—Permítame que cierre la ventana, ayer nos instalaron el sistema de filtrado de aire y vamos a estar mejor en un rato— anunció el ingeniero apretando el pestillo que ajustaba el burlete de goma espuma.
Pulsó el botón de encendido del aireador, un silbido anunció la salida del ozono. En pocos minutos el olor había cedido y se respiraba, en cambio, un suave aroma a cloro.
—Nos vamos a morir sofocados pero mejor que con ese tufo picante, no sé a usted pero a mí se me mete hasta el gallote y después cada cosa que mastico tiene gusto al orín de los gatos, un asco— replicó, mientras servía la infusión dorada que preparó en una pequeña teterita de flores azules que simulaban porcelana pintada.
—Por fortuna la pensión que nos dieron alcanza para algunos pequeños lujos.
El té y la malta eran de los productos más caros porque la muchacha que los cultivaba fuera del pueblo usaba agua filtraba en una pequeña depuradora de cinco filtros; además los días en que los gatos se acostaban en las sierras debía usar luz UV para los cultivos. El uso de la electricidad convertía a todo el proceso en algo muy costoso, y los paneles solares que colocó para ahorrar dinero sufrían constantes daños cada vez que los gatos se encandilaban y los volteaban.
Desde el incidente en la lechería las cosas habían cambiado mucho en la vida del Ing. Aurelio Pérez. Ya no iba a trabajar a diario como lo había hecho durante los últimos veintiocho años, ahora en cambio se levantaba en las mañanas y controlaba que su patio estuviese limpio; encendía el filtro de agua para llenar los tanques, leía las noticias locales en los diarios digitales y le escribía casi a diario a la intendencia, ya sea para sugerir mejoras o soluciones a los graves problemas que se habían originado desde la llegada de los gatos, o bien para quejarse por la ineficiente resolución de las políticas públicas votadas. El dinero que recibió por la indemnización de la fábrica y la pensión de la jubilación anticipada lo sostenían a él y a su esposa, aunque el costo de la vida aumentaba y ya la preocupación por el futuro era tema recurrente en los almacenes y hospitales. Los gatos habían convulsionado la economía global y ahora era tiempo de las consecuencias; nadie podía dimensionar hasta donde llegaría la «crisis de los gatos».
—Muchas gracias Don Aurelio, por favor no se moleste más por atenderme, solo quiero hacerle algunas preguntas para el artículo que estoy escribiendo y no es mi intención que se ponga en gastos— le dije mientras preparaba la grabadora —aunque no le voy a negar que el té está muy rico y hace mucho no tomaba una taza. Ahora, si a usted le parece, me gustaría que me contara cómo sucedió el incidente en la lechería; como le adelanté por teléfono estoy realizando una investigación sobre el siniestro y cualquier detalle me sería de mucha utilidad. La idea es que el artículo sea publicado dentro de dos días, así que ya ve, voy corto de tiempo. Sin embargo creo que podría contribuir a comprender qué sucedió con la economía del pueblo y por qué estamos como estamos.
—No se olvide de informar los estragos que harán en nuestra juventud la escasez de leche; mire que yo no soy nutricionista, soy ingeniero químico como usted sabe, pero vengo de un familia de campo y tomábamos directo de la vaca, recién extraída, y mire, mire cómo estoy— sacó un brazo fuera del pullover y flexionando el codo me mostró su bíceps —fuerte como roca. Ya le digo, directo de la vaca. Por eso me gustaba tanto trabajar en la lechería. Pero el día del incidente, como usted le dice, las cosas fueron muy feas. No voy a olvidar nunca lo que pasó.
—Cuénteme don Aurelio en primer lugar lo que sucedió cuando los gatos llegaron. Según el testimonio de la Srita Mandy, con quien estuve hace un rato, usted estaba en el galpón cuando todo sucedió.
