La primera decisión importante que tomé en mi vida fue siendo un niño, y lo hice de una manera extrañamente adulta. Son esas decisiones que escapan de lo consciente, que provienen de algún sitio desconocido por el ser humano, y que se dan de vez en cuando. Normalmente las decisiones parecen ser esos eslabones que entrelazan nuestras épocas; lo que fuimos, lo que somos y seremos depende del rumbo que le damos a nuestra vida. Son los caminos que tomamos los que terminan por definirnos, y creo que cuando uno va creciendo las decisiones están cada vez más condicionadas por las verdades de nuestra conciencia y, en ciertas ocasiones, el corazón tiene que esperar su turno.
Es inusual que durante la niñez uno tenga el deber de tomar decisiones importantes. La infancia es ese lugar despojado de preocupaciones donde los niños tienen que ser felices. Es la etapa donde debiera forjarse una vida plena acompañada de pasiones y de personas especiales. Particularmente durante esa época encontré la dicha de disfrutar de dos grandes amores.
Si te toca nacer en Argentina es probable que el fútbol te invada desde muy pequeño; y si encima te toca nacer en un pueblo, en calle de tierra, y en frente de un club, la pelota pasa a ser parte de tu vida indefectiblemente. Bajo la simpleza de ese contexto se forjó mi primer gran amor, el fútbol. Así crecí, pasando horas y horas en la cancha que estaba a pocos metros de mi casa, luciendo orgullosamente la camiseta de mi querido Boca Juniors.
Pero para hablar de mi otro gran amor es necesario ordenar mis disturbios emocionales. La nostalgia y la felicidad de aquellos tiempos, pueden mezclarse con el infortunio propio de las injusticias más notables en la vida de una persona. Mi primo Maxi era realmente un gran amor, era todo para mí en aquella época. Y cuando digo todo, no exagero en lo más mínimo. Era el ídolo que todos tenemos de pequeños; era ese espejo que uno mira de chico y que le parece inalcanzable. Me llevaba 6 años, era como mi hermano mayor y quería parecerme a él. Tan grande era mi devoción que cuando me despertaba a la mañana tenía que vestirme de la misma forma en que estaba vestido él. Quería tener el pelo como él, jugar al fútbol como él, hasta quería a su madre como si fuera mi propia madre. Mi primo era un pibe fachero y un poco tímido, tenía el pelo largo hasta los hombros, y las chicas del barrio estaban enamoradas de él. Era de esos pibes queridos por todos, humilde, desinteresado y que vivía rodeado de amigos. Lo recuerdo siempre con esa inocencia pueblerina y con esa mirada angelical que lo caracterizaba. Compartíamos además la misma pasión, jugaba al fútbol en el mismo club que yo, era el marcador central de la gloriosa categoría setenta y nueve del Club Sportivo Isla Verde. Tengo pocos recuerdos de verlo jugar porque yo era muy chico, pero hay un momento inolvidable que quedó guardado en mi corazón. Era un sábado de mayo, la setenta y nueve jugaba ya en cancha grande y se enfrentaba con Mitre de la localidad vecina de General Baldissera, para la jerga futbolera nuestro clásico rival. El partido estaba empatado sin goles, faltaban 5 minutos cuando un jugador nuestro cayó en el área y el árbitro cobró penal. Mi primo, que recuerdo ese día llevaba la cinta de capitán, agarró la pelota y la acomodó para patear. Yo estaba detrás del otro arco, casi no veía, así que corrí por la orilla del alambrado y me puse bien detrás del arquero rival para que mi primo me viera. Mis manos apretaban el alambre con toda mi fuerza, y mi rostro tenía una concentración anormal. No me importaba el partido, quería que él hiciera el gol, y que me viera que lo estaba alentando. Lo patio bien abajo, suave, al lado del palo derecho del arquero que se quedó parado. Salió gritando el gol para el lado del banco de suplentes, pero antes giró la cabeza, me miró con esa sonrisa enorme que tenía, y me señaló con el dedo. Es para vos primo, creí leer en sus labios. Ahí mis manos se relajaron, y grite el gol con el más profundo silencio, pero con toda la alegría del mundo. Sin dudas ese momento evidenciaba una clara imagen de lo que éramos.
