JUSTICIA DIVINA
Cuando la mujer arrojó la última bolsa que supuestamente contenía semillas de papa, los aullidos lastimeros de seis perritos ciegos rebotaron contra las piedras rompiendo el silencio abrumador de la mañana. Los cachorritos, con apenas tres días de vida, se debatían desesperadamente en el interior de la bolsa. La mujer que me contrató para llevarla hasta su rastrojo, parecía que estaba dispuesta a ultimarlos asfixiándolos en ese mismo instante, pero al ver que no me retiraba, tomó la bolsa, se la echó al hombro y descendió por una pendiente bien pronunciada a la margen del río.
De un lugar bastante alejado del camino, de entre las cortaderas, apareció la madre de los cachorritos, una perra negra de buena alzada, mestiza, renga de una pata por una golpiza que le propinara el marido de la mujer, se acercó y se sentó como pidiéndole piedad por su cachorritos. La mujer la apartó con una patada y siguió su camino. La madre se debatía desesperadamente entre seguir a la mujer para salvar a su descendencia o retornar a su cubil a cuidar a sus otros cachorros que por azar no habían sido destinados a morir esa mañana, intentaba quitarle la bolsa a la mujer parándose en sus dos patas, bueno, en una. La mujer volvió a patearla y como vio que el pobre animal persistía en su intento, la la golpeó con la bolsa y un gemido lastimero y profundo, de montaña en montaña se perdió hacia el infinito, eco prodigioso de la naturaleza.
Cuando la mujer se detuvo, arrojó la bolsa sobre una mata de tola, la perra empezó a ladrar y a saltar alrededor del bulto, mientras ella buscaba un lugar seguro en el cual amarrar el extremo de una soga. La perra, con la cola rígida, pero con sus ojos marrones profundos, seguía sus movimientos y parecía pedir piedad por sus hijos. La mujer volvió a ahuyentarla, esta vez con las piedras que el hielo se negaba a proporcionárselas, pero que conseguía como podía. Ante cada pedrada, la perrita se contraía en el duro y frío suelo hasta orinar, aún así la mujer no dejó de apedrearla, la perrita soportó estoicamente los golpes que no podía evitar a causa de su cojera. En el último intento por salvar a su descendencia, echó sus orejas hacia tras, se le dilataron las pupilas, escondió la cola entre sus patas y se decidió a atacar pero parece que la lealtad al humano pudo más y aullando se perdió envuelta en polvareda por el camino que llevaba al pueblo.
La mujer se cercioró de que de una de las tolas no se zafaría la soga, empezó a atar un nudo corredizo en el pescuezo de cada uno de los cachorritos, menos de uno que la cabecita aplastada, los demás se sintieron seguros en sus manos, uno de ellos llegó a succionar el dedo de la mujer y le arrancó una sonrisa a su rostro curtido. Esta reaccionó rápidamente y se dispuso a terminar su tarea, se escupió las manos, las frotó y cuando quiso ajustas la soga, alguien le tocó la espalda, se dio vuelta y ahí estaba él, con su sombrero aludo y su ponchito de vicuña, la mujer lo miró pero no le llevó el apunte.
Solamente cuando quiso nuevamente a ajustar la soga, cayó en la cuenta de la hora, del lugar en el que se encontraba y todo le pareció extraño, entonces un escalofrío le recorrió la espalda, giró nuevamente y se encontró con unos ojos enojadísimos y brillantes que fueron derritiendo su temperamento de hielo, todo su cuerpo se bañó de una sudoración que empezó a enfriar su figura, a dilatar sus pupilas a aumentar el tono muscular de su físico hasta abarrotarla de tal manera que no sintió nada cuando su uretra expulso el abundante líquido que acumuló durante la noche por entre sus piernas. Petrificada observó como el hombrecillo desató a los cachorritos, los acarició, los colocó en su poncho y cuando su mano poderosísima de hierro iba a caer furiosa en el cuerpo de la mujer, la perrita coja se interpuso entre ambos, coquena la miró, pero desapareció abruptamente entre las cortaderas con los cachorritos. La perra tomo a su hijo entre los dientes y tomo el camino de retorno seguida de la mujer ahora muda.
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