Don Aurelio sorbió el té, mordió la galleta de granos integrales que compartíamos y entrecerró los ojos. Se tiró sobre el respaldo del sillón en el que estaba sentado, aflojó los brazos y mirando por la ventana narró:
— Como le decía, me acuerdo como si fuera ayer a esos dos gatos que casi destruyen toda la pasteurizadora. Eran cachorros pero abrieron el silo de la leche y casi nos matan a todos. Yo estaba de turno esa mañana, me acuerdo patente, mire, como si lo estuviera viendo ahora mismo; el capataz activó la alarma y todos nos refugiamos en la planta, tal cual nos enseñaron en los simulacros. Pero nunca hubiéramos imaginado lo que después pasó, un gato hermoso, hermoso todo negro, ojos verdes como el musgo, arañó el techo hasta que levantó unas chapas, las suficientes como para que metiera su morro. Sus bigotitos se movían recorriendo el espacio donde estábamos; parecía hechizado por el olor de la leche.
La cuestión es que el gatito después metió la pata, con tanta suerte que encontró justo el reactor donde emulsionábamos el queso crema. Estaba tibiecito, y al llevarse la pata a la boca para saborear su hallazgo lo hubiera visto, se puso como loco, arrancó el techo completo y zampó toda su boca en el reactor. El otro gato que andaba con él vino a husmear pero éste resultó más malo y lo echó con unos gruñidos que parecían truenos como cuando el rayo cae bien cerquita; a mí el corazón se me escondió a un costado entre las costillas dejando vacío justo el medio. Nosotros ahí quietitos, agazapados en una orilla, rezando que se fueran, pero no, el otro gato salió disparado y se chocó con el silo de leche. Rompió la válvula y el líquido fluyó y bueno, ya se imaginará.
—Y dígame Don Aurelio ¿ahí fue que murió el muchacho José Arrieste? Tengo entendido también que Don Alberto Mondragón, el propietario de la finca, sufrió lesiones severas en el incidente, y que la señorita Mindy también tuvo problemas de salud después del suceso.
—Lo del muchacho fue algo desafortunado, muy desafortunado — sus manos taparon, como si fueran una visera, sus ojos fruncidos por el dolor —el chico estaba justo debajo del reactor, del lado de la pared que se derrumbó cuando el gato más grande arrancó el techo. Murió aplastado y no pudimos hacer nada, nada.
Lo de Don Alberto fue diferente, él y la señorita Mindy estaban en la oficina en el edificio que está frente al galpón y vieron a los gatos desde el costado. En la desesperación Don Alberto salió a ahuyentarlos, les tiraba piedras y les gritaba que se fueran. El gato más chico se acercó y lo lengueteó; con tanta mala suerte que Don Alberto es alérgico a los felinos. De inmediato entró en shock. Por suerte la Srita Mindy sabía dónde estaban las jeringas y le inyectó una dosis; también fue ella quien llamó a los servicios de emergencia. Fue muy valiente, muy valiente. Pero después estuvo mucho tiempo internada en una clínica mental. Una vez fuimos a visitarla con mi mujer y nos contó que todas las noches imaginaba ser un pequeño ratón atrapado en una madriguera y que el gato la llevaría en su boca hasta una casa gigante y ahí caería ella casi muerta sobre la cama del humano gigante, y le tendría compasión y la mataría para que no sufra más, viera usted la imaginación de la dama.
—Comprendo, comprendo —asentí, sin dejar de observar que una sombra crecía por detrás de la cortina, nos dejaba brevemente en penumbras y luego se retiraba, como un eclipse con forma de gato.
—Casi que es difícil recordar cuando eran adorables mascotas del tamaño de un chihuahua ¿no? —dijo Don Aurelio observándome fijamente. — Mire, yo tuve gatos de mascota casi toda la vida. Preciosos, uno todo blanco, ciego de nacimiento y sordo de un oído, el Payo le decíamos; y el otro atigrado en tonos grises y perlas que eran una maravilla, largo el pelo, las orejas puntiagudas ¿sabe qué más recuerdo de él? Sus ojos amarillos como la mostaza del monte. Hermoso, majestuoso el Nicanor; le pusimos así porque lo encontramos arriba de una parra, se le habrá olvidado a la madre o vaya a saber, el asunto es nos entraba en la palma de una mano. Lo criamos a mamadera, usted viera, la tetina más chiquita pedimos en la farmacia y así y todo le quedaba grande, así que agarré una de las jeringas que usaba para la insulina y con eso le daba leche, viera usted, tan chiquito. Al final era hermoso tenerlos en casa, los gatos eran buenos como mascotas, si se acuerda.
