí —pensé—¿Destinado a morir? —me dije— ¡Claro que está destinado a morir! ¡y nosotros también!, pero desde luego no de ese modo. No somos nadie para tratar con semejante crueldad a ningún animal ni para decidir sobre su destino y muerte. Que vivan los toros —pensé—, sí, pero que vivan de verdad. En fin, cuando me quise dar cuenta ya había llegado a la iglesia donde ya habían llegado muchos de los invitados de la ceremonia y yo, al menos, ya estaba presentable.
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