Quería sentarme.
Sí, en esta nublada y fría noche de verano un momento para reflexionar sentado en la reposera mientras escuchaba música y comía algo parecía el mejor de los planes para pasar el tiempo.
Sabía que la silla estaba arriba, que me esperaba para compartir una vez más tantos pesares y para consolarme del suelo frío. Sabía que una vez más aguantaría el peso de mis angustias mientras las lágrimas liberaban las tan ansiadas endorfinas que nos hacen sentir bien. La reposera lo había hecho mil y una vez y sabía que lo haría otra. O al menos eso creía.
Esta vez se había cansado. Me echó en cara de que no la cuidaba y tan pronto como me senté, su tela se abrió en la misma cantidad de pedazos en los que su corazón se habían roto, dejando un lugar suficientemente grande para que mi cuerpo entero pasara por el medio. Esa fue su manera de decir no esta vez y ninguna más. Esa fue su manera de decirme que era recíproco o nada. Esa fue su manera de dejarme ver como ella rota, seguía en pie; mientras yo, tirado en el frío del suelo con un nudo en la garganta de saber que nada iba a ser como antes, no reunía aún las fuerzas para levantarme.
Tantos descuidos; tantas tardes al sol mientras yo dormía, salía, jugaba, reía o escribía; tantas noches a la intemperie; tantos «no es para tanto» o «no va a pasar nada»; tantas oportunidades perdidas de decirle que no quería otra reposera, de que aunque no fuera la más linda, ni la más novedosa, ni la más lujosa: yo aún prefería su tela, su madera, su olor, su tacto, su manera de sostener tantos llantos y no deseaba a ninguna otra. Tantas desatenciones habían logrado al fin lo inevitable.
Ojalá hubiera sido la reposera. Ojalá hubiera sido tan solo un pedazo de tela reemplazable el que me hubiera enseñado la lección de que la gente se cansa, de que nada es para siempre y de que lo que no se cuida se pierde. Quizá de haber sido la reposera, el dolor hubiera sido menos. Pero quizá también de haber sido la reposera, tan sólo hubiera sido ese pedazo de tela reemplazable.
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