Un tiempo después, por decisiones que son de adultos, nos fuimos a vivir a Río Tercero, a doscientos cincuenta kilómetros de mi querido pueblo. En esa época no había ni internet ni celulares, así que me distancié de mi primo, pero no así del fútbol. Mi abuelo me inscribió en el Club Atlético Río Tercero y seguí haciendo historia. Créase o no, me fue muy bien en ese tiempo. Hacía goles todos los partidos, salía en el diario local, y tuve mi primer romance con la camiseta número diez. En aquel tiempo, en la localidad vecina de Embalse, se hacían competencias de fútbol que duraban algo más de una semana, a donde iban clubes de Buenos Aires a mirar jugadores. Durante todo el segundo año de mi paso por el Atlético, nos estuvimos preparando porque a la categoría 85 le tocaba representar al club en ese torneo. El entusiasmo en un niño es mucho más grande que en un adulto, es más sano, y tiene más fuerza. Cuando sos pibe no sabés de sueños truncados, de obstáculos, o de impedimentos. Percibimos, o al menos así lo creía yo, que íbamos a salir campeones y que algún buscador de talentos nos iba a llevar a Boca ni bien nos viera jugar. La ilusión y el deseo de participar eran difíciles de describir con palabras.
La cuestión es que a quince días de viajar al torneo, allá por el mes de diciembre, recibimos la invitación desde Isla Verde, de mi tía, para ir a pasar las fiestas a su casa. Mi mamá fue muy clara, tenía que elegir, o iba a jugar el torneo o íbamos a Isla Verde, las dos cosas no se podían. Recuerdo con poca exactitud la confusión que experimentaba mi cabeza. Tenía que elegir entre dos amores; o viajaba al campeonato, por lo que venía ilusionado desde hacía meses, o íbamos a Isla Verde a visitar a mi primo. En ese momento me vestí de adulto por primera vez e inconscientemente entendí que los lazos familiares que tenía eran mucho más fuertes que cualquier otro anhelo. Días después partimos para isla verde.
De aquel paseo por el pueblo recuerdo el reencuentro con mi primo. Estaba más alto y ya era todo un adolescente, pero seguía teniendo las mismas pasiones. Me acuerdo de que ese mismo día me había mostrado la camiseta de Boca del año 92, cuando había salido campeón con el gol de Benetti. Cuando no la use más, esta camiseta es tuya, me dijo una tarde antes de volvernos para Río Tercero. Mi corta edad en aquel momento no anulaba la sensación que tenía en esos días. Sentía que era mi obligación estar ahí que era un momento para atesorar, y que debía decirle a mi primo antes de volverme que lo quería mucho. Esto que cuento no es algo que ocurra siempre en mi vida, de hecho fue la única vez que lo sentí. Puede que se confunda con presentimiento o con corazonada, pero creo que fue una señal de alguien, o de algo que está más allá de lo que nuestra mente pueda entender.
Nos volvimos a Río Tercero luego de las fiestas, y mi vida siguió normalmente. Pero ocurrió un hecho puntual que iba a condenarme para siempre a la eterna búsqueda de respuestas imposibles. Era un día a mitad de semana, Boca jugaba un partido de verano, y como no tenía cable en mi casa, normalmente lo miraba de mi tía, y me quedaba a dormir allí. Esa noche tenía un cansancio especial, o un sentimiento raro, no lo sé, algo que en ese momento no podía describir y que hoy podría llamarlo presentimiento. Agobiado por ello, decidí mirarlo solo en el dormitorio del segundo piso de la casa. Poco después de que arrancó el segundo tiempo me quedé dormido, y al otro día bien temprano, de forma poco habitual, me despertó mi mamá.
Todavía mi mente reproduce el espantoso semblante que tenía mi vieja ese día. Me empezó a hablar muy despacio, con las palabras entrecortadas, como cuando estás demasiado nervioso.
Te tengo que contar algo que pasó anoche, me dijo seguido de un profundo suspiro. En la vida, a veces, ocurren cosas muy tristes hijo.
La interrumpí de inmediato, y me adelanté. Oh mami, no me digas que perdió Boca, le dije ya palpitando un enojo. Hoy me doy cuenta, después de tantos años, que solamente una madre es capaz de encontrar, aún en los momentos más oscuros de la vida de cualquier ser humano, las formas para suavizar esas palabras que te destrozan profundamente. Se dio cuenta de que mi inocencia obnubilaba cualquier pista racional que me intentara conducir a la crudeza de aquella noticia, y expresó la sonrisa más triste que le vi en mi vida, mientras negaba con la cabeza.
