La Navidad se encuentra “a la vuelta de la esquina”, como solía decir mi madre.
A pesar de ser un adulto de la tercera edad, no puedo evitar que la nostalgia me invada. Esta época del año trae a mi mente muchos recuerdos tristes de mi infancia ocurridos durante estos días. Quizás el que más me duele fue el del año que falleció mi tía Nena, justo el día previo a la Nochebuena. Ella era la hermana mayor de mi mamá, su preferida. La mesa del comedor que había sido adornada para la cena, palideció por completo ante la vista del ataúd que, custodiado por cuatro sirios, lucía lúgubre y sereno en el centro de la sala. Ese año lo pasamos comiendo churros con chocolate en un carrito solitario que encontramos merodeando la avenida; nadie quiso sentarse a la mesa donde un lugar permanecería vacío por primera vez. O aquel año en que mientras todos departían felices, yo me encontraba recostado a un lado de mi mamá mientras ella me leía el cuento de una pequeña luciérnaga que titilaba muy rápido para poder alcanzar una estrella que compartiera su luz con su mamá que había perdido la suya. Poco tiempo después mi madre perdió su batalla contra el cáncer. Nuestra casa nunca volvió a ser la misma. La magia de la Navidad parecía haber desaparecido, como si mi mamá se la hubiera llevado con ella. El decorar el árbol de Navidad ya no me ilusionaba; al contrario, se había convertido en una ardua tarea con la que debía cumplir cada año. Las luces de colores me recordaban a la pequeña luciérnaga del último cuento que me contó mi mamá. Varias mamás sustitutas se cruzaron en mi camino, pero ninguna logró llenar el gran vacío que existía en mi corazón.
A parir de entonces empecé a practicar el campismo. El contacto con la naturaleza aliviaba un poco mi soledad. Conocí el conticinio que me permitía adentrarme en lo más profundo de mi ser. Disfruté del petricor que era lo más parecido al aroma exquisito de los guisos de mi mamá. Pero cada vez estas sensaciones dejaban de extasiarme para convertirse solo en algo común y frecuente.
Un día miré al horizonte y me topé con una montaña que obstruía mi vista, evitándome mirar al infinito. Entonces decidí escalarla y descubrí que más allá de mi horizonte existía otro más, y que por más que lo alcanzara, uno nuevo iba siempre a surgir. Me propuse escalar cada día una montaña más alta, para ver si de esta forma mi horizonte se ampliaba, pero fue muy grande mi desilusión al ver que el horizonte era siempre el mismo, y solo variaba la silueta que al final del mismo se perfilaba.
Así transcurrieron mi infancia y mi adolescencia, tratando de evitar la Navidad. Negándome a encontrar lo que en ella se escondía, pero lo peor de todo, lo que representaba.
Con el tiempo conocí a Lucí. Juntos procreamos una hermosa hija. Aunque traté de volver a encontrar la magia de la Navidad, nada fue lo mismo; la nostalgia de épocas pasadas nunca me abandonó.
Todo empeoró cuando mi Luci, víctima de un cáncer de páncreas, nos abandonó una víspera de Navidad, dejándonos a mí y a mi pequeña de tan solo cinco años. Se llevó con ella los resquicios que aún pudieran quedar de la magia de la Navidad.
Hoy me encuentro solo y cabizbajo, tratando de saborear una taza de café mientras intento leer el diario; solo alcanzo a distinguir los titulares, pese a que cuento con mis gafas de lectura. La nostalgia y las añoranzas empiezan a hacer estragos en mí.
—Abuelo, ya venimos a ayudarte a poner el árbol y a adornar la casa —gritaron mis tres pequeños nietos, mientras corrían hacia mí con los brazos abiertos para darme un fuerte “abrazo de oso—. Si Santa no ve arreglada la casa no querrá entrar y podremos olvidarnos de nuestros regalos.
—Hola, mis pequeños. Ya los estaba yo esperando. Sin ustedes no podría hacerlo yo solo —les dije mientras extendía mis brazos lo más posible para dar un abrazo que nos fundiera a todos en uno solo.
Este día entendí que mis dos grandes amores no me habían robado la magia de la Navidad; solo la tomaron prestada para multiplicarla en cada uno de mis queridos nietos.
—FIN—
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