El bip del filtro de aire indicó que la concentración del desinfectante había alcanzado la máxima permitida y por lo tanto cortaría el flujo del ozono, permitiendo sólo que ingresara desde el exterior el aire filtrado por las placas de carbón.
—El asunto es que el Nicanor y el Payo vivían adentro casi siempre—retomó el relato Don Aurelio— sino en el patio, pero no se iban. Hacían sus necesidades en una cajita y así se acostumbraron, por eso estuve de acuerdo cuando se armaron los areneros gigantes a las afueras de la ciudad porque la plaza y las playas eran un asco. Pero hay que mantenerlos limpios ¿vio? Para que no pase lo de ahora que el olor nos voltea. El otro asunto es tratar todas esas heces, mire como lo digo, he-ces, una finura para no decir caca, si me permite la palabra; no entiendo por qué los científicos resolvieron tantos asuntos de los gatos gigantes pero no saben qué hacer con toda esa popó.
Es cierto que aún no sabían qué hacer. En la universidad de ingeniería habían estado probando con producir combustible con esos desechos, pero casi explotaron toda la manzana cuando el nivel de amoníaco creció sin que pudieran controlarlo.
Sin embargo no podíamos echarle toda la culpa a los científicos: ellos habían anunciado, años antes, la existencia de gatos gigantes. Habían estudiado los indicios que dejaban, huellas, pelos, olores. Nadie los había tomado en serio. Incluso cuando la planta potabilizadora no pudo filtrar el agua por una cantidad inusual de residuos flotantes, los científicos anunciaron que eran los pelos de gatos gigantes, que continuarían sucediéndose los inconvenientes y que año a año tendríamos menos agua disponible. Demostraron que los niveles de urea en el agua habían subido, que los peces habían disminuido, y mostraron gráficos que correlacionaban la merma de los peces con el aumento de alimento que un gato requiere cuando su tamaño es mil veces más de lo normal. Nadie los tomó en serio. Hasta el día del incidente en la pasteurizadora, en que murió un muchacho, y más de trescientas personas del pueblo perdieron su empleo. El sindicato no pudo hacer nada con una fábrica con daños tan severos, además el ejército custodiaba la lechería dispuestos a derribar a cualquier gato gigante que viniera en busca de la leche ¡era cosa que nos hubiera resultado tan absurda antes!
— Estoy como obsesionado con las heces, perdóneme justo hablar de este tema mientras comemos estas galletas— dijo Don Aurelio, su voz interrumpió abruptamente mis pensamientos — son de maní procesado y semillas de girasol, las venden como desecho en la fábrica de aceite, «derivados» le dicen ahí, no son ricas pero algo de omega tienen. Diga que el gobierno nos raciona el aceite porque sino con mi pensión no podría ni comprar un tarrito chiquito. Antes el aceite no tenía ese gusto a pescado, ya me acostumbré, pero ¿se acuerda usted el sabor de la comida? Algunas noches, sueño con las cenas que hacíamos en casa, teníamos una huerta y un gallinero, mire lo cuento y me parece tan lejano, otra vida. Mi madre, gallega, mataba una gallina temprano. Después la limpiaba, la ponía a hervir lento, con hierbas que sacaba de la huerta; desde mi cama se olía el romero y el orégano. Los gatos ronroneaban debajo, ella les tiraba algún restito de la infortunada gallina, pero no todo ¿vio? Porque el hígado y las otras achuras las usaría al día siguiente en un arroz rehogado que era una maravilla. Usaba azafrán mi doña madre, imagínese, le cuento todo esto y casi lloro.
Mire otro día le cuento más sobre mi infancia en Córdoba, cuando venían los parientes mendocinos litros de Bagna cauda preparábamos, kilos de coliflores hervidos, me pelé como mil dientes de ajo, después el olor no se me iba con nada de las manos y los de la escuela se burlaban; yo les decía que por lo menos a mí el vampiro no me iba a atacar ¡lo que nos divertíamos!
