El empleado llegó puntual a las cuatro y media de la tarde. El cálido sol de agosto le acompañó, tras recoger la correspondencia en la plaza, hasta el umbral de la casa postal. El frescor de las piedras centenarias le dio la bienvenida cuando dejó atrás el portón, alejado ya del receso tras el almuerzo en Casa Maravillas.
Las misivas, unas decenas de ellas, quedan extendidas pulcramente a la espera de ser importunadas por la canceladora manual, estrellada enérgicamente por el empleado de Correos. Cuida éste la pulsión exacta para que, en ese diecinueve estival de aquel 78, en Ayerbe, quede impresa la fecha con calculada nitidez; sin emborronar las estampillas que culminan las cartas de esos confiados oscenses.
Cada carta resulta un viaje que parte de la profundidad más íntima de una persona. Un viaje que comienza con una barrera en busca de su exención. Cada límite pasa inexorablemente por esa amalgama de burbujas que recorre la cúpula palatal tratando de adherirse a cada una de las grietas que dibujó el pasado. Cubierta la última fisura, se precipita en el abismo de la incertidumbre, estrellándose hasta quedar postrado, a la deriva en el mar de lo ignoto. Como un maltrecho Fénix.
En sus alas cada pluma es una palabra con ansia de bogar y surcar nuevamente, anunciando su existencia. Una lejana isla donde brotan las más diversas frutas dispuestas en un bodegón, donde cada cuál dispone de la suya conforme a su inquietud. Unas veces lo adereza la quietud, otras… súbitamente, sin acomodo posible. La pasión atrae compañías de dudosa reputación; pero de haber evitado ese fervor, de no haber sido por una apasionada dedicación, no disfrutaríamos de los logros que nos seducen cada día.
Nada desestabiliza más que el silencio cuando buscas respuestas. Aunque quizá sea lo que te lleve con más fidelidad a la respuesta que buscas. Pero ¿Cómo interpelar a quien te ignora a sabiendas o descuidadamente? Quizá el soliloquio tenga la respuesta y la epístola llegue antes a su destinatario. Los tiempos de los mensajes lanzados en botellas al mar quedaron relegados a náufragos literarios. Al no llevar franqueo difícilmente llegaban a destino.
Qué preciosidad de imágenes con la que cada país se ha publicitado en cada una de esas dentadas estampillas. Con ellas ultimamos esos deseos de atención, ese interés en conocer las andanzas de lejanos amigos y familiares. Con un mismo valor, dependiendo de la lejanía o la premura que necesitáramos, la intriga estaba en el catálogo de imágenes que el estanquero o empleado de Correos nos pusiera delante. Sin duda un buen reclamo para asociarse al Servicio Filatélico.
Desde luego…quien a día de hoy insista en este ya romántico modo de comunicarse, loado sea. La modernidad invita a incómodas mutaciones comunicacionales. El mismo servicio postal comenzó pervirtiendo este sistema de franqueo: primero con estampillas que expedía una máquina al auspicio del empleado de turno, después esas diminutas láminas perdieron su imagen, y las últimas cartas recibidas en el buzón de casa tan sólo contemplan una aséptica inscripción con la denominación carta. Menos mal que para los nostálgicos aún pervive el Servicio Filatélico, que mes a mes provee de estas maravillas dentadas. Sólo falta que regresen las cartas manuscritas y enviadas por el correo tradicional, con la ilusión de informar de que alguien ha pensado en ti. Y sobre todo…que suene el timbre de casa, pulsado por ese cartero que te trae una misiva cargada de buenos deseos.
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