No hijo, no es eso, y prosiguió. Anoche, en Isla Verde, el Maxi tuvo un accidente con la moto.
¿Y cómo está? Le pregunté rápidamente, sin saber muy bien lo que estaba escuchando.
Me apretó las dos manos con mucha fuerza y ya no pudo contener aquellas lágrimas típicas que anteceden a un necesario desahogo. Levantó la cabeza, y sin extender más mi agónica espera, me confesó que había fallecido.
Después de esa noticia aún hoy intento, vanamente, esforzarme por recordar cuál fue mi reacción. No sé si lloré, si enmudecí, si abracé a mi vieja o si grité de rabia. Nunca intenté averiguarlo. Solamente confieso que fue la peor noticia que recibí en mi vida.
Inmediatamente nos fuimos a Isla Verde al velorio más triste que recuerdo en esa localidad. No solo había muerto mi primo, sino también un amigo suyo, el Tarro. Dos adolescentes de 14 años se iban de este mundo de la forma más espantosa, dejando heridas de dolor imposibles de sanar para todos sus seres queridos.
Antes de volvernos a Río Tercero, recuerdo a mi mamá que charlando con una amiga le decía:
-Mirá vos, decí que vinimos en diciembre, porque fue la última navidad que pasamos con Maxi.
Entendí que a esa decisión la había tomado yo, pero que de ninguna manera podría haber sido mía realmente. Que algo más había decidido por mí, algo que no tiene explicación y que solo se siente desde lo más profundo.
Mi tía Norma, sabiendo de la promesa que mi primo me había hecho, me dio la camiseta de Boca. Yo la quería, pero no así. Todavía no era el momento, no merecía tenerla. No de esa manera. Me quedaba grande. Me pesaba mucho. Todavía era él quien la tenía que seguir usando. No era justo.
Extrañamente, el paso despiadado del tiempo, o mi niñez, o quizás las censuras que uno mismo se crea en la mente, me impiden poder recordar su voz. No existen registros, no hay grabaciones ni videos que permitan devolverlo al menos un instante a este presente que se renueva día tras día ya sin él entre nosotros. No obstante a ello, aunque su voz siga ausente, hay algo en el aire que lo mantiene vivo. Son esas energías inconfundibles a las que uno se aferra en cada infortunio, o en cada plegaria.
Con mucho dolor regresamos a la ciudad. Río Tercero ya no era aquella aventura de un niño que solo pensaba en jugar a la pelota. Río Tercero se había convertido en ese lugar lejano y espantoso que me había apartado de toda mi inocencia. Tengo la extraña certeza de que a partir de allí jamás volví a ser niño. Recuerdo de esa época, además, el desgano propio de un adulto; esa bronca con la vida, y esa miseria espantosa de intentar encontrar un culpable.
Así pasó el verano, la rutina se fue apoderando de nosotros y aunque las emociones insistían por permanecer en carne viva, hubo que adormecerlas y seguir adelante. En ese intento por vivir en la esperanza de que nos espera seguramente un mejor destino después de la muerte, el ser humano se va aferrando a cada estrategia que lo aleje del dolor. Y mi escape de aquella tragedia parecía ser el fútbol. De esa manera regresé al Atlético y continué con las prácticas de verano.
El primer partido de ese año, después de haber pasado un par de meses sin jugar, nos tocó contra el temible equipo de 9 De Julio, el favorito de la liga. Tuvimos una gran noche y ganamos 2 a 0. Cuando terminó el partido ocurrió algo raro. Los papás de mis compañeros me felicitaron. Muy bien pibe, me decían todos como en un acto de reverencia. Yo no entendía nada, pero permanecía en silencio y respondía apenas con una tímida sonrisa. A tantos años hoy pienso que más de uno, se habrá dado cuenta de mi estado de asombro. Camino a casa, ya a solas con mi mamá, le pregunté por qué todos me saludaban y me felicitaban. Por los dos goles que hiciste hijo, me dijo ella eufórica y bastante sorprendida por mi pregunta. Noté en esa respuesta, al instante de que la dijo, una cara de extremo arrepentimiento. Evidentemente cuando conectó sus ojos con los míos entendió lo que estaba pasando. Unos pocos segundos fueron testigos de un silencio cómplice, pero inmediatamente después, sentí la necesidad de explicarle con toda la ingenuidad segura de un niño, y como para romper el silencio que a ella tanto la emocionaba, que a aquellos dos goles, realmente, no los había hecho yo.
(:LjTErAr10:)
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