El árbol de la inmortalidad
Relata el Libro del Génesis que Adán y Eva podían comer cuantos frutos quisieran de los árboles del huerto del Edén.
Salvo, del fruto del árbol del bien y del mal.
Y todos sabemos lo que sucedió.
Lo que no todos saben es que, según una antigua leyenda oriental, en algún sitio, hay otro árbol, cuyo nombre es secreto y cuyas propiedades serían opuestas a las del árbol prohibido: comer de su fruto supone regresar al estado de pureza original.
Debido a ello, algunos pretenden que su nombre sería «árbol de la inmortalidad» porque infieren, con lógica irrefutable, que si por comer del fruto prohibido fuimos condenados a sufrir la corrupción de nuestra carne, quien comiere del fruto de ese otro árbol, gozaría de una vida eterna, libre de enfermedades y decrepitud.
En las páginas de la Suda bizantina, se lo identifica con el «árbol de la vida» mencionado en el Génesis.
Pero no puede tratarse del mismo árbol, ya que el árbol bíblico está dentro de los confines del Edén, custodiado por cien querubines y una espada flamígera, mientras que el «árbol de la inmortalidad» estaría aquí, a nuestro alcance, solo que perdido entre los millones de árboles que pueblan nuestro bajo mundo de dolor.
Tampoco puede tratarse del Huluppu, mencionado en la Epopeya de Gilgamesh, pues ese árbol, plantado por la diosa Inanna en su jardín, pronto fue ocupado por una serpiente en sus raíces, un demonio femenino en su centro y un pájaro Anzu en sus ramas.
El erudito chino Ge Hong 葛洪, en su pertinaz búsqueda de la inmortalidad, creyó haber tenido noticias de él a través de unos viajeros que le narraron la historia de unos indígenas que vivían, al parecer, sin conocer los estragos del paso del tiempo.
Habitaban una remota región del Reino de Nanyue (Nam Việt, hoy Vietnam) y el erudito chino hizo todo lo posible hasta llegar allí.
Pero las autoridades locales, enteradas de la presencia del extranjero, lo tomaron por espía del emperador de la China y solo tras el pago de un cuantioso rescate pudo regresar a su tierra, en donde pasó los últimos años de su vida escribiendo su famoso tratado.
En la Europa del siglo XVI, Paracelso —que guardaba en su biblioteca la versión latina de la obra de Ge Hong titulada «Biographiae Divinorum Immortalium»—, entendió que el filósofo chino había cometido un error inexplicable y que el divino árbol no podría haberse hallado jamás en aquel reino.
Varias veces creyó Paracelso alcanzar su meta, para descubrir más tarde, que se había equivocado.
Ya había perdido las esperanzas cuando, por casualidad, oyó hablar de una misteriosa leyenda en torno a un árbol que crecía en una diminuta isla del estrecho de Macasar, frente a la gran isla de Sulawesi, en la actual Indonesia.
¡Tantos años tratando de dar con el maravilloso árbol en vano y ahora el destino lo ponía frente a unos marineros medio ebrios, en el preciso instante en que hablaban de un misterioso árbol en una isla remota!
No dudó: era una señal de Dios de que ése era el árbol.
Habría zarpado rumbo al lugar no bien pudiera, pero su salud ya se encontraba deteriorada.
Por eso, tras el pago de veinte doblones de oro, logró convencer a un navegante holandés para que, siguiendo sus instrucciones, diera con el árbol y volviera a Europa con su preciado zumo.
La espera fue eterna, pero valió la pena: el día de navidad del año 1540, el navegante regresó con el misterioso elixir.
El problema fue que Paracelso, fiel a su máxima «dosis sola facit venenum» —es decir, que todas las cosas son veneno dependiendo de su dosificación— no lograba determinar la cantidad exacta de zumo que debía ingerir para conseguir la inmortalidad.
Y así, la muerte lo halló sin haber probado siquiera una gota del mágico brebaje.
Hoy nadie sabe a ciencia cierta si entre las pociones de Paracelso, se encuentra aún el residuo de aquella sustancia maravillosa o si el aventurero holandés, en su afán de lucro, engañó al alquimista entregándole el zumo de un árbol común en lugar del verdadero elixir de la inmortalidad.
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