Los pibes de ahora ni saben de todo esto, la escuela es algo que ni conocen con todas estas enfermedades raras que traen los gatos en sus pelos, los ácaros esas cosas, pura alergia y estornudo, no se puede andar en los patios y al final la interné solucionó todo… como ese cuento de Asimov ¿se acuerda que lo leímos de jóvenes y nos reíamos de ese viejo fatalista? Tenía razón nomás el viejo, qué lástima che, reírnos tanto y ahora…
La sombra que recorría ahora la ventana era la tarde desvaneciéndose. La esposa de Don Aurelio estaba en la cocina escuchando la radio local, pasaban los anuncios de los pueblos vecinos. Como antaño las comunicaciones volvían a darse por AM porque los gatos habían derribado todo el cableado y las torres de comunicaciones y aunque los trabajos de soterramiento iban realizándose sin cese de continuidad, no llegaban a reemplazar con igual velocidad la caída de los postes. La radio anunciaba que en el pueblo vecino había fallecido Hugo el peluquero y la familia invitaba a los deudos a la misa que celebrarían en la Catedral de la Ciudad Capital.
Don Aurelio recordó que Hugo era peluquero desde la época de su padre, que tendría como mil años y que quizá había tenido suerte por fin en morir, en vistas de cómo estaban las cosas ahora.
— Pero más allá de todo algunos los consideran adorables. El otro día visité a mi hija, vive allá en la ciudad en uno de los edificios, vio el que es todo verde esmeralda que está entre las dos torres comerciales del centro, bueno, estábamos en el balcón mirando por mirar cuando un gato asoma su cabeza entre las dos torres; mi nieta se reía que daba placer, los ojos redondos del felino puestos sobre un helicóptero que andaba por ahí. Imagino que los tripulantes habrán pasado mucho miedo pero ya están entrenados en esquivarlos. El asunto es que el gato estuvo ahí un rato acosando al artefacto volador, después se aburrió parece, pasó entre las torres, estiró las patas bajando su parte superior como uno de esos adulones de las cortes de antes, así como en petición, la parte trasera bien levantada. Así hizo y casi todos los vecinos divirtiéndose, hasta que arrancó derecho hacia nosotros y un poco nos asustamos porque se refregó contra el edificio, haciéndolo temblar. Dice mi hija que los arquitectos informaron en una reunión de consorcio que es muy difícil que un gato lo voltee, pero le digo que verlo tan de cerca, tan impresionante, a mí se me puso la piel de gallina.
Será que soy de otra generación, como le contaba yo tuve gatos en casa y ahora verlos ahí afuera, tan grandes, no me acostumbro. Pero los pibes lo van naturalizando, no le digo mi nieta chocha con el gatito y sus juegos, los chicos son más inocentes y no entienden las dificultades que trae la convivencia. Como este olor espantoso que no se va, los litros de vinagre y los kilos de bicarbonato que hay que comprar si algún felino te hace pis en el patio, los atascos de tránsito cuando alguno se echa a dormir o se refriega el lomo contra el asfalto, rascándose. No hablemos de lo costoso que está siendo para nuestro ecosistema alimentarlos, tengo un amigo que me contaba que la lechería ahora sólo cría vacas para elaborar alimento balanceado para los gatos ¡qué vamos a hacer!
Cuántos años los científicos nos advirtieron, que estaban creciendo, que había que hacer algo, que iba a llegar un día en que nos iba a costar sobrevivir, y bueno, llegó. Habrá que joderse ahora, cuidar el agua, usar estas máscaras para los pelos, andar con cuidado. Pero el olor del aire, ese es el más difícil de sobrellevar ¿no le parece? No sé, vio, ojalá los jóvenes sepan qué hacer, porque lo que es nosotros ya estamos jodidos.
Hicimos silencio. Afuera no se escuchaba más que el gemir de algún gato que habría entrado en celo. Don Aurelio me recomendó que me fuera a casa antes de que los felinos comenzaran a pelear; estuve de acuerdo. Nos abrazamos, no sé por qué. Guardé mi grabadora en el bolso, me puse la máscara, el sanbenito antiácido y salí. La noche estrellada me reconfortó, la luna tenía un halo alrededor que anunciaba que mañana habría viento; agradecí porque entonces quizá el aire estaría más limpio y podríamos estar afuera un rato sin la máscara, quizá bajar a la playa del lago. Di un último adiós con la mano y me subí a mi auto. Rogué que durante el camino ningún gato lo confundiera con un ratón.
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