Empezar un nuevo día, cubierto por una cobija o descubierto, en el centro de la cama o casi al borde de caerte son el preámbulo de lo que puede cambiar los párrafos de esos capítulos que se escriben en tu historia.
Como en un casino, las cartas se reparten y ahí están cada uno de los retos que te llevan a crecer. Preparado o no, al salir o permanecer en casa empiezas un viaje de 24 horas. El reloj empieza a disminuir el cheque de tiempo de vida que se te ha concedido aquel «x» día. El mismo que se repite durante los 365 días del año de ser posible. Entonces tú, como en un ring de pelea te dispones a noquear o ser tumbado con un buen golpe.
Hacerle frente a todo lo que se presenta muchas veces sobrepasa lo esperado. Pero, si todo sucediera de acuerdo a lo que queremos de seguro no sabríamos que dentro de nosotros existe un excelente aprendiz o un gran maestro.
Entre las enseñanzas de casa, cuando «saludar» se vuelve mucho más que dirigir palabras por cortesía y lo adoptas como un valor personal para dar una muestra de atención, toma más significado y sentido en lo que ejecutas. Deja de ser algo cotidiano y acompañar está acción con una «sonrisa» se vuelve mágico. No cambia los problemas de quién te encuentra por la calle, pero si recibe de ti un alivio y un «suspiro» de tranquilidad para sus pensamientos.
Caminando de forma casual por la calle y con una mirada lista para detectar la clase de saludo que necesitan quienes se encuentran contigo, tu caminar se vuelve una pista de patinaje. Ese hermoso circuito cerrado con más de dos curvas, donde no dejas escapar a quien te encuentra sin una acción tuya para recordar durante el día.
Cada saludo aunque cambia de receptor, el mensaje emitido es el mismo. Un brillo en los ojos de tu parte, un movimiento de la cabeza como una reverencia a quien te encuentra hace toda la diferencia porque tu tono de voz es el ideal.
No buscas ser perfeccionista en todo lo que haces, pero «saludar» es la única acción que puedes hacer para cambiar y cambiarte el estado de ánimo.
Al ser un buen día porque así tú lo catalogaste, dar un paseo era perfecto. Llevar un paraguas por la tarde, no solo significaba tener que estar pendiente de no ser mojado por algún automóvil descuidado. Había que elegir que mano permanecería en tu bolsillo mientras la otra sujeta el paraguas.
Sin embargo, por todos los resultados obtenidos, la mano izquierda sería quien sujetaría el paraguas mientras la mano derecha se mantenía fuera para acompañar los saludos desde lejos. Un suave movimiento de la mano para decir «hola» a distancia o acomodarla como lo hace un capitán frente a su batallón para saludar a quien estaba cerca no podía faltar.
Era algo característico de ti. Y si hallar respuestas a las preguntas que te cuestionabas se hallaba con movimiento, caminar bajo la lluvia ayudaba demasiado. Transitar una calle diferente, además de significar más distancia para llegar a dónde querías ir, tenía algo que enseñarte.
Al pasar por una panadería, escuchaste ¡que viva yo!, ¡feliz cumpleaños!, luego un par de aplausos de algarabía. La alegría emitida de aquel lugar era tan fuerte que la curiosidad en ti hizo que te acercaras a la ventana de aquel lugar. ¡Sí!, en efecto era un cumpleañero. Un atípico, sin invitados, decoración, regalos y un gran pastel. Tenía lo que a él le hacía feliz aquel instante, un ponkey con una pequeña vela que al «soplar» tendría la simbología más grata para aquel momento. Pedir 3 deseos y trabajar por ellos para que le fueran concedidos.
Al ver aquello, de inmediato colocaste la sombrilla bajo el brazo para poder aplaudir, mostrar una sonrisa, gritar un ¡bravo, amigo!, y «silbar». Esto te hizo «sentir» como un verdadero hincha, no alentabas a ningún equipo, pero de seguro el apoyo brindado aquel día fue la demostración de confianza y apoyo que el cumpleañero necesitaba. Desde fuera aunque eras un desconocido, por la empatía brindada te convertías en su invitado estrella. Una pequeña acción que marco la diferencia para aquel individuo.
Faltaban 5 cuadras para llegar a tu destino. La lluvia se detuvo y como por arte de magia el sol se mostraba majestuoso. Cerraste el paraguas y decidiste ir por un helado. Era tu preferido, la combinación perfecta de sabores (chocolate y chicle).
De vuelta a tu ruta no probaste el helado algo raro dentro de ti, pero tuvo su razón de ser. Más adelante en el camino, un niño jugaba en los charcos de agua que formó la lluvia y el estado de la vía. Unos cuantos brincos para hacer que el agua saliera de aquel agujero en el que se encontraba y de pronto su bota salió del límite de este.
El niño perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Antes de que tú llegarás a él para ayudarlo su madre llegó corriendo para socorrerlo. La caída le había proporcionado un gran golpe y un raspón que dejaba ver gotas de sangre en su pantalón.
Empezó a llorar sin consuelo. Su madre lo levantó y lo llevó a la vereda de la vía. Levantó la basta de su pantalón y empezó a «soplar» la herida del pequeño. Como el viento remueve las hojas secas del camino, parecía que está acción le quitaba poco a poco el dolor al pequeño.
El sol de aquel día no generaba calor intenso y eso favoreció a que tu helado estuviera en buen estado. Apoyando la acción de calmar al pequeño, acudiste a él y le regalaste el helado. Y ahí estaban las «sonrisas» de vuelta. Manifestadas como un agradecimiento de parte de aquella madre y la tranquilidad del niño al secar sus lágrimas y reír por lo sucedido.
Pequeñas acciones que eran un todo para quienes participaron en ellas. Hacer feliz a un niño valía toda la pena para haber salido de casa. No aclaraste las dudas frente a muchas preguntas, porque no te hallabas pensativo. Y de otro modo, cuando menos lo esperabas, tú hallabas las respuestas y la vida te cambiaba las preguntas.
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